jueves, 14 de noviembre de 2024

CUANDO DON QUIJOTE CABALGA DE NUEVO

 


Cuando Lazario entró en su despacho del Ayuntamiento de su pueblo manchego de Rosmarino, pidió que le trajeran su café de inicio de la sesión, pero no era el primero del día, ya era el tercero, aunque apenas se había despertado hacía una hora.

El primero era el que se tomaba en casa nada más levantarse; el segundo lo tomaba de camino a la alcaldía en el bar de la Plaza Central; el tercero se lo bebía en su oficina nada más entrar por la puerta y ni siquiera necesitaba preguntar, porque su secretario ya tenía el café listo, fragante y bien cargado, esperando a su jefe.

Sin embargo, ni siquiera después de tres tazas llenas de café, el alcalde se despertaba del todo, porque más bien parecía un lirón, incluso tenía un hocico largo y movía el bigote como ese animalito.

Aquel habría sido un día como cualquier otro, en el que el alcalde se pasaría el día roncando en su despacho, pero no fue así.

Apenas había terminado su último sorbo de café de la oficina, cuando entró en el despacho el concejal de Cultura, Educación, Gastronomía, Redes Sociales, Limpieza, Fiestas y Relaciones Comerciales (tenía tantas responsabilidades porque en el pueblo solo había cuatro concejales y tenían que dividírselas todas muy bien).  Aquel concejal se llamaba Draconio.

Alcalde, ¿ha visto las redes sociales?

Lazario levantó la cabeza con gran esfuerzo y utilizó al máximo sus capacidades intelectuales para decir:

— ¿Eeeeeeh?

Draconio comprendió de inmediato que el alcalde no se enteraba de nada, por lo que se sacó el móvil del bolsillo y le mostró algunas imágenes:

— Lazario, mira estos vídeos en las redes sociales, ¡son todos de nuestro pueblo!

El alcalde finalmente se percató de las grabaciones. Se podían ver sombras proyectadas en las paredes. Hay que decir que el pueblo estaba bien provisto de farolas que iluminaban todas las calles y más aún alrededor de los tres molinos de viento, que se encontraban en una pequeña colina a cuyos pies se extendía el pueblo. En las imágenes mostradas en las redes sociales se veían claramente sombras de Don Quijote de la Mancha cabalgando, pero no se veían las figuras, solo las sombras. El caballero era claramente visible, erguido, sosteniendo su lanza y escudo, montado en su jamelgo. La mayor parte de las grabaciones tenían lugar por las paredes de los tres molinos del pueblo.

— ¡Esto traerá decenas, quiero decir centenas, miles de visitantes a nuestro pueblo! — comentó con entusiasmo el concejal de Cultura y otras muchas cosas.

— Pero ¿quién ha hecho todo esto? — preguntó el alcalde, que ya empezaba a reaccionar.

— No lo sabemos, pero nos hace publicidad gratis. Ya hay previstas varias excursiones para este fin de semana para visitar los molinos.

— ¿Y Don Quijote?

Entonces el concejal permaneció en silencio por un momento y luego dijo:

— Vestimos a Miguel de Quijote, lo montamos a caballo y él se queda al pie de los molinos mientras los turistas anden por allí.

— No tenemos caballos en el pueblo. Solo un burro viejo.

— Tendrá que servir. Los turistas de la ciudad no distinguen entre caballos y burros.

Y así fue cómo, a las pocas horas, organizaron un espectáculo turístico al pie de los molinos de viento, mientras por internet circulaban cada vez más vídeos de la sombra de Don Quijote, tan nítida que parecía real.


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En la única escuela del pueblo había muy pocos estudiantes. En total, eran quince alumnos de todas las edades que asistían a clase primaria, mezclados en un aula. Entre ellos estaba Jacinta.

Jacinta tenía fama de “extraña” en todo el pueblo. Tenía diez años, siempre miraba al suelo, no le gustaba peinarse y no hablaba con nadie, excepto con los gatos de la calle, con quienes se comunicaba en un idioma que nadie entendía; estaba claro que le encantaban los gatos.

— Su hija no habla con nadie, pero tampoco contesta cuando le hago alguna pregunta — se quejaba frecuentemente la maestra a la mamá de Jacinta.

— Pero cuántas veces tengo que decirle que mi hija es autista.

— Aquí no podemos tratar con chicos con enfermedades tan complicadas.

La madre de Jacinta estaba harta de explicarle a la profesora que el autismo no era una enfermedad como la gripe, pero peor estaba el concejal de Mecánica, Mobiliario, Obras Públicas y Seguridad, que pensaba que los autistas eran conductores de coches.

