lunes, 20 de abril de 2015

EL MISTERIO DE LA VACA FLOTANTE

A Felipe ya le dolían los ojos de tanto jugar con el móvil. Decidió entonces hacer una pausa en el chat que lo tenía totalmente absorto y levantó la vista. Enseguida dirigió su mirada hacia la ventana.

En circunstancias normales, al mirar por la ventana hacia afuera, vería el edificio de enfrente y, quizás, alguna gaviota que atravesase la calle volando y chillando. Si se asomaba un poco más, vería un pedazo de cielo azul (o gris, en caso de que estuviese cubierto de nubes).

Y eso era todo. Las vistas por la ventana de su habitación, sentado en la cama, no daban para más.

Pero aquel atardecer, ya casi de noche, Felipe no vio lo que se esperaba. No. Nunca se habría imaginado aquello. No es que un avión volase por encima de su calle, o que un autobús de ocho pisos pasase por debajo de su ventana. No, nada de eso. Lo que vio Felipe fue una vaca que flotaba en el aire, sujeta con globos. Sí, con globos normales, de esos que venden en los parques, que por lo general van hinchados con helio, un gas que hace que los globos vuelen.

El paso de la vaca por delante de la ventana fue breve, había una brisa que empujaba a la vaca y esta atravesó los aires, siguiendo la calle donde vivía Felipe.

Pero antes de que la vaca se perdiese de vista, el chaval aún tuvo tiempo de sacarle varias fotos con el móvil. Después, corrió al salón para contarle a su madre todo lo que acababa de ver.

Y la madre, como ya os habréis imaginado, no se creyó ni una palabra de lo que le dijo su hijo acerca de una vaca que volaba sujeta por varios globos. Los justificó todo hablando de la fantasía, la imaginación y los videojuegos que llenaban la cabeza al chaval de ideas irreales. 

Pero entonces Felipe se sacó el móvil del bolsillo y enseñó las fotos a su madre. Sin embargo, esta seguía sin creérselo. Era imposible que una vaca volase. Ella estaba segura de que se trataba de algún tipo de publicidad. O la vaca era de cartón, o era simplemente una cuestión de hologramas. 

Zanjada la discusión.

Lo mismo Felipe se habría olvidado de aquella anécdota de no ser porque un par de semanas más tarde, la vaca en cuestión volvió a pasar por delante de su ventana. Quién sabe cada cuánto tiempo pasaba por allí la vaca. Sin embargo, por entonces se dio cio cuenta de que la vaca pasaba de noche, por lo que no era visible desde el suelo, pero como iba tan cerca de la ventana, se podía ver a simple vista. La vaca, por otro lado, era un animal muy silencioso, no mugía ni nada, se notaba que estaba acostumbrada a volar.

De ese modo, el misterio inicial de ver una vaca volando se hizo aún mayor cuando se le ocurrió pensar en para dónde iba y de dónde venía aquella vaca. ¿Se dejaba simplemente llevar por las corrientes de aire? Si era así, resultaría peligrosísimo. ¿Tendría algún sistema de timón, como los zepelines?

Como ya era bastante tarde, Felipe tuvo que conformarse con sacarle más fotos. Y deseó enterarse de más cosas sobre aquel extraño animal. Sin embargo, no tardó mucho tiempo en pasar la vaca por delante de su ventana otra vez. Y entonces sí, entonces salió de puntillas para la calle intentando que no lo oyesen sus padres. Se precipitó escaleras abajo, porque pensó que sería más rápido que esperar al ascensor, once pisos. Al llegar a la calle, jadeaba, pero aún percibía una mancha oscura en lo alto que avanzaba lentamente.

El edificio donde vivía Felipe quedaba en las afueras de la ciudad. Por eso, no tardeó mucho hasta que, siguiendo su propia calle, alcanzó la autopista de circunvalación, que cruzó por debajo a través de un conducto para el drenaje del agua de lluvia, y alcanzó el otro lado, donde ya había prados, donde aún crecía la hierba porque el ladrillo no lo había invadido todo.

