viernes, 16 de febrero de 2024

UN ZAPATO DE CADA PAR

  


Esa mañana, el nuevo maestro llegó a la clase.

Y todos se lo quedaron miraron, porque nadie podía creer lo que veía.

No es que se vistiera de malabarista, ni que tuviera cabeza de búho, ni que hablara en el lenguaje de las abejas.

No, no era nada así en absoluto.

Era simplemente que sus zapatos no eran normales.

En el pie derecho tenía un zapato y en el derecho otro diferente.

Hay gente a la que le gustan los calcetines diferentes, uno de cada color, pero no es frecuente que alguien use dos zapatos diferentes.

Pero así era con el nuevo profe.

Por eso, desde el primer día, los alumnos sintieron más curiosidad por los pies del maestro que por lo que enseñaba; muchos de ellos ni siquiera sabían lo que enseñaba, solo se fijaban en sus pies.

Cada día, el profesor acudía a clase con dos zapatos diferentes.

¿Qué misterio escondía?

Había tanta curiosidad entre los estudiantes que decidieron unir sus mentes para descubrir el motivo.

Primero decidieron crear una lista en internet donde todos darían su opinión del por qué.

Luego idearían un plan para descubrir por qué.

En un sitio web secreto plantearon la pregunta:

  • desmarcada

    ¿Por qué crees que el nuevo profesor siempre viene con un zapato diferente en cada pie?

Las respuestas tardaron muy poco en llegar. Se veían así:

  • selecionada

    Porque está muy, muy distraído y ni siquiera se da cuenta de que lleva zapatos diferentes. (6 votos)

  • selecionada

    Porque es corto de vista y ni siquiera se nota la diferencia entre los zapatos. (5 votos)

  • selecionada

    Porque es un excéntrico (4 votos)

  • selecionada

    Porque todos los zapatos que tiene en casa son solo de un pie (2 votos)

  • selecionada

    Porque no tiene dinero para comprar pares de zapatos completos (1 voto).

Era una situación complicada.

Había infinidad de posibilidades.

¿Cómo sabrían la verdadera razón por la cual el profe venía todos los días, sin excepción, con dos zapatos diferentes?

Y cuando estaban a punto de idear el plan para descubrir el motivo del misterio del nuevo maestro, vieron que no hacía falta.

Fue durante el recreo, mientras el profesor vigilaba el patio, que sintió que le picaba el pie, precisamente el derecho.

Quizás se le había metido una piedra.

La cosa fue que el profesor se quitó el zapato derecho y empezó a rascarse la planta.

Todos los alumnos de la clase notaron entonces un detalle en el pie del profe.

Era un pie izquierdo que estaba en lugar del pie derecho.

Por tanto, tenía dos pies izquierdos y ningún pie derecho.

¡¡Por eso los dos zapatos eran diferentes!!

© Frantz Ferentz, 2024


martes, 13 de febrero de 2024

LOS LIBROS QUE DABAN MIEDO

 


