Durante muchas semanas en casa de los Martínez
Martínez venía sucediendo algo extraordinario, algo que no tenía una
explicación lógica, algo para lo cual sería preciso buscar ayuda de fuera, tal
vez en internet o incluso más allá.
Lo que venía sucediendo en casa de los Martínez
Martínez es que a cada instante desaparecía un calcetín de lana.
Exactamente era así.
Un calcetín de lana por semana.
Y no es que desaparecieran en parejas, no,
eso no, sino que desaparecía siempre uno, estrictamente una unidad del par cada
semana.
Podía darse el caso, eso era innegable, de que
en una semana desapareciera un calcetín del par y a la semana siguiente
desapareciera el otro.
Pero lo más increíble de todo es que solo
desaparecían calcetines de lana, no desaparecían, sin embargo, calcetines de
cualquier otro tejido.
Los que más desaparecían eran justo los
escarpines que tejía la abuela.
Y es que la abuela, como no tenía nada que
hacer, se pasaba los inviernos — y también el resto del año — tejiendo calcetines
y calcetines de lana, montañas de calcetines que después se ponía toda la
familia Martínez Martínez, pero no solo ellos, daba para regalar a los del 5ºB,
a los del 2ºC, a la portera y su familia y hasta al perro del señor Emilio, que
cogía todos los catarros por las patitas, el pobre.
* * *
Por eso, lo de aquel invierno estaba siendo algo inaudito.
¿Quién se llevaba los calcetines de lana de
los cajones?
¿Quien?
La abuela, cuando se enteró de lo que pasaba,
dijo que aquello solo podía ser cosa del monstruo comecalcetines.
— No digas disparates, mamá — le respondió
su hijo, el señor Martínez —, eso son cuentos.
— De cuentos nada — porfiaba la abuela —.
Recuerda que nosotros descendemos de una familia de la Renania Sajonia donde creían
en estos seres mitológicos. Hasta mi madre, durante mi infancia en Renania, me
hablaba del sockenmonster.
— ¿Del qué? —preguntaron los dos nietos al
mismo tiempo.
— Del sockenmonster, que es como le
llaman en Alemania al monstruo de los calcetines.
* * *
A los nietos aquello les parecía una
historia la mar de interesante.
La abuela nunca les había hablado de tal
criatura, ni conocían su existencia, por eso le pidieron que les explicara
de qué se trataba.
Sin que nadie lo sospechara, la abuela era
una verdadera experta en el tema.
Sabía todo lo que había que saber sobre tal
criatura, porque desde generaciones atrás le venían contando todo lo relativo a aquel misterioso ser.
Según contaba la tradición, los monstruos
de los calcetines vivían en los hogares y, como su nombre indica, se alimentaban
de calcetines de lana, no de los otros, más modernos, porque los monstruos
preferían los productos naturales.
— ¿Y cómo es un monstruo de los calcetines?
— preguntó Martín Martínez, el nieto.
— Nadie no lo sabe exactamente — respondió
la abuela —. Hay tantas teorías como personas, porque normalmente estos
monstruos domésticos no se dejan ver. Tiene que ser pequeño y probablemente debe
saber camuflarse muy bien.
— ¿Entonces son invisibles? — preguntó
Martina Martínez, la nieta.
— Lo más probable es que sí, que se vuelvan
invisibles a la voluntad — asintió la abuela.
Era excitante tener un monstruo de los calcetines
en casa.
De hecho, según la tradición, casi todas
las casas tenían uno.
Pero como la desaparición de los calcetines
estaba llegando a un límite insoportable, el señor Martínez decidió tomar
cartas en el asunto.
El señor Martínez, como persona adulta y
seria, no podía dar crédito a las fantasías de su madre, pero, por otro lado, recordaba lo que a él le contaban de niño.
El caso es que se lo creía todo.
Por eso, ¿y si realmente...?
* * *
El señor Martínez decidió montar guardia
por la noche, que era cuando aparentemente desaparecían los calcetines.
Se quedó sentado en el salón, a oscuras,
armado con un colador para capturar a la criatura que pasara por allí de camino
a las habitaciones en busca de los calcetines.
Sin embargo, lo despertó la señora Martínez
por la mañana muy temprano.
— ¿Te has quedado dormido? — le preguntó
ella con una taza de café en las manos.
— Solo ahora, hace un ratito — mintió él
herido en su orgullo.
— Pues parece que algo más de tiempo, porque esta noche ha vuelto
a desaparecer un calcetín...
— No es posible.
— Pues lo es...
El señor Martínez, herido en su orgullo,
montó guardia tres noches más, pero las tres noches se quedó irremediablemente
dormido después de un cuarto de hora contemplando la oscuridad.
