viernes, 31 de agosto de 2012

LAS PALABRAS RESBALADIZAS

— Papá, ¿cómo se dice barco en inglés? —preguntó Adalberto, de ocho años, a su padre que navegaba por internet con calma buscando nuevas oportunidades para mejorar sus operaciones financieras. 

Su padre separó los ojos de la pantalla un instante y le dijo al niño: 

— Adalbertito, hijo, ¿es que no tienes un diccionario? 

— Sí que tengo.

— Pues busca bien, anda, que está ahí. 

Adalberto volvió a procurar la palabra en el diccionario. Qué fastidio le suponía tener que hacer las tareas escolares él solo. Nada más quería un pelín de ayuda con el inglés... 

Al rato volvió el chaval junto al padre. 

— No lo encuentro... 

Para su padre aquello era una pesadez. Vaya hombre, qué hijo tan poco hábil tenía. Seguro que era solo una excusa para que él le hiciera algo de caso. 

— A ver, déjame ver el diccionario — pidió el padre girándose en la silla delante del ordenador. 

El crío se lo dio. Su padre comenzó la búsqueda, pasó de la A a la B, alfabetizado BA, luego BAR, luego BARC... Y no, no estaba. La palabra barco no estaba en el diccionario de su hijo. Estaba barca, pero no barco. Lo que se podría considerar como un error de los autores del diccionario no parecía tal, pues justo en el espacio donde debería venir la palabra barco, había una línea en blanco. Es decir, parecía que hubieran borrado la palabra de su lugar en el diccionario. 

Pero enseguida reparó en que no se trataba simplemente de un espacio vacío. Notó además una fina línea negra que se alejaba, como si la entrada en el diccionario se hubiera marchado dejando un rastro. Aquello parecía una locura. Pero el padre no tenía tiempo para juegos. Cerró el diccionario y dijo a Adalberto mientras se lo devolvía: 

— A ver, barco en inglés se dice ship. 

— Como se escribe? 

— Ese, hache, i, pe. 

Y el padre siguió buscando por la red, mientras el hijo volvía a a sus tareas de inglés. De todas formas, el padre tenía la sospecha de que el hijo volvería a molestarlo de nuevo, era una sensación, por eso de que el niño requería mucha atención, ya se lo había dicho la psicóloga de la escuela: «Adalberto necesita que le hagan mucho caso, porque es un niño muy sensible». Qué sabrá la psicóloga, pensó el padre. 

No obstante, durante el resto de la mañana de aquel sábado, el padre pudo seguir trabajando tranquilamente delante del ordenador, mientras el niño estudiaba — o trasteaba — en su cuarto. Almorzaron pizza que el padre mandó traer a casa y después el padre se echó una buena siesta. La siesta de los sábados era algo sagrado para el padre, pues solo durante los fines de semana era cuando él podía dormir siestas de tres horas, acostado en la cama, una de sus mayores pasiones en la vida. 

Cuando se levantó, enseguida encendió el ordenador y siguió con el trabajo de la mañana. Con toda seguridad se habría olvidado el incidente del diccionario, de no ser porque el Adalberto volvió junto a él para preguntarle nuevamente: 

— Papá, ¿cómo se dice naufragio en inglés? 

Ya era demasiado. ¿Es que el dichoso niño era incapaz procurar nada él solo? ¿Es que tenía que interrumpirlo justo cuando acababa de iniciar una búsqueda por la red? Vaya tela. El padre no estaba de muy bueno humor. 

— ¿Es que no lo encuentras en el diccionario? —preguntó el padre. 

— Es que no viene —respondió Adalberto todo serio. 

— Una vez, pase, pero dos, no. Trae acá el diccionario. 