La madre de Sofia estaba muy preocupada. Su hija, de cinco años, tenía miedo de los libros. Intentaron explicarle que los libros son amigos, que nada malo le podían hacer los libros, pero ella insistía que sus libros le daban miedo. Hasta hablaron con la psicóloga del jardín de infancia, quien también intentó explicarle que sus libros eran buenos. Pero todo fue inútil, la niña se escondía debajo de las mantas y solo quería oír los cuentos contados por su madre, nada de tenerlos cerca. A veces, Sofia incluso se refugiaba en la cama de sus padres, porque decía que los libros la miraban y la niña estaba muy asustada.
— No es bueno que Sofia tenga miedo de los libros —comentaba el padre—. Si no le gustan, de mayor será una ignorante porque no podrá estudiar.
La madre estaba de acuerdo con la opinión del padre, pero ninguno de ellos sabía qué se podía hacer. Sin embargo, el problema de Sofia resultó estar repitiéndose por el barrio. Otros críos de su edad comenzaron a decir que también tenían miedo de los libros. Los padres se reunieron, contrataron psicólogos, pero era inútil, por lo menos diez crios tenían terror de sus libros y no hacían más que lamentarse de que tenían pesadillas nocturnas de monstruos salidos de los libros...
Hasta que la abuela Cristina, maestra jubilada, fue a visitar a su familia. Cuando los padres de Sofia le contaron lo que pasaba, ella quiso ver los libros. Cogió algunos de ellos y empezó a hojearlos. Ella misma tuvo que reconocer que había sentido miedo.
— ¿Pero vosotros habéis visto los dibujos de estos libros? —preguntó la abuela Cristina.
— Claro. Estos álbumes son un superéxito editorial. ¿Qué tienen que particular? —quisieron saber los padres.
— En mis tiempos —empezó a explicar la abuela—, los dibujos estaban hechos para acompañar a los textos, pero estos libros, todos los que la niña tiene aquí, fijaos, dan miedo. ¿Vosotros habéis visto estas narices picudas? ¿Y tanto color gris? ¿Y estas rayas que parece que quieren saltar a los ojos? ¿Pero si a mí misma me entran ganas de cerrar estos libros y ponerlos en órbita!
Los padres se quedaron muy sorprendidos. No obstante, tenían mucha confianza en la abuela Cristina. Por eso, hablaron con los otros padres, pues todos los niños iban al mismo jardín de infancia y leían los mismos libros. Dejaron a la abuela Cristina hacer una prueba: ella les regaló libros con imágenes a colores y formas redondas. Los críos reaccionaron de una forma diferente al ver aquellos libros. Les gustaban, ya no les tenían miedo...
— Niños —dijo la abuela Cristina—, ahora, haced algo muy divertido. Poned vuestros libros nuevos debajo de la cama, abiertos por estas ilustraciones tan lindas.
Nadie entendía nada, ni los padres ni los hijos.
— Haced como os digo —insistió la anciana.
Y obedecieron. Inmediatamente, se oyeron gritos interdimensionales de terror. Eran criaturas asustaniños que no resistían aquellas imágenes bonitas, tan diferentes de las ilustraciones de bichos picudos. Huyeron todos de sus escondrijos debajo de las camas y regresaron a sus antros.
En ese mismo instante, en un plano dimensional diferente, el responsable del Cuadrante AP5XBAlpha informaba a  jefe, Aterrador Máximo, de que el plan de cambiar los sustos debajo de la cama por usar ilustraciones terroríficas había sido un fiasco y que, si querían seguir asustando crías humanas, tendrían que idear un nuevo plan, pero hasta que ese momento llegase, los humanos más jóvenes podría dormir tranquilos de noche.

© Frantz Ferentz, 2014/2020





EL VELERO CRECIMENGUANTE




La gente siempre recibe regalos por Navidad. Pueden ser muchas cosas: una caja de bombones, un jersey, un juguete… en definitiva, pueden ser muchas cosas, pero lo que no ocurre muchas veces es que se trate de un objeto mágico.

Sí, exactamente eso, un objeto mágico. Vayamos por partes.

Caleido iba a cumplir dieciséis años pronto, así que había pedido como regalo de Navidad un velero para surcar los mares, para salir con sus amigos a navegar por las costas de su país en el Hemisferio Sur, donde las playas eran de arena fina y el el mar tenía un color turquesa brillante.

Y allí estaba, colgado en la pared, su regalo en forma de calcetín, como manda la tradición.

Entonces, cuando lo vio, Caleido se quedó muy decepcionado, pues dentro del calcetín navideño solo había una pequeña caja envuelta en papel de regalo que parecía un rompecabezas gigante. En ese momento, sus padres no parecieron escuchar sus sugerencias de que quería un barco real para navegar con amigos en el verano.

Aquí tienes tu regalo, hijo dijo la madre, entregándole el paquete.

