jueves, 4 de agosto de 2016

LA PRINCESA GRUÑONA

Érase una vez un reino remoto cuya heredera al trono era una princesa llamada Lidia. Pero no era una princesa cualquiera, era una princesa a la que todo el mundo conocía por una característica muy especial: era una princesa gruñona.
Era la princesa que más gruñía en el mundo. De hecho, se pasaba todo el día gruñendo. Cada vez que se encontraba con algo de que no le gustaba, gruñía. Si le servían pollo con guisantes, gruñía, porque a ella le gustaban el pollo y los guisantes, pero por separado. Si le servían el cacao flojo, gruñía, pero si se pasaban con las cucharadas, también gruñía, porque lo encontraba demasiado fuerte. Si los cortesanos no le prestaban toda su atención, gruñía. Si los cortesanos, por el contrario, le prestaban demasiada atención, entonces ella pensaba que la estaban adulando y también gruñía, gruñía más incluso.
De pequeña, empezó a gruñir cada vez que algo le disgustaba. Sin embargo, como nadie le corrigió aquella manía horrible, Lidia se acostumbró a gruñir y gritar para conseguir todo. De mayor, ya tenía mucha voz, porque había desarrollado muy bien sus pulmones –además, hacía natación y canto coral–, por lo que, en cuanto abría la boca, toda la corte se echaba a temblar.
Hasta aquel día. Todo empezó cuando el nuevo jardinero del palacio acudió en presencia de la princesa con una docena de claveles. Lidia siempre recibía rosas, pero entones resultó que eran claveles lo que le traían, todos bien colocaditos en un florero. Ahí fue el momento en que la Lidia gruñó y gritó. Sin embargo, el jardinero permaneció impasible enfrente de ella, sonriendo, como si apenas soplara una brisita que le moviese el flequillo. Hube unos instantes de silencio. La princesa no conseguía comprender como sus bramidos no causaban efecto. Era la primera vez que tal cosa le sucedía. Y hasta una tercera vez gruñó y gritó la princesa Lidia, pero no valió de nada. Se quedó jadeando, con los ojos como platos, mientras el jardinero no dejaba de sonreír.
– Princesa, hasta mañana. Disfrutad de los claveles. Mañana por la mañana os traeré petunias.
La princesa quiso entonces gruñir, porque no le gustaban las petunias, pero lo cierto es que no le quedaba aire en los pulmones para seguir gruñendo.
Aquel episodio corrió como la pólvora por toda a corte. Enseguida, todos los cortesanos sabían lo que había pasado y fueron a preguntar al jardinero cuál era el truco para no quedarse sordo delante de la princesa.
– ¿Cuál es el secreto? –le preguntaron.
– ¿Aguantarse la respiración?
– ¿Contar de 19 hasta 1 solo con los impares?
– ¿Imaginarse que se me caen las orejas?
El jardinero sonreía.
– Nada de eso –dijo él por fin–. Basta con meterse estas bolitas de algodón en las orejas. ¿Veis? Es muy simple. Así.
Y dio bolitas de algodón que él mismo cultivaba en el jardín a los cortesanos que había a su alrededor.
– ¿Escucháis algo? –preguntó el jardinero.
– ¿Eh?
– ¿Eh?
– ¿Eh?
Y así hasta treinta.
Al día siguiente, la camarera le llevó el zumo de naranja demasiado ácido. La princesa gruñó, pero la camarera siguió sonriendo, como si no hubiera escuchado. La princesa se tomó el zumo porque no le quedaba otra.
Después, cuando fue a vestirse, uno de los zapatos le hizo daño. Ahí gruñó de nuevo. Pero su asistente solo sonreía. La princesa optó por ponerse unas playeras para ir más cómoda.
A continuación se fue tomar café en el salón, que era donde los cortesanos acudían para hacer tertulia. Se extrañó de que todos hablaran gritando, como si no se escucharan bien. Hasta los camareros gritaban, qué horror. Entonces la princesa Lidia gritó, gritó muchísimo, gritó como nunca antes había gritado, pero pareció inútil, porque nadie le hizo caso. La princesa pensó que, a lo mejor, se había hecho invisible.
Pero lo peor para ella no fue eso, lo peor fue que, tras gritar como nunca durante diez minutos, se quedó sin voz. Se quedó afónica.
