viernes, 19 de abril de 2013

CÓMO SE ESCRIBRE TRISTEZA

Anabela llegó a su casa con la mochila llena de libros. Cansada, como siempre, después de una jornada completa de estudio, se fue directamente a la cocina, como hacía siempre, para servirse un vaso de zumo de naranja. 

Podía moverse por la casa un buen rato sin encontrar presencia viva de otros ser, de hecho ni sabía se en el hogar había alguien más. Sin embargo, enseguida salió de dudas, cuando sintió una persiana que bajaba allá, en la lejanía, en algún remoto rincón de la casa. La niña se tomó su zumo de naranja y se fue a su cuarto. Sin embargo, por el camino se encontró a su madre que venía del cuarto de baño. 

Ella solo le sonrió, de manera que la niña tuvo que imaginarse la conversación que se habría producido se viviera en una vivienda normal: 

— Hola, hija, ¿ya estás aquí? 

— Pues, como todos los días a estas horas, que es cuando salgo del instituto — respondió Anabela con un tono triste. 

— Muy bien, ¿y tienes trabajo? 

— Pues sí, como casi siempre... 

Y la madre, con la sonrisa en los labios seguiría su camino hacia algún lugar interesante, pero en realidad la madre continuó su camino con una revista en la mano, ajena a la hija, para no se sabe muy bien adónde. 

La chavala siguió con la misma sensación de malestar que experimentaba a diario en aquel hogar donde todos la ignoraban, desde siempre, ya desde cría, donde la nadie parecía interesarle lo que ella hacía o dejaba de hacer. 

Ella, la pequeña, la niña buenecita y callada, pasaba desapercibida, sin problemas con las notas de estudios. Decidió que iba a darse una ducha antes de ponerse a trabajar. 

Hacía un día muy caluroso y venía toda sudada. Dejó sus cosas encima de la cama y se fue al baño. 

Sin embargo, el baño estaba ocupado. Llamó a la puerta: 

— ¿Quién hay dentro? 

— ¡Yo! — sonó la voz del hermano mayor. 

A saber lo que estaría haciendo. 

Sin duda se iba a eternizar. No le quedaba otra que esperar. Pero esperar, ¿dónde? En su cuarto, no, porque solo de pensar que tenía tal cantidad de deberes que hacer del instituto, ya se ponía enferma. 

Decidió ir a la cocina, a lo mejor otro zumo de naranja le caería bien. 

Sin embargo, en la cocina no encontró la calma que esperaba. 

En la cocina se encontró al padre batiendo unos huevos para hacerse una tortilla de queso — su plato preferido para la cena — y a la madre cosiendo unos calcetines que tenían unos buenos agujeros en la punta que daban miedo. 

— Hola... — saludó tímidamente Anabela. 

— Hola — saludaron el padre y la madre al mismo tiempo, mecánicamente, pero sin por un momento interrumpir sus respectivas actividades. 

La niña aguardó aún unos segundos para ver si le preguntaban por lo que tenía entre manos. 

Allí nadie se interesaba por ella. Como siempre. Nunca a nadie le interesaba lo que ella hacía. 

Con todo, ella tenía que contar lo que le corría por dentro. No podía quedarse callada, por eso, mientras daba unos tragos lentos al zumo de naranja, explicó: 

— En el instituto nos han pedido que hagamos un pequeño poemario... 

— ¿Un qué? — preguntó el padre, no se sabe muy bien si porque no había entendido a causa del ruido del aceite saltando o si porque no sabía de qué le estaban hablando. 

— Un poemario — aclaró la niña —. Nuestra profesora de literatura quiere que intentemos escribir algo literario. Nos dio a escoger varios géneros, para ver dónde nos encontramos más cómodos. Yo he elegido la poesía, porque me gusta y... 

Sin embargo, de repente paró de hablar. Comprobó con tristeza que a nadie le interesaba lo que estaba contando. 

El padre ponía toda su atención en que la tortilla de queso no se le cayera fuera del pan, mientras la madre se concentraba en que los agujeros de los calcetines quedasen bien cosidos y, por tanto, desaparecieran. Anabela oyó que la puerta del baño finalmente abría. Sin decir una palabra más, apuró el zumo de naranja y se fue al baño para darse la ducha. 