Felipe, ya casi sin aliento, prosiguió la marcha, aunque apenas divisase la mancha en el cielo. Por suerte, había luna llena, lo cual le permitía mantener el contacto visual con la vaca en el aire. La vaca parecía seguir por encima de un camino que se iba alejando de la ciudad, hasta que, de golpe, empezó a descender.

El chaval alcanzó a ver una quinta en un estado de conservación bastante deplorable. Había una vivienda miserable y algo que tal vez fuera un establo. A la puerta de la casa, a la luz de un candil y en una mecedora, un viejo canturreaba una canción desconocida para Felipe. Desde el interior también salía una luz suave.

— Buenas noches —saludó Felipe cuando ya estuvo junto al hombre.

Y el viejo, que estaba a lo suyo, alzó la vista, contempló al chaval y sonrió mostrando su boca vacía de dientes.

— Buenas noches. ¿Te has perdido, chaval?

— No, he venido siguiendo a la vaca voladora que ha aterrizado aquí hace unos minutos.

El viejo soltó una ligera carcajada. Después dijo:

— Ah, ¿entonces has seguido a Micaela.

— ¿Micaela? ¿Su vaca se llama Micaela?

— Sí. 

Después hubo un profundo silencio. Por suerte, hasta allí no llegaban ya los ruidos de la ciudad, aunque sí se viesen sus luces brillar en la distancia. De vez en cuando se oía alguna lechuza a lo lejos.

El viejo pareció adivinar lo que quería Felipe: información.

— Verás —empezó a decir—, la vaca lleva toda la vida viviendo conmigo. Es una vaca vieja, aunque no lo parezca. Solo nos tenemos el uno a la otra. Es como una hija para mí. Desde siempre, a Micaela le ha gustado recorrer el mundo, pero como yo ahora ya estoy mayor y no puedo caminar mucho, ni siquiera puedo conducir una camioneta, tuve que buscar un medio para que viaje ella sola…

— Ya entiendo —dijo Felipe—. Por eso se le ha ocurrido lo de los globos. Con ellos Micaela flota y puede ver mundo desde arriba, ¿verdad? Ha sido una idea estupenda la de los globos...

Ahí el anciano se quedó mirando al chaval y hasta puso un rostro serio:

— Me da la impresión, hijito, de que no te has enterado de nada.

Felipe se quedó de piedra.

— Verás —prosiguió el anciano—, Micaela es una vaca voladora. Ella no necesita los globos para volar. Los globos son solo para despistar.

— ¿Para despistar?

— Claro. Tú mismo te has creído que ella flota gracias a los globos. Fíjate bien, son globos normales, pequeños, y encima no están inflados con helio.

Ahí la cara de Felipe pareció desencajarse.

— Los globos —siguió explicando el anciano—, sirven para despistar. La vaca vuela solita, es una vaca voladora, como te acabo de decir. Pero si alguien la viera, pensaría que la vaca flota porque la sostienen los globos... De esa manera, Micaela puede pasear por los aires de la ciudad tranquilamente, sin que nadie la moleste, pero la tengo avisada de que non vuele demasiado alto, no vaya a toparse con un avión de pasajeros. Ahí sí que íbamos a tener un disgusto. 

Pero todavía se le ocurrió a Felipe una pregunta:

— ¿Y cómo hace para cambiar de dirección mientras vuela?

El viejo volvió a sonreír y dijo:

— ¿Cómo va a ser? Con el rabo. El rabo es su timón.

Claro, era lógico, pensó el chaval.

Felipe todavía se acercó hasta el establo para ver a aquella vaca increíble. Allí estaba Micaela comiendo heno toda tranquila del pesebre, sin que nadie la molestase... flotando a unos centímetros del suelo y moviendo el rabo para espantar las moscas, como hacen todas las vacas.

Unos minutos después, Felipe se volvía tranquilamente para casa, no sin antes prometer al viejo que guardaría el secreto de la vaca voladora y que hasta volvería de vez en cuando por allí para visitarlos.