– Princesa, ¿os pasa algo? –le preguntaban.
Sin embargo, ella apenas emitía unos soniditos guturales.
Entonces volvió el jardinero. Llevaba un frasco con un líquido amarillo y una cuchara.
– Princesa, probad esto.
Ella no quería. Iba a gritar, para eso abrió la boca, sin acordarse de que había perdido la voz. Pero el jardinero anduvo rápido y le metió una cucharada en la boca aprovechando la tentativa de gruñir.
¡Glup! Se fue todo para dentro.
– Está bueno. ¿Qué es esto? –preguntó la princesa.
– ¡¡Habéis recuperado la voz!! –dijeron enseguida los cortesanos.
– Es verdad. ¿Pero qué es esto que me has dado, jardinero?
– Es una receta secreta de mi abuela. Solo os puedo decir que lleva miel, jalea, polen y otros ingredientes, todos naturales... bueno, y unas gotitas de zumo de limón.
Todos pensaron que la princesa iba a agradecer al jardinero que la hubiera curado, pero se equivocaron. La reacción de ella fue bien diferente:
– ¡Que le corten la cabeza!
Por desgracia para el jardinero, la princesa había leído recientemente la historia de Alicia, donde la reina malvada manda cortar la cabeza de todos los que la incomodan o importunan.
Y así, se preparó un cadalso en el patio real. Acudió toda la corte, suspirando de pena por perder un jardinero tan majo.
La princesa hizo un gesto con la mano y dio la orden al verdugo de dejar caer el hacha sobre la cabeza del jardinero, el cual estaba arrodillado sobre el cadalso, con la cabeza sobre un tocho de madera. Delante de él había un cestito que recogería la cabeza separada del cuello.
El verdugo, a pesar de lo mucho que le disgustaba su oficio, obedeció. ¡Plum! Batió con el filo del hacha en el cuello de aquel infeliz... pero no salió sangre. La cabeza cayó en el cesto y después empezó a flotar por los aires, mientras todos miraban pasmados la escena. Nadie se dio cuenta de que se trataba de una cabeza falsa, un globo relleno de helio que, al quedarse suelto, voló por los aires.
Sin embargo, el jardinero se levantó, con las manos atadas por detrás y tranquilamente empezó a descender los escalones del cadalso. La gente estaba horrorizada, porque nadie esperaba ver un cuerpo caminar todo tranquilo sin cabeza. Además, parecía que, a pesar de no tener cabeza, veía, porque no se tropezaba con nada. Para colmo, se desató las manos como si nada y llegó al pie del palco donde estaba la princesa, que se lo quedó mirando tan asustada como el resto de los cortesanos.
– Princesa, he tenido mucha paciencia con vos –dijo el jardinero, cuya voz sonaba totalmente normal–. Ahora os voy a dar una lección...
En ese momento, la cabeza del jardinero salió del cuello de la camisa. Estaba entera. Después, cogió en un frasquito con pétalos violetas secos, de no se sabe qué flor, los pulverizó con la mano y a continuación sopló el polvo de los pétalos hacia la princesa. Ella no pudo evitarlo. Respiró el polvo y después tosió, tosió mucho. Cuando consiguió parar, quiso gritar que detuvieran al jardinero, pero su voz sonó como música de arpa, harmoniosa y envolvente...
Todos los cortesanos aplaudieron. La princesa no notaba que su voz sonaba como el sonido del arpa, por eso daba órdenes y más órdenes, pero todo el mundo oía el arpa y pensaban que estaba dando un concierto.
El jardinero, por su parte, hacía inclinaciones ante el público, como si fuera el director de una orquesta, lo cual enfurecía aún más la princesa, que pedía que le cortaran de nuevo la cabeza y los brazos y las piernas y todo cuanto pudiera ser cortado, pero nadie la entendía. Sin embargo, todos seguían aplaudiendo con entusiasmo.
Después de aquel día, ya nadie volvió a ver nunca al jardinero. Desapareció. Sin embargo, todos vivieron muy tranquilos en el reino, pues la princesa Lidia se pasaba todo el día dando conciertos por el palacio, con su melodiosa voz de arpa.

© Texto_ Frantz Ferentz, 2016
© Imagen: Valadouro