– Nunca, nunca, voy a querer casarme con una princesa. Me dan asco todas ellas... Son tontas, melindrosas y ni saben besar –dijo todo convencido el caballero Arnoldo Lexiconio, famoso por sus hazañas a lo largo y ancho de los desiertos africanos y asiáticos, poseedor del título de mayor cazador de dragones de su época.
Ante aquellas palabras, su madre, que siempre lo acompañaba en sus campañas, se quedó boquiabierta. Su madre era una madre de esas que se creía que su hijo sin ella era un inútil y que, por tanto, tenía que acompañarlo a todas partes, como si fuera su sombra, porque un caballero andante, por muy valiente que fuera, necesitaba a alguien que le lavara la ropa, le preparara las comiditas y le acariciara la cabeza antes de dormir. Pero ella se veía vieja y sabía que, en el futuro, su hijo se tendría que casar con una princesa –los caballeros siempre se casan con princesas y llegan a ser reyes–, pero aquel hijo suyo no quería. ¿Cómo era posible? ¿Dónde se había visto una cosa así?
– Entonces, hijo mío, ¿cómo puedes estar tan seguro de que no te quieres casar con una princesa? –preguntó llena de angustia la madre.
– Mamá, todas las noches sueño que me besa una princesa y te aseguro que es la cosa más asquerosa que he sentido en mi vida –respondió el hijo poniendo la mayor cara de asco que uno pueda imaginar.
– Pero son solo sueños, mi rey –trató de justificar la madre.
– Puede que sean sueños –dijo él–, pero yo los siento muy reales. Noto unos labios que se me acercan, que me besan y empiezo a sentir tanto asco. Y veo que se trata de una princesa con la boca muy grande y llena de baba y unos ojos inmensos, como de pez...
Por eso, cuando el caballero Arnoldo Lexiconio salvó el reino de al-Gharbia de una familia de dragones enanos –que son muy peligrosos, porque, aunque sean pequeños, atacan en equipo–, el rey Ahmed IV quiso dar la mano de sus tres hijas al caballero, pero este no aceptó. El rey se sintió humillado por haberle sido rechazada aquella ofrenda tan generosa y mandó a sus guardias contra el caballero. Este, a pesar de haber sido un héroe, fue enviado a prisión en medio del desierto, con su madre y su inseparable dromedaria Saltadunas. El rey le soltó una terrible amenaza:
– O te casas con una de mis hijas, o te quedas ahí hasta el final de tu vida.
Qué situación tan triste era aquella para el bravo caballero Arnoldo. Prefería mil veces luchar contra dragones y criaturas peligrosas antes que tener que decidir con qué princesa se iba a casar. Pero lo peor de todo era tener que aguantar todo el tiempo las lamentaciones de su madre:
– ¿Lo ves, hijo mío? Ya te dijo hace mucho tiempo que tenías que casarte con una princesa. Por eso hemos llegado a este punto y ahora ni sé si conseguiremos sobrevivir...
Pero el caballero no decía nada, solo se pasaba todo el día sentado en una roca y veía como se pasaban las horas. Solo contaba con la amistad de su dromedaria que se quedaba a su lado todo el tiempo. Sin embargo, algo terrible seguía sucediendo por las noches: seguía soñando que era besado por diversas princesas, todas ellas feas, de grandes bocas y ojos de pez... Aquellas pesadillas se repetían todas las noches. Era tan infeliz...
Pero la vida en aquella prisión del desierto era muy aburrida. El caballero Arnoldo no podía pasarse todo el tiempo soñando de noche con princesas asquerosas y de día mirando a la arena, aunque su madre fuera capaz de sorprenderlo cada día con bocaditos deliciosos. Hizo saber al rey que aceptaría la mano de una de las princesas, sus hijas. El rey, muy contento, mandó traer a Arnoldo, su madre y la dromedaria. Las princesas, cubiertas con velos, no eran visibles. Ni siquiera sus ojos se veían. Iban las tres vestidas iguales, con telas de algodón, y tenían la misma altura.
– Oh, mi rey, no sé cual escoger. No puedo siquiera verles los ojos –dijo el caballero.
– Tiene que ser así –explicó el rey–. Así lo dice nuestra religión. Pero también puedes casarte con las tres, si lo deseas.
– Buen rey Ahmed, es mi religión la que no me permite casarme con tres mujeres.
– Entonces te casas con dos...
– Tampoco. Solo puedo casarme con una.
– Sea pues. Pero tenemos que arreglar esto de alguna manera.
– Estoy de acuerdo. Majestad, yo propongo que sean vuestras hijas las que decidan cuál se quiere conmigo casar.
El rey se quedó muy sorprendido. Esa no era la costumbre. Pero tampoco había ninguna ley que dijera que una princesa no podía escoger con qué caballero podía casarse.
Las princesas fueron consultadas. Ellas estuvieron de acuerdo, pero pidieron que las besase el caballero durante la noche a oscuras, para que, según el beso, una de ellas escogiera al caballero. El rey estuvo de acuerdo con aquella propuesta.
Cuando llegó la noche, el caballero se levantó para ir hasta el cuarto de la primera princesa. Como estaba todo tan oscuro, se perdió y acabó en los establos. A causa del calorcito agradable que hacía allá dentro, se cayó en la paja y se quedó dormido al instante. Cuando amaneció, se encontró rodeado de vacas que lo miraban con ojos tiernos.
Por la mañana, fue convocado por el rey. El caballero iba a explicar que no había podido cumplir su tarea, pero antes de que hablase, ya el rey había pedido a las princesas que hablaran.
– ¿Fuisteis besadas por el caballero, oh hijas mías?
– Lo fuimos –respondieron ellas a la vez.
– ¿Y cuál de vosotras se quiere casar con él?
– Yo no –dijo la primera.
– Yo no –dijo la segunda.
– Yo no –dijo la tercera.
Tanto el rey como el caballero se quedaron con la boca abierta. El rey pensaba que aquello era muy extraño, pero el caballero pensaba que era más que extraño, era siniestro, porque él no había besado a ninguna princesa.
– ¿Por qué, oh hijas, no queréis casaros con el caballero ninguna de vosotras?
La respuesta fue única:
– Porque él besa con unos labios enormes llenos de baba y unos ojos de pez que dan asco.
Al caballero, al oír aquellas palabras, aquello le recordó la descripción de los besos de sus sueños.
El rey, hombre justo, decidió entonces:
– Como mis hijas no quieren casarse contigo, eres libre para irte con tu madre y tu dromedaria.
– Sois un hombre muy justo, oh rey Ahmed –respondió el caballero Arnoldo–. Quedad en paz, vos y vuestro reino.
Y el caballero se fue con la madre y la dromedaria Saltadunas, pero aquella misma noche, ya en el desierto, volvió a tener las mismas pesadillas de ser besado por una princesa fea como una legión de brujas, lo que le hizo sentir un profundo asco, como cada vez que era besado en sueños... Y así siguió siendo durante mucho tiempo, con pesadillas semejantes todas las noches, aunque ni sospechaba que los besos no eran imaginados, sino reales, y que era su propia dromedaria la que lo besaba todas las noches cuando él ya roncaba plácidamente. Sin embargo, la madre del caballero, no paraba de decirle que ya era hora de que dejase de ir matando dragones y se dedicase a buscarse una esposa.
Y la encontró un día. Y resultó ser una criadora de dromedarios, lo que enseguida despertó los celos de Saltadunas. Pero esa ya es otra historia.
© Frantz Ferentz, 2012