Lo desenvolvió y vio una caja. No era un paquete de rompecabezas ni siquiera un modelo de, por ejemplo, la Torre Eiffel. No, nada de eso. La caja no tenía nada escrito, era una simple caja de cartón.

Tenía una tapa que se abría girándola hacia arriba. Dentro de la caja había un barco, sí. Era muy bonito, de madera, con timón y vela blanca. Tenía capacidad para al menos seis personas a bordo, pero tendrían que ser del tamaño de un pulgar.

— ¿Es una broma? —preguntó Caleido.

— Hijo —explicó el padre—, no tenemos dinero para comprarte un velero de verdad...

— Pero yo quería navegar con mis amigos...

— De todos modos, lee lo que dice aquí en este folleto que viene con el barquito.

Caleido ni siquiera se había dado cuenta de que, efectivamente, había un papel doblado en el fondo de la caja. Lo tomó y lo desdobló. Era una especie de manual de instrucciones del velero.

Las instrucciones fueron muy breves. Solo decía:

«El velero crece y mengua. Este barco de juguete se convierte en un velero real y aterriza en el agua. Para volver a su estado de juguete es necesario que el velero se pose en tierra sin tener contacto con el agua. Luego, vuelva a guardarlo en su caja hasta que llegue el momento de zarpar nuevamente.»

— ¿Pero estáis de guasa? —Caleido preguntó a sus padres.

Pero no, no era ninguna una broma.



Los padres de Caleido sabían perfectamente lo que quería su hijo, pero como ya le había dicho su madre, no tenían dinero para comprarle un barco de verdad. Malamente pagaban la hipoteca cada mes como para invertir miles de euros en un velero, pero el hijo estaba obsesionado con tener un barco para presumir ante sus amigos.

Entonces los padres buscaron en internet una balsa inflable o algo así, porque era todo lo que podían permitirse. Guglearon hasta que encontraron aquello.

Al principio, incluso parecía una broma, pero cuando hicieron clic en el enlace decía barco que crece y mengua. Fue algo que los sorprendió. Pero finalmente lo compraron: un barco de juguete que, al contacto con el agua, crecía hasta convertirse en un barco real.

Era imposible, pero iban a arriesgarse. Llamaron al número del anuncio. Respondió una voz que sonaba humana, pero con acento de cabra. Los padres de Caleido expresaron sus dudas, pero la señora con voz de cabra les dijo que podían venir al puerto para ver con sus propios ojos cómo era el barco que anunciaban.

Los padres estaban desesperados. Fueron a comprobar si el barco tenía las propiedades que anunciaban en el anuncio. Ya los esperaba un tipo vestido con capa y capucha, con un aire muy misterioso, como de mago.

— Señora y señor Cuscuz, contemplen el barco —dijo el chico.

— ¿Dónde está? —preguntó la madre.

— Aquí.

Y se sacó de su manga el barquito, que era de verdad un juguete, y lo arrojó al agua.

BLOP, sonó.

Y al instante el barco creció, creció y creció hasta convertirse en un barco normal. Todo en cuestión de segundos.

— ¿Están viendo? —preguntó el tipo misterioso.

Pero los padres se quedaron sin palabras. A continuación, el hombre levantó el velero con grúas y lo colocó en la superficie seca del muelle. Inmediatamente el barco se encogió, se encogió, se encogió y volvió al tamaño de un juguete.

El hombre lo tomó en la palma de su mano y los padres Caleido dijeron al unísono:

— ¡Lo compramos!



Y así fue como el Caleido recibió aquel extraño regalo. Tanto fue así que, al principio, ni siquiera creía que fuera real, pero sus padres le juraron y perjuraron que ese barco que crecía y menguaba era real.

Caleido se creyó las palabras de los padres y se dirigió al puerto. Hacía un día espléndido, con sol y una temperatura muy agradable que invitaba a navegar e incluso a bañarse frente a la costa.

