Érase una vez un reino
remoto cuya heredera al trono era una princesa llamada Lidia. Pero no era una
princesa cualquiera, era una princesa a la que todo el mundo conocía por una característica
muy especial: era una princesa gruñona.
Era la princesa que
más gruñía en el mundo. De hecho, se pasaba todo el día gruñendo. Cada vez que se
encontraba con algo de que no le gustaba, gruñía. Si le servían pollo con guisantes,
gruñía, porque a ella le gustaban el pollo y los guisantes, pero por separado.
Si le servían el cacao flojo, gruñía, pero si se pasaban con las cucharadas,
también gruñía, porque lo encontraba demasiado fuerte. Si los cortesanos no le prestaban
toda su atención, gruñía. Si los cortesanos, por el contrario, le prestaban
demasiada atención, entonces ella pensaba que la estaban adulando y también gruñía,
gruñía más incluso.
De pequeña, empezó a gruñir
cada vez que algo le disgustaba. Sin embargo, como nadie le corrigió aquella manía
horrible, Lidia se acostumbró a gruñir y gritar para conseguir todo. De mayor,
ya tenía mucha voz, porque había desarrollado muy bien sus pulmones –además,
hacía natación y canto coral–, por lo que, en cuanto abría la boca, toda la
corte se echaba a temblar.
Hasta aquel día. Todo empezó
cuando el nuevo jardinero del palacio acudió en presencia de la princesa con
una docena de claveles. Lidia siempre recibía rosas, pero entones resultó que
eran claveles lo que le traían, todos bien colocaditos en un florero. Ahí fue
el momento en que la Lidia gruñó y gritó. Sin embargo, el jardinero permaneció
impasible enfrente de ella, sonriendo, como si apenas soplara una brisita que
le moviese el flequillo. Hube unos instantes de silencio. La princesa no
conseguía comprender como sus bramidos no causaban efecto. Era la primera vez
que tal cosa le sucedía. Y hasta una tercera vez gruñó y gritó la princesa Lidia,
pero no valió de nada. Se quedó jadeando, con los ojos como platos, mientras el
jardinero no dejaba de sonreír.
– Princesa, hasta
mañana. Disfrutad de los claveles. Mañana por la mañana os traeré petunias.
La princesa quiso
entonces gruñir, porque no le gustaban las petunias, pero lo cierto es que no
le quedaba aire en los pulmones para seguir gruñendo.
Aquel episodio corrió
como la pólvora por toda a corte. Enseguida, todos los cortesanos sabían lo que
había pasado y fueron a preguntar al jardinero cuál era el truco para no quedarse
sordo delante de la princesa.
– ¿Cuál es el
secreto? –le preguntaron.
– ¿Aguantarse la
respiración?
– ¿Contar de 19 hasta
1 solo con los impares?
– ¿Imaginarse que se me
caen las orejas?
El jardinero sonreía.
– Nada de eso –dijo él
por fin–. Basta con meterse estas bolitas de algodón en las orejas. ¿Veis? Es
muy simple. Así.
Y dio bolitas de algodón
que él mismo cultivaba en el jardín a los cortesanos que había a su alrededor.
– ¿Escucháis algo? –preguntó
el jardinero.
– ¿Eh?
– ¿Eh?
– ¿Eh?
Y así hasta treinta.
Al día siguiente, la
camarera le llevó el zumo de naranja demasiado ácido. La
princesa gruñó, pero la camarera siguió sonriendo, como si no hubiera
escuchado. La princesa se tomó el zumo porque no le quedaba otra.
Después, cuando fue a vestirse,
uno de los zapatos le hizo daño. Ahí gruñó de nuevo. Pero su asistente solo
sonreía. La princesa optó por ponerse unas playeras para ir más cómoda.
A continuación se fue
tomar café en el salón, que era donde los cortesanos acudían para hacer tertulia.
Se extrañó de que todos hablaran gritando, como si no se escucharan bien. Hasta
los camareros gritaban, qué horror. Entonces la princesa Lidia gritó, gritó muchísimo,
gritó como nunca antes había gritado, pero pareció inútil, porque nadie le hizo
caso. La princesa pensó que, a lo mejor, se había hecho invisible.
Pero lo peor para ella
no fue eso, lo peor fue que, tras gritar como nunca durante diez minutos, se
quedó sin voz. Se quedó afónica.