El padre agarró el libro y busco la palabra. Y de nuevo volvió a encontrar el hueco, el espacio vacío donde debería estar la palabra española junto con su equivalente inglesa. También otra vez encontró una especie de rastro, como si la línea o líneas que debían estar allí se hubieran marchado. ¿Cómo era posible? ¿Qué porquería de diccionarios eran aquellos que no valían para nada? Cuando tuviera tiempo, iba a comprarle un diccionario nuevo al hijo, mucho mejor que ese, pero ahora tenía que trabajar, estaba muy ocupado. 

El padre tuvo que hacer de diccionario viviente otra vez: 

— Se dice wreck, hijo, y deja ya de preguntar, que tengo mucho trabajo. 

— Pero, papá, si no aparecen las palabras en el diccionario y tengo que hacer deberes, ¿cómo lo hago? Si no es a ti, ¿a quién recurro? Ponme aquí en este papel cómo se escribe eso en inglés, que suena muy complicado... 

El argumento de que él fuera su única ayuda era bastante bueno, sí, había que reconocerlo, pero el padre no estaba por la labor de ocuparse todo el tiempo del hijo, así que se giró en su silla y volvió al trabajo delante del ordenador. 

Adalberto volvió a su cuarto. Pero no por mucho tiempo. Apenas habían pasado diez minutos, cuando ya volvía con otra pregunta para su padre: 

— Papá, ¿cómo se dice océano en inglés? 

El padre dio un bote en la silla. Ya era demasiado. Así no había manera de trabajar. Si no fuera por la psicóloga de la escuela y sus consejos, ya habría mandado al niño a cualquier lugar lejano, como por ejemplo, a casa del vecino de abajo, que ya estaba suficientemente lejos. Y hasta podría quedarse allí a cenar. 

Sin embargo, se llenó de paciencia, cogió el diccionario de las manos del niño (ya ni siquiera le había preguntado si lo había consultado correctamente, porque sabía la respuesta) y comenzó a hojearlo... y sus sospechas se confirmaron: la palabra océano no estaba en el diccionario. Se repetía, además, la historia del hueco en la página con el rastro de tinta. 

Llegados a aquel punto, el interés del padre por su trabajo decayó. Sí, finalmente acontecía algo a su alrededor que lo obligaba a detener su trabajo. Aquel era un misterio indescifrable que iba a requerir de todo su talento y aún más. Hasta tres veces parecía que las palabras que el hijo buscaba desaparecían. Daba incluso la sensación de que el hecho de que el hijo preguntara por ellas provocaba que estas desaparecieran, como se quisieran evitar ser encontradas. Era todo un misterio. 

— Papá, que cómo se dice océano... —porfió Adalberto. 

Pero el padre no lo escuchaba. Se dirigió a los anaqueles que tenía enfrente, cogió un libro bastante grueso y se puso a hojearlo. No dijo una palabra. Después se acercó a su hijo con el libraco en la mano y le dijo: 

— Búsqueda aquí la palabra isla. 

El chaval tuvo problemas para sostener aquel libro. Pesaba una tonelada. Tuvo que posarlo en el suelo para poder abrirlo y buscar la palabra. No le llevó mucho tiempo alcanzar la I, después IS, después ISL... 

— No está... —dijo sorprendido Adalberto. 

El padre se agachó para mirar. Efectivamente, la palabra isla no figuraba en aquel diccionario enciclopédico. Pero lo más misterioso de todo aquel asunto era que, unos segundos antes, él mismo había verificado que la palabra sí estaba. En su lugar, nuevamente aparecía un espacio vacío con un reguero de tinta a modo de rastro que se perdía por el borde de la página. 

— Y ahora —continuó el padre—, busca la palabra chocolate. 

— ¿Chocolate? 

— Sí. 

— ¿Chocolate, chocolate? 

— Claro, ¿qué va a ser? 

Adalberto obedeció. Repitió la misma operación, siempre con el libro en el suelo. Y al cabo de unos momentos, le dijo al padre lo que el padre ya se esperaba: 

— No está. 

