jueves, 26 de enero de 2012

MOTIVOS PARA CREER (O NO) EN EL MONSTRUO DE LOS CALCETINES


– ¡Es un monstruo de los calcetines, estoy convencido de ello!


Quien eso afirmaba era David Scrumble, de diez años, propenso a creer en toda clase de criaturas mágicas, tal vez por motivos familiares, porque en su familia creían hasta en la existencia de dragones, aunque en los tiempos actuales ya adaptados a la vida en internet, donde podían pasar totalmente desapercibidos.

La señora Mathilde McPhaldras, de sesenta y seis años, puso cara de no creerse nada con la escoba en la mano y sin dejar de observar a aquel crío estirado y delgado que todavía iba en pijama. La señora McPhraldas era la abuela de Daniel Goldfield, amigo y compañero de David Scrumble, el chaval que había invitado a David a pasar una semana de vacaciones en casa de sus abuelos en Escocia, lejos de Londres.

– Nunca en esta tierra ha habido monstruos de los calcetines contestó la señora muy orgullosa– y no se me ocurre que te los hayas traído tú, jovencito.

– Pues le aseguro que aquí hay monstruos de los calcetines, que en mi familia existe una tradición de caza de monstruos de los calcetines centenaria, que incluso mi bisabuelo fue campeón de Cornualles en la caza del monstruo de los calcetines doméstico.

– ¿Y tienes alguna foto de eso? –preguntó la abuela de Daniel.

– No –respondió todo serio David–, porque dicen que los monstruos de los calcetines no salen en las fotos. Se vuelven invisibles.

– Ya...

Daniel acudió atraído por la discusión. Qué interesante. No sabía a quién creer, si a su amigo y camarada David, o a su abuela. En realidad, la abuela no es que no creyera en criaturas mágicas, pues claro que creía en el monstruo del Lago Ness, pero decía que no salía por temor a los humanos, cosa bastante lógica.

– ¿Y por que estás tan seguro de que se trata del monstruo de los calcetines? –preguntó Daniel a David sin dejar de comerse un cacho de pan con mantequilla.

– Verá, me traje cinco pares de calcetines para una semana, pensando que un par de ellos se podrían lavar aquí...

– Pues claro que se puede, que tenemos lavadora –interrumpió la abuela muy digna ella.

– Bueno, hoy he sacado de la maleta mi quinto par. Creía que el resto habrían ido a parar al cesto de la ropa sucia, pero la verdad es que no están allí.

– Correcto, no están allí –confirmó la abuela.

– Entonces, la única opción es que se los llevase el monstruo de los calcetines.

– ¿Y no puede ser –preguntó la abuela– que tú seas un desordenado y que tires los calcetines por ahí cuando te los quitas de noche?

David supo mantener las buenas formas.

– No, yo siempre dejo los calcetines al pie de la cama y, cuando me levanto, ya no están. Pensaba que en algún momento entraba usted y se los llevaba al cesto.

– ¡Qué señorito! exclamó la abuela.

Qué interesante misterio. Pero Daniel pensó que valía la pena dedicar el día a la investigación del mismo. Por eso, después del desayuno, convenció a su amigo para hacer juntos una investigación por internet sobre el fenómeno de los monstruos de los calcetines, pero toda la información que encontraron fue literaria, de cuentos y cosas así. Además, todas las imágenes eran distintas, no había dos autores que se imaginasen los monstruos de los calcetines con la misma forma. Qué decepción. Daniel ya tenía una mente muy científica, por eso quiso, antes de decidir si creía en los monstruos de los calcetines, encontrar pruebas.

El siguiente paso consistió en buscar los calcetines. Por desgracia no tenían un detector de calcetines sucios ni tampoco tendrían tiempo de construir uno. La única opción era usar a su perro Hannibal. Hannibal era un perro lanudo con un óptimo olfato. Les iría bien para seguir el rastro de los calcetines de David. Pero, ¿de dónde iban a sacar un calcetín de David para realizar las investigaciones?

– Dame tus calzoncillos –pidió David a Daniel.

– ¿Y para qué los quieres?

– Para dárselos a oler al perro. Si no hay calcetines, tiene que olisquear algo tuyo... muy íntimo, y no se me ocurre otra cosa que no sean tus calzoncillos. Piensa que lo hacemos por la ciencia.

David, de mala gana, le dio a su amigo los calzoncillos. Daniel luego se los dio a oler al perro, el cual, inmediatamente, salió corriendo hacia el cuarto de David. Los dos chavales siguieron al perro, sorprendidos por la velocidad con que había reaccionado el animal. 

Hannibal metió la mitad de su cuerpo bajo la cama de David y enseguida salió con un calcetín sucio en la boca, todo lleno de pelusas y hasta algo deshilachado.

Justo entonces entró la abuela, alarmada por el barullo. 

– ¿Qué pasa aquí?

Daniel le explicó que el perro había encontrado aquel calcetín sucio debajo de la cama de David.

La abuela, sin decir una palabra, metió la escoba debajo de la cama y empezó a sacar el resto de los calcetines. 

Ahí estaban, no faltaba ni uno.

– Con que el monstruo de los calcetines, ¿eh? –comentó con tono irónico la abuela–. Lo que pasa es que cuando te quitas los calcetines de noche, luego los metes debajo de la cama. ¡En Escocia no hay monstruos de los calcetines!

David iba a protestar, iba a decir que él no hacía eso, pero se quedó sin palabras. Simplemente se calló. Recogió los calcetines del suelo y se los llevó al cesto de la ropa sucia.

Mientras, Daniel acariciaba a su perro por ser tan hábil. Y justo entonces, se dio cuenta de que entre los dientes del perro colgaba un hilo azul... supo entonces que el hilo pertenecía a uno de los calcetines de David. 

Claro, el perro era el que se llevaba los calcetines debajo de la cama. Qué juguetón. Bueno, pues entonces, misterio resuelto.

Al mismo tiempo, a escasos dos metros del perro y de Daniel, una pequeña criatura, de no más de medio metro, contemplaba la escena desde las tinieblas bajo la cama y esperaba que su estratagema de haberle puesto un hilo de los calcetines entre los dientes al perro le sirviese para despistar. Sin embargo, se juraba a sí mismo que no sería tan glotón y que no volvería a comer más de un calcetín por semana, y menos aún que los almacenaría todos debajo de la cama... Pero, había que entender que los calcetines de aquel chaval de Londres eran tan deliciosos, que no había podido evitar la tentación de llevárselos todos a su agujero.


© Frantz Ferentz, 2012