sábado, 11 de junio de 2016

LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE SE QUEDÓ SIN AMIGOS... O CASI


Durante diez años, al-Farhán se dedicó a llamar a toda su lista de amigos. 

Durante diez años, hizo llamadas y mantuvo la amistad por teléfono con todos aquellos que no podía quedar para ir a tomar algo de vez en cuando.

Hasta que un día se paró a pensar y se dijo: «Tengo a la gente muy mal acostumbrada. Siempre los llamo yo y ellos nunca me llaman a mí».

Y desde ese momento, dejó de hacer todas aquellas llamadas que hacía a menudo, solo llamaba una vez por semana a la pizzería y era, precisamente, para pedir una pizza.

Al cabo de una semana, fue él quien empezó a recibir llamadas de los amigos.

Pero lo más curioso de todo era que la gran mayoría de ellos estaban enojados porque al-Farhán ya no los llamaba.

Consideraban que era un mal amigo y que tenía poco sentido de la amistad.

Otros rompieron la amistad porque pensaron que para qué tener relaciones con alguien que de un día para otro deja de llamar.

En fin, el único amigo verdadero que le quedó a al-Farhán fue el pizzero.

© Frantz Ferentz, 2016


jueves, 9 de junio de 2016

EL ROBOT DE DESTRUCCIÓN MASIVA


— Mamá, ¿me das veinte euros? —preguntó Abilia a su madre asomándose por la puerta del salón, mientras la madre se peleaba con las teclas del móvil equivocándose con ellas una de cada dos veces.

La madre se interrumpió, levantó la vista y dijo:

— ¿Y eso? ¿Ya te has gastado toda la paga que te di para este mes?

— Pues sí. ¿No puedes adelantarme veinte euros del mes que viene? Es que me falta un componente para acabar un rayo láser de mi robot de destrucción masiva.

— A ver, hija, lo siento mucho, pero no tengo suelto. Solo tengo un billete de cincuenta euros y ese no te lo puedo dar, porque, si no, no hago hoy la compra. 

Abilia le dio una patada a la pared y se marchó toda enfadada. 

La madre suspiró aliviada y siguió dándole a las teclas. Escribió con mucho esfuerzo: «He parado de momento a la niña. He gando un mes más de vida para el planeta». Pero, ¿cómo haría para que su hija se retrasase aún más en la construcción de ese robot de destrucción masiva? ¿Cómo? Y sobre todo, ¿hasta cuándo podría justificar mantenerle la paga congelada para que no le alcanzase para los componentes que necesitaba?

¡Qué duro es ser madre!

© Frantz Ferentz, 2016
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martes, 7 de junio de 2016

