sábado, 24 de noviembre de 2012

EL MONSTRUO DEL ARMARIO Y EL ATAQUE DE RAMIRA, LA NIÑA MÁS MIOPE


Artimulo era un monstruo del armario de lo más feroz. Ya asustaba con solo con abrir la boca y dejarse ver. No había ser humano que resistiera su presencia. Tanto era así, que se había convertida en legendaria su fealdad. 

Pero su brillante carrera se topó con un obstáculo importante. Fue el mayor desafío que tuvo en todos los siglos que se llevaba asustando. Aquello sucedió cuando conoció a Ramira, una niña muy corta de vista que usaba gafas, ero que era como si mirara a través de un papel, porque veía lo mismo, la pobre. 

La primera noche que Artimulo se plantó delante de la niña para espantarla, ella estaba sentada en la cama leyendo un libro que creía que trataba de hadas, pero lo cierto es que estaba leyendo un manual de Derecho Internacional del Siglo XVII, aunque lo mejor de todo es que la niña a veces se ría con lo que allí decían. 

El monstruo no llegó a abrir la boca. Solo extendió sus inmensos brazos para dar la apariencia de que su tamaño era el doble del que era (realmente los monstruos de los armarios no son muy grandes, tienen que caber en los armarios). La niña lo vio y se lo quedó mirando. Sonrió. Qué bonito, pensó Ramira, tengo un amigo... 

El monstruo no entendía aquella sonrisa, pero algo le hizo intuir que aquello no presagiaba nada bueno. Y no se equivocó, porque enseguida pudo comprobar que lo que se escondía tras aquella sonrisa era un ataque, algo contra lo que ningún monstruo doméstico estaba preparado, algo contra lo qué ni la bestia más brutal tenía armas, aunque no supiera cómo se llamara lo que allí estaba a punto de pasar... 

Ramira saltó de la cama, porque estaba mirando al monstruo desde allí, se fue hasta el cajón de sus instrumentos de belleza y comenzó a sacar todo lo que allí había. Después, se llevó todo entre los brazos y dejó todo su cargamento (armamento, podría decirse también) encima de la cama. Mientras, el monstruo permanecía inmóvil, atento a los movimientos de la niña. De repente, sin mediar palabra, Ramira se lanzó sobre el monstruo y comenzó a hacerle una especie de permanente sobre el pelo brutal de la criatura. Le puso bigudíes por todo el cuerpo. Para Ramira era genial, porque como todo el cuerpo estaba lleno de cerdas, podía hacerle la permanente al monstruo por todas partes. 

Artimulo no podía moverse. Estaba totalmente paralizado por aquel ataque que, ni en la peor de sus pesadillas, podría haberse esperado. Sin embargo, aquello no había hecho más que empezar, porque la segunda fase fue peor. La niña cogió las lacas y empezó a pasárselas por el cuerpo de él. Los rizos se quedaron como petrificados. Hasta perdió la movilidad el monstruo. Y a continuación, la niña decidió que era hora de teñirlo. Sin embargo, debido a su escasa agudeza visual, confundió la pintura con el tinte. 

Por eso, pintó, pintó con pintura de coches el pelo del monstruo por la espalda y por la cabeza, hasta dejarlo de un color amarillo fosforito muy visible. De hecho el monstruo no necesitaría en adelante un chaleco de automovilista, porque se lo veía a kilómetros de distancia. 

La niña estaba feliz. Qué obra de arte la suya. Qué mono aquel peluche gigante que le habían regalado. ¿Quién habría sido, la abuela? La pobre, siempre se le olvidaba la fecha de su cumpleaños y, por eso, le hacía regalos en cualquier momento. Era tan buena la abuela. Sin embargo, aquel peluche gigante era el más bonito regalo que le habían hecho nunca, pensaba Ramira. 

Artimulo, mientras tanto, continuaba inmóvil. Primero se había quedado paralizado por la sorpresa, pero después por la laca. Tenía que huir de allí, pero no podía ni mover un dedo del pie. Estaba a punto de amanecer y eso es tremendo para un monstruo del armario. De hecho, la gran mayoría de los monstruos domésticos evitan la luz del día, aunque algunas especies, como los monstruos del armario, tienen fotofobia, es decir, miedo de la luz. 

Y amaneció. Pero no cantó ningún gallo porque esta escena sucedió en una ciudad y en las ciudades no suele haber gallos, como máximo despertadores, pero no suenan igual de bien. La mamá de Ramira, que por suerte sí veía bien, aunque oía mal, entró en el cuarto para despertar a la hija para ir a la escuela. Lo primero que se encontró fue aquel caos de cosas de belleza desparramado por el suelo. Después se encontró al monstruo inmóvil en pie, al lado de la cama. Ella pensó, como la hija, que se trataba de un peluche gigante. No tenía ni idea de quién se lo había podido regalar, pensó en la vecina del sexto, que le tenía mucho aprecio a la niña y cuyo marido era fabricante de peluches de todas clases. 