El padre no sabía si reír o llorar. Por un lado, acababa de demostrar que las palabras desaparecían cuando su hijo las buscaba, pero, por otro, aquello era tremendo. Si se ponía a buscar cosas en los libros, las palabras, tal vez los párrafos, incluso las páginas, desaparecerían. 

Y entonces tuvo un pensamiento tremendo. El padre se echó a temblar de miedo. ¿Y si el hijo se dedicaba a buscar cosas en el ordenador? ¿También desaparecerían? Por si acaso, no lo iba a probar. No quería ni imaginarse que un día usara el ordenador de la casa, el único que había en el hogar, y busca que te busca cualquier cosa cancelara megas y megas de información en su disco duro o hasta en la propia internet. Sería una tragedia... 

Pero la cosa no iba a acabar allí. De repente, los pensamientos del padre fueron interrumpidos por el hijo cuando este le preguntó: 

— Papá, ¿te gusta hacerte tatuajes en la frente? 

— ¿Qué dices? ¿Qué disparate es ese? 

El niño no dijo nada más, se limitó a señalar con un dedo a la frente de su padre. Este ya había llegado a la conclusión de que aquel día podría suceder cualquier cosa. Por eso, se levantó con cierta prisa, fue al baño y se miró en el espejo. Su sopresa fue mayúscula cuando vio que en la frente tenía una serie de dibujos, como un tatuaje. Se trataba de un barco de vela que se hundía delante de una isla... Pero lo peor de todo es que, en cuanto el barco se hundía, a continuación volvía a su posición inicial para volver a hundirse... ¡Nunca había visto un tatuaje con movimientos! Abrió el grifo, mojó una toalla e intentó limpiarse la frente, pero el barco seguía allí, tranquilamente, hundiéndose una y otra vez, casi como en un anuncio de neón de los antiguos. 

Cuando el padre volvió al salón, el hijo lo miraba con ojos como platos, aún sentado en el suelo. El padre pensó que tenía que dar una sensación de normalidad, por nada del mundo quería asustar a su hijo. 

— Bueno, entonces, ¿tienes aún tareas? —preguntó. 

— Ya casi he acabado la composición de inglés. Una o dos líneas más, y ya está... Pero si tengo alguna duda, ¿puedo usar el ordenador para buscar en algún diccionario en línea? 

— ¡¡¡¡Noooo!!!! —exclamó el padre aterrizado—. No, no, mira, hacemos una cosa. Tú haz la composición y yo me siento a tu lado y así puedes preguntarme las palabras que no sepas... 

— Qué bien, vas a sentarte a mi lado mientras hago los deberes... —exclamó el hijo todo contento. 

— Y luego vamos a tomarnos un helado, ¿te parece bien? 

— ¿De dos bolas? 

— O de cinco... 

— No seas tan irresponsable, papá, que después me pongo enfermo. ¿Y que harás con tu cabeza? 

— Tú, tranquilo, me pongo un sombrero y así esto se queda escondido... 

Adalberto sonrió satisfecho. Siguió con sus deberes de la composición de inglés, pero no podía dejar de pensar en lo que le contaría de lunes, al volver al colegio, a su compañera Angélica, que era una bruja de verdad, no solo una chica a la que todos le llamaban bruja. 

Fue ella la que había ideado el plan para conseguir que las palabras del diccionario se escaparan y después aparecieran como imágenes en la frente del padre. Había sido un conjuro bastante facilito que le había regalado porque ella, Angélica, estaba medio enamorada de Adalberto. De hecho, él era el único niño de la clase que no la miraba mal por ir siempre de negro y tener como mascota una tarántula. 

— Toma —le había dicho ella durante un recreo dándole un trozo de papel bien doblado—. Cuando te hartes de que tu padre no te haga caso, lee esto delante de un espejo y ponte una esponja pequeña en la boca... 

— ¿Para qué la esponja? 

— Para que te suene la voz a cavernosa... Acentúa los efectos del conjuro. Pero no le digas a nadie que yo te he hecho esta fórmula. 

— Sin problemas. 

