lunes, 30 de junio de 2014

LIBORIO Y LAS PELUSAS (5)



— Liborio, limpia tu cuarto de una vez, porque las pelusas te van a comer! —chilló la madre.
— No puedo, mamá.
— ¿Y por qué?
— Porque me miran con esos ojillos tiernos...

Frantz Ferentz, 2014

LIBORIO Y LAS PELUSAS (4)



   — Liborio, limpia tu cuarto de una vez, porque las pelusas te van a comer! —chilló la madre.
   — No puedo, mamá.
   — ¿Y por qué?
 — Porque ellas son las únicas que saben dónde tengo las cosas en esta alcoba. Sin ellas, no encontraría ni los calcetines.

Frantz Ferentz, 2014

LIBORIO Y LAS PELUSAS (3)



   — Liborio, limpia tu cuarto de una vez, porque las pelusas te van a comer! —chilló la madre.
   — No puedo, mamá.
   — ¿Y por qué?
   — ¡Porque voy ganando en la partida de naipes y, si me deshago de ellas ahora, después no me pagan!

Frantz Ferentz, 2014

LIBORIO Y LAS PELUSAS (2)



   — Liborio, limpia tu cuarto de una vez, porque las pelusas te van a comer! —chilló la madre.
   — No puedo, mamá.
   — ¿Y por qué?
   — Porque ya me he convertido en una de ellas...

Frantz Ferentz, 2014

LIBORIO Y LAS PELUSAS (1)



   — Liborio, limpia tu alcoba de una vez, porque las pelusas te van a comer! —chilló la madre.
   — No puedo, mamá.
   — ¿Y por qué?
   — Porque ya se me han comido ellas la mí... ¡Te estoy hablando desde el estómago de la pelusa reina!

Frantz Ferentz, 2014

miércoles, 4 de junio de 2014

LOS LIBROS QUE DABAN MIEDO


   La madre de Sofia estaba muy preocupada. Su hija, de cinco años, tenía miedo de los libros. Intentaron explicarle que los libros son amigos, que nada malo le podían hacer los libros, pero ella insistía que sus libros le daban miedo. Hasta hablaron con la psicóloga del jardín de infancia, quien también intentó explicarle que sus libros eran buenos. Pero todo fue inútil, la niña se escondía debajo de las mantas y solo quería oír los cuentos contados por su madre, nada de tenerlos cerca. A veces, Sofia incluso se refugiaba en la cama de sus padres, porque decía que los libros la miraban y la niña estaba muy asustada.
   — No es bueno que Sofia tenga miedo de los libros —comentaba el padre—. Si no le gustan, de mayor será una ignorante porque no podrá estudiar.
   La madre estaba de acuerdo con la opinión del padre, pero ninguno de ellos sabía qué se podía hacer. Sin embargo, el problema de Sofia resultó estar repitiéndose por el barrio. Otros críos de su edad comenzaron a decir que también tenían miedo de los libros. Los padres se reunieron, contrataron psicólogos, pero era inútil, por lo menos diez crios tenían terror de sus libros y no hacían más que lamentarse de que tenían pesadillas nocturnas de monstruos salidos de los libros...
   Hasta que la abuela Cristina, maestra jubilada, fue a visitar a su familia. Cuando los padres de Sofia le contaron lo que pasaba, ella quiso ver los libros. Cogió algunos de ellos y empezó a hojearlos. Ella misma tuvo que reconocer que había sentido miedo.
   — ¿Pero vosotros habéis visto los dibujos de estos libros? —preguntó la abuela Cristina.
  — Claro. Estos álbumes son un superéxito editorial. ¿Qué tienen que particular? —quisieron saber los padres.
   — En mis tiempos —empezó a explicar la abuela—, los dibujos estaban hechos para acompañar a los textos, pero estos libros, todos los que la niña tiene aquí, fijaos, dan miedo. ¿Vosotros habéis visto estas narices picudas? ¿Y tanto color gris? ¿Y estas rayas que parece que quieren saltar a los ojos? ¿Pero si a mí misma me entran ganas de cerrar estos libros y ponerlos en órbita!
   Los padres se quedaron muy sorprendidos. No obstante, tenían mucha confianza en la abuela Cristina. Por eso, hablaron con los otros padres, pues todos los niños iban al mismo jardín de infancia y leían los mismos libros. Dejaron a la abuela Cristina hacer una prueba: pidió a los chavales que hiciesen sus propios dibujos; a continuación pegó los dibujos de los niños encima de los originales. Los críos reaccionaron de una manera diferente al ver sus libros ilustrados por ellos mismos y por algún padre y alguna madre a los que les gustaba dibujar, e incluso por un papagayo que había aprendido a usar los lápices de colores. Y a los chavales les encantaron, ya no les daban miedo... ¡y leyeron con mucho gusto! 