Cuando Felipe regresó a su casa, se sumergió en el ordenador y empezó a buscar por la red información sobre vacas voladoras. Enseguida encontró información sobre una vaca voladora en Brasil. Aparecía su historia en un libro de una escritora brasileña llamada Eddy Lima, quien contaba la historia de la primera vaca voladora a causa de un brebaje mágico. El chaval se quedó pensando: ¿No sería Micaela descendiente de aquella vaca brasileña? Y otra pregunta más difícil de responder: ¿Cómo reaccionaría la población en el caso de que a alguien le cayese una boñiga de vaca en la cabeza desde el cielo?

Pero esas son cuestiones que aquí y ahora no podemos responder.


© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Valadouro

sábado, 11 de abril de 2015

UN MONSTRUO LLAMADO MOSTRENCO

Muchas de las historias que hablan de monstruos s inician en un armario. Esta también. Tal vez sea así porque a los monstruos les gusta refugiarse en los armarios, al acecho, para cuando llega el momento apropiado, saltar hacia el cuarto y meter miedo a los niños. 

Esta historia también empieza así, con un monstruo que solía vivir en un armario ropero, donde tenía que aguantar a las polillas. Seguramente, eso era lo peor para él, porque aquellas mariposas comedoras de tejidos lo consideraban un viejo abrigo de lana y no hacían más que intentar comérselo. El pobre monstruo sufría lo que nadie se podía imaginar. No le respetaban ni los cuernos, que, por lo visto, tenían gustillo a caramelo que resultaba una tentación.

Sin embargo, lo peor no era la tortura de las polillas, no. Lo peor era lo que le sucedía cada noche cuando saltaba fuera del ropero e intentaba dar miedo al chaval que le había tocado entonces. Aquello sí que era una pesadilla para cualquier monstruo, aunque estuviera despierto.

Lo que le pasaba al pobre monstruo era que, en cuanto el chaval o chavala abría los ojos, en vez de chillar de terror, se echaba a reír a carcajadas. Sí, se reía a carcajadas y sin parar durante minutos. El monstruo intentaba entonces rugir como haría cualquiera de su especie, mas a ciencia cierta sus gruñidos sonaban como ataques de hipo, y encima, intentaba explicar que él no estaba allí para dar risa, sino para dar miedo. Y era entonces cuando en medio de aquellas explicaciones, el chaval o la chavala en cuya casa estaba el monstruo sentía que le explotaban los pulmones del riso, tanto que algunos hasta decían:

— Basta, no más chistes o reviento de la risa.

— ¿Chistes? — se preguntaba sorprendido el monstruo —. ¿Quién está aquí contando chistes?

Luego, el monstruo sentía que los cuernos se le caían y se le cambiaba la expresión de furia por otra de tristeza, pero eso generalmente los humanos no lo apreciaban a causa de tanta pelambre que cubría al monstruo y que hacía que sus ojos quedasen casi ocultos.

Y así las cosas, no le quedaba más remedio que salir del cuarto, oyendo aún resonar las risas del chaval o la chavala.

Lógicamente, tanto fracaso había llegado a oídos de los otros monstruos, que comenzaron a decir de él que no era un monstruo, que era un mostrenco. Y a partir de ahí, ya todos olvidaron su verdadero nombre y fue conocido por los de su especie como Mostrenco.

La vida de mostrenco se hizo un infierno. Todos se reían de él. ¿Cómo iba a dar miedo? Si él era un monstruo, tenía que saber aterrorizar a los humanos y ser respetado por sus congéneres. ¿Dónde se había visto cosa igual?

Poco a poco fue dejando de hacer lo que los monstruos hacen, es decir, saltar fuera de los armarios o salir de debajo de la cama para asustar. ¿Para qué? — se preguntaba aquel desgraciado monstruo. Pero no encontraba respuesta.

Fue así como decidió alejarse de sus congéneres en el mundo subterráneo e ir por el mundo adelante, siempre de noche, no para evitar asustar la gente — que bien sabía él que no lo conseguiría —, sino para evitar que se rieran de él en cuanto lo vieran aparecer.