— Y después ya me cuentas si te ha funcionado el conjuro, porque, a lo mejor, habrá que introducir alguna modificación. 

— ¿Es cosa tuya? 

— Pues sí —respondió ella ruborizándose.

— Eres una tía genial. Has conseguido que mi padre no esté al ordenador cuando yo estoy en casa.

— ¿Lo ves? Para algo bueno ha de servir la magia...

Y ella quiso darle un beso, pero no se atrevió. Aunque fuera bruja, era muy tímida. Y él era tan majo, pensaba ella... Pero de lo que pasó con Adalberto y Angélica, ya os hablaré otro día.

© Frantz Ferentz, 2012

lunes, 27 de agosto de 2012

LOS CHAVALES DEL PATIO


Julia tuvo que acompañar a su padre, importante funcionario encargado de cuestiones de emigración.

Aquel día ella llevaba un lindo vestido de seda con flores estampadas.

Muy lindo.

Julia nunca acompañaba su padre a aquel lugar extraño donde él trabajaba, porque decían que era feo y sucio, pero en aquella ocasión era sábado y la mamá estaba enferma, así que el papá se tuvo que llevar consigo a la niña.

Enseguida la avisó de que tendría que quedarse todo el tiempo en su oficina, sin moverse de allí, sin salir y tendría que comportarse como una niña buena.

La niña no sabía exactamente en qué consistía era el trabajo de su padre.

Había oído decir que era el director de la Agencia para el Control de la Inmigración.

Aquello sonaba muy importante.

De hecho, cuando la gente hablaban con él, con el padre, lo trataban con mucho respeto.

Además, cuando iba al trabajo, el padre vestía un bonito uniforme, con una gorra que tenía en medio un escudo muy chulo.

A Julia le gustaba tener un padre tan importante.

Y así, aquel día, Julia allí se quedó, en la oficina de su padre, aburridísima.

El padre solo le había dejado unas hojas de papel y unos lapices de colores para que hiciera dibujos.

Le dijo que tenía que asistir a una reunión y que volvería después para llevarla a almorzar.

Qué poco la conocía su padre.

Y libros, ¿habría alguno que le interesara?

La niña echó un vistazo por los anaqueles, hasta la altura donde alcanzaba su vista.

La perspectiva de estar allí todo el día comenzaba a agobiarla.

Ya no sabía dónde mirar y ni tenía ganas de hacer dibujos, como si ella fuera una niña de cinco años.

¡Ya tenía diez!

¿Cuándo se daría cuenta su padre de eso?

Y fue entonces cuando se percató de que solo le faltaba un punto donde fijar su atención: la ventana.

No podía ni imaginarse que al otro lado se abría un mundo diferente.

Docenas de personas, casi todas de raza negra, caminaban por el patio dando vueltas, sin rumbo, sin interés alguno, al sol.

La niña notó sus rostros tristes, a veces hambrientos.

Pero inmediatamente encontró algo que atrajo su atención: a pocos metros por debajo de la ventana, varios niños de su edad jugaban con una caja de cartón.

Ella no podía ver claramente qué tipo de juguete era aquel, una simple caja de cartón.

Y justo entonces entró el padre de Julia.



◊ ◊ ◊



Vio a la hija mirando por la ventana, pero no creyó que aquello fuera cosa grave.

— ¿Qué estás mirando, tesoro?

— A la gente de ahí fuera... ¿Por qué están ahí, encerrados? Algunos están muy tristes parece...

El padre no quiso explicarle las cosas desde el punto de vista de un adulto.

Ella, Julia, era aún muy pequeña para entender ciertas cosas, pero tal vez aquella era una buena ocasión para contarle las verdades de la vida.

— Esas personas tienen que estar ahí porque entraron en nuestro país sin permiso... Por tanto, esperan a que las devuelvan a su país, porque la gente no puede viajar a donde quiera y cuando quiera. Cada persona tiene su país y tiene que quedarse en él —­ explicó pacientemente el padre.