EL MISTERIO DE LAS PELUSAS QUE CORRÍAN POR EL PASILLO

   «Ding Dong»
   El timbre sonó en la puerta con un tono alegre. Olivio fue a abrir. Llevaba puesto el delantal, un pañuelo en la cabeza y en la mano derecha sostenía una escoba, que no era precisamente mágica, sino que, por el contrario, estaba llena de pelusas.
   Del otro lado de la puerta, una señora con gafas de sol, vestida toda de negro, con traje pero con falda y medias todas negras, con zapatos de tacón también negros, los saludó atentamente:
   – Buenos días, ¿don Olivio García?
   – Soy yo –respondió el hombre.
   – ¿Puedo ver su escoba?
   Aquella pregunta era la pregunta más extraña que habían hecho a Olivio en toda su vida. Ni siquiera la superaba otra pregunta que le habían hecho décadas atrás, cuando, en la escuela, el maestro le preguntó:
   – ¿Vives o sobrevives?
   Era una pregunta que ni hasta hoy Olivio era capaz de entender, porque siendo tan perezoso en aquellos tiempos, hoy ya no era así y se pasaba el día trabajando. Pero cuando llegaba a casa, quería tenerla toda limpita. Hasta que empezaron a surgir aquellas pelusas tan odiosas. Sí, parecían venir de todo el edificio y se acumulaban en su casa. Estaba desesperado.
   Las limpiaba sin descanso, llenaba la escoba de pelusas, pero no había manera de mantener la vivienda limpia, pues en cuanto se daba la vuelta después de haber limpiado a conciencia, ya había alguna nueva asomando por alguna esquina remota del pasillo y campando a sus anchas.
   Pero volviendo a la pregunta, Olivio se quedó atónito. Ni supo qué responder. Sin embargo, no le hizo falta, porque ya la señora se quitó las gafas de sol y analizó con atención –y con la ayuda de una lupa que se había sacado de no se sabe dónde– los pelos de la escoba, mientras murmuraba:
   – Interesante... interesante... interesante...
   – Oiga, señora –fue a protestar Olivio–, ¿podría explicarme de qué va esto?
   Pero ella no le prestaba atención alguna, se limitaba a proseguir con su análisis de los pelos de la escoba, que los encontraba apasionantes, como si se tratara de una cepa de virus.
   – Le requiso la escoba –dijo de repente la señora.
   – ¿Quééééé?
   – Requisada en el nombre de la ATRAPA.
   – ¿De la que?
   – De la Agencia Tecnológica Re-secreta de Anti-plagas Públicas Anónimas...
   – ¿Y eso que es?
   – Es una agencia secreta del gobierno, que hay que explicárselo todo, ya está bien, hombre. Además, si es secreta, es secreta.
   Olivio se quedó boquiabierto mientras la señora le arrebataba de las manos la escoba y se marchaba. No iba a oponer resistencia, pues no. Y no por la impresión que le había causado la señora, sino más bien porque detrás de ella aparecieron dos gorilas también de negro, con gafas de sol y cara de pocos amigos que no iban a permitir que él, Olivio, se resistiera.
   Aun así, Olivio, aunque no entendía nada de lo que había pasado en su vivienda, decidió que no iba a dejar que las pelusas camparan a sus anchas por el pasillo. Por eso, se compró otra escoba. Y siguió limpiando el suelo con todas sus fuerzas, sin dar tregua a las testarudas pelusas que se empeñaban en desparramarse por toda la casa.
   Que desgracia tenía el pobre con eso. Pese a todo, parecía que su vida había vuelto a la normalidad.
   Pero solo aparentemente, porque unos ojos escrutadores no perdían detalle de lo que acontecía en el apartamento de Olivio. Eran unos ojos en forma de micro cámara que alguien había instalado, aprovechando una salida de Olivio a comprar leche, huevos, café y bananas, a varias manzanas de su hogar. Así, todos los movimientos del hombre eran controlados.
   El pobre Olivio hacía su vida como si tal cosa, ajeno a lo que se cocía a sus espaldas, o más bien por encima de su cogote. Sin embargo, las pelusas parecieron aún más excitadas de lo habitual, corrían por toda la casa, hasta conseguían huir de la escoba y del recogedor de Olivio, tanto que el hombre llegó a espantarse. Parecía incluso que tenían vida propia.