Durante el día descansaba entre los matorrales, en algún caseto o en cualquier lugar a la sombra (muchos monstruos son fotofóbicos, es decir, no aguantan la luz solar), pero de noche seguía su caminata sin destino, todo triste.

No se sabe cuánto tiempo transcurrió. Quizá semanas, quizá meses. El pobre Mostrenco estaba tan flaco que daba pena verlo, tanto que sus tres ojos llegaron prácticamente a tocar en su cabeza, hasta casi parecer un gran ojo triple.

Es posible que aquella triste situación hubiera durado aún varios meses, pero un cierto día, todo cambió. Y sucedió de la manera más extraña que uno pueda imaginarse.

Mostrenco llegó a una ciudad inmensa, una capital, con millones de habitantes. En lugares así, vive gente de toda clase, gente que viste de la manera más extraña que uno pueda imaginarse. Por eso, no era de extrañar que nadie reparara en Mostrenco, que podía pasear por la calle sin llamar demasiado la atención. La mayoría de la gente pensaba que iba vestido de vikingo — por lo de los cuernos en cabeza — y con una pelliza de guerrero nórdico, a pesar del calor.

Y caminando, caminando, caminando sin rumbo, llegó hasta un local lleno de luces, donde la gente se acumulaba en la puerta. Mostrenco, gracias a la multitud, consiguió colarse sin que le pidieran la entrada.

Allí dentro había muchas salas, algunas para bailar, otras para ver espectáculos de teatro, otra para discoteca y otra... otra con un escenario donde salía gente de vez en cuando a contar chistes. Aquella sala estaba precisamente abarrotada. No cabía ni una aguja. Cada persona que subía al escenario contaba varios chistes y el público aplaudía y se reía con mayor o menor fuerza segundo fuera de convincente la persona en cuestión.

Por un instante, Mostrenco pensó que allí había más gente congregada de la que había visto en toda su vida. Se le ocurrió que, si por casualidad, conseguía asustarlos, se ganaría el respeto a todos sus congéneres monstruos y que hasta pasaría a las crónicas monstruosas por haber aparecido en medio de un escenario y haber hecho correr a docenas de humanos causando una desbandada.

Desde una esquina oscura, analizó el local. Bien luego en su mente se formó un plano de ataque. Para eso, se movió siempre apegado a la pared y sin llamar la atención se coló entre bambalinas. Cuando comprobó que no había nadie en él, el monstruo apartó las enormes cortinas y se plantó en medio del escenario, bajo la luz de los focos, como una aparición, ante la sorpresa de todo el público que no se esperaba algo así.

— ¡Buuuuh! — chilló de repente.

La primera reacción de muchas personas fue, justo, de susto. Se oyeron algunos chillidos en la sala. El corazón de Mostrenco se aceleró. Pensó que, finalmente, iba a salirse con la suya, iba a asustar a los humanos y en masa. Repitió, pues, el gruñido:

— ¡Buuuuh!

Pero ya allí no hubo más reacciones de pánico. Ahí ya comenzaron las risas. Primero tímidas, después más fuertes, a causa del timbre con que había sido proferido aquel chillido. 

Que desgracia para el pobre monstruo. ¿Pero es que los humanos no sabían distinguir entre lo que mete miedo y lo que hace reír? ¿Es que tenía que explicárselo él? Y así, todo serio, se puso a ilustrar al público sobre cuál era la diferencia entre reír y gritar de miedo. Para ello, usó toda la mímica que fue capaz de improvisar. Además, incluía explicaciones que, con su voz, sonaban como si hablara una flauta.

El público se caía por el suelo de la risa. A casi toda la gente se le saltaban las lágrimas al oír y ver el espectáculo de Mostrenco en el escenario. Al final, el monstruo, al ver que cuantos más esfuerzos hacía, más se reía la gente, se detuvo. Se quedó inmóvil allí encima contemplando al personal.