Sin embargo, aquel era feo con ganas, hasta casi daba miedo, pero lo suavizaba la permanente y la pintura fosforescente de la espalda. La mamá de Ramira tiró de él y lo sacó del cuarto arrastrando. Lo metió en un armario empotrado en la entrada del apartamento, y se quedó allí encerrado. Después se fue a despertar a Ramira, quien le preguntó enseguida a la madre: 

— Mamá, ¿has visto tú mi peluche gigante? 

Y la madre, como oía más bien poco, entendió: 

— Mamá, ¿has pedido tú una pizza gigante? 

¡Qué barbaridad, una pizza gigante para el desayuno, que es la comida más importante del día. Esta niña era tonta. 

— No hija —respondió la madre—, que te vas a intoxicar... 

¿Intoxicar? ¿Acaso el peluche gigante era tóxico? La niña se asustó. Habría que decirle a la abuela que el próximo regalo que le hiciera tendría que llevar un certificado de que el producto no estaba intoxicado. Pero tal vez la madre se refería a la laca... Sí, seguro que era eso, que era un producto tóxico. 

Mientras, Artimulo seguía encerrado en el armario. Por un lado, estaba más tranquilo, porque al menos allí estaba en lo oscuro y lejos de aquella niña. ¿Qué sería capaz de hacerle luego? Aquella niña era un peligro, en toda su carrera de monstruo nunca había sufrido un ataque como aquel. Pensaba que hasta incluso estaba dispuesto a pedir ayuda a otros monstruos, aunque después ellos se rieran de él hasta caerse a cachos, pero era preferible pasar por la humillación de que se supiera que había sido derrotado por una niña corta de vista y que, por tanto, era imposible de asustar por los medios convencionales, que seguir en las manos de ella. De momento, estaba a salvo. 

Todo era cuestión de que aquella maldita laca se fragmentara... Ya podía empezar a mover las garras de la pata derecha. Tendría que aguardar pacientemente a que llegara la noche. 

Y la noche llegó. Y con ella Ramira. Volvió al atardecer, después de haberse pasado el día en la escuela, después en el curso de pintura con las orejas y, finalmente, en el curso de natación en fango. La niña dejó los zapatos en el armario empotrado de la entrada y, oh sorpresa, reconoció a su muñeco de peluche allí depositado. Tiró de él de un brazo y lo arrastró hacia su cuarto. Era fácil hacerlo resbalar por el suelo todo encerado de la casa. El pobre de Artimulo se temió lo peor. Aquello no iba a acabar bien. Apenas había conseguido recuperar la movilidad en las garras de la segunda pata. A aquel ritmo no recobraría la movilidad completa hasta pasados diez años...

La niña dejó al monstruo en su cuarto, en lo oscuro y se fue a cenar. Cuando volvió, traía una afeitadora del padre en la mano. 

Horror. Comenzó a hacer lo que nunca ningún monstruo peludo doméstico podría ni imaginarse en toda su vida. La niña empezó a depilarlo. Sí, porque ella pensaba que un peluche de aquel tamaño no podía seguir con aquellas greñas, aunque ella misma le había hecho la permanente la noche anterior, pero ni se acordaba de eso, porque tenía una vida muy ajetreada. El monstruo, mientras, contemplaba con horror cómo su pelo iba cayendo al suelo y formaba una alfrombra... Hasta sintió ganas de llorar, pero los monstruos no lloran... Alto, ¿quién ha dicho eso de que los monstruos no lloran? ¿Está por casualidad escrito en algún manual de leyes monstriles? 

- Ya está -anunció la niña cuando acabó el proceso una hora después. 

Si queréis saber cuál era el aspecto del monstruo pelado, eso ya es algo que este narrador no puede describir. Por pudor, es mejor que eso quede en secreto. Este narrador solo pode comentar que, cuando dos horas más tarde, la madre entró en el cuarto para arropar a la niña, se encontró aquel pelo por el suelo. No entendía de dónde había salido, pero como era una señora muy hacendosa, metió todo en una bolsa de plástico enorme. Tenía intención de trirarlo a la basura, pero algún tiempo después se dio cuenta de que aquel pelo era ideal para rellenar un colchón, bueno de hecho varios. Hoy, en la casa de Ramira, toda la familia duerme en colchones de pelos de monstruo del armario, pero ellos no lo saben. 

Pero volviendo a nuestra historia, Artimulo empezó a tener una sensación que nunca antes había experimentado, una sensación totalmente nueva para un monstruo: ¡comenzaba a sentir frío! Y aquella era una sensación totalmente desconocida para los monstruos, pues todos ellos están cubiertos por una gruesa capa de pelo que los protege. De hecho, nadie ha visto a un monstruo depilado. 

Y claro, el frío provocó que el monstruo Artimulo estornudase: "¡Atchís!" 