— Entonces, ¿por qué dice el abuelo que conoce muchos países de África y Europa? ¿Por qué él sí puede viajar y esta gente no?

Demasiado complicado. Bastaba una respuesta simple:

— Porque es así...

La niña se quedó mirando a su padre.

No comprendía la lógica de «las cosas son así porque sí».

Por su parte, el padre no quería usar los argumentos “políticos”, aquellos que sostenían que los inmigrantes solo venían al país para robar el trabajo a los ciudadanos del propio país.

Por eso, empleó un argumento que él pensó que la niña podría comprender perfectamente.

— Mira, cariño. Los inmigrantes son personas maleducadas e ignorantes. Ellos no saben nada. Son como los animales. En serio, son como los animales de la selva, son incluso un poco salvajes...

Julia siguió mirando por la ventana.

Salvajes no parecían, solo tristes, muy tristes, incluso cansados.

Todos, excepto los niños al pie de la ventana, que seguían jugando con la caja de cartón.

Hasta sintió cierta envidia de ellos, porque ella nunca se divertía tanto.

El padre cogió una carpeta que había venido a buscar y le dijo a la niña:

— Vuelvo en cuanto pueda. Y pórtate bien, ¿eh? Y me haces un dibujo bonito...

Un dibujo bonito.

¿Desde cuándo su padre se interesaba por sus dibujos?

Él ni siquiera se había enterado de que lo que le gustaba a Julia realmente era explorar, sí, quería hacerse exploradora, a lo mejor de otros mundos y descubrir nuevos planetas.

Dibujitos...

La niña volvió a mirar por la ventana.

Las risas llegaban hasta ella muy claramente.

Abrió la ventana y estiró el cuerpo para intentar ver mejor qué hacían aquellos chavales que tanto se divertían.

Por debajo de la ventana de la oficina del padre había una especie de tejado a una altura de cerca de tres metros por encima del suelo.

Julia sentía una curiosidad inmensa por qué se lo pasaban tan bien, por eso saltó hasta al tejadillo.

Desde allí tumbada contemplaba la escena que se desarrollaba por debajo de ella.

Tres chavales negros jugaban con una vieja caja de cartón que probablemente habían sacado de la basura de la cocina.

La habían traspasado con cuatro barras que eran totalmente rectas, excepto en medio, donde formaban una especie de “V”.

Se habían encontrado, sabe Dios dónde, una pelota de golf y la usaban con la caja.

La verdad es que se habían construido un futbolín.

Era estupendo aquel juguete.

A Julia le estaba encantando, pero no se atrevía ni a respirar para que nadie la oyera.

Sin embargo, algo sucedió que hizo que la niña entrara en escena, pero no fue a posta.

En un de los movimientos con una de las barras, la pelota tomó un impulso descomunal, tanto que salió volando y alcanzó el techo sobre el cual Julia contemplaba la partida.

Los niños siguieron la trayectoria de la pelota por encima de sus cabezas y fue entonces cuando descubrieron la presencia de aquella niña que los observaba desde arriba.


◊ ◊ ◊

Julia recogió la vieja pelota de golf y luego se la lanzó.

Los chicos sonreían.

Tenían unos lindos dientes blanquísimos.

Uno de ellos le preguntó:

— Quieres jugar con nosotros?

Julia no respondió. Sabía que no podía bajar sola desde aquella altura.

Pero antes de ella decir nada, otros de los chavales les dijo a sus camaradas:

— Pero bueno, ¿cómo va a jugar ella? ¡Es una niña! No entiende de fútbol...

Aquellas palabras disgustaron a Julia.

— ¡Yo sé tanto de fútbol como tú, o incluso más! ­-protestó ella.

Pero se quedó como estaba, de rodillas sobre el tejado sin saber qué hacer a continuación, porque no se atrevía a bajarse de allí.

Sin embargo, el primero de los chicos se dio perfecta cuenta de lo que pasaba.

