Todos en la ciudad quisieron olvidar aquel tremendo episodio. Si hoy preguntan a alguien por lo que allí sucedió por entonces, nadie reconocerá que se acuerda, aunque sí se acuerden. Y no me extraña, pues aquel episodio, aunque breve, amenazó con destruir toda la ciudad.
Voy a dejar de dar rodeos y voy a contar los hechos tal como pasaron. Los inicios de esta historia no son muy claros, pues nadie sabe exactamente cómo se generó aquella criatura. Tampoco nadie sabe de dónde viene el Godzila del Japón, pero ahí está y da para hacer muchas películas. Sin embargo, nadie querría hacer una película sobre una galleta de jengibre gigante, pero esa es la criatura de la que voy a hablar. Sus orígenes, como digo, siguen siendo un misterio, pero yo tengo mi propia teoría. Creo que por el lugar donde apareció el monstruo, al lado de una escuela, y a pocos metros de una fábrica de productos químicos, el monstruo nació por la manía de muchos niños de lanzar los restos de sus galletas de jengibre a un viejo pozo abandonado al pie de la escuela. No sé de dónde les viene la manía (y a mí también, he de confesarlo, porque las manías son contagiosas, como las modas). Lo cierto es que todos los chicos, según salimos de la escuela, teníamos la costumbre de lanzar los restos de las galletas de jengibre que nos daban para el postre en ese pozo, porque, hay que ser sinceros, eran unas galletas bien malas. Durante muchos años, todos los estudiantes de la escuela habían participado de ese ritual. Y creo yo que, en el fondo del pozo, había líquidos mortales que la fábrica de productos químicos vertía para allá ilegalmente, sin conocimiento de las autoridades.
Sea como fuere, un buen día, al amanecer, todo el tráfico en las proximidades de la escuela se interrumpió. De la boca del pozo surgió una criatura que medía alrededor de diez metros. Enseguida la gente entró en pánico. Las primeras imágenes de la televisión mostraban un monstruo hecho de jengibre, con forma humanoide, como las galletas, que caminaba por la calle aplastando todo a su paso. También como las galletas, en la cabeza tenía dos ojos blancos y una boca inmensa, con solo algunos dientes. Era pavoroso. Según caminaba, aplastaba autos, daba patadas a los autobuses, se llevaba por delante los cables de la luz y parecía que la electricidad solo le hacía cosquillas. Tremendo. Enseguida acudieron las fuerzas de seguridad. Primero intentaron capturarlo con una red, pero la rompió con una facilidad pasmosa. Después, ya decidieron que tenían que hacer como en el Japón, disparar contra la criatura hasta derribarla, para evitar que aplastara la ciudad, porque en media hora ya había dejado el barrio alrededor de mi escuela casi todo él en ruinas. Era una devastación.
Sin embargo, los disparos efectuados con las armas de fuego no le hacían nada. Al ser de jengibre, abrían un agujero y a continuación el agujero se cerraba como si tal cosa. Los policías y los militares no podían más que retroceder a la vista del peligro que suponía aquella galleta gigante de jengibre.
Dado que yo soy tan curioso, me había quedado a una cierta distancia para contemplar aquella escena. Me había pillado yendo a la escuela y para un día que yendo para allá veía algo interesante, decidí quedarme. Con todo, me enteré que de todos los edificios del barrio, el único que no había sufrido daños era la escuela. "¿Por qué?", me pregunté. Debía haber algo en ella que mantuviera alejada a aquella criatura. No podía ser nada relacionado con la sabiduría, ni siquiera los libros. No, debía ser otra cosa muy diferente, ¿pero el qué?
Mi cabeza giraba a toda la velocidad. El problema de la galleta gigante de jengibre había surgido en la escuela y en ella tenía que estar la solución. Y entonces se me ocurrió algo. Claro, por eso el monstruo jengibrero evitaba la escuela. Si mi teoría era correcta, aquella cosa en la parte trasera del patio acabaría con la galleta destructora.
Sin embargo, primero tenía que llamar su atención. Como ya no había ni policías cerca de él, solo unos helicópteros le seguían la pista a buena distancia, yo era el único ser humano en la zona. Si conseguía que se fijase en mí, sería fácil que me siguiera hasta donde yo quería. Además, hasta sabía cómo provocar su furia.
Corrí hacia él. Me detuve cuando estaba a solo unos cien metros. Después grité para atraer su atención:
— Eh, monstruo jengibrero, mira lo que hago.
Tuve que llamarlo tres veces, pero no me oyó. Entonces saqué aquello del bolsillo y lo mordí. El crujido de aquella galleta al ser partida por mis dientes sí hizo que el monstruo se fijara en mí. Sí, su oído galletero sintió como yo mordía a una criatura de su especie, una galleta de gengibre normal y corriente.
A partir de ahí, todo se precipitó. Yo corrí hacia la escuela, con el monstruo por detrás de mí pisándome los talones. Aceleré todo cuanto pude, atravesé la cancela de la escuela que, lógicamente estaba abierta y no era de esperar que me aguardase el bedel para recriminarme que llegaba tarde. No, además, casi podía sentir el aliento del monstruo en mi nuca. Si me pillara, ¿qué es lo que haría conmigo, devorarme?
Conseguí abrir la puerta del caseto de la trasera del patio y me quedé a la espera. Y tal como esperaba, el monstruo galletero barrió el techo de un golpe y saltó para dentro. Mi plan había funcionado. La pesadilla se había acabado.
Cuando un rato después acudió la policía y los periodistas, nadie podía entender lo que había pasado. Yo tuve que explicárselo:
— Recordé que lo único que destruye las galletas de jengibre que nos dan en la escuela es la leche. Por eso, pensé que la única manera de destruir un monstruo galletero de jengibre era haciéndolo caer en la leche. Y eso hice, atraje al monstruo hasta el depósito de leche que hay en la parte trasera de la escuela y le tendí una trampa para que cayera en el depósito. Así conseguí acabar con él.
Yo estaba feliz por el resultado, pero no tardé mucho en arrepentirme. El director de la escuela decidió que aquella cantidad enorme de galleta de jengibre no se podía desaprovechar, aunque hubiera pertenecido a un monstruo galletero. Durante los siguientes seis meses, tuvimos leche con galleta de jengibre para el postre todos los días. Lo bueno de todo aquello fue que nadie más volvió a lanzar los restos de las galletas de jengibre al pozo después de las clases.
© Frantz Ferentz, 2017