La madre de Ramira, que había oído aquel estornudo, lo confundió con la pesa de la olla exprés en la cocina. Salió del cuarto de la hija para ver si, por si acaso, se le había olvidado la olla en el fuego. Gracias a eso, no descubrió el monstruo inmóvil en una esquina oscura del cuarto de su hija. 

Pero también es cierto que, gracias a la depilación, el monstruo fue poco a poco recuperando la movilidad. Sin embargo, no se podía marchar de allí así, sin pelos, no tanto porque algún otro monstruo podría explotar a carcajadas al verlo, sino por el frío tremendo que tenía. Así, salió del cuarto de puntillas para no ser oído por la madre —el pobre no se había enterado de que ya podía derrumbar una pared que la madre pensaría que se trataba de unos platos cayendo en la cocina— y se fue al salón. Después se fue al baño. Allí se encontró un albornoz detrás de la puerta que parecía muy cálido. 

Se lo puso sin pensárselo. Por fin estaba entrando en calor.Cuando ya estuvo más o menos recuperado, buscó un armario, que es el vehículo de transporte de estos monstruos (¿o por qué pensáis que los llaman monstruos de los armarios, porque los fabrican?). La puerta del armario del baño crujió, pero consiguió meterse dentro, entre unas cajas de aspirinas y unos frascos de colonia de bebé que, por casualidad estaban mal cerrados y empaparon la piel del monstruo según se iba, con lo cual quedó impregnado de un olor a culito de bebé durante varias semanas. 

Podríamos decir que ahí acabó la historia más terrible que Artimulo vivió en su vida. Y fue así. Pero es cierto  que, desde aquel día, Artimulo ya no pudo dedicarse a lo que se dedican todos los monstruos de los armarios. 

Entre otras cosas porque no le creció el pelo de nuevo, contra la creencia de que los pelos vuelven a crecer. Eso será entre los humanos, pero no entre los monstruos. Artimulo tuvo que usar pieles sintéticas para cubrirse el cuerpo. Se pasó algún tiempo probándose pelambreras artificiales por tiendas de toda la ciudad. Sin embargo, ninguna lo convencía lo suficiente, así que decidió diseñarlas él mismo. Y fue tal el éxito de sus diseños, no solo entre los monstruos, sino hasta en el mundo de la moda humano, que ahora es un diseñador de modas de fama mundial tanto para humanos como para monstruos, aunque en ese sentido lleva una doble vida. Sin embargo, no queráis saber cuál es su nombre humano, porque ese es uno de los secretos mejor guardados. 

Artimulo quiso agradecerle a Ramira que le cambiase la vida. Por eso, una noche volvió al cuarto de la niña a través de su armario. La encontró durmiendo plácidamente abrazada a un monstruo de los cajones, una especie más pequeña que el monstruo de los armarios cuya especialidad es asustar desde detrás de la almohada. Sin embargo, aquel estaba todo teñido de naranja, ciertamente fosforescente, y vestido con un vestido de muñeca que lo inmovilizaba. Sintió pena del monstruito, así que lo liberó suavemente de los brazos de la niña y después le quitó el vestido que lo aprisionaba. A continuación, aquel monstruito desapareció por un cajón abierto para no volver nunca jamás a aquella casa. 

Artimulo cogió luego un estuche que llevaba en el bolsillo. Sacó un par de gafas de él y las cambió porlas gafas de Ramira. Había comprendido que aquella niña no podría nunca reconocer la realidad tal como era, porque todos los pares de gafas que le hacían eran un desastre. Así pues, el bueno del monstruo, como prueba de agradecimiento, le iba a regalar aquellas gafas especiales para ella. Y una vez hecho el cambio, volvió a meterse en el armario y desapareció para siempre de la vida de Ramira. 

A la mañana siguiente, cuando la niña abrió los ojos, lo primero que hizo fue ponerse a buscar su par de gafas en la mesita. Casi se puso los vasos de agua en los ojos, pero descubrió a tientas dónde había dejado sus anteojos. Y cuando ya se hubo puesto las gafas, levantó la vista hacia la pared. Y entonces vio aquello. Era horrible, una criatura que construía casas en la nada, que escupía un tejido pegajoso y que la contemplaba con muchos ojos donde el rostro de la niña se reflejaba. Raimunda no pudo más y soltó un grito descomunal, un grito que hasta la madre sintió y acudió al cuarto a toda prisa. 

— ¿Qué tienes, hija? 

— ¡¡Mamá, mira ahí, en la pared, un monstruo, un monstruo!! —señalaba la niña hacia un punto negro en la pared de enfrente. 

La madre miró hacia allá. Lo único que vio fue una pequeña araña colgando que estaba aún más asustada que la propia niña y que corría hacia su telaraña en una esquina del techo.

