domingo, 29 de diciembre de 2013

LA INVENCIÓN DE LOS ABRAZOS ~ THE INVENTION OF HUGS

    Hace mucho tiempo, Ramatulaye comprendió que no podía hacer la mayoría de las cosas que la gente sabe hacer. No podía cantar, pintar, saltar, bailar o incluso hablar, pues era muda. Ella se puso muy triste, pensó que iba a ser la persona más miserable del mundo. Y así, abandonó su aldea en la savana sin que nadie la viera. Cruzó el bosque de noche. Tenía miedo, mucho miedo. Necesitaba a alguien que la reconfortase, pero no había nadie alrededor. Si acaso solo los leones, hienas y otras fieras. Le empezaron a temblar las piernas.
    Entonces, sin darse cuenta, rodeó con sus brazos el tronco de una acacia que estaba junto a ella. Sintió un extraño calor surgir de sí misma. Y entonces oyó a la acacia decir: "Jërëjëf", que significa "gracias" en wolof. Se sentía muy bien. Y la acacia le devolvió el abrazo, como solo los viejos árboles saben hacer. Había descubierto los abrazos y era algo realmente bueno y agradable.
    Volvió a su aldea y desde entonces se dedicó a abrazar a la gente. Y a la gente le gustaba. Ella nunca decía una palabra, tan solo escuchaba a la gente y los abrazaba. Y la gente se sentía mucho mejor después de ser abrazada. Muchas personas aprendieron entonces el verdadero significado de la felicidad.
    Todas las noches, después de haberse pasado el día abrazando gente, Ramatulaye regresaba a la selva y se abrazaba a un árbol, con el que hablaba, aunque sin palabras.
     Pero un día Ramatulaye desapareció. La gente la buscó por todas partes, pero no la encontraron. Entonces, un niño que por casualidad había visto a Ramatulaye abrazar los árboles en el bosque por la noche dijo :
    "Ramatulaye suele abrazar a los árboles en el bosque. Yo la he visto hacerlo. "
    Y la gente se precipitó hacia el bosque y se abrazaron a los árboles, y luego se abrazaron entre sí. Así sinteron a Ramatulaye por todas partes. Desde aquel día, cada vez que una persona abraza a otra, se reproduce el primer abrazo, como cuando Ramatulaye abrazó a la vieja acacia, y los abrazos forman una cadena sin palabras, porque las palabras ya no son necesarias.

*   *   *

A long time ago, Ramatoulaye learned she couldn't do most of the things people can do. She couldn't sing, paint, jump, dance or even speak, for she was dumb. She got very sad, she thought she'd be the most miserable person in the world. Therefore she left her village in the savannah without been noticed. She went across the woods at night. She was afraid, terribly afraid. She needed somebody to comfort her, but there was nobody around. Maybe just lions, hyenas and other beasts. Her legs began to tremble. 


Then, without noticing, she surrounded the trunk of an acacia with her arms, wich was by her. She felt a weird warm emerging from herself. And then she heard the acacia say: "Jërëjëf", which means "thank you" in Wolof. She felt quite good. And the acacia gave a hug back to her, as only old trees know how to do. She had discovered hugs and they were really good and pleasant. 


She went back to her village. Then she began to hug people. And people liked it. She never said a word, she just heard people and hugged them. And people felt much better after being hugged. Many people then learned the real meaning of happiness. 

Every night, after having been spending the day hugging people, Ramatoulaye would come back to the forest and hugged a tree, to which she did speak, though wordless. 

But one day Ramatoulaye was no longer at sight. People looked for her everywhere, but they didn't find her. Then a little boy who had seen by chance how Ramatoulaye hugged the trees in the forest at night said: 

"Ramatoulaye used to hug the trees in the forest. I saw her do it." 

And the people rushed into the forest and hugged the trees, and then they hugged each other. So they felt Ramatoulaye everywhere. Since that day, every time a person hugs another one, they reproduce the very first hug when Ramatoulaye hugged the old acacia, and hugs make up a chain without words, because words are no longer necessary.


Frantz Ferentz, 2013

martes, 24 de diciembre de 2013

CARMINA ESTÁ EN TODAS PARTES



Carmina tenía un problema. Era un problema para el que tal vez no había cura. Algunos psicólogos habían dicho que se trataba de un caso de hiperactivismo agudo, hasta el punto que nadie conseguía explicarse cómo era capaz de hacer hasta tres cosas a la vez.

Y claro, alguien lo descubrió un día. Carmina podía hacer tres cosas al mismo tiempo y en tres lugares diferentes, porque había desarrollado poder de bilocación, que es como llaman a la habilidad de una persona de estar en dos lugares a la vez. Sin embargo, los inventores de palabras podrían haber llamado a aquello trilocación.

No había manera de curar eso. Si uno está en tres lugares de golpe y hace tres cosas diferentes, es imposible de arreglar.

La psicóloga de la escuela estaba verdaderamente interesada en ese problema. Ella había sido la única que había conseguido estudiar el comportamiento de la niña. La siguió durante días, tomando notas de todo en su libreta, hasta que llegó a una conclusión:

 Esta niña —decía ella— es tan nerviosa que no es capaz de parar y como no le basta con hacer una cosa en plena hiperactividad, hace tres, pero no es que sea multitarea, es que, para hacer todo, se divide en tres y cada parte de ella actúa autónomamente y hace lo que quiere. Después, cuando ya se calma un poco, vuelve a ser una.

La explicación parecía un disparate. ¿Cómo iba una persona a dividirse en tres y estar en tres lugares al mismo tiempo? Eso era imposible... Bueno, hasta que la psicóloga, que se llamaba Antonela, lo demostró gracias a una grabación con cámaras de vídeo. Superpuso las tres imágenes en un solo monitor, donde se podía ver cómo Carmina recortaba figuras de papel en su cuarto, preparaba arroz con leche en la cocina y jugaba un partido de fútbol con los colegas de clase en el patio de la escuela.

Los padres de la niña no sabían qué decir.

—¿Acaso no notaron nada? —les preguntó la psicóloga.

—Solo que se movía muy rápido —dijeron ellos.

Tampoco la maestra había notado nada de eso. Consideró que Carmina era, claro, hiperactiva, pero nunca había sospechado que pudiera tener poder de trilocación, aunque llegó a comentar:

“Pero ahora me explico cómo yo la veía rellenar hojas en clase con los deberes y al mismo tiempo oía cómo la llamaban ahí fuera en el patio, como si estuviera jugando un partido de fútbol...”

Aquel caso atrajo la atención de docenas de especialistas de todos los países, todos con varios títulos de pedagogos, infantólogos y educatólogos. También se acercaron por allí gurús de sectas, espías de países que ni se sabía que existían en los mapas, periodistas, vendedores de perritos calientes y hasta un domador de elefantes, por si acaso hicieran falta sus servicios allí.

A los padres les ofrecieron muchos millares de euros por conceder una entrevista para la tele. A ellos se les caía la baba al pensar en poder comprar, por fin, una moto de agua para las vacaciones.

Y los padres aceptaron una exclusiva. ¡Cómo no la iban a aceptar! Así, las cámaras y un montón de gente entró en casa de Carmina y se dirigió al cuarto de la niña con la intención de la grabar.

Pero cuando llegaron al cuarto, allí no había nadie. La niña se había evaporado. Qué desgracia. Qué preocupación... los padres iban a perder los millares de euros.

— Lo importante es que la cría esté bien —protestó Antonela.

Pero parecía que nadie pensaba en eso.

Antonela abandonó la casa y volvió a su gabinete, donde revisó las notas que había tomado en las muchas sesiones que había pasado con Carmina. Estaba segura de que allí encontraría algo que le daría una pista de cómo tratar con la niña. Sin embargo, antes tenía que encontrar la niña. ¿Dónde se habría metido? Pero no tardó mucho en oírla chillar fuera. Estaba en el patio de la escuela jugando al fútbol con sus amigos. Le encantaba jugar futbol. Se preguntó si en ese instante ella estaría trilocada o si estaría sola.

Antonela salió al patio y llamó a la niña.