Sin decir una palabra, se lanzó hacia el tubo de desagüe que bajaba por la pared y comenzó a trepar con gran agilidad.

En pocos segundos estaba al lado de la niña.

— Te ayudo a bajar ­-le ofreció el niño tendiéndole la mano.

Julia aceptó la invitación, pero antes le preguntó su nombre.

— Sarandé.

— Yo, Julia.

El chico sonrió y Julia pudo ver otra vez aquellos dientes blanquísimos.

La niña cruzó los brazos hasta rodear el pecho del niño.

Cuando él sintió las manos de ella ya presionando su pecho, volvió al canalón y descendió en cuestión de segundos, tanto que Julia ni se dio cuenta de que estaban en el suelo.

Los otros dos chicos se les acercaron.

Sarandé se los presentó:

— Este es Xicalué y este, Rufus.

Y nuevamente grandes sonrisas blanquísimas.

El tal Rufus era quien había desafiado a Julia sobre cuestiones de fútbol, pero no hicieron falta palabras, porque enseguida ya estaban los tres niños y la niña jugando al fútbol con el futbolín.

El bonito vestido de seda de Julia se volvió todo sucio, desgastado, como si llevara semanas allí viviendo.

Así hasta pasaría desapercibida para los guardias del recinto.



◊ ◊ ◊



Tras haber jugado diez minutos, un hombre se aproximó hasta los chicos.

Era también africano, movía los pies despacio, arrastrándolos.

Debía medir casi dos metros y tenía el cabello muy corto, pero aún así se veía que lo tenía blanco.

Tenía también barba, medio blanca, medio negra.

Se quedó al lado de Julia.

En su triste rostro creció de repente una sonrisa tierna mientras decía:

­— Niña bonita...

Julia lo miró, de hecho estaba algo asustada.

— No temas nada —dijo el hombre que enseguida notó el miedo en la niña—. Es que yo tengo una hija que debe tener tu misma edad.

— Tengo diez años...

— Ella también...

— Me llamo Julia.

— Lindo nombre, como tú, niña. Mi hija se llama Samira.

— ¿Y no está aquí con usted?

— No, está allá lejos, en África. Hace ya tres años que no la veo —dijo lleno de tristeza el hombre—, pero como van a devolverme a mi país, voy a verla otra vez pronto...

Julia notó una mezcla de tristeza y de alegría en la voz de aquel hombre, pero no supo la razón de aquello.

Y sin más palabras, siguió caminando alrededor de aquel patio donde los inmigrantes ilegales estaban recluidos a la espera de ser repatriados, devueltos a su país en cuanto el padre de Julia recibiera una orden, pero eso la niña no lo sabía.

Después de aquello, Julia siguió jugando con sus tres nuevos amigos.

Ni se enteró del tiempo que allí pasó.

Nunca se le iba a olvidar aquella mañana tan intensa.

Ni se enteraba de que tenía hambre.

Ella no, pero su padre sí.

Y precisamente el hambre fue lo que hizo que fuera descubierta.



◊ ◊ ◊



Resultó que el padre de Julia fue a buscar a su hija cuando llegó la hora del almuerzo.

Pensaba llevársela con él a la cantina de los jefes.

Entró en su oficina con una gran sonrisa, hasta ya había preparado lo que iba a decir.

Sería: «Mi princesa, vamos a almorzar», pero dicho en un tono jovial, amigable.

Sin embargo, la frase se le quedó congelada en los labios cuando abrió la puerta y vio que la niña no estaba en la oficina.

Su primer pensamiento fue que la habían secuestrado, pues la ventana estaba abierta.

Aquellos criminales iban a pagar caro aquella atrocidad.

Se asomó por la ventana.

Enseguida oyó las carcajadas de su hija, allí mismo debajo de su oficina.

Cómo era posible.

El director de la Agencia de Control de la Inmigración salió de su oficina como un cohete y por el camino hizo un gesto a dos guardias para que lo siguieran.