Frantz Ferentz, 2012


sábado, 10 de noviembre de 2012

LA HISTORIA DE LA MUJER SIN ROSTRO, PERO LA POBRE NO ERA NINGÚN MONSTRUO


Elisa iba a conocer la casa de su novio Liborio, por lo cual estaba muy emocionada. Quería conocer a la madre de él porque, desde hacía algún tiempo salían juntos. Y era una relación tan bonita... Liborio le había dicho a su novia que había fijado una cita con la madre de él para almorzar, que la relación iba viento en popa y que se lo querían tomar muy formalmente. Elisa estaba emocionada, enseguida aceptó ir a conocer la madre de Liborio. 
Así, el día escogido, Liborio acudió muy temprano a recoger a su chica. Era un día emocionante para ellos, iban a hacer oficial su compromiso, la madre de él iba a ver como su hijo era ya un tipo serio que se tomaba las relaciones como algo propio de gente mayor. 
Liborio llegó muy temprano, pero Elisa ya estaba preparada desde hacía tres horas. Qué nervios, qué emoción, qué temblores... Por fin, la feliz pareja se montó en la vespa de él, con el casco, y atravesaron la ciudad en dirección a la casa del chico. 
Como era domingo, había poco tráfico, así que el viaje duró muy poco. El día estaba espléndido, con sol, así que todo auguraba que las cosas irían muy bien, sin complicaciones. 
Pero no todo podía salir bien. Algo salió mal. El ascensor del edificio de Liborio no funcionaba. 
— Que contrariedad... —se lamentó Liborio—. Tendremos que subir a pie. 
— ¿Y son muchos pisos? 
— Veintidós... 
«Horror», pensó Elisa, pero no dijo nada. Pero por suerte tenían mucho tiempo. Antes de llegar a casa, Liborio le había dicho a su novia que la madre llegaría justo para la hora del almuerzo, porque volvía de casa de su hermana, la tía de Liborio. Menos mal, así tendrían tiempo para recuperarse de la subida de escaleras, que iba a ser brutal. 
Y lo fue. Los veintidós pisos parecían cuarenta y cuatro. Pero después de mucho subir y subir, alcanzaron aquel lugar elevado justo por debajo del cielo. Liborio metió la llave en la puerta y ambos entraron casi como reptiles, o sea, arrastrándose, y también como réptiles, más bien saurios, necesitaban agua. 
— ¿Puedo lavarme antes de que venga tu madre? Estoy toda sudada y no quiero que me vea así —dijo Elisa. 
— Claro... 
El chaval acompañó a la chica hasta el baño y le dio una toalla. Ella comenzó a lavarse, disfrutando del agua tibia que la iba refrescando después de la subida por las escaleras —empezaba a hacerse una idea de cómo se sentían los escaladores que llegaban hasta el Everest. 
Cuando acabó de lavarse, se quiso enjugar la cara. Cogió la toalla que le había pasado Liborio y se enjugó con energía la cara. Raspaba aquella maldita toalla, ¿es que no sabía la madre de Liborio que existían los suavizantes? Era muy sencillo, bastaba con... Pero alto, cuando retiró la toalla del rostro, Elisa notó que no veía nada, estaba envuelta en una oscuridad total. Quiso entonces chillar para llamar a su novio, para preguntarle si se había marchado la luz. Pero no le salió palabra alguna de la boca. ¿Qué le pasaba? Elisa empezó a asustarse, tuvo miedo. 
A tientas alcanzó la puerta del baño y la abrió. Después, siempre palpando, tocando las paredes del pasillo, se dirigió hacia el salón, que era donde había dejado a su novio. Recordaba que el salón estaba a la izquierda según se salía. Sin embargo, antes de llegar, Elisa sintió un grito desgarrador que casi le hace caerse de culo al suelo. 
— ¡¡¡¡¡¡¡¡Aaaaaaaahhhhhhhhhh!!!!!!!!!! 
Aquel grito debió escucharse hasta en Estambul y más allá. ¿Que habría pasado? Elisa estaba muy asustada, comenzaba a sospechar que aquella oscuridad no era cosa de fuera, sino de dentro. Y, además, ¿por qué no podía hablar? 
— ¡¡Un monstruo, un monstruo!! 
Aquellos eran gritos de Liborio. Elisa intentó explicarle que era ella, pero no le salía la voz. Qué agobio, porque ni siquiera le salía un “hmmm” o cosa parecida. Seguía sin salirle un hilillo de voz. 
Elisa tropezó entonces con una silla y se cayó al suelo. Se hizo daño en la rodilla y quiso llorar del dolor, pero no le salía nada. Se quedó tirada en el suelo. 
— Elisa, ¿eres tú? —preguntó de pronto la voz de Liborio. 
Elisa asintió con la cabeza, ya que no podía pronunciar una palabra. Enseguida notó que su novio se acercaba a ella y le pasaba a mano por el rostro. 
— ¿Cómo es posible? ¡Parece que te hayan borrado la cara! 
¿Que le habían borrado la cara? ¿Qué broma era esa? Sin embargo, Liborio siguió explicando: 
— Sí, verás, es como si alguien te hubiera pasado una goma gigante por el rostro y te hubiera borrado la boca, los ojos y las cejas. Te queda la nariz, menos mal, porque puedes respirar... 
¿Qué pesadilla era aquella? A pesar de todo, Elisa se iba calmando y su mente comenzaba a comprender que aquel borrado del rostro había sido causado por la toalla, ¿pero cómo se lo explicar a Liborio si no podía ni ver ni hablar? Por lo menos podía respirar sin problemas y su audición estaba intacta. 
Pero antes de que ella pudiera reaccionar, ya él se había puesto a chillar de nuevo. 
— ¡Mi madre! ¡Mi madre está a punto de llegar! No puede verte así, ¿cómo le voy yo explicar que mi novia es una mujer sin rostro? 
¿Y eso era todo lo que le preocupaba, lo que diría su madre? Elisa no se esperaba aquella reacción de su novio, solo le faltaba eso. 
— Escucha —comenzó a explicar él—. No puedo dejar que mi madre te vea así. Por tanto, con tu permiso, te voy a pintar un rostro. Ya sabes que yo soy muy habilidoso, creo que voy a saberte dibujar los ojos muy fielmente... 
Elisa estaba horrorizada con la que se le venía encima, pero no podía protestar. Solo notó que él la ayudaba a incorporarse del suelo y la sentaba en un sofá. Después se marchó del salón. Ella sentía como él se movía por algún lado de la casa buscando los instrumentos precisos para su operación pintura de cara. Se sentía como un lienzo que iba a ser usado para hacer un cuadro, pero no sería ella, no, sería eso, un cuadro. 
Lo que Elisa no podía imaginarse era que Liborio se vino con todo su instrumental de pintor. Notó la pintura al óleo y como él le pasaba el pincel por el rostro. Pintaba rápido, tal vez por las prisas de que su madre viniera en cualquier momento. Elisa sentía, mientras tanto, una mezcla de indignación y de desesperación.
Al cabo de unos minutos, él suspiró y dijo en un tono que no disimulaba su satisfacción: 
— Es una obra de arte. Hasta voy a sacarle una foto para... 
Sin embargo, en ese justo instante sonó la llave en la puerta de la calle. La madre estaba entrando. 
Elisa notó cómo Liborio le daba una patada a todos sus instrumentos de pintura. Probablemente irían todos para debajo del sofá, para quitarlos de la vista de su madre a la máxima velocidad. 
— Tú, quieta aquí y no digas nada —ordenó Liborio a la joven. 
«¿Que no diga nada...? Este tío es tonto», pensó ella. 
La madre entró. Su voz,  en cuanto empezó a hablar, le sonó a Elisa como la de esas actrices de teatro que solo saben expresarse a gritos, como si la vida fuera una representación de teatro. 
— ¿Pero a quién tenemos aquí...? —chilló la madre de Liborio. 
Y en ese momento, una mano tiró del brazo de Elisa hasta ponerla de pie. A continuación, sintió cómo un par de labios le clavaban un beso en la mejilla y después vino un comentario dirigido a ella: 