El chico soltó el barquito desde el muelle tratando de que el velero no perdiera el equilibrio y cayese boca abajo. Tuvo que tumbarse en el suelo para, alargando el brazo hacia abajo lo más posible, dejando que su mano no estuviera a más de unos metros del suelo.

SHOF.

El barco amerizó bien. Caleido dejó escapar un suspiro de alivio y se puso a pensar:

«Espero que ocurra...»

Pero su mente ni siquiera había completado el pensamiento cuando sonó algo como:

¡VROOOOMMMM!

El velero ya había alcanzado el tamaño de un barco real. Era muy bonito, con una vela blanca inmaculada y madera de la mejor calidad.

Caleido dio un salto a cubierta. Las tablas del suelo crujieron. ¡Qué maravilla! El chico no podía creer que finalmente tuviera su propio velero. Entonces se dio cuenta de que el barco iba a ser arrastrado por la corriente.

— ¡El ancla!

Efectivamente, tuvo que echar el ancla para que el velero se quedara quieto, porque no estaba amarrado. Todos los conocimientos náuticos que poseía Caleido eran teóricos, aprendidos en cursos descargados de internet. Pero aun así sabía mucho sobre navegación.

Cuando todo estuvo bajo control, hizo lo que había querido hacer durante años: invitar a todos sus amigos del colegio a que lo acompañaran en una excursión en barco. Para ello recurrió a un grupo de compañeros de la escuela con una aplicación de mensajería, entre los que se encontraban un par de profesores, pero que seguramente no irían a dar un paseo en el velero. El mensaje llegó a todos en cuestión de segundos y, como era sábado, la mayoría de los compañeros de clase Caleido se dirigieron al puerto.

Media hora más tarde estaban todos a bordo. Y todos trajeron comida y bebida, como se les había dicho en el mensaje.

Todo hacía prometer que sería un día inolvidable para todos ellos.

Y lo fue.



Efectivamente, fue un día en el que todos los chicos disfrutaron como nunca en sus vidas. Caleido ni siquiera sabía cuántas personas había a bordo, porque hubo una fiesta con música, comida y bebida que duró todo el día.

Hasta que el sol empezó a ponerse. Entonces Caleido dijo algo que sorprendió a sus compañeros.

— Y ahora, debéis saber que este velero es mágico, se convierte en un juguete cuando está fuera del agua, en seco.

Aquellas palabras sonaron como una broma. Todos se rieron a carcajadas.

— ¡No es una broma, es verdad! —insistió el chico cuando el barco ya estaba en el muelle.

Pero todos se siguieron riendo. Sin embargo, Caleido no permitió que el velero tocara el muelle para que todos los compañeros desembarcaran, se quedó a un metro de distancia.

— ¡Necesito vuestra ayuda! Hagamos una lluvia de ideas. Si alguien sabe cómo sacar el barco del agua, se ganará una semana de crucero en mi velero.

La propuesta sonaba muy bien. ¿Por qué no intentarlo?

— Mis padres practican yoga y creen en la fuerza mental. Si nos sentamos en círculo y nos concentramos, podemos hacer que el barco flote— explica Alinó, una compañera de Caleido.

— Probemos, probemos —propuso Caleido todo entusiasta.

De mala gana, todos se sentaron en el suelo, tomados de la mano, mientras Alina dirigía a todos.

— Respira hondo, siente tu respiración, cree que juntos podemos hacer levitar esta nave... —decía Alina con los ojos cerrados.

Experimentaron y experimentaron con todas sus fuerzas, con tanto esfuerzo que alguien incluso se tiró un pedo y, al esparcerse olor por el aire, sacó de su concentración al resto de los compañeros de Caleido.

— ¡Qué peste!

— ¡Guarro, haz eso en tu casa!

— ¡Cerdo!

Todos se quejaron, pero nadie sabía quién era el responsable de las flatulencias.

— Tenemos que intentar otra cosa –dijo entonces Caleido.