   Y claro, tal detalle no pasó desapercibido para las cámaras, porque apenas transcurrieron veinte minutos desde el momento en que había saltado la alarma, cuando ya había en la puerta de la casa tres tipos de negro grandotes como edificios y uno pequeñajo vestido de blanco, con cara de lunático, barbita de chivo y gafas que ampliaban sus ojos hasta parecer dos lunas sobre su rostro. Ese último era, sin duda, un científico de la ATRAPA.
   Como no pertenecían a una de esas agencias violentas, los cuatro miembros de la ATRAPA llamaron al timbre, pues no iban a echar la puerta abajo, como hacen los espías en las películas.
   Olivio fue a abrir nuevamente con la escoba en la mano, con el mandil puesto y un pañuelo en cabeza.
   – No me digan que son de la ATRAPA –dijo él a modo de saludo.
   – Pues claro –respondió el científico–. Permítame presentarme. Me llamo Rudolf Ticketing, doctor Ticketing, responsable del seguimiento de las operaciones de control de plagas de monstruos domésticos. 
   A Olivio le habría dado un ataque de risa si no fuera por aquellos tres ti-pones siniestros que acompañaban el doctor Ticketing.
   – Yo no tengo monstruos domésticos –dijo Olivio.
   – ¿Ah no? ¿Quiere una prueba de que sí los tiene?
   Olivio no tuvo tiempo de decir ni una palabra, pues ya el científico de la barba de chivo sacó una especie de red de cazar mariposas de no se sabe dónde y la lanzó sobre una manada de pelusas que se habían acercado incautamente a la puerta de la calle. Sin embargo, aquella red tenía unos agujeros muy finos, como si fuera un tamiz para granos en miniatura.
    – Y ahora observe –dijo el doctor Ticketing.
   En ese instante, las pelusas se pusieron a huir empujando la red hacia lo más profundo del hogar de Olivio, como si fueran conscientes del peligro que les venía encima.
   – ¿Ha visto eso?
   – ¿Es que las pelusas son seres inteligentes?
   – No, ellas son como animales, ¿sabe? Son dirigidas por unos seres invisibles dentro de la categoría de los monstruos domésticos, como el monstruo de los calcetines, para que me entienda –explicó el doctor.
   Y ahí, ya sin mediar palabra, los tres gorilas se lanzaron sobre la red cazamariposas y capturaron las pelusas que había por el medio del pasillo. Armaron un estruendo enorme, pero se notaba que, ya que no habían echado la puerta abajo, algo ruidoso tenían que hacer, porque, si no, debían tener la impresión de no ganarse como es debido su sueldo, esto es, montando escándalo.
   – ¿Y que van a hacer con las pelusas? –preguntó Olivio.
   – Lo de siempre: pruebas, pruebas y más pruebas hasta conseguir demostrar la existencia de los domadores de pelusas. Y creo que esta vez sí lo vamos a lograr.
   Por un instante, por la cabeza de Olivio se pasaron toda tipo de torturas a las que someterían aquellas inocentes criaturas, con aparatos impensables, haces de luces abrasadores, ultrasonidos insoportables... Lo único que habían hecho era correr por el pasillo con las pelusas y más nada, no eran peligrosos, molestaban, sí, pero no merecían caer en las garras de una organización secreta del gobierno que iba a acabar con ellos y, a lo mejor, meterlos en jaulas o cajas de vidrio para exponerlos a los curiosos, haciéndolos visibles...
   No, Olivio tenía su corazoncito y no iba a permitir aquello. ¡Además, aquellos domadores de pelusas vivían en su hogar, por tanto eran sus mascotas!
   ¡No señor!
   Por eso, Olivio aprovechó que los tres gorilas estaban en el umbral observando la red como tontos, mientras el doctor Ticketing se frotaba las manos de satisfacción. 
   Ahí Olivio estuvo rápido. Primero, arrebató de las manos la red a los gorilas. Segundo dio una patada a la puerta y dejó a los gorilas fuera, en el pasillo. Tercero, cogió al doctor Ticketing por la parte trasera del cuello de la bata y lo colgó de una percha en la entrada, donde solía a dejar el abrigo; allí el tipo se puso a patear y chillar. Con la situación controlada –por lo menos momentáneamente–, Olivio soltó las pelusas por la terraza, las cuales enseguida se escondieron por donde pudieron, y tiró la red a la calle.