— Cariño, ¿no has abusado del maquillaje? 
¿Maquillaje? Si ella nunca usaba maquillaje... Vaya, a lo que se refería la buena mujer era a la pintura al óleo que llevaba en la cara. Sin embargo, luego intervino Liborio que empujó a Elisa hasta hacerla sentar en una silla, pero ya delante de la mesa. 
— Pues qué bien que al final nos conocemos, ¿no? Eres muy guapa... —dijo la madre. 
Elisa debería haber respondido justo entonces, pero no podía, no tenía ni boca, ¿cómo iba a pronunciar una palabra? Por suerte para ella, fue Liborio el que dijo algo: 
— Mamá, has de disculpar a Elisa, porque está ronca. No puede hablar, el médico se lo ha prohibido. 
— Pobre, pues nada, nada, que se cuida la garganta... Sin embargo, ¿qué problema tiene en los ojos? No pestañea nunca, ¿no se le van a irritar?
Liborio no había pensado en eso. Rápidamente sacó un par de gafas de sol y se las colocó a Elisa, para enseguida explicar: 
— Ay, que descuidada es esta mi chica. Tiene también conjuntivitis y tiene que llevar gafas de sol... Menos mal que tenía este par aquí yo... 
Elisa  estaba asombraba. Sin embargo, la madre de Liborio empezaba a pensar que aquella muchacha era bien extraña, no entendía cómo su hijo se había buscado una joven con tantos defectos “de fabricación”.
— Bueno, me voy a la cocina y meto el almuerzo en el microondas. Estará en un par de minutos. Lo había dejado preparada antes de salir. Después es solo cuestión de comérselo —explicó ella. 
La señora abandonó el salón y fue, por tanto, a la cocina. Allí se pasó un rato, el ruido de los cacharros se sentía perfectamente desde el salón. Mientras, Elisa deseaba echarle una buena bronca a Liborio, pero no podía. Liborio, por su parte, comenzó la susurrarle: 
— Mi madre es un encanto de mujer, es algo anticuada, tiene sus manías, claro, pero cuando la conozcas, verás cómo... 
Pero Elisa no escuchaba. Solo quería levantarse y volver al baño. Sabía que su rostro se había quedado pegado en aquella toalla horrorosa. Pero ni siquiera podía explicarle al joven que quería ir al baño. Sin embargo, tal vez bastaría con levantarse y dirigirse hacia allá, de alguna manera lo acabaría encontrando... 
En ese instante llegó el almuerzo. Olía a pollo asado. Ni siquiera era nada del otro mundo, parecía un pollo de encargo recalentado en el microondas... Enseguida la madre comenzó a partirlo y puso buenas porciones en los platos. 
— ¿No comes? —preguntó la madre de Liborio cuando vio que la joven no atacaba el pollo. 
Liborio tuvo que intervenir de nuevo: 
— ¡Huy, qué tonto soy! Debí haberte dicho que, además de ronca, tiene un problema con las muelas del juicio y no puede tomar más que líquidos... 
La madre se reafirmó en sus creencias anteriores sobre la chica. Decididamente, su hijo había hecho una mala elección. Con todo, ella quería ser amable: 
— Precisamente tengo unos batidos en el frigo, de esos ideales para adelgazar... y no quiero decir que tú estés gorda, cuidado, pero son nutritivos y por lo menos podrás almorzar... Tengo incluso una pajita, voy por él. 
— No, mamá, mamá, que es alérgica a esas cosas, tú no te apures, nosotros comemos y ella mira cómo comemos. 
La madre no daba crédito. Elisa le habría roto un plato en la cabeza a Liborio si hubiera sabido exactamente dónde estaba. Sin embargo, su emergencia era ir al baño, sí, al baño... Estaba dispuesta a levantarse e ir sola, pero, de repente, su mano que se movía inconscientemente por la mesa encontró un vaso. Sí, era un vaso. ¿Tendría agua? Lo agitó. 
— ¿Agua? ¿Quieres agua? —preguntó la madre—. Sírvele, hijo. 
— No, que no quiere. 
— Cómo no va a querer. 
— Que te digo yo que no quiere. 
Pero Elisa estaba viendo en aquel vaso de agua su tabla de salvación, así que golpeó con el vaso en la mesa. 
— ¿Ves como sí que quiere? —afirmó la madre, quien además estaba teniendo una opinión cada vez peor de la joven, que carecía totalmente de modales. 
Liborio, al final, sirvió agua en el vaso. Luego, Elisa se llevó el vaso a los labios y, al no tener boca, derramó toda el agua en la falda. 
Por suerte, la madre reparó en el agua derramada y no en los labios deshechos a causa del agua, porque justo entonces se habría dado cuenta de que la cara de Elisa parecía un cuadro de Picasso, porque tenía la boca toda desplazada a la izquierda y con la sonrisa para arriba. 
— Huy, pobre... ¡Liborio, acompáñala al baño! 
«Por fin», pensó la muchacha. Liborio la cogió de la mano y la acompañó al baño. 
— ¿Necesitas ayuda? —preguntó él. 
Ella movió la cabeza de izquierda la derecha. Entró en él y cerró la puerta. A tientas procuró la toalla. No recordaba lo que había hecho con ella después de enjugarse la cara. Quizás la había dejado caer al suelo. Sí, en el suelo, por allí debía andar. Tocó algo arrugado, pero no, parecía el tapete para salir de la ducha. Siguió palpando por todo el suelo. Hasta que encontró la maldita toalla. 
Ya iba a ponérsela en la cara de nuevo, cuando le asaltó una duda. ¿Y si se la colocaba mal y los ojos le quedaban donde la barbilla y la boca en la cabeza? No podía pedirle ayuda a Liborio, ni siquiera sabía si estaba fuera. Con sumo cuidado, recorrió con el dedo la toalla. Nada, aquel era el lado que no había usado. Le dio la vuelta. Enseguida comenzó a notar algo. Allí había algo húmedo... sí, y al lado otra cosa húmeda. Serían los ojos. Bajó y tocó algo duro. Hm, un diente a lo mejor. 
Calculó cuidadosamente donde estaban los ojos y la boca y se colocó la toalla sobre el rostro. Luego presionó con todas sus fuerzas. Después, despacio, retiró la toalla. No se atrevía ni a abrir los ojos... Pero, un momento, si ella tenía los ojos abiertos. 
¡Seguía sin ver nada! Todo daba a entender que no había recuperado su rostro. 
Pero, de repente, oyó los gritos de la madre de Liborio que le chillaba al hijo: 
— Bichito mío, han saltado los plomos. ¡Vete a ver, que nos hemos quedado sin luz! 
Elisa contuvo la respiración. Al cabo de unos segundos sonó un “clench” y la luz volvió. 
Ella veía, sí, veía. Se había colocado bien el rostro. Fue a mirarse en el espejo. Sí, ella era. Pero ahora tenía un lunar en la mejilla que antes no tenía; además, la boca que le había pintado Liborio y que se le había movido con el agua seguía allí, pero felizmente se marchó con una poca de agua. 
Elisa respiró tranquila. Todo había sido culpa de aquella toalla. ¿Pero cómo era posible? Su curiosidad era mucha, por eso cogió aquella extraña toalla y se la metió en la mochila —por suerte no se había desprendido de ella en todo el tiempo. Después, salió del baño. 
Y se dio de morros con la madre de Liborio. 
— ¡¡Una ladrona!! ¡¡Se ha colado una ladra en el apartamento!! —comenzó a chillar. 
Lógicamente, la buena señora no había reconocido a la Elisa real, porque el rostro que le había pintado el hijo era el de una famosa modelo de fama internacional; sin embargo, la verdadera Elisa era una mujer bien normalita. 
La madre de Liborio la amenazó con un cuchillo de carnicero, así que la joven no se lo pensó dos veces. Ya veía y podría encontrar la salida, cosa que no dudó en hacer. Corrió hacia la puerta de la calle y se escapó. 