Sin embargo, la pobre Jacinta tenía que aguantar las burlas de sus compañeros. Pero la niña nunca jamás se quejó; se limitaba a hablar con los gatos, a quienes, tal vez, les contase cómo se comportaban sus compañeros de clase con ella. Los animales, todos gatos callejeros, adoraban a la niña, maullaban a su lado como si fuera uno más de ellos, un gato más de la camada. 

A veces, cuando su madre se quedaba dormida en casa, Jacinta se escapaba por la ventana abierta de la casa —vivían en la planta baja— y se iba a pasar la noche con los gatos en una casa abandonada que ellos usaban como hogar. Cuando ya cantaba el gallo, Jacinta se despertaba y regresaba de puntillas a su casa, se metía en la cama y esperaba a que su madre la despertara porque era hora de ir a la escuela.

Las cosas podrían haber seguido igual indefinidamente, con Miguel disfrazado de Quijote para que los turistas pudieran tomarle fotos y Jacinta viviendo su vida junto a los gatos, pero algo cambió de repente.


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Todo empezó cuando el concejal de Cultura y otros asuntos decidió que él mismo documentaría las sombras de Don Quijote que se reflejaban en las paredes del pueblo por la noche. De hecho, recibió la orden del alcalde; era necesario saber quién creaba esas sombras, porque nadie fuera del ayuntamiento podía hacer cosas en el pueblo por su propia voluntad, solo el alcalde Lazario hacía lo que quería.

Aunque el tema de las sombras de Don Quijote era un buen negocio para el pueblo, el ayuntamiento no quería que ese fenómeno se escapara de su control. Por eso, Lazario pidió a Draconio, concejal de Cultura y muchas otras cosas, que investigara quién era el responsable de aquellos misteriosos sucesos.

Tuvo suerte, porque esa misma noche se topó con más sombras corriendo por las paredes de las casas del pueblo. Comenzaban por la parte baja y subían hasta donde estaban los molinos; se veía claramente cómo la sombra de Don Quijote cabalgaba lentamente de pared en pared, con gran dignidad.

Draconio suspiró con satisfacción al ver que esa noche nadie más estaba grabando las sombras, solo él. Siguió a la sombra como quien sigue a una persona real, pegado a la pared. La luz de cada farola proyectaba sobre la pared a un Don Quijote en movimiento; de hecho, cada Quijote era ligeramente diferente al anterior. Sin embargo, una cosa extraña era que la única sombra visible era la de Don Quijote, nunca la de Sancho Panza… ¿por qué?

Después de diez minutos de perseguir a la sombra por todo el pueblo, el concejal todavía no había podido ver quién la estaba produciendo. Era muy ágil, incluso ocupaba las zonas oscuras fuera de las farolas para moverse, pero sabía utilizar los rayos de luz para proyectar sombras. Por un momento, Draconio en realidad pensó que las sombras no eran producidas por nadie, sino que se movían solas. 

¡¡Sería, pues, cosa de magia!!

Estaba a punto de llamar a Lazario para contarle sus sospechas, cuando, de repente, se detuvo. Ya estaba en el altozano de los molinos, donde las farolas eran aún más potentes. Y entonces descubrió una silueta humana que no era una sombra. De hecho, sabía a quién pertenecía esa silueta.

Por tanto, no había magia en las sombras. Sonrió mientras contemplaba un inmenso Quijote cabalgar por el muro blanco del molino más grande del pueblo. Pero, como el concejal se fue muy rápidamente, ya no pudo ver que, pocos instantes después, a la figura de Don Quijote seguía la de Sancho.


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Cuando la madre de Jacinta fue a abrir la puerta de la casa, no esperaba encontrarse la cara del alcalde, ni del concejal de Cultura y demás cosas, y menos aún del único policía del pueblo, que precisamente era el único que tenía el grado de teniente y, para el año siguiente, le habían prometido el cargo de capitán de la Policía Local.

— Buenos días — saludó  el alcalde, muy serio

— Buenos días — saludó el concejal, muy serio.

— Buenos días — saludó el teniente, futuro capitán de la Policía Local, muy serio. 

— Buenos días — saludó una vecina que llegó hasta allí al ver que las autoridades municipales iban a visitar a la mamá de Jacinta, pues quería tener algo de qué cotillear con otros vecinos más tarde.

Pero el teniente de policía se volvió hacia la vecina y le dijo:

— Circule, señora, circule. No hay nada que ver aquí.

La vecina se alejó unos pasos, pero se mantuvo a una distancia que aún le permitía escuchar las conversaciones.

La mamá de Jacinta estaba realmente asustada.

— Queremos hablarle de su hija —dijo el alcalde.

— ¿Cómo? ¿Ha hecho algo malo? —preguntó la madre, nerviosa.

— Señora, ¿su hija sabe hacer figuras con sombras? — preguntó el concejal.