—¿Tenemos sesión hoy? —preguntó ella extrañada.

— No, pero tus padres andan buscándote como locos. Han metido a la tele en tu casa...

— Ay, yo de eso no quiero saber nada —respondió ella—. Se creen que soy un bicho raro y no lo soy. Solo es que me pongo muy nerviosa y ya está.

Y en ese instante dio un chupinazo al balón que acababa de llegar hasta a sus pies y marcó un gol que nadie se esperaba. Carmina era un fenómeno cuando se trataba de chutar el balón.

— Espere un momento —pidió la niña a la psicóloga—, es que vamos perdiendo y tendremos que remontar...

Y justo en ese instante, la niña se estremeció y se separó en tres. Fue visto y no visto. Los compañeros parecían estar habituados a eso, porque nadie se asustó. Cada una de las Carminas avanzó por el campo, dos por las bandas y otra por el centro. Se pasaban el balón entre ellas, entre las tres Carminas. No había jugador que se lo arrebatara. La coordinación era perfecta, pues la niña, siendo siempre una aunque triplicada, no necesitaba hablar consigo misma.

Y entonces Antonela empezó a pensar que, tal vez, lo de la trilocación no era tan mala cosa. Mientras el equipo de Carmina remontaba fácilmente el partido gracias a las tres Carminas, le dio por pensar que, si la niña fuera capaz de quintuplicarse, no solo triplicarse como hasta entonces, podría formar un equipo de futsal ella sola. Le resultaba evidente que se había equivocado al pensar que aquella habilidad de la niña era una fuente de problemas. Al contrario, era una ventaja. Nadie podía triplicarse a voluntad. Sin duda, aquello era algo más que una cuestión de hiperactividad, ella misma estaba equivocada y había convencido a todos de su equivocación.

Tal habilidad, quizá, podría ser la solución a muchos de sus problemas, de los de la niña, está claro.

Y así, cuando acabó el partido, Antonela se acercó a Carmina y le dijo:

— Oye, Carmina, ¿qué te parecería si...?

Frantz Ferentz, 2013

lunes, 25 de noviembre de 2013

CUANDO LIDIA FUE UN PAQUETE DE CORREOS

Lidia posó los codos en el mostrador de correos y dijo toda seria a la señora que se encargaba de poner sellos, pesar cartas, certificar cartas, descartar cartas y echar cartas en el cajón. 

— Buenos días, ¿cuánto costaría enviarme hasta mi casa? 

La señora de correos, que se llamaba Camila, no tenía ni pizca de sentido del humor. Pensó que Lidia estaba de guasa, de modo que le dijo: 

— Depende de lo que le cueste un taxi. 

— Pero es que yo no tengo dinero para un taxi, ni para el bus ni para el tren, ni para nada. Solo tengo dinero para un sello. 

Camila, que no había tenido muy buen día, casi echó chispas por la nariz. Lo mismo había sido un dragón en su vida anterior y algo de eso le había quedado. 

— Mire, señorita, váyase por donde ha venido y no moleste más. 

— A ver —intentó razonar Lidia—, correos es un servicio público, ¿no? 

— Sí. 

— Por tanto, si yo llevo un sello pagado, con una dirección escrita bien clarito, puedo ser enviada como un paquete, ¿verdad? 

— Sí. 

— Pues quiero que me envíen a mi casa por correo. 

Camila se quedó boquiabierta. El argumento de Lidia era impecable, tenía toda la razón. Además, ella podía ser muy geniuda y tener muy mal carácter, pero era la tipa más cumplidora de todos los correos del mundo mundial. Y si alguien tenía razón en cuanto al servicio, ella se lo iba a reconocer, así que dijo: 

— Pase por aquí. 

Lidia pasó. A continuación, Camila la envolvió en papel de embalaje, pero tuvo mucho cuidado de dejarle el rostro descubierto para que pudiera respirar. 

— ¿Cuál es su dirección? 

— Calle de las Amapolas 7 —dijo Lidia. 

Camila escribió la dirección con mucho cuidado sobre el papel de embalaje, escribió con letras mayúsculas. Después se dio cuenta de que para ponerle el sello, tenía que pesarla. 

— Alipio, ayúdame a subir esta señora paquete a la pesa.

Alipio no daba crédito a lo que veía, pero no estaba dispuesto a llevarse un gruñido de Camila, así que la ayudó a alzar a Lidia. Bastó con sentarla en la pesa. 

— No diga mi peso en alto —pidió Lidia. 

Camila no lo dijo. Ella era muy profesional. Tecleó en la maquinita e imprimió un sello. 

— Cinco euros y sesenta céntimos. 

— ¿No ve como es lo más barato? —dijo Lidia. 

— Tiene razón... Pero va a tener que esperar hasta el servicio de mañana. 

Ahí Lidia cambió de expresión y preguntó: 

— ¿Y no pueden enviarme hoy? Es que mi hijo va a llegar de la escuela y no va a tener la merenda hecha. ¿Usted no tiene hijos? 

— No, yo tengo una perra que es como si fuera mi hija. La quiero muchísimo. 

— Pues imagínese a su perra sola en casa, esperándola a usted. 

El corazón de la Camila se hacía trizas solo de pensar en ello. 

— Alipio, servicio exprés. ¡Agarra el carrito y llévate a esta señora-paquete a su domicilio! 

Alipio dio un salto en el asiento. Nunca le había pasado algo así. Pero, como estaba a prueba en correos, no replicó. Colocó a Lidia en el troley, la cargó como pudo en la trasera de la vespa y la llevó a su domicilio tiesa como un palo. Parecía un pararrayos en la trasera de la moto. 

— Pare, pare, que es ahí —chilló Lidia cuando se percató de que ya estaban delante de su portal y que estaban a punto de sobrepasarlo. 

Alipio detuvo la vespa, posó a Lidia en el suelo, saludó con la mano y se marchó en su moto, deseando no tener que hacer encargos como aquel nunca más. 

Sin embargo, Lidia se quedó embalada al lado de su portal. Pobre. Qué desastre de servicio el de correos. Tendría que protestar. Además, la gente que pasaba por allí, no le hacía ni caso. La pobre Lidia se fue dando saltitos hasta el portal, que por suerte estaba abierto, abrió como pudo el ascensor, apretó el botón de su piso con la nariz y subió. Después llamó al timbre también con la nariz. 

Abrió su marido. Cuando vio aquel embalaje allí, le chilló a su hijo: 

— ¡Anda, David, buenas noticias! Tus deseos se han hecho realidad. ¡Te envían la nueva madre que habías pedido!

Frantz Ferentz, 2013

sábado, 2 de noviembre de 2013

LA ODISEA DE UNA PELOTA DE BÉISBOL

Aquel día, Carl iba a batear una pelota de béisbol por primera vez en su vida. En el equipo todos se reían de él, porque pensaban que era muy flojo y que para que Carl le acertara a la pelota era preciso que se produjera una alineación planetaria o incluso algo aún más serio. El lanzador era otro chaval de su edad, once años, cuya fama ya era enorme en todo el Estado de Dakota. Lanzó la pelota con todas sus fuerzas en la dirección del Carl. Y Carl la bateó en ella. La bateó a la primera. El bate se rompió en dos, pero la pelota ascendió hacia los cielos y se perdió de vista. No cayó al suelo, aunque durante una hora estuvieron esperando la caída de la pelota en alguna parte. 

Diez años después, Carl se había convertido en un jugador mediocre de un equipo de béisbol en Misuri. El episodio de aquella pelota lanzada a los aires y perdida en las alturas era ya un vago recuerdo en el fondo de su cerebro. Sin embargo, tal vez aquella fuera el partido más importante de su vida. Solo tal vez. Si su equipo no ganaba aquel partido, él y todos los demás ya se podrían dedicar a cualquier otra cosa que no fuera el béisbol. 

El equipo contrario ganaba por un punto. Si hacían la última carrera, llevarían la victoria y todo el esfuerzo del equipo del Carl no habría servido para nada. El lanzador del equipa de Carl dirigió la pelota contra el bateador del equipo adversario. Aquel la bateó como había bateado años atrás el propio Carl, haciendo subir la pelota hasta las nubes, hasta perderse de vista. En el estadio un grito de victoria surgió en las gradas. El equipo del Carl estaba vencido. 