A partir de aquel día, Elisa no quiso saber nada más ni de Liborio ni de su madre, cosa que alegró mucho a la madre. Liborio intentó contactar con ella, pero ella rehusó mantener cualquier conversación con él. Aun así, él se consoló enseguida cuando conoció a una tragadora de sables que trabajaba en un circo, aunque aquella le gustó aún menos a la madre del joven. 
Elisa conservó aquella misteriosa toalla. Sin llegar a saber por qué tenía aquellas propiedades, la usó primero con su jefe, un tipo despreciable que debía ser la reencarnación de Atila, con cuerpo de gorila y manos de de dinosaurio, porque no se cortaba las uñas. Cuando se quedó sin rostro un día que fue enjugar en la oficina —previamente Elisa había dejado estratégicamente allí su toalla—, ella misma le colocó en la cara una foto de un amoroso koala, lo cual provocó todo tipo de «oooh, que tierno» entre el personal de la oficina. Quedaba muy bien aquel jefe fiero, auténtica bestia sanguinaria, apareciendo con una cara de koala. Ya nadie le tuvo miedo después de aquello. 
Y lo que sucedió después con aquella toalla misteriosa que borraba rostros es otra historia que ya os contaré en otra ocasión, pero primero tengo que encontrar mi cabeza, que la he dejado por aquí en alguna parte para que durmiera una siesta mientras yo os contaba esta historia y ahora no la encuentro. 