En cuanto Mostrenco se hubo callado, el público comenzó a aplaudir con tanta fuerza que parecía que el edificio entero se iba a hundir. Vinieron personas de las otras salas para ver lo que pasaba. Unos periodistas empezaron a sacar fotos del monstruo haciendo saltar sus flashes, mientras la criatura peluda y de tres ojos contemplaba todo aquello sin comprender nada.

Entonces un señor vestido con una pajarita se subió al escenario y entregó a Mostrenco un cheque por una barbaridad de euros y le dijo:

— Acaba de ganar el concurso nacional de chistes. Todo el público por unanimidad considera que su actuación ha sido la mejor, un chiste que no se entiende, acompañado de mímica. Una actuación inolvidable.

Y el público siguió aplaudiendo... Mostrenco siguió en silencio, intentando entender lo que pasaba.

Dos meses después de aquella actuación, a Mostrenco le concedieron un programa de humor en la televisión, todito para él. Se llama, Mostrenco intenta explicar. El monstruo por fin entendió que, si no tenía talento para asustar, sí lo tenía para hacer reír.

Así que decidió cambiar de profesión.

Ahora es un monstruo cómico y le va francamente bien.

Pero la gente aun no se ha enterado de que es un monstruo, creen que es un disfraz que lleva siempre puesto, pero tal vez nunca se enteren de lo que es. Y tal vez sea mejor así.




© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Sónia Borges

jueves, 9 de abril de 2015

PAPÁ PIERNAS LARGAS


Un día, cuando Selena estaba enferma en casa, se acordó de su padre. Después del divorcio con su madre, dejó de verlo habitualmente. Primero solo iba a visitarlo los fines de semana, dos de cada cuatro. Sin embargo, enseguida la chavala decidió que se aburría y dejó de ir a visitar a su padre. Solo lo veía una vez cada dos o tres meses. 

Después, un día, dejó el país y se fue vivir a Irlanda, porque necesitaba trabajar y en su país no había trabajo. De tarde en tarde, recibía un mensaje electrónico de su padre, donde él le preguntaba por su vida y ella le respondía y contaba con pereza lo que hacía, pero no siempre le respondía. 

Sin embargo, aquel día ella se acordó de su infancia, cuando estaba enferma y se quedaba en la cama sin ir al colegio. Aquellos días, el padre aparecía por su cuarto con una tarta muy especial. Traía un dulce hecho de una sustancia especial. Su padre le decía que era tarta de nubes. 

A Selena le encantaba comerse aquella tarta que, en efecto, parecía hecha de nubes, que se deshacía en la boca, tan dulce. Y ella siempre le preguntaba su padre: 

— ¿Cómo es que consigues hacer una tarta de nubes? 

— Porque soy capaz de recoger trocitos de nubes, batirlos como si fueran huevos y preparar con ellos tarta de nubes. 

— Pero tú no puedes volar. ¿Cómo llegas hasta las nubes? — preguntaba siempre Selena. 

— Porque mis piernas se estiran — explicaba siempre el padre —, se estiran y se estiran, hasta que crezco tanto que consigo rozar las nubes con la cabeza. Y cuando llego allí, atrapo un trocito de nube, solo un trocito, y lo traigo para ti. 

Selena sabía que el padre no tenía piernas reales, aunque no supiera que las había perdido a causa de una mina que le tenía explotado de joven, antes de nacer ella, en alguna remota zona de guerra. Y aquellas piernas, en efecto, se estiraban un poco. 

Y así, Selena, de niña, se imaginaba a su padre haciendo estirar sin límites aquellas piernas y después se imaginaba como él preparaba la tarta en la cocina — y hasta recordaba haber oído cómo batía la cuchara en el plato. 

Aquellos recuerdos de infancia volvían a su mente aquellos días, cuando estaba de nuevo sola, pero ahora tan lejos de casa. Y deseó con todas sus fuerzas que su padre le trajera una de aquellas tartas, como cuando era niña. 

