martes, 28 de noviembre de 2017

EN EL CAMPO DE REFUGIADOS


En el campo de refugiados, los chicos se quedaron sin una triste pelota con que jugar. El aburrimiento se apoderó de los chicos que siempre se pasaban las horas interminables de estancia en él para jugando partidos de deportes inventados por ellos, pero siempre con pelotas. Sin embargo, ese día, ya no hubo ni una pelota triste, porque los guardias se habían incautado de todas. Parecía que su trabajo consistía precisamente en fastidiar a los chicos.

"Padre, ya no nos quedan pelotas". Esas fueron las únicas palabras que Ahmed le dijo a su padre.

Este ya sabía lo que ello significaba. Hizo un gesto discreto a los cinco hombres que estaban a su lado, ociosos, que dejaban pasar el tiempo sin nada que hacer, pero que no perdían detalle de lo que lo hacían sus hijos en aquel arenal donde se levantaba el campo de refugiados.

"Eh, guardias, que tenéis cara de bobos y no sabéis ni ataros los cordones de las botas," exclamó el padre de Ahmed, mientras se burlaba de ellos, junto con los otros cinco hombres, desde detrás de las rejas que impedían la salida del campo de refugiados.

Rápidamente, media docena de guardias agarraron sus rifles y, desde una distancia reglamentaria, dispararon material antidisturbios a los cinco hombres desvergonzados que se atrevieron a burlarse de ellos. Fue una lluvia de proyectiles disparados en la dirección de los hombres, pero prácticamente ninguno de ellos alcanzó ningún cuerpo, porque los hombres se precipitaron hacia el interior del campamento envueltos en una densa nube de polvo.

Unos minutos después, el padre de Ahmed se acercó a su hijo con la camisa recogida a la altura del vientre.

"Toma", dijo el padre y dejó a la vista dos docenas de pelotas de goma que los guardias le habían disparado a él y a sus compañeros. "Ya puedes reanudar tus juegos con tus compañeros".

"Gracias, papá", dijo el niño, todo feliz, y se fue corriendo al encuentro de sus amigos, con todas aquellas pelotas de goma antidisturbios que ellos bien sabrían reutilizar.


© Frantz Ferentz, 2017