Esta es la historia de una mamá, Carlota, y su hija, Mariana, pero a la que nadie conocía por ese nombre, sino por el de Minicarlota, porque la hija parecía un clon chiquitito de su mamá.
Carlota era costurera, pero su gran sueño era llegar a ser sastra, pero allá en el viejo reino de Carlinquirá las mujeres no podían ser sastres, solo los hombres.
Y Minicarlota no sabía todavía qué quería ser de mayor, pero al menos querría ser como su mamá, que era bellísima. Era, de hecho, la mujer más bella de la ciudad.
A Carlota había algo que le gustaba por encima de todas las cosas: las botas. Tenía muchos pares de botas, desde las más bajas a las más altas. Era en lo único que se gastaba el dinero, el poco que le sobraba.
Y a Minicarlota, como imitaba en todo a su mamá, también le gustaban las botas. Cuando su mamá no la veía, se ponía algún par, de las más bajas que tenía, para que le llegasen las piernas, pero luego, cuando caminaba con ellas, parecía que tenía que separar las piernas muchísimo porque le escociesen los muslos.
Todos los atardeceres, Carlota salía de su casa disfrazada de hombre. Se colocaba una barba enorme hecha a base de estropajo, para que pareciese muy ruda, y acudía a clases de sastrería en la escuela del maestro Conchito, que era incluso el sastre real.
En esos cursos se dejaba Carlota el resto de sus ingresos, pero ella quería aprender a ser sastra al precio que fuera.
Y como no había más salida que hacerse pasar por hombre, eso hacía, pues de otra manera no le dejarían ni traspasar el umbral de la academia de corte y confección del maestro Conchito.
Así era todos los días, pero estaba aprendiendo mucho.
Sin embargo, eso suponía acostar antes a Minicarlota, arroparla, contarle un cuento, asegurarse de que dormía y luego ir a la academia. Carlota no tenía con quien dejar a su hija de seis años, era un riesgo muy grande. Aun así, le decía: «Si te despiertas y no estoy, vuelve a cerrar los ojos. Cuando los vuelvas a abrir, ya estaré en casa».
Hasta entonces nunca había pasado nada.
Hasta aquel día...
Más bien, aquella noche, cuando Carlota regresó a casa contenta por todo lo que había aprendido, pero muy cansada... Dejó su mochila en la mesa, donde, además de apuntes, llevaba sus agujas de ganchillo y varias madejas de lana, todo su material de trabajo. Luego, fue a la habitación de Minicarlota para ver si todo estaba en orden.
Pero no, nada estaba en orden. Y no estaba en orden porque Minicarlota no estaba en su cama.
Carlota se despojó de su disfraz de hombre, se revistió de mujer y luego fue a ponerse sus botas de caminar para salir a buscar a Minicarlota. Solo entonces se dio cuenta de que allí faltaban un par de sus botas bajas. Sabía que eran las preferidas de Minicarlota, pero ¿cómo había podido ponérselas y salir a la calle con ellas? Una cosa es que se las pusiera en casa, pero ¿en la calle?
A Carlota le dio un vuelco el corazón. Temió por su hija. Ya era de noche y la niña estaría perdida.
¿Y qué había pasado con Minicarlota?
La niña se despertó y llamó a su mamá, pero su mamá no estaba. Entonces pensó que sería bueno ir a buscarla, le daría una sorpresa. Porque Minicarlota ya se sentía muy mayor y, por supuesto, capacitada para caminar por la sociedad ella sola.
Fue al armario donde su mamá guardaba las botas y se puso las más bajas, que eran sus favoritos. Le quedaban grandes, claro, pero ella se sentía muy mayor con ellas. De hecho, pensaba que si cruzaba con algún adulto, al verla con aquellas botas pensaría que era otro adulto, aunque bajito. Además, saludaría cortésmente diciendo:
«Buenas noches, ¿cómo está usted?».
Realmente, Minicarlota no sabía dónde quedaba la academia de corte y confección, por lo que echó a andar, a andar, a andar, hasta que salió de la ciudad. La niña no estaba preocupada, se sentía muy segura con aquellas botas. Hasta le recordó el cuento de El gato con botas que su mamá tantas veces le había contado.
De repente, alguien se interpuso en su camino. Minicarlota quiso ser muy educada y saludó gentilmente:
«Buenas noches, caballero, ¿cómo está usted? Que tenga buena noche».