Quizás necesitaría una máscara antes de entrar allí, pero ya estaba acostumbrada a aquellas situaciones domésticas. 

Mientras, la madre de Anabela entró en el cuarto de la hija para preguntarle lo que quería cenar. Sin embargo, cuando entró en el cuarto, descubrió que estaba vacío. 

Qué extraño. ¿Donde se habría metido la cría? ¿Habría desaparecido? ¿La habrían secuestrado? Por un instante sintió cierto desasosiego. 

No duró mucho, sin embargo, porque enseguida la madre se dio cuenta de que la ducha en el baño estaba abierta. Acababa de ver a su marido en la cocina y el hijo miraba hipnotizado la televisión, luego sacó la conclusión de que su hija estaba en el cuarto de baño duchándose, o es que alguien se había colado en casa y había ocupado el baño, porque en aquel barrio cualquier cosa era posible, como bien contaban las vecinas... 

La segunda hipótesis parecía muy improbable, porque la madre tenía cierto recuerdo de haber visto a la hija antes esa misma tarde, por lo que dejó de preocuparse y pensó que, efectivamente, Anabela era quien estaba en el cuarto de baño. 

Mejor así. 

Y ya iba a darse media vuelta hacia la cocina, cuando sus ojos, por casualidad, se detuvieron en aquel trozo de papel en la papelera. 

No era un papel anormal, era solo un fragmento troceado. 

La madre lo recogió de la papelera y lo leyó. 

Decía: 

“Como se escribe tristeza”. 

Qué triste sonaba aquello de la tristeza. 

Y luego un flash de memoria alcanzó su consciente después de haber abandonado el subconsciente, al recordar que la niña había estado en la cocina y había hablado de una tarea que le habían puesto en la escuela... sí, había hablado de hacer un libro de poemas. 

Aquel fragmento que tenía en la mano era, sin duda, un verso frustrado. Y era tan triste de leer. 

Tristeza. 

Tal vez tristeza sea la palabra más triste. 

Además, la poesía es un buen modo de expresar los sentimientos, y es que su hija estaba triste. 

¿Y por qué estaba triste? 

Uf, demasiados pensamientos para la madre sola, necesitaba la ayuda del padre, entre ambos tendrían que resolver aquello, deberían hacer algo, porque, ¿y si tenían una hija triste en la familia y no se habían enterado? ¿Acaso algo no iba bien en aquella familia? ¿Estaría también triste el hijo? 

No, el hijo no parecía estar triste, porque se reía a carcajadas delante del televisor con aquellos programas para cretinos que devoraba uno tras otro durante horas. 

Por tanto, la madre decidió tener una conversación muy seria con el padre sobre la situación de su hija. 

La madre corrió a la cocina a buscar al padre. 

Lo encontró allí comiéndose su tortilla de queso con cara de auténtico placer, porque, para él, para el padre, el mejor momento del día era justo aquel, cuando se deleitaba en su tortilla de queso. 

Incluso dos veces al año le echaba canela a la tortilla, porque, para él, aquello le potenciaba al máximo el sabor, pero eso lo dejaba solo para ocasiones muy especiales, como el día de su cumpleaños o el día de su medio-cumpleaños, o sea, seis meses después. 

— Querido — anunció la madre en tono solemne —, tenemos un problema... Un grave problema. 

Al padre le faltaba el último bocado de la tortilla, mas incluso así se detuvo, porque el anuncio de la esposa sonaba incluso preocupante. 

Durante la cena hubo un silencio muy tenso. Casi se podía cortar con cuchillo. El padre y la madre miraban a su hija de reojo, sin decir una palabra. 

A ella no le resultaba extraño, porque siempre la ignoraban, pero a lo mejor no se enteró del interés que el padre y la madre tenía entonces por ella. 

