La madre de Sofia estaba muy preocupada. Su hija, de cinco años, tenía miedo de los libros. Intentaron explicarle que los libros son amigos, que nada malo le podían hacer los libros, pero ella insistía que sus libros le daban miedo. Hasta hablaron con la psicóloga del jardín de infancia, quien también intentó explicarle que sus libros eran buenos. Pero todo fue inútil, la niña se escondía debajo de las mantas y solo quería oír los cuentos contados por su madre, nada de tenerlos cerca. A veces, Sofia incluso se refugiaba en la cama de sus padres, porque decía que los libros la miraban y la niña estaba muy asustada.
— No es bueno que Sofia tenga miedo de los libros —comentaba el padre—. Si no le gustan, de mayor será una ignorante porque no podrá estudiar.
La madre estaba de acuerdo con la opinión del padre, pero ninguno de ellos sabía qué se podía hacer. Sin embargo, el problema de Sofia resultó estar repitiéndose por el barrio. Otros críos de su edad comenzaron a decir que también tenían miedo de los libros. Los padres se reunieron, contrataron psicólogos, pero era inútil, por lo menos diez crios tenían terror de sus libros y no hacían más que lamentarse de que tenían pesadillas nocturnas de monstruos salidos de los libros...
Hasta que la abuela Cristina, maestra jubilada, fue a visitar a su familia. Cuando los padres de Sofia le contaron lo que pasaba, ella quiso ver los libros. Cogió algunos de ellos y empezó a hojearlos. Ella misma tuvo que reconocer que había sentido miedo.
— ¿Pero vosotros habéis visto los dibujos de estos libros? —preguntó la abuela Cristina.
— Claro. Estos álbumes son un superéxito editorial. ¿Qué tienen que particular? —quisieron saber los padres.
— En mis tiempos —empezó a explicar la abuela—, los dibujos estaban hechos para acompañar a los textos, pero estos libros, todos los que la niña tiene aquí, fijaos, dan miedo. ¿Vosotros habéis visto estas narices picudas? ¿Y tanto color gris? ¿Y estas rayas que parece que quieren saltar a los ojos? ¿Pero si a mí misma me entran ganas de cerrar estos libros y ponerlos en órbita!
Los padres se quedaron muy sorprendidos. No obstante, tenían mucha confianza en la abuela Cristina. Por eso, hablaron con los otros padres, pues todos los niños iban al mismo jardín de infancia y leían los mismos libros. Dejaron a la abuela Cristina hacer una prueba: pidió a los chavales que hiciesen sus propios dibujos; a continuación pegó los dibujos de los niños encima de los originales. Los críos reaccionaron de una manera diferente al ver sus libros ilustrados por ellos mismos y por algún padre y alguna madre a los que les gustaba dibujar, e incluso por un papagayo que había aprendido a usar los lápices de colores. Y a los chavales les encantaron, ya no les daban miedo... ¡y leyeron con mucho gusto!
El maestro acabó de contar la historia. Estaba seguro de que el editor, sentado frente a él, entendería que aquellos libros que publicaba con aquellas ilustraciones tan horribles solo causaban miedo en los niños. Era una forma amable de explicárselo. Sin embargo, el editor miraba sin comprender, por eso acabó preguntando:
— Dígame una cosa: ¿me ha contado este cuento para decirme que usted también escribe cuentos y que le gustaría publicar con nosotros?
Frantz Ferentz, 2014