Había una vez un caballero llamado Archivaldo, duque de Caldo. En verdad no era duque, pero le gustaba ponerse algo después de su nombre para darse importancia.
Archivaldo tenía un oficio poco común: era un caballero matadragones. Eso significa que se ganaba la vida matando dragones en el reino de Tierraboba.
Archivaldo era el caballero más eficiente para acabar con cualquier dragón, no había ninguno como él; nadie, en toda la historia de Terraboba, había logrado tan buenos resultados. Por ese motivo, el rey Evidencio le pagaba mucho dinero.
— Eres mi mejor caballero cazador de dragones —le decía el rey cada vez que iba al palacio con una cabeza de dragón a recoger la recompensa y le daba unas palmaditas en la espalda, porque esa Evidencio era un rey muy cariñoso.
Hasta ese día; cuando fue al palacio para recibir un encargo de matar dragones, el visir le dijo:
— Los dragones están extintos. Ya no queda ninguno en todo el reino de Tierraboba.
Archivaldo no era muy inteligente, así que no entendía muy bien lo que significaba "extinto" y preguntó:
— ¿Qué significa extinto?
— Significa que ya no hay más. Que no queda ningún vivo.
Eso sí que era un problema, porque Archivaldo solo sabía matar dragones. No había hecho nada más en su vida más que cortarles el cuello a los dragones.
Sin dragones, no cobraría.
Si no cobraba, no comería.
Tendría que buscarse un trabajo. ¿Pero cuál? ¡El sólo sabía matar dragones! Apeló al rey:
— Majestad, ya que no puedo matar dragones, ¿puedes darme algún trabajo aquí en el palacio? Sabes que manejo la espada mejor que nadie.
El rey Evidencio, que era aficionado a las armas e incluso intentó ser un matadragones, se apiadó de Archivaldo y lo puso a prueba por un tiempo como guardia personal. En qué momento al rey se le ocurrió esa idea… Fue horrible, porque Archivaldo pensó que todavía estaba cazando dragones.
Primero, atacó a un vendedor de verduras que abastecía las cocinas del palacio y partió sus coles y calabazas por la mitad, dejando el suelo lleno de restos…
En segundo lugar, atacó a los caballos de la corte, los favoritos del rey, pero los caballos pueden ser más peligrosos que los dragones, porque los caballos dan coces, de las cuales Archivaldo no sabía defenderse; al contrario, sí sabía defenderse de las llamaradas.
En tercer lugar, confundió las lenguas de niebla con el humo del fuego de los dragones y, tratando de luchar contra ellas, derribó la mitad del muro de contención del castillo real a espadazos.
El visir fue a hablar con el rey:
— Rey Evidencio, algo tenemos que hacer con el caballero Archivaldo. Si lo dejamos a su aire, acabará con la mitad del reino en un santiamén.
— Pobrecillo, es tan cortito. No sabe hacer nada más que matar dragones. Si tan solo pudiera salir del reino y ofrecer su espada para acabar con otros dragones que hay por ahí…
— Es cierto, Majestad, pero Archivaldo no sabe idiomas. Cuando preguntase por un dragón, probablemente lo mandarían a cazar gallinas.
El rey se rascó la barbilla, era necesario encontrar una solución al caso Archivaldo, antes de que el caballero arruinara el reino.
— Consulta con los embajadores —dijo el rey al visir— para que te digan si hay algún tipo de dragones en algún lugar y enviamos a Archivaldo allí.
El visir consultó y consultó con todos los embajadores, hasta que, finalmente, la embajadora de Tontilandia le dijo que había un archipiélago en su país donde vivían extrañas criaturas con cuernos y acorazadas, temidas por todos los marineros.
— ¿Y lanzan fuego? —preguntó el visir.
— Eso no lo sabemos, ningún marinero ha regresado todavía para contar más sobre esas criaturas.
El visir pensó que aquellos eran animales perfectos para mantener a Archivaldo ocupado lejos de Tierraboba. El primer ministro, entonces, convenció al rey Evidencio para que fletara un barco al archipiélago y embarcara al caballero con la chance de grandes batallas y montones de dinero, pero sobre todo con la promesa de mucha publicidad sobre su lucha desigual contra una nueva raza de dragones.
Pero el barco del reino de Tierraboba no iba a llegar a la orilla, era demasiado arriesgado. Al caballero Archivaldo le lanzaron en una catapulta y aterrizó en la arena. Y luego se dieron media vuelta corriendo y se fueron de allí a toda velocidad, no fuese que aquellos dragones acorazados supieran nadar.
En cuanto Archivaldo aterrizó de espaldas en la playa, se levantó y fue a buscar a los dragones acorazados.
Enseguida se topó con uno. Y no, no lanzaba fuego. Ni falta que le hacía. Archivaldo intentó pinchar al bicho en la para con su espada. Pero el animal soltó una especie de risa, incluso pareció hacerle cosquillas. Y ya no intentó nada más. El animal se golpeó la cabeza con la cola, pero por suerte Archivaldo llevaba un buen casco cortafuegos de acero inoxidable.
Cuando despertó, horas más tarde, estaba colgado en una jaula. Estaba en una cueva, que era la madriguera de aquellas extrañas bestias. Allí vivían un padre, una madre y un hijo.
En verdad, no eran dragones, sino una especie de dinosaurio llamado triceratops, pero eso Archivaldo no lo sabía; ni él, ni nadie.
El padre trabajaba con la madera, mientras la madre pintaba las paredes. Hablaban entre ellos, en el lenguaje de los dinosaurios, sin que Archivaldo entendiera una palabra. Por eso, no entendió cuando el hijo, que había adoptado a Archivaldo como mascota, preguntó a los padres:
— ¿Y vosotros qué creéis que come esta criatura?
— Lechuga, seguro que come lechuga — le respondieron.
Y el tricerátops hijo puso una hoja de lechuga en la jaula de Archivaldo y le habló en dinosaurés, que sonaba terrible, pero solo le decía:
— ¿Quién es la mascota más linda del mundo? ¿Quién es?
© Frantz Ferentz, 2024
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