Y mientras tanto, los calcetines seguían a
desaparecer.
— Es cosa del sockenmonster — insistía
la abuela —,es un bicho muy listo, capaz de saber cuándo lo vigilan.
— Pues solo queda una solución — dijo el
señor Martínez, que estaba dispuesto a reconocer indirectamente la existencia
de aquel ser.
— ¿Cuál? — inquirió la señora Martínez.
— Tendremos que deshacernos de todos los calcetines
que hay en casa. Así, cuando no haya calcetines, el ladrón de calcetines se marchará,
porque no tendrá de qué alimentarse.
— La idea podría funcionar — comentó
tranquilamente la señora Martínez.
— Claro... — quiso insistir el señor Martínez.
— La idea podría funcionar — retomó la
señora Martínez — si estuviéramos en verano y no necesitáramos calcetines, pero
ahora estamos en enero y hace un frío insoportable, no podemos deshacernos de
los calcetines de lana precisamente ahora, ¿lo entiendes?
Era ciertamente un argumento de peso.
No, lo deshacerse de los calcetines de
lana, no era una buena solución.
Probaron otras opciones.
Los pusieron en lo más alto del armario.
Los cerraron en un cajón con llave.
Los cubrieron de pimienta con la intención
de causar estornudos al monstruo de los calcetines.
Pero todo, absolutamente todo, fue inútil.
Cada semana, un nuevo calcetín de lana
desaparecía misteriosamente.
Fue entonces cuando los hijos Martínez
decidieron hacer una búsqueda por internet.
Los padres no quisieron saber nada más del
asunto y dejaron a la abuela y los nietos organizar la caza de aquel ser tan
escurridizo.
* * *
Tenían la certeza de que encontrarían algún
modo de capturar un monstruo de los calcetines, porque en internet se encuentra
todo, desde cómo transformar una aguja en una miniantena parabólica hasta cómo
domar un minidragón.
Efectivamente allí encontraron la solución.
En una página dedicada a los monstruos
domésticos decía que los monstruos de los calcetines, los sockenmonster
de la abuela, vivían en rincones escondidos en el hogar de imposible acceso
para los humanos; ellos sabían muy bien cuando el camino estaba libre y salían,
generalmente amparados por la oscuridad, a capturar los calcetines de lana que
hubiera en el hogar donde moraban y hasta en otros vecinos.
Añadía la página que es prácticamente
imposible capturar un monstruo de los calcetines, pero que se puede encontrar
su refugio con una técnica muy sencilla: basta hacer una gran bola con una
docena de calcetines de lana.
El monstruo de los calcetines, normalmente
cauteloso, no podrá resistir tal tentación y se lanzará a comerse la bola de calcetines
como si no hubiera comido en dos meses, porque, además, no se enterará de que
se trata de una docena de calcetines, sino que pensará que es un solo calcetín
gigante.
¿Y qué monstruo de los calcetines se puede
resistir?
Eso hará que su barriga crezca hasta
extremos inimaginables y no pueda entrar en el agujero que use de cobijo.
Tendrá que irse deshaciendo de lo comido y
alrededor quedará todo lleno de lana.
Y justo ahí será donde el monstruo de los calcetines
tenga su morada.
* * *
Martín y Martina les contaron a los padres
y la abuela lo que habían descubierto por internet.
La más entusiasta con el plan fue la abuela,
pero ella decidió que, en vez de hacer una bola de calcetines, iba a hacer uno
gigante, que era algo aún más tentador para cualquier monstruo de los calcetines.
La abuela no tardó ni dos días en tejer el calcetín
más grande nunca visto en la ciudad.
En aquel calcetín cabía un pie del número 135,
por lo menos.
Además, era suavecito, apetecible para
cualquier monstruo de los calcetines, incluso con un ligero perfume de
suavizante que le daba un olor delicioso...
Una tentación de calcetín, vamos.
Y en una noche de febrero dejaron el calcetín
en el armario, para no dar la sensación al monstruo de los calcetines de que le
estaban tendiendo una trampa...
* * *
En aquella fría y oscura noche de febrero,
mientras fuera nevaba y el silencio imperaba sobre todas las cosas, algo menudo
se movía por la casa.
No era silencioso del todo, pero el rumor
que hacía al moverse quedaba amortiguado por la moqueta.
Cuando llegó al armario, no dudó ni un
segundo en ir hasta el cajón donde aquel calcetín inmenso estaba guardado.