Pero no. De repente se sintió un zumbido en el cielo. Enseguida todos pudieron comprobar que era una pelota. Mientras el bateador corría tranquilamente, sin prisas, por el estadio, celebrando la victoria, Carl levantó su brazo izquierdo y recogió aquella pelota que, por algún extraño motivo, no caía como si fuera un proyectil. Carl la atrapó y el estadio enmudeció de repente. 

El equipo del Carl había vencido. El propio Carl observó aquella pelota. No era la que había bateado el adversario hacía unos minutos, sino la misma pelota que él mismo había lanzado a los aires diez años atrás. 

Inexplicablemente le había caído a él justo allí y entonces. No había explicación para aquello. 

Espontáneamente sus colegas levantaron a Carl por los aires, mientras él se preguntaba cómo había llegado hasta él aquella pelota diez años después, si era cosa de los ángeles, o de quién. 

Y mientras, a varios centenares de kilómetros por encima de la atmósfera de la Tierra, un ET le decía la otro dentro de su nave invisible a los telescopios y a los radares: 

"Pero bueno, ¿ya has vuelto a inmiscuirte en los asuntos de los terrícolas?" 

"Solo un poco", dijo el segundo. "Me encanta ver la cara de pánfilos que ponen los humanos cuando suceden cosas para las que no encuentran explicación racional..." 

Y a continuación, metió aquella pelota de béisbol en un cajón donde coleccionaba objetos curiosos de los humanos. Tal vez dentro de unos años volviese a gastar una broma con ella. Tal vez.


Frantz Ferentz, 2013

sábado, 26 de octubre de 2013

LAS BICICLETAS NO VUELAN



Cierto día, Camoy descubrió que podía volar mientras montaba en bicicleta. Fue por casualidad, cuando, al saltar por encima de un montículo, notó que su bicicleta podía quedar suspendida en el aire y que él podía guiarla a voluntad. Disfrutó de aquel descubrimiento durante varias semanas, hasta que, un buen día, el padre de Camoy vio aquello y riñó severamente a su hijo. Le dijo: 

— La gente normal no vuela en bicicleta. Por tanto, tú tampoco, ¿me has oído?

Desde aquel día, cada vez que Camoy intentaba volar, acababa en el suelo, con algún moratón. Y después de aquello, ya no volvió a intentar volar. 

Veinte años después, Camoy vio a su propio hijo Lumbay volar en bicicleta. Y él hizo como había hecho con él su padre, lo riñó severamente. Le dijo: 

— La gente normal no vuela en bicicleta. Por tanto, tú tampoco, ¿me has oído?

Lumay, después de aquello, por mucho que lo intentó, no consiguió nunca más volar en bicicleta. 

Veinte años más tarde, Paruy, nieto de Camoy e hijo de Lumay, fue sorprendido volando en su bicicleta. 
Entonces, su padre, Lumbay, lo riñó severamente: 

— La gente normal no vuela en bicicleta. Por tanto, tú tampoco, ¿me has oído?

Paruy se rascó la cabeza y preguntó extrañado a su padre: 

— ¿Y eso? ¿Por qué no iba a volar? Esta bicicleta está fabricada para volar. 

Y el padre, Lumbay, se calló porque no supo qué decir y ni siquiera lo consultó con el abuelo, Camoy, porque no sabía ni qué preguntarle.

Frantz Ferentz, 2013


lunes, 7 de octubre de 2013

LA ESCUELA DE PADRES Y MADRES



La madre entró en la libraría con sus dos hijos, Milena y Piero García. Milena comía crema de chocolate untada en pan y con los dedos llenos de esa crema, cogía libros aquí y allá. Por su parte, Piero simplemente saltaba por entre los estantes de la librería como si fuera Tarzán evitando las flechas envenenadas de una tribu enfadada con el hombre–mono. Mientras, la mamá de los niños hablaba por su móvil ajena a lo que hacían sus hijos, aunque hojeaba algún libro. Por su parte, la librera decía a Milena: 

– Niña, el chocolate y los libros no se llevan bien, ¿no lo sabías? 

Pero ella se hacía la loca. Y entonces ocurrió algo imprevisto. Entró un guardia. Pero no era un guardia cualquiera, con porra y menos aún con pistola. Lo que llevaba era una especie de espada láser, pero apagada. Se acercó a la madre, le quitó el móvil de la oreja y le dijo antes de que protestara: 

– Señora, soy agente del cuerpo de policía educativa, dependiente del Ayuntamiento. La librera acaba de denunciarla porque está a demostrando que no sabe educar a sus hijos. Por eso, va a tener que mostrarme su carné de madre. 

– ¿Carné de madre? Nunca he oído hablar de tal cosa. 

– El carné de madre o padre es como el carné de conducir. Sin él, usted no puede ocuparse de sus hijos. 

La madre de Milena y Piero estaba empezando a asustarse. 

– No tengo nada de eso... 

– Pues tendrá que acompañarme al campamento de padres y que necesitan obtener la licencia de paternidad o maternidad, según corresponda.... 

– ¿Y mis hijos? 

– Irán a una casa de acogida hasta que usted obtenga la licencia... 

A la madre de los niños se le caía el alma a los pies. Ya empezaban las lágrimas a resbalarle mejilla abajo. 

– Señora –intervino entonces la librera–. Le voy a retirar la denuncia, me da pena. Pero enseñe a sus hijos a comportarse como gente civilizada en la librería. 

La madre solo asentía con la cabeza afirmativamente. 

– Hagamos una cosa –dijo el guardia–. Vuelva aquí dentro de una semana. Traiga a los niños y compre un buen acopio de libros. Yo estaré atento. Si veo que los niños se comportan bien, haré la vista gorda ... 

– Sí señor, gracias, así será... 

Y la madre se escapó de la librería tirando de los niños. Cuando ya estuvieron solos el guardia y la librera, el primero le dijo a la segunda: 

– Es cierto, deberían poner algún día una licencia de paternidad, ¿eh? 

– Cierto... Los padres de hoy no saben educar a sus hijos. Los enanos hacen todo cuanto quieren. 

– Pero en adelante, tengamos cuidado con este teatro, porque cuando alguien descubra que yo soy tu marido y finjo ser policía educativo para vender más libros...

© Texto: Frantz Ferentz
© Imaxe: Alberto Frías

EL MISTERIO DEL SER HORRENDO DEL OTRO LADO DEL AGUJERO EN LAS ESCALERAS


Durante años, por lo menos desde que tenía memoria, Polisauro García se aterrorizaba cada vez que miraba por aquel agujero que había en la pared de las escaleras de su portal. Por el otro lado estaba oscuro, muy oscuro, pero al poner el rostro en aquella hendidura, Polisauro podía ver una criatura horrible, fea, de instintos asesinos. 

No había vez que Polisauro no metiera allí el rostro y viese aquel ser del otro lado, como si hubiera estado esperándolo para mostrarle su aspecto horripilante. Sí, horrorizaba. Tanto era así, que durante años Polisauro dejó de mirar por aquel agujero para no tener que ver el rostro de aquel ser. 

Pero al cabo de los años, cuando ya era adolescente, Polisauro quiso demostrarse a sí incluso que era valiente. Volvió a mirar. Y volvió a encontrarse a aquel ser aterrador. Sin embargo, Polisauro ya había contado con eso. Ya había decidido cómo enseñarle una lección al monstruo del otro lado de la grieta.

A pesar de la oscuridad, sabía que acertaría. Cogió su tirachinas, estiró la goma y lanzó con precisión una piedra a través de la grieta. Unos segundos después sonó algo parecido a cristales rotos. 

Y luego nada. 

Polisauro volvió a mirar. Y ya no vio nada. Nada. 

El monstruo había desaparecido, tal vez espantado por el barullo de los vidrios al caerle encima. 