   El maestro acabó de contar la historia. Estaba seguro de que el editor, sentado frente a él, entendería que aquellos libros que publicaba con aquellas ilustraciones tan horribles solo causaban miedo en los niños. Era una forma amable de explicárselo. Sin embargo, el editor miraba sin comprender, por eso acabó preguntando:
   — Dígame una cosa: ¿me ha contado este cuento para decirme que usted también escribe cuentos y que le gustaría publicar con nosotros? 

Frantz Ferentz, 2014

martes, 3 de junio de 2014

EL HEREDERO AL TRONO

Al morir el rey de Hincapiés, no dejó descendencia alguna. Como no había nadie de sangre real para sustituirlo y la constitución del país obligaba a que a la cabeza del Estado hubiera un rey o reina, solo pudieron poner a gobernar a una abeja reina. Sin embargo, una hormiga reina reclamó su derecho a la corona de Hincapiés. Y se montó una guerra civil. Todo ello porque a ningún político se le ocurrió la idea de cambiar la constitución y proclamar una república.



Frantz Ferentz, 2014

LA GUERRA DE LOS VIRUS




   Aquel virus informático llegó discretamente al ordenador de Sara. Nadie sabía muy bien cuál era su naturaleza ni de dónde procedía, pero entró en su ordenador sin avisar, porque estos virus nunca avisan. A partir de ahí, comenzó a difundirse entre los contactos de Sara enviándoles cosas extrañas, principalmente publicidad, toneladas de publicidad, de las cosas más extrañas, como vacaciones en el Polo Sur, jerséis de plástico reciclado o libros escritos en turco medieval. Sin embargo, Sara no era consciente de nada, hasta que un amigo le dijo: 
   — Mira, Sara, estoy recibiendo mensajes muy extraños de ti por las redes sociales. Probablemente tienes un virus en tu ordenador.
   La pobre Sara tembló. ¿Qué iba a hacer ella? ¿Cómo se combatía a un virus en las redes sociales? Pero además, aquella mañana estaba ella tan enferma, Tosía, tenía algo de fiebre. Lo único que ella quería era irse a la cama y tomarse un zumo de naranja. Qué desgracia. Pero con la excitación, tosió todavía más. Al final se fue a la cama, ya escribiría a los amigos para pedir disculpas. Y tal vez a la tarde llamaría a un amigo informático para que le resolviera el problema.
   Tres horas más tarde, después de haberse quedado dormida en el sofá, llamó a su amigo Francisco, un buen técnico informático y, aún entre toses, le explicó que tenía un virus en su ordenador que estaba  comportándose muy mal. Francisco, todo amable, fue hasta al apartamento de Sara y comenzó a analizar su ordenador, mientras Sara lo miraba de lejos, tomándose un caldo de pollo, hecha un ovillo en el sofá. Después de un rato trasteando en el ordenador, Francisco dijo:
   — Este es el caso más extraño que he visto en mi vida.
   — ¿Y eso? —preguntó Sara.
   — El archivo del virus está en tu disco duro, sí, pero está... como decir, ¡muerto! Parece como si lo hubiera atacado alguna fuerza superior, pero no tengo ni idea de cuál ni por donde ha entrado. Puedes quedarte tranquila, tu ordenador ya está limpio.
   Y se fue. Sin embargo, Sara se quedó toda pensativa. Ella había tosido encima de su ordenador. ¿Y si, por casualidad, sus virus de la gripe hubieran entrado en el ordenador y destruido el virus informático? No había otra explicación. ¿Sería una locura? Lo peor es que nadie se creería eso, aunque fuera verdad. Solo valía para escribir una historia graciosa, pero nadie apostaría por crear vacunas antivíricas para ordenadores con virus de la gripe humana. Que lástima, habría sido un negocio tan fructífero...


Frantz Ferentz, 2014