Entró como siempre solía hacer, por la
parte trasera del armario, colándose por debajo y luego penetrando por un agujerillo
en la parde, para después trepar muy ágilmente hasta el cajón donde se guardaba
aquel enorme y apetitoso calcetín de lana virgen.
Ah...
Fue un movimiento rapidísimo, probablemente
habría pasado desapercibido para el ojo humano, pero en menos de un segundo, el
calcetín desaparecía del cajón y bajaba por la parte trasera del armario empujado
por un ser menudo que huía a una velocidad de vértigo.
* * *
A la mañana siguiente, Martín, Martina y la
abuela fueron directos al salón para iniciar sus pesquisas.
No tardaron mucho en descubrir restos de
lana en forma de hilos.
De hecho había un rastro muy claro que
comenzaba en el cuarto y seguía por el pasillo para desembocar en el salón.
Parecía que era justo allí, en el salón,
donde el monstruo de los calcetines tenía su madriguera, pero no, en realidad
el rastro seguía hacia el baño.
Qué extraño.
En ninguna parte decía que los monstruos de
los calcetines escogieran los cuartos de baño para vivir, ni tampoco en las
historias sobre sockenmonster que conocía la abuela se hablaba de tal
cosa.
Pero el rastro iba hacia el baño, de eso no
había duda; por tanto, para allá se fueron los tres.
Al pie del lavabo encontraron un montón de
lana deshecha que, sin duda, había pertenecido al calcetín gigante.
Y un hilo larguísimo subía hasta el mueble
donde el padre guardaba sus artilugios de afeitar, justo tras el armario del
espejo.
La abuela se disponía a abrirlo, cuando, de
repente, una voz irritada chilló a sus costas:
— ¿Qué demonios pasa aquí?
La abuela y los dos nietos se dieron la
vuelta.
El padre los contemplaba recién levantado
en pijama desde la puerta del baño.
— Acabamos de descubrir cuál es el refugio
del monstruo... — explicó Martina.
— ¿Ah sí? —el padre se mostraba incrédulo.
La abuela no esperó más y abrió la puerta
del armario del espejo.
Y lo que allí encontraron no se lo esperaba
nadie.
Era algo absolutamente inimaginable...
* * *
Allí estaba la máquina de afeitar del
padre, un aparato ultra-super-moderno, una afeitadora electrónica inteligente.
Hasta allí, nada de especial.
Lo especial era que la afeitadora estaba
toda rodeada de lana.
Y justo cuando abrieron la puerta, la afeitadora
hizo un ruidillo extraño.
Realmente sonó como un eructo.
Sí, un eructo como los que suelta la gente
después de haber comido mucho.
No era posible.
¿Era la afeitadora ultra-super-moderna la
responsable de que los calcetines de lana desaparecieran?
La madre contemplaba la escena desde detrás
del padre.
Al final se había enterado de toda la
historia mientras se acercaba al baño.
Sin decir una palabra, cogió un calcetín
que llevaba en el bolso de la bata y lo dejó en el suelo.
Enseguida, la afeitadora se conectó
automáticamente y saltó hacia el calcetín como un perro salta a una salchicha.
Después, empezó a afeitarlo, pero acabó
deshaciéndolo, como si se lo comiera.
No quedó más que una especie de polvo en el
aire flotando durante unos segundos.
Eso era todo lo que quedaba del calcetín.
— Misterio resuelto — sentenció la madre.
— ¿Quieres decir que todo era causado por
mi afeitadora? — preguntó el padre incrédulo.
— Claro — comenzó a explicar la madre, que
ya tenía su teoría desarrollada —. Es tan sofisticada que se activa con
cualquier cosa que ella considere que es barba. Confundía los calcetines de
lana con tu piel y por eso se activaba sola. No importaba que los calcetines
estuvieran en la alcoba, ella sola se iba para allá y cumplía su tarea.
Demasiado perfecta tu afeitadora...
— Pues ni sueñes con tocarla, ¿eh? — dijo
el padre apretando la afeitadora contra el pecho.
El resto de la familia salió del baño con
el misterio resuelto.
El padre, por su parte, la encendió y se puso
a afeitarse.
Que maravilla de máquina, pensaba él, era
tan inteligente...
Y mientras el padre se afeitaba, unos ojos
menudos contemplaban toda la escena desde un rincón del baño, en una esquina en
el techo.
Eran los ojos de un ser que se había dado
un buen atracón de lana y que había conseguido desviar la atención hacia una
máquina de afeitar.
Había faltado muy poco para que lo
descubrieran.
Para la próxima, tendría que ser más
cuidadoso.
Cuidadoso sí, pero sin renunciar a seguir
comiendo calcetines de lana...
© Frantz Ferentz, 2011