Decidió que le enviaría un mensaje. Cogió en el móvil y escribió: 

«Hola, papá. ¿Qué tal todo? Hoy estoy enferma». 

No quiso escribir más nada. No quería parecer una niña pequeña que se quejaba por estar enferma. Ella ya tenía veintidós años y era independiente. Por eso, no podía esperarse que, al día siguiente, alguien hiciera sonar el timbre de su casa. 

— ¿Quién es? — preguntó Selena con poca voz. 

— Soy yo — sonó la voz de su padre. 

Qué sorpresa. Pero no solo eso, el padre apareció con una tarta en las manos. 

— ¿Tarta de nubes? —preguntó Selena sin dar crédito. 

— Tarta de nubes. 

— No me lo puedo creer. ¿Y algún día me vas a decir cómo es que preparas esta tarta? ¿Cuál es el ingrediente secreto que hace que parezca aún hecha de nubes? 

El padre no respondió y solo le dio un beso a su hija en la frente; ella sintió que seguía necesitando algún beso del padre tras tantos años. 

Y de repente, Selena se dio cuenta que la presencia del padre en Irlanda era inexplicable. 

— Papá, estos días hay huelga de controladores aéreos y todos los vuelos fueron cancelados. ¿Cómo es que has conseguido llegar?

— Tal vez de la misma manera que atrapaba nubes para ti — explicó él —, pero eso tiene que ser un secreto.

Y ella estuvo de acuerdo. Era mejor así, sin que ella supiese cómo su padre había llegado hasta ella, ni siquiera si había alcanzado las nubes para conseguirle el ingrediente principal de aquella tarta cuya receta solo el padre conocía.



© Texto: Xavier Frías Conde
© Deseño: Elisabete Ferreira

miércoles, 8 de abril de 2015

JIMENO EL 'EXTRAÑOCO'

Jimeno no tenía muchos amigos en el colegio. De hecho, no tenía ninguno. Por eso, solía alejarse a un rincón y quedarse allí solo, mirando a todo, sin decir una palabra. Siempre que había un momento de pausa, él se alejaba y contemplaba a sus compañeros correr, hablar o pelearse, pero nunca participaba de sus actividades, nunca. 

Y los compañeros, como era de esperar, se referían a él como el extrañoco, haciendo una mezcla de palabras, porque daban por hecho que, si era extraño, también era loco. Pero nadie hablaba con él, lo dejaban tranquilo, solo, en un rincón, acompañado por sus pensamientos… y sus libros. 

Jimeno siempre tenía algún libro entre las manos. Los llevaba siempre consigo, en su mochila. Había libros de todo tipo, grandes, pequeños, arrugados, lisos, coloridos, en blanco y negro, nuevos, viejos y… hasta comestibles, sí, porque alguno de los libros debía ser comestible, a la vista de los mordiscos que tenía por las esquinas, pero tal vez fuese cosa de los ratones, quién sabe. 

Desde sus primeros tiempos en el colegio, a Jimeno lo habían considerado un bicho raro, ya desde que solo tenía seis años. Pero los compañeros empezaron, además, a tomarlo por loco, cuando con diez años la profesora le preguntó: 

— A ver, Jimeno. ¿Qué quieres hacer de mayor? Y él, sin dudar, dijo: 

— Quiero tocar una nube. 

Aquellas palabras no hicieron más que causar las carcajadas de sus compañeros de clase, porque nadie, a aquellas edades, podía entender lo que Jimeno quería. Por eso, alguno de los compañeros gritó entonces: 

— ¡Jimeno está loco! 

— ¡No solo es extraño, encima está loco! —añadió otro. 

Y de ahí pasaron al extrañoco con el que era conocido entre sus compañeros de clase. 

Jimeno, por su parte, parecía aceptar aquella situación con resignación. Estaba acostumbrado a no tener relaciones con nadie y se pasaba el tiempo solo, en casa y en el colegio. 