En pocos minutos irrumpieron en el patio.

Aquella entrada repentina del propio director del centro, acompañado de dos hombres armados, hizo que todas las personas que estaban allá entonces se detuvieran, también Julia, que se quedó mirando a su padre.

La niña se dio cuenta al instante de lo que pasaba.

El padre caminaba a grandes pasos hacia ella.

Ella les dijo a los tres chavales:

— ¡Marchaos! ¡Rápido!

Los chavales no se lo hicieron repetir.

Julia aún tuvo una idea: le dio una patada a la caja de cartón convertida en futbolín y la alejó de allí.

Sabía que así los chavales podrían seguir jugando cuando ella ya no estuviera.

Y como era de esperar, el padre asió el brazo de la hija y la arrastró fuera de allí de allí sin decir una palabra.


◊ ◊ ◊



Mucho tardó el padre de Julia en hablar con la niña.

De hecho, no fue hasta que llegaron a casa, cuando el padre empezó a contar a la madre enferma cómo la niña desobediente se había escapado con los emigrantes, que son personas peligrosas.

La niña era una inconsciente.

No se daba cuenta de que su vida había corrido peligro, que le podían haber hecho cualquier cosa, porque los inmigrantes son gente que roba y hace daño.

Julia oía todo aquello y se mordía los labios.

No tenía coraje de replicar al padre, porque el padre era un hombre muy grande y le imponía respeto.

Pero ella no estaba de acuerdo con lo que él decía.

De hecho, tras diez minutos de estar sentada al pie de la cama al lado de la madre, sintiendo sus caricias aunque estuviera enferma, la niña se dejó guiar por su fantasía y recreó un campeonato de futbolín en caja de cartón con pelotas de golf.

Pero la voz del padre, que en aquel momento se alzaba, la trajo de vuelta a la realidad.

El padre dijo:

­— Ay, hijita, mira, tienes el cuarto todo lleno de juguetes, tienes todo lo que cualquier niña puede desear. ¿Pero qué es lo que tenían aquellos críos para que te fueras con ellos? Dímelo, porque yo te compro lo que quieras...

Y entonces Julia se levantó de la cama de la madre y le dijo toda seria a su padre:

— Imaginación. ¿Me puedes comprar imaginación?

Ahí ya el padre se calló y salió del cuarto para ir a buscarse una cerveza.

Julia volvió a acomodarse al lado de su madre, quien se puso de nuevo a acariciarle la cabeza.


© Frantz Ferentz, 2012








domingo, 26 de agosto de 2012

Y DE REPENTE SE FUE LA LUZ... DE LA LUNA


En el reino de Lendataria estaban todos desesperados.

La luna había desaparecido del cielo.

¡No se veía nada de noche!

Y claro, así era siempre luna nueva, nunca había luna llena.

A los hombres lobo les encantaba aquella situación, pero al resto de la gente no.

Por eso, el rey Migajo III mandó poner un anuncio por todo el reino:

«Búscase mago que sepa devolver la luz a la luna».

Y se quedó tan contento.

Pero su consejero Amuletus le dijo:

— Majestad, nadie hace nada gratis. Ofreced una recompensa.

— Tienes razón —reconoció el rey.

El monarca mandó añadir:

«Quien lo consiga, no perderá la cabeza».

El consejero Amuletus tuvo que participar otra vez:

— No, majestad. Se trata de otorgar una recompensa a quien consiga resolver el problema.

— ¿Qué problema? —preguntó el rey, que de hecho era un poco bobo y se pasaba la noche roncando como un oso, por eso ni se había enterado de que la luna de noche no brillaba.

— La que nos ha caído con la luna...

— Mira, esto ya me aburre —respondió el rey en tono cansado—. Escribe tú lo que quieras, que eres muy espabilado.