Polisauro nunca más volvió a ver aquel rostro terrorífico, porque no llegó siquiera a sospechar que lo que él había roto no era sino un viejo espejo medio desguazado que allí se había quedado olvidado hacía décadas, que reflejaba en lo oscuro y en fragmentos el rostro del propio Polisauro García cuando él miraba por el agujero. 

© Texto: Frantz Ferentz
© Imaxe: Alberto Frías

LOS PROBLEMAS DEL MONSTRUO DEL ARMARIO


Aquella noche, la puerta del armario de Sandro García abrió de repente. Sandro soltó un chillido: 

– Aaaahhhhhhh! Un monstruo de los ordenadores –chilló. 

Y la extraña criatura, que acababa de salir del armario, sin duda con la intención de asustar mucho y bien, se quedó paralizada. 

– Ay, no, chaval. Yo no soy un monstruo de los ordenadores. Soy un monstruo de las pesadillas. Un respeto, ¿eh? 

Sandro se levantó de la cama, se puso las zapatillas y la bata, y comenzó a discutir con el monstruo horrendo que permanecía al pie de su cama. 

– Pero bueno, ¿vas tú a decirme como es un monstruo informático? 

– Pues claro. Yo son un monstruo de las pesadillas clásico. 

Sandro no iba a aguantar aquello. Cogió su portátil de al lado de la mesita de noche, lo encendió y comenzó a navegar.

– Aquí, aquí lo tienes –dijo al cabo de unos minutos el chaval después de encontrar varias imágenes de monstruos informáticos con el buscador. 

El monstruo se quedó todo triste, pues había pensado toda su vida que era un monstruo de las pesadillas y no, era un monstruo de los ordenadores... qué pena tan grande sentía, hasta se puso a llorar. 

Sandro trató de consolarlo: 

– Ánimo, ser un monstruo informático es mucho mejor, tienes acceso a mucha más gente... 

Pero el monstruo no se acababa de consolar. Se despidió amablemente y volvió a entrar en el armario para no volver a asustar nunca más. 

© Texto: Frantz Ferentz
© Imaxe: Alberto Frías

martes, 17 de septiembre de 2013

EL DILEMA DEL BANQUERO MÁS RICO




Un campesino se plantó delante del banquero riquísimo que siempre presumía de tener más que nadie y le dijo:

— Yo tengo algo que usted no tiene.

— ¿El qué? —preguntó el banquero todo curioso.

— Esto —y le mostró una miserable moneda de un centavo.

El banquero se rió:

— Yo tengo millones de monedas como esa!

— Cierto —dijo el campesino—, pero no tiene esta, porque esta es mía y usted nunca la tendrá. Y tendrá que vivir sabiendo que nunca la poseerá.

Y tuvo razón el campesino, porque el banquero se pasó el resto de su vida buscando a aquel campesino con su moneda de un céntimo y se murió podrido de envidia por no haberlo encontrado.

Frantz Ferentz, 2013

lunes, 16 de septiembre de 2013

CUANDO LOS ELEFANTES CANTEN ÓPERA


El jardinero se plantó delante de la princesa y del rey y antes que los guardias le cayeran encima, preguntó a la princesa:

— Me das un beso?

— Solo cuando oiga a un elefante cantar ópera.

Al monarca le gustó la respuesta de su hija, así que decidió no castigar al impertinente jardinero, pero entonces se produjo una confusión terrible en el salón del trono. Era un elefante. Entró... ¡cantando ópera! Y entonces la princesa dio un beso al jardinero, el cual le guiñó un ojo a la princesa, porque bien sabía él cuán difícil era enseñar a un elefante a cantar ópera, pero así el rey no podría castigar al osado jardinero, del cual estaba perdidamente enamorada la princesa...

Frantz Ferentz, 2013

lunes, 19 de agosto de 2013

SUCEDIÓ EN SILICONIA



En el antiguo reino de Siliconia tenían una terrible tradición: las reinas con las que se casara el rey debían ser todas de pura raza blanca, pues de otro modo no podían ser reinas. Para eso, cuando el rey (o el príncipe heredero, en su caso) se casaba con una mujer, esta debía ser sometida a la prueba de la sangre pura, que consistía en tragarse una pócima cuya receta se perdía en la noche de los tiempos, según la cual, si la candidata a reina no era de raza blanca pura, se volvía verde en cuestión de minutos y se quedaba así para el resto de su vida. Sin embargo, si sí lo era, no sucedía nada en el momento, hasta que la candidata a reina tenía su primer hijo, o bien, si no se había quedado encinta al cabo de seis meses después de tomarse la pócima, entonces se volvía loca, completamente loca.

Así, todas las reinas de Siliconia desde hacía generaciones acababan locas, por lo cual, los reyes tenían siempre un solo heredero. Si se trataba de una hija, tenían que buscar a su heredero entre sobrinos varones. 

Era así de triste, pero era la tradición, y nadie parecía dispuesto a cambiarla, porque existe la idea de que las cosas que vienen de hace siglos han de ser buenas porque sí, y sin embargo no siempre es así. 

Hasta que llegó Eliondo, príncipe heredero. Él estaba ya un tanto harto de aquella situación. Quería ser rey, sí, cuando le llegara su hora, pero no quería tener un hijo, criarlo él solo y también una esposa loca. Tenía que encontrar la manera de vencer aquella vieja y estúpida tradición de la prueba de la sangre pura. Su receta era un secreto que pasaba de un presidente del parlamento al siguiente, era, quizás, el secreto mejor guardado del reino. 

Como aún le quedaba algún tiempo, decidió averiguar por su cuenta cómo neutralizar aquella prueba. Por ello, consultó con los sabios del país, los que enseñaban en las universidades. Nadie le sabía dar una respuesta, porque todos ignoraban la fórmula de la pócima. 

Todos excepto un matemático, quien le dijo en un tono misterioso: 

— Todo se reduce a una fórmula matemática: más por más, más; menos por menos, más. 

Y no dijo nada más aquel viejo sabio de largas barbas blancas que estaba siempre navegando en la lectura de sus viejos manuales y no por internet, porque en aquella época no existía todavía.

El príncipe Eliondo caviló mucho sobre aquellas palabras. ¿Qué quería decir? No se podía hablar de fórmulas matemáticas cuando se refería a la receta de una pócima. Una cosa y otra no tenían nada que ver. 

Durante semanas, meses, las palabras del sabio volvían a su mollera. Sin embargo, nunca le encontraba sentido alguno. Sabía que se acercaba el momento en que debería anunciar ante el parlamento que escogería una esposa para después ser entronizado, llegado el momento de la muerte del padre, cuando eso sucediera. 

Mientras, Eliondo no hacía más que recorrer el país de incógnito en busca de alguien que le diese la clave para neutralizar la pócima. Y estando en esas, pasó al lado de una ventana abierta de un aula en una escuela cualquiera. Allí oyó a la maestra insistir en las propiedades matemáticas: 

— Es muy sencillo: dos números positivos multiplicados entre sí, dan un número positivo; dos números negativos entre sí, dan un número positivo; pero si los números tienen cada uno su valor, positivo y negativo, luego todo es negativo... 

Eran más o menos las mismas palabras que le había dicho el sabio de la universidad, pero ahora repetidas por una maestra. Y entonces, una lucecita se encendió en el fondo de su cerebro. Por fin había entendido lo que significaban las palabras del sabio. Sin perder un minuto más, volvió al castillo para seguir con su búsqueda en otra parte. 

Y cuando llegó allí, quiso saber dónde estaban los más dementes del reino. No tardó mucho en encontrar el sanatorio donde tenían encerradas a las personas más locas del país. Y para allá se fue el príncipe heredero montado en su caballo, sin escoltas. 

El director del centro no daba crédito a sus oídos cuando el príncipe Eliondo le preguntó: 

— ¿Quién es la mujer más loca que tenéis aquí? 

— Se llama Claudia, es una pobre infeliz que se cree un reloj. Cada tres horas exactas, imita a un cuco. Por lo demás, el resto del tiempo se queda de pie, inmóvil, sin decir una palabra. 