Hasta aquel día… 


&   &   & 


Aquel día sucedió algo inesperado. Aquel día empezó a llover como nunca había llovido por allí. Aquella era una tierra más bien seca, por lo que tanta lluvia no iba sino a causar serios problemas. Enseguida, el agua empezó a inundar todo, las calles eran ríos. Solo Jimeno fue al colegio, que seguía abierto por algún motivo inexplicable, ya que la gente, o se había quedado en casa o se había marchado de allí. 

Pero lo cierto es que no fue el único que apareció por el colegio aquel día. 

También apareció por allí Susana. Llegó toda empapada, porque con aquel triste paraguas no podía protegerse apenas de la lluvia. Por eso, cuando vio que en el colegio estaba Jimeno —además del conserje, que había abierto el centro, como cada día, aunque cayese un rayo—, se quedó de piedra, pero sus padres eran gente seria que creían que solo se podía faltar a clase cuando se está enfermo o el colegio se ha derrumbado; si no, no hay excusa que valga para no ir. 

— Hola —saludó ella. 

— Hola —respondió él. 

— Está cayendo un diluvio, ¿verdad? 

— Pues sí. 

Aquellas eran las primeras palabras que la chavala le dirigía al chaval en seis años que hacía que estudiaban juntos en el colegio. Luego, se quedaron juntos contemplando cómo el agua caía y caía sin pausa, en gotas menudas, haciendo que el suelo dejase de estar visible. 


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— ¿Y cómo saldremos de aquí? —preguntó Susana cuando llegó la hora de la salida—. Mis padres no pueden coger el coche y venir a recogerme. 

A Jimeno eso le daba igual, porque a él nunca venían a recogerlo en coche y siempre se volvía a casa a pie. 

El colegio estaba fuera del pueblo, en una colina donde, además, había un pequeño aeródromo por detrás. Lo más probable es que la carretera que llegaba hasta el colegio estuviese cortada a causa de la lluvia. 

— ¡Yo no me quiero morir aquí de hambre! — exclamó Susana, cuyos ojos se llenaron de lágrimas. 

Jimeno no sabía cómo consolarla. Los libros que leía a veces trataban de eso, pero no tenía muchas habilidades sociales, más bien, no tenía ninguna. 

Por otro lado, no había ni rastro del conserje. Aquel sí que era un tipo extraño, que acudía a su puesto de trabajo en una vieja moto con sidecar, pero, cuando los chavales quisieron darse cuenta, su moto, que solía dejarla aparcada por detrás, ya no estaba. Dependían de sí mismos. 

— ¿Me das un abrazo? —pidió de repente Susana. 

¿Un abrazo? ¿Y cómo se hace eso? Cáspita, por qué no había leído salgo sobre abrazos en sus libros, se preguntaba entonces Jimeno. Pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, ella lo abrazó a él, espontáneamente. Entonces se le ocurrió rodearla con sus brazos, como ella hacía con él. Era una sensación fantástica, nunca lo habían abrazado ni él había abrazado a nadie. En su casa solo abrazaban al gato, porque a los padres los padres no les parecía importante enseñar a su hijo lo que era un abrazo, pero entonces estaba sintiendo cosas extraordinarias, inimaginables. 

Aún tuvieron que pasar la noche echados en los sofás de la sala de profesores. 

¿Quién iba a decirles nada en aquellas circunstancias? Ninguno de ellos pudo apenas dormir, tenían miedo. Cuando amaneció, se asomaron a las ventanas más altas del colegio y comprobaron con horror que del pueblo solo se veían los tejados. El agua seguía ascendiendo y ya era solo cuestión de horas que llegase a las puertas del colegio. 

— Tenemos que huir de aquí —dijo o Ximeno. 

— ¿Y cómo? 

— En una de las avionetas del aeródromo que hay ahí detrás. 

— Pues yo no sé pilotar. ¿Y tú? 

Lo cierto es que Jimeno le tenía terror hasta a las motos, pero la situación ya resultaba inquietante. 

— Tampoco, pero o salimos de aquí por los aires, o tal vez acabemos ahogados. Eso era cierto. 