   Entre tanto, ya sí los gorilas tuvieron una reacción propia de ellos, golpearon con los puños en la puerta y estaban para echarla abajo, por lo que Olivio optó por abrirla, antes de quedarse sin ella. Aquellos tres tipos no hablaban mucho, se notaba que eran agentes de acción.
   Primero entraron como un huracán en la casa. Segundo descolgaron al doctor. Tercero se precipitaron hacia la terraza, como si hubieran visto todo lo que sucedía en el apartamento mientras ellos estaban fuera. Y ahí fue donde Olivio empezó a sospechar que tal vez lo vigilaban de alguna manera.
   Al cabo de unos segundos, uno de los gorilas dijo al doctor:
   – Efectivamente, ha tirado la red a la calle.
   – Vamos deprisa. Quizá aún consigamos recuperar alguna de las pelusas con su monstruo domador...
   Tres segundos más tarde, la paz volvió al hogar de Olivio. 
   No tardó mucho Olivio en descubrir las varias micro cámaras que le habían instalado en su vivienda. En vez de quitarlas, decidió que era mejor poner delante de cada una de ellas una foto en que se veían imágenes del apartamento, de modo que no era posible ver el movimiento interior. Uno se puede imaginar la vergüenza que podría sufrir el pobre de Olivio si un día le diera por pasar por delante de una micro cámara en calzoncillos... Además, si su madre lo hubiera sabido, está claro que le habría dicho:
   – ¡Espero que, por lo menos, lleves los calzoncillos limpios, hijo! ¿Qué van a pensar los espías de ti, eh?
   Pero gracias a esa estratagema, aquellos que vigilaban sus movimientos, pasaron a pensar que la vida de Olivio era de lo más aburrido y que nunca pasaba nada en su casa, que ni se lo veía moverse por la habitación... Tal vez hasta se había vuelto invisible, como los monstruos de las pelusas.
   Sin embargo, las cosas eran bien diferentes. Los domadores de pelusas de su apartamento comprendieron que Olivio era un tipo de fiar, alguien en quien sí podían confiar. Aunque no se mostraran a los humanos, pues siempre permanecían invisibles para las personas, quisieron manifestar de alguna manera su agradecemiento. E hicieron una manifestación de pelusas por el pasillo de la casa, como si echaran carreras.
   Olivio entendió que aquellas criaturas vivían de la doma de las pelusas y, de repente, tuvo una idea. Allí mismo, en su piso, construyó un pequeño circuito, en realidad era algo parecido a los antiguos circos romanos donde se hacían carreras de cuadrigas. Era muy apañado para estas cosas, ya tiempo atrás había construido una maqueta de la Torre Eiffel a escala, y no con palillos, sino con miga de pan, que después pintó de gris. Quedó bien chulo.
   Por eso, decidió levantar un circo romano también a base de miga de pan, que después se endureció. Era espectacular. Tenía gradas, palcos y hasta banderitas que, para ondear, contaban con un ventilador por detrás. Además, Olivio construyó con sus manos carros de carreras con una cinta que se ajustaba a las pelusas. Aunque no se vieran los monstruos domadores, estos bien podían subirse en ellos y echar carreras.
   Sin embargo, como a Olivio le gustaba ver gente, también fabricó unos conductores de los carros, también de miga endurecida y, lógicamente, vestidos de romanos, pero colocados en un lado del carrito para que los monstruos de las pelusas pudieran conducir perfectamente sus cuadrigas. Fue todo un éxito.
   Tres veces por semana, había carreras de cuadrigas de pelusas en el pasillo de la casa de Olivio, justo por debajo de dos micro cámaras de la ATRAPA, pero allí no tenían modo de averiguar lo que se cocía.
   Olivio decidió grabar las corridas en vídeo y después subirlas a las redes sociales. Hoy en día, cuenta con más de dos millones de seguidores de todo el mundo, porque sus carreras de cuadrigas son espectaculares.
   Solo los de la ATRAPA están mosqueados, pero como no lo ven, no pueden hacer nada. Y es que ya se sabe: ojos que no ven, corazón que no siente.