El príncipe pidió llevársela consigo. La tal Claudia no tenía familia ninguna. Se trataba de una mujer joven que, por algún trauma desconocido había enloquecido y había acabado en aquel manicomio. 

El príncipe mandó preparar unas estancias del palacio real para ella. Le adjudicó tres sirvientes de absoluta confianza y ordenó que nadie entrara en aquella zona, que nadie tuviera contacto con Claudia. 

Y después, hizo saber al rey, su padre, y al parlamento, que ya había escogido esposa. 

— ¿Y quién es la escogida? —preguntó el viejo rey, siempre triste desde el día en que el amor de su vida se había vuelto loca para siempre jamás. 

— La mujer quecambiará todo en este reino —respondió el hijo misteriosamente. 

Y así fue como el parlamento fue formalmente convocado, pero el príncipe puso una extrañísima condición: que la prueba de la pureza de raza fuera efectuada entre las 9:32 y las 12:28, y no fuera de ese intervalo. Nadie entendía por qué, pero lo cierto es que el príncipe bien sabía que era el intervalo en que la Claudia no diría una palabra y no irrumpiría en la sesión solemne para dar las horas como un reloj de cuco. 

El presidente del parlamento aceptó y se hizo así. Toda la ceremonia tuvo que ser aligerada un buen rato, con la lectura de los antiguos textos que remitían al valor de las tradiciones y bla, bla, bla... y llegado el momento, el propio presidente del parlamento, con la tradicional peluca de rizos, dio a probar con un cuchara de oro la pócima a la buena de Claudia, que se tragó sin rechistar aquel brebaje asqueroso, del que se sabía que tenía un horrible sabor amargo como la hiel. 

Al cabo de unos minutos, cuando ya quedó claro que la Claudia no se volvía verde, el parlamento aprobó las nupcias del príncipe Eliondo con aquella plebeya, que sí era blanca de sangre pura.

Al día siguiente, el príncipe heredero se casó con la Claudia, también en un horario ajustado, entre dos momentos en que la loca habría dar las horas. Durante la boda, ella se limitó a decir "sí" a las preguntas del arzobispo, para lo cual los sirviente habían trabajado con ella para arrancarle aquella palabra cada vez que alguien le hiciera una pequeña presión en el codo, cosa de la que se encargó el propio príncipe. 

Eliondo no había llegado a pensar en lo que hacía con aquella mujer. Nadie le había preguntado si ella quería o no casarse. De hecho, ni ella misma era consciente de que estaba convirtiéndose en la esposa del futuro rey y que ella misma sería reina consorte. La única intención del príncipe era acabar con aquella absurda tradición y Claudia era el medio para acabar con ella. Eso era todo. No había pensado en las consecuencias de lo que estaba haciendo. Y, además, todo se desencadenó enseguida, pues solo veinticuatro horas después de la boda real, Claudia, a la hora en que se esperaba que diese la hora, no lo hizo. En vez de eso, Claudia miró a su alrededor y preguntó: 

— ¿Dónde estoy? 

De repente, toda muestra de demencia en Claudia había desaparecido. El príncipe acudió enseguida a los aposentos de su esposa y quiso verificar que su teoría se confirmaba. Y sí, se confirmó: Claudia ya no estaba loca. Y así se lo anunció a su padre: 

— Mi rey y señor, gracias a un principio matemático, acabo de neutralizar la pócima de la prueba de la pureza de la raza. Mi esposa era una absoluta demente, procedente de un manicomio, y ahora, después de catar hace dos días la pócima, se le ha curado la locura. 

— ¿Y eso? —quiso saber el viejo rey. 

— Muy sencillo —continuó explicando el príncipe—. La pócima afectaba a los no-locos para hacerlos enloquecer, pero nunca había sido aplicada a un loco, por lo cual, el resultado sería el contrario del esperado: desenloquecerlo. 

Aquello era lo que había aprendido del viejo sabio matemático, él había sido quien le había dado la clave para interpretar correctamente los resultados. Y había tenido razón. Aunque había corrido muchos riesgos con Claudia, que había servido como cobaya. 

Realmente la pobre de la Claudia no entendía qué hacía ella en el palacio real y casi volvió a enloquecer cuando le dijeron que se había casado con el príncipe heredero. 

— Por muy príncipe heredero que seáis —dijo ella—, creo que me debéis una explicación. 

Él, que era un hombre justo, entendió que era lo mínimo que podía hacer y que de paso procuraría compensarla. Así, le explicó cuál había sido su plan y cómo gracias a ella había demostrado que aquella prueba de la pócima era una aberración. 

— Estoy de acuerdo con vos, príncipe. Y ya que estáis dispuesto a compensarme, solo os he pedir un favor. 

— Hablad, Claudia. 

— Me gustaría estudiar en la universidad. Vengo de una familia muy pobre y ese siempre fue mi sueño. Nunca pensé que lo realizaría. 

El príncipe se quedó asombrado con aquel deseo, pero no podía poner objeción ninguna a los deseos de la Claudia. Después de salir de su locura, había demostrado que era una mujer muy inteligente. En aquella época, las mujeres aun no iban a la universidad, pero ella era la princesa consorte heredera, nadie iba a decir que no al príncipe si ella quería estudiar. En la universidad aprendió muchas cosas, cosas que en otras partes no habría aprendido. 


Sin embargo, poco a poco Claudia, comenzó a exigir cambios para el reino: empezó por pedir elecciones al parlamento, quiso crear su propio partido político (por entonces, ni existían aún los partidos políticos y los parlamentarios eran nombrados por el rey). El príncipe estaba preocupado, nunca había sospechado que su mujer, al salir de la demencia, lo metiera en tantos problemas. Por otra parte, en el país estaba prohibido el divorcio, por lo que no le quedaban muchas opciones. 

De entrada, tuvo que esperar a ser coronado rey tras el fallecimiento del padre. Y unos días después, renunció al trono y se lo cedió a su mujer, que pasó de reina consorte a reina legítima. Y él, mientras, se dedicó a descansar en los jardines del palacio real, relajado, sin estrés. 

Sin embargo, su alegría duró poco. Al cabo de un par de meses, después de una actitud frenética de la reina Claudia, donde esta había pasado a ser al mismo tiempo gobierno y oposición, sin dejar de ser reina y primera ministra, de cambiar el país de arriba a abajo hasta convertirlo en una república presidida por una reina, un sirviente anunció discretamente al monarca consorte que debía venir a los aposentos de la reina. El monarca, en zapatillas y batín, acudió con una caipiriña en la mano. 

Y allí se encontró a la reina tiesa como cuando la había conocido, inmóvil, sin decir una palabra. El rey consorte supo enseguida lo que se pasaba. Todo era cuestión de frenesí. Con tanta voluntad de cambiar las cosas, la reina había enloquecido otra vez. Ahora sí sabía por qué. 

— Esta vez parece que no da las horas como antes —comentó el sirviente observando a la reina. 

— Eso es porque no le han dado cuerda —observó sabiamente el monarca. 

A continuación, le retorció suavemente la oreja derecha mientras informaba a los sirvientes que deberían hacer lo mismo cada tres días. Y, efectivamente, desde entonces la reina volvió a dar las horas como un reloj de cuco. 

El rey tuvo que retomar el control del país ante la incapacidad de su mujer, pero la dejó de primera ministra, porque cuando había discusiones en el parlamento se disparaban sus sensores y obligaba a todos a callarse haciendo el cuco con toda la fuerza de sus pulmones. Sin embargo, el rey no tenía muchas ganas de reinar, de modo que disolvió el país, mandó a los habitantes a los reinos vecinos y se pasó el resto de sus días cultivando setas como segunda vivienda para gnomos. Después de todo, ni las antiquísimas tradiciones valían ya para nada. 

Sin embargo, nunca se deshizo de su mujer. Lo cierto es que desde que había empezado a dar las horas puntualmente, ella se había convertido en un complemento muy útil en su vida. Realmente, había empezado a encontrarla adorable cada vez que hacía cu-cu.