Y así fue, el consejero Amuletus hizo un anuncio como Dios manda, donde ofrecía a quien fuese capaz de devolver la luz a la luna cien monedas de oro, tres mil de chocolate, un diccionario mágico español-jabaleño (quién sabe lo que puede decir un jabalí en medio del monte) y una silla de montar elefantes (también muy útil para no caerse de la cerviz de un elefante, en caso de que se tuviera uno).

Y así, fueron llegando magos —porque, quién si no un mago, podía resolver ese problema, ya que antiguamente aún no había astronautas.

El primer mago, vestido con túnica morada y capirote a juego, dijo llamarse Indalecio y ser, además, geógrafo.

Por eso, explicó que la solución al problema de no ver la luz de la luna era muy simple:

— Por lo visto —empezó a explicar—, aquí no veis la luz de la luna, pero doscientos kilómetros hacia el este, quizás ya se vea. Solución, moved el país doscientos kilómetros hacia el este.

— ¿Y eso como se hace? —le preguntaron.

— Ni idea —respondió Indalecio—. Vosotros queríais saber cómo hacer para ver la luz de la luna, no me comentasteis nada de mover países.

Lo echaron de allí a patadas.

Después del tal Indalecio, llegó un mago envuelto en una capa negra que lo cubría por entero.

No se le veía siquiera el rostro.

Daba miedo.

Explicó:

— La receta es muy simple: poned tres kilos de manzanas a hervir al baño maría. Mientras tanto, id pelando otros tres kilos de melocotones y empezad a moler la harina...

Lo interrumpieron:

— ¿Eso es una fórmula para recuperar la luz de la luna?

— No, es una receta para hacer tarta de manzana...

— ¡Pero si nosotros necesitamos un método para encender de nuevo la luna!

— Huy, perdonen, pensé que esto era un concurso de pasteleros, disculpen, disculpen...

Y se fue por donde había venido aquel tipo siniestro, que resultó ser un pastelero, mirad por dónde.

Pero la gente estaba muy desesperada.

Iban a pasarse otra noche más sin luz de luna.

Que penita...

Bueno, como ya dije, para los hombres lobo no.

Todos se fueron a la cama.

Muy tristes.

Y al día seguinte, nada de nada, porque no hubo ningún otro mago que apareciese por allí.

Y otra noche más, pero, de repente, un hombre vestido normal, provisto de una vara con fuego en un extremo, alzó la vara hacia la luna y la luna se dejó ver por el horizonte ya brillando.

¿Cómo era posible?

Todo el país estaba feliz, organizaron fiestas por todo el reino.

Bueno, no todos estaban contentos, los hombres lobo ya no.

Y el rey ni se enteró, porque dormía.

Todos se preguntaron cómo habría ocurrido el milagro.

El hombre les contó que solo había encendido la luz de la luna con su vara.

— Entonces, tú eres un gran mago...

Y no le dejaron explicar ni contar nada, solo quisieron agasajarlo en el palacio real.

Y él los dejó hacer.

Total, cómo iba a explicarles que él no era ningún mago, sino un humilde farolero que se había percatado de que se había apagado la mecha de la luna y por eso se había quedado sin luz.

Lo único que él hizo fue extender la vara prendida y encender de nuevo la luz de la luna, como encendía todas las farolas de su barrio todos los atardeceres.

Pero eso no lo contó, porque nadie, bien lo sabía él, se lo iba a creer por mucho que lo explicara.

La gente, entusiasmada, quería hacerlo consejero de algo, o, por lo menos, jefe de algo importante, porque decían que era un mago poderoso.

Pero él no quiso.

Quería vivir tranquilo.
       

Simplemente, por la mañana, se fue de puntillas del palacio real y volvió a su casa, a su barrio, donde siguió encendiendo y apagando farolas con su vara de alumbrar, pero siempre atento a la luz de la luna, no fuera a ser que volviera a apagarse.

Y nunca nadie supo realmente quién era.



© Texto: Frantz Ferentz, 2012
© Ilustración: Enrique Carballeira