El gato Feldespato acabó encima de una roca, ni siquiera un islote, en medio del mar.
Y no es que le encantase el mar y ni que quisiera pasar allí su vida.
No, terminó allí porque tuvo la desgracia de nacer en la casa de don Lidio Carapán, un tipo muy rico que vivía en una mansión de lujo.
Resultó que una gata callejera dio a luz a su camada en el jardín de don Lidio Carapán.
Consiguió ocultar a sus hijos hasta que crecieron.
Solo el jardinero Ramón sabía de los gatos, pues los alimentaba y cuidaba.
Y todos fueron entregados en adopción por Ramón, menos el último, el pequeño de la camada, Feldespato.
Lo llamó Feldespato porque rimaba con gato —y aún más con pato— y es que no era muy ducho en nombrar animales.
Ramón no consiguió que Feldespato fuera adoptado.
Antes de eso, don Lidio Carapán lo descubrió.
Gritó como un poseso.
Sus gritos de furia hicieron volar incluso a los pterosaurios fósiles de hace millones de años.
— ¡Quiero a esa bestia peluda fuera de mi propiedad ahora mismo!
Feldespato lo miró con unos ojos grandes y tiernos que serían capaces de derretir el corazón de cualquiera, pero no el de don Lidio Carapán, tal vez porque ni siquiera era un ser humano.
— ¡Deshazte de esa asquerosa bola de pelo de una vez! —mandó el millonario.
—No puedo dañar una cosa tan bella —replicó el jardinero.
Don Lidio Carapán era un tipo muy malo, pero no se manchaba las manos de sangre.
Quería matar al gatito, pero iba a ser de la manera más cruel que pudiera imaginar.
Iba a dejarlo en una roca desierta lejos de la costa, de donde no pudiera salir nadando.
Cogió su yate, con el gato metido en una caja de galletas, y zarpó.
Pronto dejó al gato en una roca desierta.
Además, las aguas de alrededor estaban infestadas de tiburones.
Era una muerte segura para el gatito.
Soltó una risa más parecida a la garganta de un monstruo:
— ¡JAJAJAJAJAJA!
Hasta fósiles de ictiosaurios de hace millones de años salieron huyendo espantados por el fondo del mar.
Sonaba aterrador.
Y allí abandonó al pobre Feldespato, que maullaba porque tenía hambre y estaba solo.
Era un dolor enorme verlo allí mirando al mar con sus ojos gigantes.
Y además allí estaban todas aquellas aletas de tiburón sobresaliendo por encima del agua.
Olían a aquella bola peludita que sin duda estaría deliciosa.
Ñam, ñam, sonaba por debajo del agua.
Pero las desgracias de Feldespato no acabaron ahí.
En la roca también vivía un cangrejo al que no le gustaban los extraños.
En cuanto vio al gato, se alteró del todo.
Empezó a batir las pinzas, amenazadoramente.
Hasta que enganchó la cola de Feldespato.
— ¡MIAUUUUU! — gritó el pobre animal al sentir las pinzas del cangrejo en su cola.
Y brincó, dio un salto enorme.
Pero no se tiró al agua, es decir, no amerizó.
Aterrizó sobre el lomo de un tiburón que se había asomado para observar más de cerca al felino mientras se le hacía la boca agua.
Pero no se esperaba eso.
El gato Feldespato aterrizó sobre su espalda.
Y se aferró a ella con sus afiladas garras, que se clavaron bien dentro en la piel del tiburón, que no gritó, porque los tiburones no gritan.
El pez sintió un dolor insoportable.
Nadó hacia la orilla a toda la velocidad que sus aletas le permitían.
Todo era grabado por una cámara de televisión.
Alguien comentó:
— ¡Un gato surfeando!
Efectivamente, eso era lo que parecía, aunque, en lugar de sobre una tabla, el gato estaba surfeando sobre un tiburón.
Las imágenes fueron transmitidas en vivo.
Mucha gente lo veía.
Era espectacular ver cómo el gato dominaba al tiburón, sin caerse, todo erguido, muy seguro de sí mismo.
Don Lidio Carapán lo vio por la televisión y enseguida reconoció al gato.
Y también Ramón, el jardinero, que estaba al otro lado de la ventana, reconoció a Feldespato.
El millonario pensó que podría ganar millones con ese gato surfista.
Iría a la playa y lo reclamaría como suyo.
Pero Ramón reaccionó rápido.
Se olió las intenciones de su patrón.
Tomó la bicicleta y corrió hacia la playa.
Por suerte, era todo cuesta abajo.
Don Lidio tomó su enorme auto, pero el tráfico estaba tremendo a esa hora.
El embotellamiento retrasó el viaje y no mejoraba ni aunque don Lidio le diera a la bocina.
Mientras tanto, en la playa, la gente se reunió para ver la llegada del gato surfista.
Feldespato condujo al tiburón hasta la misma orilla y luego saltó a la arena.
Todo el mundo aplaudió con entusiasmo.
Aquel gato era un héroe, surfista y domador de tiburones.
Entre el público estaba Ramón, también aplaudiendo, disfrutando del momento.
De repente, don Lidio se abrió paso entre la multitud gritando:
— ¡Ese gato es mío, devuélvanmelo!
Y se abalanzó sobre Feldespato, pero no lo atrapó.
El gato reconoció al tipo y corrió hacia el agua.
Don Lidio Carapán fue tras él.
— ¡No huyas!
La gente no se perdía ni un detalle de lo que estaba sucediendo.
Y el tiburón sobre el que había surfeado Feldespato todavía estaba cerca.
El gato saltó de nuevo sobre su espalda.
Y don Lidio también.
Pero el gato era más rápido.
Volvió a clavar las uñas en la espalda al tiburón.
El pez sintió un dolor tremendo y se fue mar adentro.
Don Lidio solo pudo aferrarse a la aleta costal.
Y así, se perdió en el mar, sin siquiera hacer el esfuerzo de surfear sobre el tiburón.
No tenía estilo alguno.
Mientras tanto, Feldespato regresó a la playa.
Inmediatamente reconoció al jardinero Ramón.
Saltó a sus brazos.
Le lamió la cara.
Y Ramón lo sacó de allí en su bicicleta rodeado de los aplausos de toda la gente que había presenciado la hazaña del felino.
Feldespato pensó que si podía surfear sobre un tiburón, quizás podría andar en bicicleta.
Pero esa, amigos míos, es otra historia.
© Texto: Frantz Ferentz, 2025
© Ilustración: Enrique Carballeira Melendi
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