Texto: Frantz Ferentz, 2013
Imagen: Valadouro, 2013

COLOMA Y SU HERPES BERNARDINO



Coloma se levantó por la mañana como todos los días, saludó a su gato, a su conejo y, por la ventana de su habitación, al aprendiz de superhéroe de la casa de enfrente que se había quedado dormido en el tendedero sobre el patio al intentar entrar en casa por la ventana, pero como se había enredado allí, se quedó dormido entre las cuerdas. 

Notó que tenía un extraño picor en el labio. Fue al baño a ver de qué se trataba. Cuando vio aquel bulto en el labio, se asustó. Era como una canica que le colgaba del labio inferior, en la parte izquierda. ¡Qué horror!

Inmediatamente pidió hora en el dermatólogo, pero, claro, la hora se la daban para dentro de un mes. Pero Coloma sabía que no podía dejar aquello allí sin atención, si hasta parecía que crecía por momentos, como una especie de alien. Coloma sintió miedo. Por eso, decidió ir a urgencias.

Urgencias. Por suerte había allí un podólogo que algo entendía. Le dijo:

— Huy, eso es un herpes. Tiene muy mala pinta.

— ¿Y qué puedo hacer con él, doctor?

— Mimarlo.

— ¿Mimarlo? —preguntó Coloma.

El doctor había querido decir que debía dejarlo en paz, que se curaría solo, nada de maltratarlo, ni tocarlo. Quería haberle explicado que con una pomada de aloe vera se curaría solo, pero es que ya enseguida la enfermera dijo: “Siguiente” y Coloma tuvo que salir, porque en urgencias solo daban tres minutos por paciente y el podólogo haciendo de dermatólogo ya estaba llegando a los cuatro. Imperdonable.

De ese modo, Coloma se dedicó a cuidar a su herpes, a mimarlo. Y así fue como decidió llamarlo Bernardino. De pequeña había tenido un amigo invisible que se llamaba así y que era un poco molesto. Por eso, decidió homenajear a aquel amigo de la infancia (¿qué habría sido de él después de tantos años?).

Lo cierto es que Coloma, desde aquel día, dejó de sentirse tan sola. No es que el conejo y el gato no le hiciesen compañía, que se la hacían, pero con Bernardino tenía una cierta complicidad. 

Seguía creciendo un poquito cada día. Al cabo de una semana, el herpes del labio de Coloma ya tenía el tamaño de una pelota de fútbol. Pero lo importante no era eso, sino cómo compartían las comidas. Así, cuando Coloma preparaba caldo de verduras, Bernardino se agitaba porque no le gustaba, el muy pillín, pero daba saltitos de contento cuando Coloma se comía un helado, aunque, para eso, Coloma tenía que sujetarlo con las manos, porque podía perder el equilibrio.

Por las noches veían juntos películas. Cuando Coloma se emocionaba con una comedia romántica y lloraba, Bernardino también lloraba, pero lo disimulaba, se ponía mimoso. 

Si no fuera porque Bernardino, al cabo de dos semanas, ya era tan grande como la cabeza de la propia Coloma, se diría que ella era feliz.

Hasta aquella mañana.

Aquella mañana, cuando Coloma se despertó y fue a palparse el herpes para decirle buenos días, se encontró con que ya no estaba. ¡Había desaparecido!

¿Cómo era posible? Lo buscó entre las sábanas. Miró incluso entre los dientes del gato, por si se lo había comido. Coloma comenzó a sentirse muy triste. Bernardino...

— ¡Bernardino! —llamó desesperada.

Y repitió:

— ¡Bernardino!

Y, de repente, oyó una voz a sus pies que decía:

— Aquí estoy.

Coloma se quedó mirando al ser que se había colocado ante sus pies. Era una especie de gnomo que caminaba a saltitos por el suelo.

— ¿Tú eres Bernardino? —preguntó sorprendidísima Coloma.

— Sí.

— Pero...

— Verás, he nacido de ti en mitosis, ya sabes, como las células que se separan. Soy una especie de clon tuyo, pequeñito y feo, pero un clon...

Coloma no sabía si saltar de alegría o llorar. Por un lado, era bonito tener compañía en el piso. Por el otro, Bernardino había salido bastante feo. Tenía orejas picudas, como los elfos, y, además, si lo vieran los vecinos, avisarían a las Fuerzas Armadas por posible avistamiento de alienígenas.

Bernardino pareció barruntar el dilema de Colomba:

— Te prometo que no cambiará nada, todo será como antes... Además, ahora podré ofrecerte mi hombro para que llores cuando veas una película sensible.

Lo malo es que el hombro de Bernardino le quedaba a Coloma un poco bajo, pero subiéndolo en varios cojines, quizás...

Pero Coloma aceptó. Dejó a Bernardino, su clon imperfecto, vivir en casa. Y hubieran vivido felices, con Bernardino haciéndose pasar por una cacatúa en una jaula cada vez que tenían visita, de no haber sido porque, un día, al levantarse, Coloma descubrió que una verruga de la barbilla empezaba a crecerle desmesuradamente y enseguida se dijo: “¿Y ahora qué...?”

Frantz Ferentz, 2013

lunes, 6 de mayo de 2013

LA DESGRACIA DE SER FEA



A María Cristina le daba la impresión de que la castigaban por fea. Más que fea, era monstruosa. Un día tras otro, se llevaba un castigo. 

Y ella estaba segura de que la maestra no la aguantaba por fea. Pero tenía que reconocer, cada vez que se miraba al espejo, que era fea de verdad. 

La gente se le alejaba por la calle. Pobre, pero la verdad es que daba miedo, era un verdadero monstruo. 

Hasta aquel día en que vino de visita una tía lejana. Por lo general, nadie iba de visita a su casa, todos sentían terror. La tía observó la fealdad de la niña, pero también cómo la madre era corta de vista. La culpa de la fealdad de la niña la tenía la madre. 

Justo la tía lejana llevaba allí unas gafas de sobra. Se las dio a la madre de María Cristina. Cuando la madre se la puso, comprendió lo que significaba la fealdad de su hija. Y al recuperar la vista, recuperó el olfato. Porque María Cristina además olía a demonios. 

Metió a la hija dos veces en la lavadora. Le echó tres litros de colonia. La peinó con una horca de tres dientes del abuelo que usaban para remover el heno. Después la observó: parecía otra. 

María Cristina ya no era fea. 

Cuando volvió a la escuela, ya no pudieron castigarla por fea. La castigaron por perezosa, porque de hecho nunca llevaba hechas las tareas.

Frantz Ferentz, 2013


LA TÍA BRÍGIDA


María Luisa se creía que aquellas serían las peores vacaciones de su vida. Ella no había hecho nada para merecer aquello... Bueno, sí, pero solo suspender ocho asignaturas de nueve en la escuela. 

La mandaron a una aldea perdida en medio de una isla también perdida del Mediterráneo. Allí vivía su tía abuela Brígida, grande como un camión.

– Vamos a ver la laguna –dijo la tía abuela a la sobrina nieta antes de cenar. 

Y llevó a la niña hasta un estanque lleno de flamencos. 

– ¿Y que tienen de especial? –preguntó a María Luisa casi bostezando. 

La tía abuela Brígida batió palmas y los flamencos alzaron el vuelo. Y entonces se pudo ver que los flamencos allí tenían tres patas. Después descubrió que en la isla los perros tenían seis patas. Y hasta que las gallinas volaban ligeras como halcones... 

Sin embargo, lo que más le sorprendió a María Luisa fue a ver que bajo la blusa de su tía abuela algo se removía. De noche entró en el cuarto de ella para averiguarlo. Efectivamente, tenía motivos de sobra para sospechar... La tía abuela Brígida no era tampoco normal, como nada en aquella isla. 

¡La tía abuela Brígida tenía cuatro brazos! 

Pero enseguida descubrió que aquello era una ventaja para cocinar, escribir, hablar por teléfono y matar moscas todo al mismo tiempo.

Frantz Ferentz, 2013

viernes, 19 de abril de 2013

CÓMO SE ESCRIBRE TRISTEZA

Anabela llegó a su casa con la mochila llena de libros. Cansada, como siempre, después de una jornada completa de estudio, se fue directamente a la cocina, como hacía siempre, para servirse un vaso de zumo de naranja. 