Frantz Ferentz, 2012

jueves, 8 de noviembre de 2012

EL MONSTRUO DE LA CRISIS. LA CRISIS EXPLICADA A LOS NIÑOS POR UNA ABUELA JUBILADA.


— Abuela, ¿qué es eso de la crisis de lo que tanto hablan papá y mamá? —preguntó Enrique a su abuela Margarita, que siempre lo iba a llevar y recoger a la escuela. 

— Es complicado... Me da que no tienes aún edad para entenderlo. 

Enrique se rascó la cabeza y recordó cuánto su padre se quejaba de la crisis, que si le aumentaba el precio de la gasolina para ir a trabajar, o cómo su madre se lamentaba de que con el sueldo que ganaba vivían cada vez peor. 

Por todas partes oía que la crisis estaba destruyendo todo, por eso, Enrique llegó a pensar que la crisis era un monstruo invisible que entraba en las casas de la gente y se comía la ropa, la comida y hasta se bebía la gasolina de los coches. 

— ¿Entonces la crisis es un monstruo? —preguntó Enrique a la abuela, mientras esta tejía un jersey de lana en el banco del parque. 

La abuela se detuvo un momento y se quedó mirando al nieto. 

— ¿De verdad quieres saber lo que es la crisis? 

Enrique movió la cabeza de abajo a arriba. 

— Está bien, pero después no me llores, ¿eh? 

Enrique pensó que la abuela lo iba a entregar al monstruo invisible para que lo devorara y por eso se asustó, pero, en cambio, lo que la abuela hizo fue la meter a mano en el monedero y sacar una moneda de dos euros. 

— ¿Cuánto tiempo hace que no comes chuches? —preguntó la abuela. 

— Mucho... 

— Cuando tus padres te daban dos euros, te comprabas chuches, ¿no? 

— Sí. ¡Con dos euros tenía para 40 chuches!

— Vete a comprarlas ahora. 

Enrique obedeció. Volvió al cabo de unos minutos con la cabeza gacha. 

— ¿Qué ha pasado? —preguntó la abuela—. ¿Cuántas chuches te han dado por dos euros? 

— Solo veinticinco —dijo el niño en tono apesadumbrado. 

— Vale, ¿ya has entendido lo que es la crisis? 