— En uno de mis libros —dijo Jimeno—, se explica cómo se manejan los biplanos. 

— ¿Los qué? 

— Los biplanos, que son esos aviones viejos con alas por encima y por debajo, los que usaban en la Primera Guerra Mundial, con hélice. 

A Susana todo eso le sonaba a chino. 

— E hay de esos ahí detrás? —preguntó ella. 

— Sí. Y aquí tengo un libro sobre biplanos. 


&   &   & 


Media hora después, empapados como nunca, los dos chavales entraban en el viejo hangar del aeródromo. 

— Tú pilotarás y yo iré detrás leyendo el manual sobre cómo pilotar este aparato — dijo Jimeno en cuanto estuvieron en la avioneta. 

— ¿Quieres que pilote yo? 

— Pues sí. Sé que lo harás bien. Tenemos que trabajar en equipo. 

Susana se quedó sorprendida. Sabía muy bien que con la mayoría de sus compañeros de clase, en el caso de que hubiese coincidido con alguno de ellos en aquella situación, querrían pilotar ellos y que le dirían algo así como: “las chicas, mejor de copilotos”. Pero con Jimeno era diferente, él era diferente. 

— Vale —aceptó ella. 

Siguiendo las instrucciones de aquel manual de aviones biplanos, no fue difícil arrancar el motor. No era un motor de hacía ochenta años, sino un modelo moderno que imitaba a los antiguos, por eso bastó con tirar de una palanca y enseguida el motor se puso a rugir. Y menos mal que tenía combustible. 

Diez minutos más tarde, con Susana de piloto y Jimeno dando instrucciones detrás, el avión alzaba el vuelo haciendo rugir el motor. 


&   &   & 


La avioneta despegó. Susana demostró que llevaba en la sangre el espíritu aventurero de su abuela Matilda, que había sido capa de pilotar un avión muchos años atrás, por los aires de África haciendo de cartera. Todos en la familia estaban hartos de aquella historia, pero su nieta estaba repitiendo la hazaña. ¡Ay, si su abuela la viese entonces! 

Y así fue como, ascendiendo, consiguieron alcanzar la zona que quedaba por encima de las nubes. 

El sol lucía espléndido.

— Susana, quiero hacer algo.

— ¿El qué?

— Quiero recoger un poco de nube ahora.

— ¿Pero tú estás loco?

— Sí, ¿o no es eso lo que decís todo en el colegio, que soy el extrañoco?

Susana no sabía qué decir, pero, mientras tanto, Jimeno se había colocado un arnés que estaba a sus pies y se lo había atado con cuerdas. Después sacó el frasquito de la mochila. Siempre llevaba aquel frasquito por si alguna vez tenía que usarlo por si acaso llegaba el momento de hacer su sueño realidad: meter un harapo de nube dentro.

Susana le gritaba que volviera al sitio, pero él no le hacía caso. Avanzaba por el ala izquierda a cuatro patas, como un bebé. Susana intentó no agitar la avioneta, mantenerla firme y con las alas totalmente horizontales para que Jimeno no se precipitase al vacío.

Cuando el chaval llegó al final del ala, se dio cuenta de que aún no alcanzaba las nubes de debajo.

— ¡Me fío de ti! — le gritó a Susana y se dejó caer, solo sujeto con las cuerdas,

Y así sí, así rozó las nubes. Pasó el frasco por encima con la mano derecha y con la izquierda colocó la tapa al frasco. Luego se lo metió por debajo del arnés. Y sin más, trepó por las cuerdas, volvió al ala y regresó, de nuevo como un bebé a cuatro patas, hasta su puesto en la avioneta.

Y en cuanto estuvo sentado, las nubes empezaron a despejarse. El diluvio había acabado.

El sol ya volvía a besar la tierra.

Jimeno, desde atrás, abrazó a Susana y le murmuró al oído:

— Gracias.

Y entonces sí, entonces ya Susana dejó que el biplano girase y descendiese a tierra.


© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Elisabete Ferreira