Podía moverse por la casa un buen rato sin encontrar presencia viva de otros ser, de hecho ni sabía se en el hogar había alguien más. Sin embargo, enseguida salió de dudas, cuando sintió una persiana que bajaba allá, en la lejanía, en algún remoto rincón de la casa. La niña se tomó su zumo de naranja y se fue a su cuarto. Sin embargo, por el camino se encontró a su madre que venía del cuarto de baño. 

Ella solo le sonrió, de manera que la niña tuvo que imaginarse la conversación que se habría producido se viviera en una vivienda normal: 

— Hola, hija, ¿ya estás aquí? 

— Pues, como todos los días a estas horas, que es cuando salgo del instituto — respondió Anabela con un tono triste. 

— Muy bien, ¿y tienes trabajo? 

— Pues sí, como casi siempre... 

Y la madre, con la sonrisa en los labios seguiría su camino hacia algún lugar interesante, pero en realidad la madre continuó su camino con una revista en la mano, ajena a la hija, para no se sabe muy bien adónde. 

La chavala siguió con la misma sensación de malestar que experimentaba a diario en aquel hogar donde todos la ignoraban, desde siempre, ya desde cría, donde la nadie parecía interesarle lo que ella hacía o dejaba de hacer. 

Ella, la pequeña, la niña buenecita y callada, pasaba desapercibida, sin problemas con las notas de estudios. Decidió que iba a darse una ducha antes de ponerse a trabajar. 

Hacía un día muy caluroso y venía toda sudada. Dejó sus cosas encima de la cama y se fue al baño. 

Sin embargo, el baño estaba ocupado. Llamó a la puerta: 

— ¿Quién hay dentro? 

— ¡Yo! — sonó la voz del hermano mayor. 

A saber lo que estaría haciendo. 

Sin duda se iba a eternizar. No le quedaba otra que esperar. Pero esperar, ¿dónde? En su cuarto, no, porque solo de pensar que tenía tal cantidad de deberes que hacer del instituto, ya se ponía enferma. 

Decidió ir a la cocina, a lo mejor otro zumo de naranja le caería bien. 

Sin embargo, en la cocina no encontró la calma que esperaba. 

En la cocina se encontró al padre batiendo unos huevos para hacerse una tortilla de queso — su plato preferido para la cena — y a la madre cosiendo unos calcetines que tenían unos buenos agujeros en la punta que daban miedo. 

— Hola... — saludó tímidamente Anabela. 

— Hola — saludaron el padre y la madre al mismo tiempo, mecánicamente, pero sin por un momento interrumpir sus respectivas actividades. 

La niña aguardó aún unos segundos para ver si le preguntaban por lo que tenía entre manos. 

Allí nadie se interesaba por ella. Como siempre. Nunca a nadie le interesaba lo que ella hacía. 

Con todo, ella tenía que contar lo que le corría por dentro. No podía quedarse callada, por eso, mientras daba unos tragos lentos al zumo de naranja, explicó: 

— En el instituto nos han pedido que hagamos un pequeño poemario... 

— ¿Un qué? — preguntó el padre, no se sabe muy bien si porque no había entendido a causa del ruido del aceite saltando o si porque no sabía de qué le estaban hablando. 

— Un poemario — aclaró la niña —. Nuestra profesora de literatura quiere que intentemos escribir algo literario. Nos dio a escoger varios géneros, para ver dónde nos encontramos más cómodos. Yo he elegido la poesía, porque me gusta y... 

Sin embargo, de repente paró de hablar. Comprobó con tristeza que a nadie le interesaba lo que estaba contando. 

El padre ponía toda su atención en que la tortilla de queso no se le cayera fuera del pan, mientras la madre se concentraba en que los agujeros de los calcetines quedasen bien cosidos y, por tanto, desaparecieran. Anabela oyó que la puerta del baño finalmente abría. Sin decir una palabra más, apuró el zumo de naranja y se fue al baño para darse la ducha. 

Quizás necesitaría una máscara antes de entrar allí, pero ya estaba acostumbrada a aquellas situaciones domésticas. 

Mientras, la madre de Anabela entró en el cuarto de la hija para preguntarle lo que quería cenar. Sin embargo, cuando entró en el cuarto, descubrió que estaba vacío. 

Qué extraño. ¿Donde se habría metido la cría? ¿Habría desaparecido? ¿La habrían secuestrado? Por un instante sintió cierto desasosiego. 

No duró mucho, sin embargo, porque enseguida la madre se dio cuenta de que la ducha en el baño estaba abierta. Acababa de ver a su marido en la cocina y el hijo miraba hipnotizado la televisión, luego sacó la conclusión de que su hija estaba en el cuarto de baño duchándose, o es que alguien se había colado en casa y había ocupado el baño, porque en aquel barrio cualquier cosa era posible, como bien contaban las vecinas... 

La segunda hipótesis parecía muy improbable, porque la madre tenía cierto recuerdo de haber visto a la hija antes esa misma tarde, por lo que dejó de preocuparse y pensó que, efectivamente, Anabela era quien estaba en el cuarto de baño. 

Mejor así. 

Y ya iba a darse media vuelta hacia la cocina, cuando sus ojos, por casualidad, se detuvieron en aquel trozo de papel en la papelera. 

No era un papel anormal, era solo un fragmento troceado. 

La madre lo recogió de la papelera y lo leyó. 

Decía: 

“Como se escribe tristeza”. 

Qué triste sonaba aquello de la tristeza. 

Y luego un flash de memoria alcanzó su consciente después de haber abandonado el subconsciente, al recordar que la niña había estado en la cocina y había hablado de una tarea que le habían puesto en la escuela... sí, había hablado de hacer un libro de poemas. 

Aquel fragmento que tenía en la mano era, sin duda, un verso frustrado. Y era tan triste de leer. 

Tristeza. 

Tal vez tristeza sea la palabra más triste. 

Además, la poesía es un buen modo de expresar los sentimientos, y es que su hija estaba triste. 

¿Y por qué estaba triste? 

Uf, demasiados pensamientos para la madre sola, necesitaba la ayuda del padre, entre ambos tendrían que resolver aquello, deberían hacer algo, porque, ¿y si tenían una hija triste en la familia y no se habían enterado? ¿Acaso algo no iba bien en aquella familia? ¿Estaría también triste el hijo? 

No, el hijo no parecía estar triste, porque se reía a carcajadas delante del televisor con aquellos programas para cretinos que devoraba uno tras otro durante horas. 

Por tanto, la madre decidió tener una conversación muy seria con el padre sobre la situación de su hija. 

La madre corrió a la cocina a buscar al padre. 

Lo encontró allí comiéndose su tortilla de queso con cara de auténtico placer, porque, para él, para el padre, el mejor momento del día era justo aquel, cuando se deleitaba en su tortilla de queso. 

Incluso dos veces al año le echaba canela a la tortilla, porque, para él, aquello le potenciaba al máximo el sabor, pero eso lo dejaba solo para ocasiones muy especiales, como el día de su cumpleaños o el día de su medio-cumpleaños, o sea, seis meses después. 

— Querido — anunció la madre en tono solemne —, tenemos un problema... Un grave problema. 

Al padre le faltaba el último bocado de la tortilla, mas incluso así se detuvo, porque el anuncio de la esposa sonaba incluso preocupante. 

Durante la cena hubo un silencio muy tenso. Casi se podía cortar con cuchillo. El padre y la madre miraban a su hija de reojo, sin decir una palabra. 

A ella no le resultaba extraño, porque siempre la ignoraban, pero a lo mejor no se enteró del interés que el padre y la madre tenía entonces por ella. 

El hermano, por su parte, sorbía en la sopa como un rinoceronte, ajeno a todo lo que se desarrollaba a su alrededor, deseando solo porque llegara la hora de levantarse de aquella silla en la cocina y volver al salón, donde pasaría ya tranquilamente varias horas devorando el programa de telerrealidad para aquella noche, donde se aseguraba que expulsarían a una peluquera de perros de alta sociedad que mantenía unas relaciones pésimas con un nutricionista de almejas, en aquel concurso donde todos querían ganar el sapo de oro. 