El hermano, por su parte, sorbía en la sopa como un rinoceronte, ajeno a todo lo que se desarrollaba a su alrededor, deseando solo porque llegara la hora de levantarse de aquella silla en la cocina y volver al salón, donde pasaría ya tranquilamente varias horas devorando el programa de telerrealidad para aquella noche, donde se aseguraba que expulsarían a una peluquera de perros de alta sociedad que mantenía unas relaciones pésimas con un nutricionista de almejas, en aquel concurso donde todos querían ganar el sapo de oro. 

Después de la cena, Anabela se volvió a su habitación. 

Iba a intentar continuar con su poema y, al mismo tiempo, chatear por el ordenador con sus amigos, intercambiando mensajes y ayudas acerca de las tareas escolares y también haciendo planes para el fin de semana.

Por fin los padres se quedaron solos en la cocina. 

— Tenemos que hablar — anunció la madre. 

El padre no tenía maldita gana de hablar, pero no se iba a oponer a su mujer, que se lo quedaba mirando con los ojos bien abiertos; él bien sabía que cuando su mujer lo contemplaba con los ojos tan abiertos era mejor no mover un músculo y permanecer atento. 

— Pero si somos una familia — prosiguió la madre — y aquí falta alguien. 

— ¿La niña? 

— No, tonto, nuestro hijo, porque él tiene que estar al corriente de todo. Si hay un problema con Anabela, tiene que saberlo y tiene que colaborar con nosotros. 

— Si tú lo dices... 

— Claro que lo digo. 

— Pues no creo que quiera venir a la cocina. Está todo concentrado en esa cosa que pasan por la tele y que lo tiene hipnotizado — aclaró el padre. 

— Pues si Mahoma no viene a la montaña, la montaña viene a Mahoma. 

— Se dice justo al contrario. 

— Me da igual, ya entiendes lo que te quiero decir. 

Efectivamente, los padres se aposentaron en el salón, a ambos los lados de su hijo en el sofá, para contarle lo que sucedía con la hermana: que se sentía sola, muy sola y que, por tanto, sufría, sufría mucho, y que ellos eran una familia, que ella estaba llena de tristeza, que no podían permitir que una chavala de trece años tuviera tanta tristeza, porque la tristeza en dosis pequeñas era, a lo mejor, aceptable, pero en grandes dosis, no, hacía mal al cuerpo y al alma, que ahí estaba la tía abuela Benigna, toda llena de granos por el cuerpo porque decían que en su juventud había pasado mucha tristeza.

El hijo no oía, él estaba a lo suyo, solo quería que se callaran, que lo dejaran ver aquel programa que tanto le gustaba, pero aquella señora a su lado... su madre, sí, no paraba de hablar, sin embargo, él, para adelantar su silencio y el final de aquel monólogo, no hacía más que asentir con la cabeza y decir, de vez en cuando, “sí, sí, tienes razón”. 

Y fue así como, al final, consiguió oír la frase mágica: 

— Entonces, ¿estamos de acuerdo? 

— Sí –dijo el hijo, que tenía la vaga impresión de que le habían hablado de lo malo que era abusar de las bebidas de cola de madrugada. 

Los padres se levantaron y se marcharon. 

El hijo se tumbó en el sofá y ocupó todo el espacio para evitarse futuras visitas. Nadie lo iba a interrumpir en la visión deliciosa de aquel programa. Nadie, excepto la publicidad, que venía cada tres minutos y duraba seis... Pero él era un tipo sacrificado y podría resistirlo. 

Y fue así como desde aquel día, todo cambió en casa de Anabela. La madre comenzó a mostrarse increíblemente amable con ella, le hablaba en un tono gentil y le preguntaba por sus cosas en el instituto. El padre, después de recibir algún codazo de la madre, también se mostraba interesado en todo el relativo a la hija, tanto que incluso la acompañaba hasta la puerta de su habitación. El hermano, por su parte, también empezó a hacer esfuerzos. Para eso, la madre se interponía entre él y el televisor, impidiéndole ver sus programas favoritos.

— Tienes que ser amable con tu hermana, ¿has oído? 

— Que sí, pero quita de ahí de en medio, que no veo nada... 

— ¿Serás gentil con tu hermana? 

— Que sí, pero déjame ver, por favor, cómo el artista de los macarrones nomina a la adicta a las golosinas de anís... 