Enrique movió la cabeza afirmativamente, pero no era lo que la abuela se creía, sino que el niño confirmó que la crisis era un monstruo invisible, pero aún más cruel de lo que él había pensado, porque no solo se comía las cosas de los adultos, sino que también se comía las chuches de los niños. 

Texto: Frantz Ferentz, 2012
Ilustración: Enrique Carballeira

miércoles, 7 de noviembre de 2012

ALICIA Y EL ENDOCRINO DEL BIGOTE MUY FINO


Cada vez que Alicia tiene que ir al endocrino, tiene miedo. 

Le da miedo porque es un tipo muy serio que cuando dice: "Solo has perdido cien gramos en una semana, esto no va", parece que en realidad le está diciendo: "Has perdido cien gramos en una semana, vas a sufrir como nunca, pequeña, prepárate a ser deportada a un campo de concentración y adelgazamento". 

Y claro, como el endocrino, un señor muy serio con bigote muy fino y rostro en que nunca se dibuja una sonrisa, cobra un dineral por el tratamiento, los padres de Alicia le echan la bronca a la niña. 

¿Qué culpa tiene ella de solo haber perdido cien gramos? 

Ella no es una pelota de baloncesto, solo está algo rellenita, pero eso no es tan malo, ¿no? 

Sin embargo, los padres de la niña no lo ven así. 

Opinan que la niña no puede parecer un planeta. 

Exagerados... 

Pero las cosas van a cambiar del todo un día en que, paseando por la calle, aparece un dragón. 

¿Que qué hacía un dragón en medio de la calle un sábado a las tres de la tarde? 

Ni idea, pero la cuestión es que estaba allí. 

No era un dragón de esos que queman todo, no; tal vez supiera abrasar con su aliento, pero, en cualquiera caso, aquel era un dragón hambriento, porque según avanzaba por la calle, devoraba a la gente que se encontraba. 

Además, le gustaba comer humanos, no comía árboles, perros o setas, no, comía humanos... 

Por suerte para la gente, no los masticaba, simplemente los devoraba, como si fueran chuches. 

Y Alicia no se libró. 

Cuando quiso reaccionar, se encontró en la boca de aquella bestia (y madre mía, es que no le habría enseñado su madre a lavarse los dientes después de cada comida, aunque si no paraba de comer todo el día, no sabría cuándo tocaba lavarse los dientes...) y cayendo hacia la garganta del monstruo... 

Pero no pasó. 

Se quedó encajada en la garganta. 

Como un tapón. 

El dragón se detuvo. 

Notó que algo no iba cuando sintió que no era capaz de devorar y que los humanos se le acumulaban en la boca. 

Alicia, allí encajada, observó que otra de las víctimas del apetito del dragón era, precisamente, su endocrino. 

El pobrecito, debido a la muchedumbre que allí había, se había quedado pegado a uno de los grandes dientes del dragón y se había raspado en la cabeza con aquel diente afilado. 

Le había quedado una fea herida en forma de W... 

Pero como la entrada al estómago del dragón estaba taponada por Alicia, ya nadie podía caer. 

El dragón comenzó a llorar, pero nadie lo consoló, por si acaso... 

Sin embargo, la gente empezó a salir de la boca y huir. 

Y Alicia, aún allí encajada, vio como todos se marchaban... 

¿Qué sería de ella? 

Y entonces despertó. 

Todo había sido un sueño, más bien una pesadilla. 

Pero la pesadilla aún no había acabado.

No, porque esa misma mañana, después de la ducha, del desayuno y de un viaje en bus, tendría que ir a ver al endocrino del bigote muy fino. 

Qué pánico. 

Pero cuando entran en la consulta, la cosa no es tan horrible como otras veces. 

El endocrino no dice las cosas tan feas de costumbre. 

Sin embargo, Alicia nota que el endocrino lleva un sombrero todo el tiempo. 

Que extraño... 

— Bueno, Alicia, esta semana no has perdido nada, pero no importa... —dice en un tono suave, aunque no sonríe. 

El bigote de él se arquea levemente, que es lo más parecido a una sonrisa. 

Los padres de la niña se exasperan: 

— Doctor, ¿cómo que no importa que la niña no haya perdido cien gramos esta semana? 

El endocrino se encoge de hombros y no dice ni mu.

Qué extraño. 

Entonces entra la enfermera. 

Y mientras está la puerta abierta, hay una corriente de aire, que hace volar el sombrero del doctor. 

Y entonces Alicia ve la cabeza del endocrino del bigote muy fino. 

Tiene una cicatriz. 

En forma de W. 

En la cabeza. 

Ahí comprende todo. 

Alicia pregunta: 

— Entonces, ¿ya no estoy gorda? 

— Solo un pelín redonda, nada grave. Tú intenta ser feliz como eres. 

Y sin decir nada más, Alicia le plana un beso en la mejilla al endocrino del bigote muy fino y sale de la consulta, mientras sus padres la contemplan asombrados sin comprender nada de nada.

Frantz Ferentz, 2012