Después de la cena, Anabela se volvió a su habitación. 

Iba a intentar continuar con su poema y, al mismo tiempo, chatear por el ordenador con sus amigos, intercambiando mensajes y ayudas acerca de las tareas escolares y también haciendo planes para el fin de semana.

Por fin los padres se quedaron solos en la cocina. 

— Tenemos que hablar — anunció la madre. 

El padre no tenía maldita gana de hablar, pero no se iba a oponer a su mujer, que se lo quedaba mirando con los ojos bien abiertos; él bien sabía que cuando su mujer lo contemplaba con los ojos tan abiertos era mejor no mover un músculo y permanecer atento. 

— Pero si somos una familia — prosiguió la madre — y aquí falta alguien. 

— ¿La niña? 

— No, tonto, nuestro hijo, porque él tiene que estar al corriente de todo. Si hay un problema con Anabela, tiene que saberlo y tiene que colaborar con nosotros. 

— Si tú lo dices... 

— Claro que lo digo. 

— Pues no creo que quiera venir a la cocina. Está todo concentrado en esa cosa que pasan por la tele y que lo tiene hipnotizado — aclaró el padre. 

— Pues si Mahoma no viene a la montaña, la montaña viene a Mahoma. 

— Se dice justo al contrario. 

— Me da igual, ya entiendes lo que te quiero decir. 

Efectivamente, los padres se aposentaron en el salón, a ambos los lados de su hijo en el sofá, para contarle lo que sucedía con la hermana: que se sentía sola, muy sola y que, por tanto, sufría, sufría mucho, y que ellos eran una familia, que ella estaba llena de tristeza, que no podían permitir que una chavala de trece años tuviera tanta tristeza, porque la tristeza en dosis pequeñas era, a lo mejor, aceptable, pero en grandes dosis, no, hacía mal al cuerpo y al alma, que ahí estaba la tía abuela Benigna, toda llena de granos por el cuerpo porque decían que en su juventud había pasado mucha tristeza.

El hijo no oía, él estaba a lo suyo, solo quería que se callaran, que lo dejaran ver aquel programa que tanto le gustaba, pero aquella señora a su lado... su madre, sí, no paraba de hablar, sin embargo, él, para adelantar su silencio y el final de aquel monólogo, no hacía más que asentir con la cabeza y decir, de vez en cuando, “sí, sí, tienes razón”. 

Y fue así como, al final, consiguió oír la frase mágica: 

— Entonces, ¿estamos de acuerdo? 

— Sí –dijo el hijo, que tenía la vaga impresión de que le habían hablado de lo malo que era abusar de las bebidas de cola de madrugada. 

Los padres se levantaron y se marcharon. 

El hijo se tumbó en el sofá y ocupó todo el espacio para evitarse futuras visitas. Nadie lo iba a interrumpir en la visión deliciosa de aquel programa. Nadie, excepto la publicidad, que venía cada tres minutos y duraba seis... Pero él era un tipo sacrificado y podría resistirlo. 

Y fue así como desde aquel día, todo cambió en casa de Anabela. La madre comenzó a mostrarse increíblemente amable con ella, le hablaba en un tono gentil y le preguntaba por sus cosas en el instituto. El padre, después de recibir algún codazo de la madre, también se mostraba interesado en todo el relativo a la hija, tanto que incluso la acompañaba hasta la puerta de su habitación. El hermano, por su parte, también empezó a hacer esfuerzos. Para eso, la madre se interponía entre él y el televisor, impidiéndole ver sus programas favoritos.

— Tienes que ser amable con tu hermana, ¿has oído? 

— Que sí, pero quita de ahí de en medio, que no veo nada... 

— ¿Serás gentil con tu hermana? 

— Que sí, pero déjame ver, por favor, cómo el artista de los macarrones nomina a la adicta a las golosinas de anís... 

Y fue así como también el hermano mostró un desacostumbrado comportamiento amable con su hermana sin motivo aparente.

La pobre Anabela no entendía nada, no entendía cómo de un día para otro toda su familia había pasado de ignorarla del todo a querer ser su sombra, hasta a darle mimos y tenerla a su lado durante las sesiones televisivas de la noche, que a ella tan poco le interesaban, pero no tenía el coraje de decir que no... 

Y aquella noche, después de acabar el programa en que un esquimal intentaba escoger a cinco personas que tiraran de su trineo entre treinta candidatos, Anabela se fue a su cuarto. 

Por suerte era viernes y para lo otro día no tenía que levantarse temprano para ir a las clases. 

Abrió el ordenador y comenzó el chateo con los amigos que a la sazón estaban en línea, aun unos cuántos de ellos. 

Anabela comenzó a compartir con ellos el extraño cambio operado en su familia, que, en cuestión de horas, había pasado de no querer saber nada de ella a convertirse en su sombra. 

— Tu madre tiene cargo de conciencia — le comentó una amiga desde Singapur. 

— Puede ser, ¿pero por qué? — preguntó Anabela —. ¿Y por qué los otros también? 

— No tengo ni idea — respondió la amiga de Singapur. 

— A lo mejor — intervino un amigo de Texas — se han tomado algo en mal estado y han sufrido una intoxicación. Deja pasar aún unos días y, si ves que la cosa sigue igual, llama al médico... 

Anabela sonrió con aquella ocurrencia, aunque sabía que el tejano realmente se creía lo que decía. Pero justo entonces alguien nuevo entró en el chat. Era su amiga Elisa, que estaba con los padres en el Japón y, quizás, seguiría allí por muchos años. 

Probó a escribirle, tal vez ya habría conseguido arreglar el ordenador del padre. 

No iba. 

Probó también con la voz. 

Tampoco iba. 

Qué asco, vivir en un país como el Japón y tener el ordenador estropeado. 

Probó con la cámara, que era lo único que funcionaba. Agarró un trozo de papel y escribió en él: 

“¿Aún no te va esa cosa?”, refiriéndose lógicamente al ordenador. 

Y la amiga respondió con el mismo sistema, con un trozo de papel donde había escrito la palabra “no”. 

Tendrían que seguir con aquel sistema primitivo y menos mal que le funcionaba la cámara de vídeo. Entonces Anabela volvió a escribir la misma pregunta que le había formulado unos días atrás: 

“¿Ya sabes cómo se escribe tristeza en japonés?” 

Elisa escribió un mensaje rápidamente en otro trozo de papel y se lo mostró por la cámara web: 

“Ya lo sé. Te lo envío por correo electrónico”. 

Ambas amigas hubieron de intercambiar aún varios mensajes con aquel sistema. 

Cuando Elisa cerró el chat, Anabela troceó aquel papel en que había escrito la conversación, tirándolo a la papelera. Quería el anagrama japonés con la palabra tristeza porque lo había visto en algún sitio y le había gustado, pensaba hacerse, cuando fuera mayor de edad, un tatuaje con él. 

La pobre estaba lejos de imaginarse lo que vendría después. 

A la mañana siguiente, cuando la niña había salido a hacer deporte como solía, la madre entró en el cuarto para ventilarlo. Y por una de esas extrañas casualidades, miró hacia la papelera. Allí se encontró aquel trozo de papel, resto de la conversación de la noche anterior, donde vio escrito: 

“Estoy perdiendo la vista por momentos” 

Se asustó toda. Corrió al dormitorio, tenía que despertar a su marido y contarle que la terapia de mimos con la hija no bastaba, que la niña necesitaba ayuda profesional, porque se estaba quedando ciega. 

Lejos estaba de imaginarse que la frase entera, si no estuviera troceado el papel, decía: 

“Y hazme el favor, arregla ya ese ordenador, porque con tanto cartel mostrado por la cámara, estoy perdiendo la vista por momentos. Espero que puedas usar el chat con normalidad”. 

Sin embargo, lo último que se le ocurrió a la madre fue preguntarle a su hija si todo iba bien. 

Tan simple como eso. 

Frantz Ferentz, 2013