© Texto: Frantz Ferentz, 2016
© Ilustración: Valadouro
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domingo, 5 de junio de 2016

VIAJE AL PAÍS DE LOS HOBITILLOS

   Aquella mañana, de repente, Cesca se despertó con una sorpresa. Su pie izquierdo era mucho más grande que su pie derecho. Ella estaba completamente segura de que no era así la noche anterior, pues cuando se fue a acostar, ambos pies eran igualitos.
   Sin embargo, ahora uno era más grande que el otro. Enseguida llamó a su madre:
   – Mamá, ven a ver la desgracia que me ha pasado.
   La madre acudió rápidamente. No fueron necesarias explicaciones, al instante vio lo que pasaba.
   – Creo que te debo una explicación –le dijo la madre–. Pero antes confírmame una cosa: no te has caído por las escaleras, ¿verdad?
   – No.
   – Pues entonces lo que te pasa es genético.
   – ¿De qué me estás hablando? –quiso saber Cesca, para quien todo aquello sonaba a misterio insondable.
   Su madre suspiró. Ya sabía que había llegado la hora de contar la verdad a su hija.
   – ¿Recuerdas que alguna vez te dijo que tu padre murió en un accidente en el espacio exterior durante la colisión de dos transbordadores, debido a que el piloto de la otra aeronave superaba la tasa de alcohol permitida?
   – Sí claro. 
   – Pues no es cierto. Tu padre no era piloto de ningún transbordador espacial, tu padre era y es un hobbit, aunque por aquí los llamamos hobitillos.
   – ¿De qué me estás hablando?
   – Verás, lo que pasa en esta casa hay un portal espacio–tiempo que permite viajar a otras dimensiones. De adolescente, lo atravesé una vez. Fui a parar a la aldea de los Bolsón. Allí me enamoré de un pequeño hobitillo, llamado Hugo. Como soy muy pequeña, casi no se notaba la diferencia de estatura entre nosotros... Bueno, no voy a entrar en detalles. El caso es que al cabo de nueve meses de mi visita naciste tú...
   – ¡Qué historia tan tierna! –dijo  Cesca, que durante un momento se dejó llevar por el romanticismo, en vez de por su trágica situación con aquel pie hinchado.
   – Es obvio que la genética de tu padre se ha puesto de manifiesto. Por eso tienes este pedazo de pie.
   – Sí, pero el otro sigue normal.
   – Es cierto.
   Cesca siguió pensando un momento.
   – Mamá, este portal sigue abierto?
   – Solo se abre en las lunas llenas.
   – ¡Si hoy habrá una luna llena! ¿Y dónde está?
   – En la corteza del viejo aliso aparece una espiral. Tienes que saltar por allí. Estará abierto solo unos minutos. Luego no se puede volver hasta la próxima luna llena. Pero ten cuidado con cómo lo haces, porque una vez, al volver, aparecí en Uzbekistán y mi madre me castigó sin postre veinticinco años, por eso sigo sin tomar postre, porque aún me dura su castigo.
– Lo tendré en cuenta.
   Cesca se preparó una mochila con varias cosas y se fue hasta la espiral del aliso. Quería conocer a su padre y resolver el problema de su pie, pero caminar con un pie que parece la bota de un buceador fue algo bien complicado. Sin embargo, se las arregló para llegar cuando el portal se abría en el tronco del árbol.
   Y así, casi un mes más tarde, durante la siguiente luna llena, Cesca regresó a casa. Llamó a la puerta. Su madre acudió a abrirle.
   – Hija, ¿estás bien?
   Pero Cesca, en vez de responder, apuntó para su pie derecho. Se podía ver que era tan grande como el izquierdo.
   – ¡Ahora tengo los dos pies hobitillo, mamá!
   La madre pensó que no era tan grave, pese a todo. Hubiera sido peor que tuviera la cara o las garras de un orco. Los pies hasta se podían disimular.
   Cuando esuvo dentro de la casa, la niña le dijo:
   – No he conocido a mi padre, Hugo. Se había ido a luchar contra los orcos del sur. Sin embargo, si conocí a mi abuelo, Bolbo, un tipo chistoso que fuma en pipa por la nariz, ya que dice que si lo hace por la boca, le deja un aliento horrible.
   »Él me contó todo sobre los hobitillos. Me acogió en su hogar como a su nieta. Y me dio de comer alimentos de hobitillos, por lo que ahora tengo el pie derecho como el izquierdo. Sin embargo, decidí que quería volver y aquí estoy.
   La madre le dio un abrazo. Aceptaba su hija como era, incluso aunque tuviera unos pies tan grandes como cubos.
   – ¿Qué voy a hacer con estos pies? –preguntó Cesca.
   Lo peor de los pies de hobitillo es el vello que los cubre por encima. Entre la madre y la hija se pusieron a depilarlos. Probado con cuchillas, cremas, afeitadoras e incluso con la podadora del vecino, pero no había manera. La única solución era un fuego controlado, por lo que pidieron ayuda a un vecino que todo el mundo sospechaba que era un pirómano.
   El tipo no daba crédito a que le pagaran por causar un incendio, aunque fuera tan pequeñito. Sin embargo, gracias a eso, lograron depilar los pies de Cesca.
   – Y ahora qué será de mi vida con estos pies, mamá?
   La pregunta se quedó flotando en el aire, sin respuesta. Imagínense a una niña con unos pies del tamaño de los zapatos de un buzo. Hasta para caminar tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos. ¿Qué futuro le esperaba?
   Pero como esto es un cuento y esta historia tiene que terminar bien, he de decir que el final es bueno. A Cesca la fichó un equipo de hockey sobre hielo como portera. Con unos pies así no hay forma de que entren las pastillas en la portería ni aunque las disparen con un mortero. Aunque ella no entiende de hockey, lo único que hace es sentarse en la portería como portera y ocupar todo el hueco con sus pies.
   Su equipo será el único al que no hayan marcado un gol en toda la liga. Ahora solo hace falta que el resto del equipo aprenda a marcar goles. En fin, que no hay nada perfecto en esta vida.

© Texto: Frantz Ferentz, 2016
© Imagen: Valadouro
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