Pero no se trataba de ningún caballero, sino de un trol, este muy bajito. Llevaba mucho rato siguiendo a la niña. La observaba con mucho interés, era tan linda. Enseguida su corazón trólico se emocionó y pensó que se había enamorado de aquella niña bonita que caminaba con las piernas muy abiertas, como un vaquero del oeste después de pasarse casi toda la vida montando a caballo.
Así, sin perder un segundo, sin siquiera saludar, se cargó la niña sobre un hombro, como un saco de papas y se alejó a toda velocidad, pero con las prisas, no se dio cuenta de que una de las botas de la niña, bueno, de la mamá, se quedó en el suelo, porque Minicarlota la dejó caer.
Mientras, Carlota recorría la ciudad llamando a su hija, pero no obtenía resultado. Preguntaba a la gente con la que se cruzaba si habían visto a una niña con botas de adulto, pero nadie la había visto, o al menos, nadie se había fijado.
Fue así como, al cabo de las horas, también Carlota salió de la ciudad por el mismo camino que había seguido Minicarlota, hasta que se topó con la bota perdida en el suelo.
El corazón de Carlota dio un vuelco muy grande. Enseguida supo que había pasado algo, pero por los alrededores no había nadie (y es posible que, aunque hubiese habido alguien, no se habría fijado).
Miró en derredor. Al rato vio una lechuza en un árbol cercano que la contemplaba curiosa. Carlota se acercó a su rama y la miró un buen rato. Luego dijo en voz alta: «Gracias».
A ver, a ver, que todo tiene su explicación. Resulta que Carlota era empática, simpática y telepática, pero nada antipática. Lo de telepática le viene bien, porque así puede comunicarse con los animales, porque hablar solo hablan los humanos, de modo que, para comunicarse con los animales, la telepatía es estupenda.
Telepáticamente la lechuza dijo a Carlota que había visto como un trol se llevaba a una niña con botas, bueno con una sola bota, hacia el sur. Eso era todo cuanto podía contarle. Y Carlota dijo «gracias» en voz alta, que la lechuza entendió perfectamente, porque es un bicho muy listo.
Pero antes, como vio que la lechuza pasaba frío en aquella rama, le tejió un chaleco precioso que lo mantendría calentito, pero antes la ayudó a ponérselo.
Luego, siguió su camino. Al rato se encontró un zorro tembloroso porque se había quedado sin todo el pelaje de la cola (brutalidades de los troles, que arramblan con todo lo que pueden). Le preguntó telepáticamente por su hija, pero el animal no podía responder porque, con la tiritera, sus neuronas rebotaban por el cerebro y no había manera de que construyese un mensaje en condiciones. Inmediatamente, Carlota se puso a tejerle una especie de cola de ganchillo a toda velocidad, preciosa, del mismo color de su piel y se la puso.
«¿Qué tal ahora?», preguntó ella.
«Fantabuloso», respondió el zorro todo calentito meneando la cola.
«¿Has visto a un trol llevarse al hombro una niña con una bota como esta?», preguntó ella mostrándole la bota.
«Claro que lo he visto. Siguió ese sendero».
«Gracias».
Y Carlota siguió su camino. Anduvo y anduvo, ya estaba amaneciendo cuando se topó una oveja que tiritaba mucho más que el zorro. El salvaje del trol la había trasquilado al pasar junto a ella, en pleno invierno, y el pobre animal estaba a punto de congelarse.
Pero ahí estaba Carlota, provista de sus agujas y sus madejas. Enseguida tejió un hermoso pelaje (o lanaje, como se diga) que cubrió todo el cuerpo de la oveja, la cual, enseguida se sintió calentita, pero también extraña.
«Beee, beeee, beeeee», exclamó el animalito al mirarse el cuerpo.
« Perdona, perdona, pero es que se me acabó la lana blanca y solo me quedaban estos otros colores».
Bien visto, la oveja estaba la mar de simpática, porque tenía el cuerpo cubierto con un estampado de rombos de colores que enseguida se convirtió en la envidia de todas las ovejas del país, porque parecía una oveja aristocrática.
«¿Has visto a un trol cargando con una niña...?»
«Claro que lo he visto, ese zamburrio fue el que me trasquiló. Pero no tiene pérdida, ha dejado sus huellas en el barro, solo hay que seguirlas...», contó la oveja.
Así lo hizo Carlota. Al cabo de un buen rato, llegó a la entrada de una gruta. Nadie frecuentaba aquella zona, todos tenían miedo de los troles que vivían por allí, pero Carlota no iba a dejar a su hija en manos de aquella criatura bajita y gorda, pero, sobre todo, maloliente.
Dudó si entrar, pero enseguida decidió que sí, porque al instante pudo oír los ronquidos del trol en el interior.