– Princesa, ¿os pasa
algo? –le preguntaban.
Sin embargo, ella
apenas emitía unos soniditos guturales.
Entonces volvió el
jardinero. Llevaba un frasco con un líquido amarillo y una cuchara.
– Princesa, probad
esto.
Ella no quería. Iba a gritar,
para eso abrió la boca, sin acordarse de que había perdido la voz. Pero el
jardinero anduvo rápido y le metió una cucharada en la boca aprovechando la
tentativa de gruñir.
¡Glup! Se fue todo
para dentro.
– Está bueno. ¿Qué es
esto? –preguntó la princesa.
– ¡¡Habéis recuperado
la voz!! –dijeron enseguida los cortesanos.
– Es verdad. ¿Pero qué
es esto que me has dado, jardinero?
– Es una receta
secreta de mi abuela. Solo os puedo decir que lleva miel, jalea, polen y otros
ingredientes, todos naturales... bueno, y unas gotitas de zumo de limón.
Todos pensaron que la
princesa iba a agradecer al jardinero que la hubiera curado, pero se equivocaron.
La reacción de ella fue bien diferente:
– ¡Que le corten la
cabeza!
Por desgracia para el
jardinero, la princesa había leído recientemente la historia de Alicia, donde
la reina malvada manda cortar la cabeza de todos los que la incomodan o
importunan.
Y así, se preparó un cadalso en el
patio real. Acudió toda la corte, suspirando de pena por perder un jardinero
tan majo.
La princesa hizo un
gesto con la mano y dio la orden al verdugo de dejar caer el hacha sobre la
cabeza del jardinero, el cual estaba arrodillado sobre el cadalso, con la
cabeza sobre un tocho de madera. Delante de él había un cestito que recogería
la cabeza separada del cuello.
El verdugo, a pesar de
lo mucho que le disgustaba su oficio, obedeció. ¡Plum! Batió con el filo del
hacha en el cuello de aquel infeliz... pero no salió sangre. La cabeza cayó en
el cesto y después empezó a flotar por los aires, mientras todos miraban pasmados
la escena. Nadie se dio cuenta de que se trataba de una cabeza falsa, un globo
relleno de helio que, al quedarse suelto, voló por los aires.
Sin embargo, el
jardinero se levantó, con las manos atadas por detrás y tranquilamente empezó a
descender los escalones del cadalso. La gente estaba horrorizada, porque nadie
esperaba ver un cuerpo caminar todo tranquilo sin cabeza. Además, parecía que,
a pesar de no tener cabeza, veía, porque no se tropezaba con nada. Para colmo, se
desató las manos como si nada y llegó al pie del palco donde estaba la
princesa, que se lo quedó mirando tan asustada como el resto de los cortesanos.
– Princesa, he tenido
mucha paciencia con vos –dijo el jardinero, cuya voz sonaba totalmente normal–.
Ahora os voy a dar una lección...
En ese momento, la
cabeza del jardinero salió del cuello de la camisa. Estaba entera. Después,
cogió en un frasquito con pétalos violetas secos, de no se sabe qué flor, los pulverizó
con la mano y a continuación sopló el polvo de los pétalos hacia la princesa.
Ella no pudo evitarlo. Respiró el polvo y después tosió, tosió mucho. Cuando
consiguió parar, quiso gritar que detuvieran al jardinero, pero su voz sonó
como música de arpa, harmoniosa y envolvente...
Todos los cortesanos
aplaudieron. La princesa no notaba que su voz sonaba como el sonido del arpa,
por eso daba órdenes y más órdenes, pero todo el mundo oía el arpa y pensaban
que estaba dando un concierto.
El jardinero, por su
parte, hacía inclinaciones ante el público, como si fuera el director de una
orquesta, lo cual enfurecía aún más la princesa, que pedía que le cortaran de
nuevo la cabeza y los brazos y las piernas y todo cuanto pudiera ser cortado,
pero nadie la entendía. Sin embargo, todos seguían aplaudiendo con entusiasmo.
Después de aquel día, ya
nadie volvió a ver nunca al jardinero. Desapareció. Sin embargo, todos vivieron
muy tranquilos en el reino, pues la princesa Lidia se pasaba todo el día dando
conciertos por el palacio, con su melodiosa voz de arpa.
© Texto_ Frantz Ferentz, 2016
© Imagen: Valadouro
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