Y fue así como también el hermano mostró un desacostumbrado comportamiento amable con su hermana sin motivo aparente.

La pobre Anabela no entendía nada, no entendía cómo de un día para otro toda su familia había pasado de ignorarla del todo a querer ser su sombra, hasta a darle mimos y tenerla a su lado durante las sesiones televisivas de la noche, que a ella tan poco le interesaban, pero no tenía el coraje de decir que no... 

Y aquella noche, después de acabar el programa en que un esquimal intentaba escoger a cinco personas que tiraran de su trineo entre treinta candidatos, Anabela se fue a su cuarto. 

Por suerte era viernes y para lo otro día no tenía que levantarse temprano para ir a las clases. 

Abrió el ordenador y comenzó el chateo con los amigos que a la sazón estaban en línea, aun unos cuántos de ellos. 

Anabela comenzó a compartir con ellos el extraño cambio operado en su familia, que, en cuestión de horas, había pasado de no querer saber nada de ella a convertirse en su sombra. 

— Tu madre tiene cargo de conciencia — le comentó una amiga desde Singapur. 

— Puede ser, ¿pero por qué? — preguntó Anabela —. ¿Y por qué los otros también? 

— No tengo ni idea — respondió la amiga de Singapur. 

— A lo mejor — intervino un amigo de Texas — se han tomado algo en mal estado y han sufrido una intoxicación. Deja pasar aún unos días y, si ves que la cosa sigue igual, llama al médico... 

Anabela sonrió con aquella ocurrencia, aunque sabía que el tejano realmente se creía lo que decía. Pero justo entonces alguien nuevo entró en el chat. Era su amiga Elisa, que estaba con los padres en el Japón y, quizás, seguiría allí por muchos años. 

Probó a escribirle, tal vez ya habría conseguido arreglar el ordenador del padre. 

No iba. 

Probó también con la voz. 

Tampoco iba. 

Qué asco, vivir en un país como el Japón y tener el ordenador estropeado. 

Probó con la cámara, que era lo único que funcionaba. Agarró un trozo de papel y escribió en él: 

“¿Aún no te va esa cosa?”, refiriéndose lógicamente al ordenador. 

Y la amiga respondió con el mismo sistema, con un trozo de papel donde había escrito la palabra “no”. 

Tendrían que seguir con aquel sistema primitivo y menos mal que le funcionaba la cámara de vídeo. Entonces Anabela volvió a escribir la misma pregunta que le había formulado unos días atrás: 

“¿Ya sabes cómo se escribe tristeza en japonés?” 

Elisa escribió un mensaje rápidamente en otro trozo de papel y se lo mostró por la cámara web: 

“Ya lo sé. Te lo envío por correo electrónico”. 

Ambas amigas hubieron de intercambiar aún varios mensajes con aquel sistema. 

Cuando Elisa cerró el chat, Anabela troceó aquel papel en que había escrito la conversación, tirándolo a la papelera. Quería el anagrama japonés con la palabra tristeza porque lo había visto en algún sitio y le había gustado, pensaba hacerse, cuando fuera mayor de edad, un tatuaje con él. 

La pobre estaba lejos de imaginarse lo que vendría después. 

A la mañana siguiente, cuando la niña había salido a hacer deporte como solía, la madre entró en el cuarto para ventilarlo. Y por una de esas extrañas casualidades, miró hacia la papelera. Allí se encontró aquel trozo de papel, resto de la conversación de la noche anterior, donde vio escrito: 

“Estoy perdiendo la vista por momentos” 

Se asustó toda. Corrió al dormitorio, tenía que despertar a su marido y contarle que la terapia de mimos con la hija no bastaba, que la niña necesitaba ayuda profesional, porque se estaba quedando ciega. 

Lejos estaba de imaginarse que la frase entera, si no estuviera troceado el papel, decía: 

“Y hazme el favor, arregla ya ese ordenador, porque con tanto cartel mostrado por la cámara, estoy perdiendo la vista por momentos. Espero que puedas usar el chat con normalidad”. 

Sin embargo, lo último que se le ocurrió a la madre fue preguntarle a su hija si todo iba bien. 

Tan simple como eso. 

Frantz Ferentz, 2013