— La verdad, no sé qué sabe hacer mi hija. Es autista y tiene un mundo interior muy rico, pero ni yo puedo saber lo que hay dentro de ella —intentó explicar la madre, que estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad—. ¿Ha pasado algo?

El teniente de policía sacó su libreta para leer lo que el concejal había dicho la noche anterior, cuando, de repente, sonó el móvil de la madre de Jacinta.

— Perdonen, me llaman.

Durante unos segundos, la madre habló con alguien de la escuela, pero el diálogo era ininteligible. Cuando terminó de conversar, el rostro de la mujer estaba completamente pálido y apenas dijo:

— Lo siento, pero tengo que ir a la escuela. Algo pasa con mi hija.

Y se fue al colegio como un rayo, seguida por el alcalde, el secretario de Cultura y otras cosas, así como el teniente (y futuro capitán) de la Policía Local. Sin embargo, no iban solos; a poca distancia iba también la vecina chismosa que no quería perderse un detalle de lo que pasaba con Jacinta. El grupito en cuestión ciertamente no esperaba encontrarse lo que se iban a encontrar.

Por dentro de la ventana más grande de la escuela, había una sombra que flotaba. ¡¡Era una ballena!! Y dentro se escuchaban los gritos de los niños. Eran gritos de terror.


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Cuando la madre de Jacinta entró al colegio, casi se da de bruces con la maestra, que ya la estaba esperando en el pasillo.

— ¡Quiero que me explique esto! — exigió la maestra y empujó a la madre al interior del aula.

Allí el espectáculo era increíble. Toda el aula estaba a oscuras. Jacinta, sentada al fondo, aprovechaba que el proyector estaba encendido —la profesora iba a contarles en aquel momento un cuento con ayuda de diapositivas— para usar las manos para crear sombras, en este caso una ballena azul que parecía real, flotando en el fondo del océano.

Si no fuera por el miedo que causaba en sus compañeros, era un espectáculo indescriptible, donde casi se podía escuchar el canto de la ballena, pero todos los niños estaban aterrorizados porque parecía la sombra real de una ballena. Todos estaban abrazándose, temblando y llorando.

— ¿Lo ve? — le dijo entonces la maestra a la madre de Jacinta, quien hasta ese momento ignoraba que su hija tenía la capacidad de crear sombras solo con sus dedos.

En ese momento no supo qué decir. Pero el concejal de Cultura y otras cosas le soltó:

— Eso es lo que queríamos decirle, señora. Su hija es quien hace sombras de Don Quijote por todo el pueblo.

Debió haber agregado: “las mismas que han hecho famoso a nuestro pueblo en el mundo”, pero no iba a añadir eso.

La madre de Jacinta observó el rostro feliz de su hija mientras proyectaba sombras; era su forma de comunicarse con el mundo. Ni la maestra ni nadie en aquel pueblo entendería qué era el autismo; de hecho, crear sombras no era siquiera un delito.

— Controle a su hija, o tendremos que controlarla nosotros —amenazó el alcalde, quien ya estaba pensando en el próximo café que se iba a tomar, pues hasta ese momento solo había tomado dos y aún le faltaba uno para completar su dosis matutina.

El teniente —futuro capitán— de la Policía Local quiso decir algo más, pero no supo qué, pues el tono amenazador del presidente ya era muy duro.



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Una semana después, Jacinta y su madre abandonaron el pueblo. Nadie sabía adónde se dirigieron, pero la madre tenía muy claro que quería un lugar más grande donde no juzgaran a su hija porque era autista.

— Quizá no fue tan buena la idea hablarle así a esa madre y a su hija. Nos quedamos sin sombras. Vamos a perder el turismo. Aunque pongamos dos Quijotes en los molinos, no funcionará — comentó Draconio a Lazario.

—Tienes razón, tienes razón. ¿Crees que si encontráramos a la familia y les ofreciéramos nuestras disculpas y una subvención para la piscina municipal en verano volverían?

— No sé...

Pero no tuvieron que buscar a Jacinta y su madre, porque, de repente, las sombras volvieron a aparecer por todo el pueblo. Sin embargo, no eran las sombras de Don Quijote las que se veían, eran las sombras de una niña, eran las sombras de Jacinta.

El teniente de la Policía Local investigó el nuevo fenómeno e incluso le nombraron un ayudante que de entrada obtuvo el grado de sargento. Pero ninguno logró descubrir quién estaba produciendo aquellas nuevas sombras. Cada vez que se acercaban a los hacedores de sombras, varios gatos huían de las farolas sin ser vistos, por los rincones más escondidos del pueblo.

Y sí había quienes en el pueblo extrañaban a Jacinta, y no sabían expresarlo de otra manera.


© Frantz Ferentz, 2024


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