Carlota entró de puntillas, pegada a la pared. Y lo que vio, la horrorizó. La criatura dormía sobre un lecho de paja y mantenía a Minicarlota atrapada con un brazo, como si fuese una muñeca. La niña, al ver a su madre, fue a decir algo, pero la madre le hizo un gesto para que guardase silencio.
La niña se quedó callada, aunque estaba muy asustada. Mientras, Carlota extrajo todos sus ovillos de la mochila y sus agujas y comenzó a tejer a toda velocidad. En cosa de media hora, había fabricado lo que quería: una réplica de su hija, pero toda de ganchillo. Era tan suavita...
Con todo el cuidado del mundo, Carlota fue levantando el brazo del trol, lo sujetó en alto, sacó a su hija y luego dejó la Minicarlota de ganchillo en su lugar. Finalmente dejó caer el brazo suavemente y el trol siguió roncando como si fueran cinco locomotoras juntas.
Y sin más, Carlota se llevó a Minicarlota de allí.
Por si os entra la curiosidad, os diré que los troles son bastante bobos, por eso no se dio cuenta de que la Minicarlota de ganchillo no era la Minicarlota de carne y hueso. Hasta la encontró más agradable, porque no chillaba ni protestaba, de modo que fue feliz con la muñeca de ganchillo y se casó con ella, porque era realmente muy guapa.
De vuelta a Carlinquirá, todo volvió a la normalidad. Para superar el disgusto, Carlota se compró un par de botas nuevas, pero también hizo el esfuerzo de compara a Minicarlota sus primeras botas.
Aleccionó muy bien a la niña para que, mientras ella estaba en clase de corte y confección, nunca más saliera de casa. Gracias a eso, el curso le fue muy bien.
Al final del curso, el maestro Conchito anunció:
«Tenéis toda esta semana para hacer un traje nuevo para el rey. Estas son sus medidas. Quien gane el concurso, recibirá un premio en metálico de cinco lingotes de oro y un beso de la princesa Lepidóptera».
Lo del beso a Carlota le traía sin cuidado, pero con cinco lingotes de oro resolvía su vida. Sin embargo, lo más importante es que conseguiría demostrar, si ganaba, que las mujeres podían ser tan buenas sastres como los hombres.
Y claro que ganó. Su diseño de un traje multiusos que lo mismo servía para pasear, bañarse, ir de fiesta, saltar desde un árbol o dormir la siesta fascinó al rey. Toda la corte aplaudió a aquel aprendiz de sastre.
De repente, Carlota se quitó su disfraz, su barba postiza, y ante todos se manifestó como era: una mujer.
En todo el salón del reino sonó un OOOOOOHHHHHHH.
Luego, durante unos segundos hubo un silencio absoluto, hasta que finalmente el rey rompió el silencio y se puso a aplaudir. A continuación, señaló con el dedo al maestro Conchito y le dijo:
«Maestro Conchito, estás despedido».
El maestro Conchito soltó un aullido como de chihuahua y salió disparado del salón del trono, todo ofendido. Luego, el monarca se acercó a Carlota y le dijo:
«¿Querrás, querida, ser la nueva sastra de la corte».
Carlota no cabía en sí de gozo. Claro que aceptó. Era la ocasión de mejorar su vida y la de Minicarlota.
En ese momento, el príncipe heredero salió de entre los invitados y se colocó entre el rey, su padre, y Carlota:
«Eres bellísima», le dijo. «Quiero casarme contigo».
Carlota, que no quería quedar mal delante del rey y perder su trabajo sin haber siquiera cosido una manga, agarró de la manga al príncipe y lo llevó aparte.
«Alteza, ¿tenéis la sangre azul?», le preguntó.
«Claro, soy de la nobleza... de la realeza»
«Entonces, tenéis la sangre azul, ¿no?»
«Por supuesto», respondió todo orgulloso el príncipe.
«Pues si vos y yo nos casamos, como vos tenéis la sangre azul y yo roja, nuestros hijos tendrían la sangre morada, ¿os dais cuenta?»
«Morada, ¡qué asco!», reaccionó el príncipe, quien se dio media vuelta y se fue a sus aposentos.
Y así acaba la historia de Minicarlota con botas, aunque, cuando Carlota regresó al salón del trono, su hija corrió hacia ella y le dijo:
«Mamá, mamá, ya sé que quiero ser de mayor. Ya no quiero ser sastra como tú, quiero ser otra cosa».
«El qué, cariño?»
«Domadora de troles».
© Frantz Ferentz, 2022