— ¡Pero yo ya quiero volver a casa! —protestó alguien.

— De aquí no se va nadie hasta que el barco tenga el tamaño de un juguete.

Hubo más protestas, pero Caleido se mantuvo firme.

— Tengo una idea —dijo Mariola.

— ¿Y cuál es? —preguntó Caleido.

— Verás, la cosa es coger mucho impulso y navegar hasta la playa a toda velocidad. Si coges demasiado impulso, el barco saldrá del agua y se adentrará en la arena.

Pero el nerdo de la clase, Máculo, respondió:

— Con la velocidad del viento, la dirección de la corriente del agua, el peso de este velero, te digo que eso no será posible. El velero se quedará varado en la arena, una parte seca y otra mojada.

Los compañeros de Caleido sabían que Macúlo tenía razón. Tenía un cerebrito prodigioso para hacer cálculos físicos. Si él lo decía, sería verdad.

Pero la confesión de Máculo enfureció al resto de compañeros, quienes decidieron saltar por la borda, uno tras otro, y nadar de regreso a la playa, porque no estaba tan lejos.

Y así fue como Caleido se quedó solo en su velero, a punto de llorar, porque parecía una pesadilla. De repente, una mano se posó en su hombro y una voz de niña le dijo:

— Estoy aquí para ayudarte, no te preocupes.

Caleido se giró. Allí estaba ella, Loya, la chica más impopular de toda la clase.



Loya era todo lo contrario a popular en clase de Caleido y compañía. Estaba gordita y por eso no querían tenerla cerca. Siempre era la misma vaina.

Durante la excursión, ella también subió al velero, pero pasó sin que la vieran, por lo que se sentó en la proa, como si quisiera ser invisible.

— ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Caleido en una mezcla de molestia y alivio. Molesto, porque no le agradaba la chica, al igual que al resto de sus compañeros; alivio, porque no estaba solo, ya que todos habían huido y lo habían dejado solo con su problema.

— Ayudarte —respondió ella.

—  ¿Y como?

— Con la cabeza

— ¿Quieres dar cabezazos al barco para ver si así se hunde?

— No digas bobadas –replicó riéndose, y su risa sonó contagiosa, porque Caleido nunca había oído reír a su compañera—. Solo digo que es cuestión de poner a trabajar tu cabeza, que0 uses el cerebro.

— ¿Y qué sugieres?

— Verás —empezó a explicar— en este océano nuestro las mareas son muy fuertes. La diferencia entre marea alta y marea baja es de muchos metros. Luego, basta con dejar el velero frente al paseo marítimo, y esperar. Así, si el mar retrocede con la marea baja, el barco quedará en la arena.

— Pero me pondrán una buena multa si me pillan con el velero en la arena.

— Si, como dices, el barco se convierte en un juguete cuando esté posado en el suelo, ni siquiera llegarán a ver el barco.

Caleido pensó que no tenía nada que perder. Puso la vela al viento para guiar el barco hacia la orilla, echó el ancla y esperó.

Al cabo de tres horas y media, la marea había bajado demasiado como para que todo el casco del velero quedara sobre la arena, sin contacto con el agua. Y justo en ese momento empezó a chillar. Era una señal de que iba a disminuir. El Caleido saltó a la arena y unos segundos después, el velero se convirtió en un juguete.

— ¡Hurra! —gritó alegremente el niño.

Cogió el barco, lo metió en su caja y se apresuró a regresar a casa. Los padres ya estarían preocupados, y además su estómago protestaba de hambre.

Y justo antes de cerrar los ojos, recibió una llamada en su celular.

— ¿Hola?

— Caleido, ayúdame.

— ¿Loya? ¿Dónde estás?

— ¡En tu barco! Cuando menguó, yo todavía estaba a bordo y no conseguí saltar, como lo hiciste tú.

Caleido se dio cuenta entonces de que después de recoger el velero, ni siquiera se preocupó de la pobre chica. Tenía que hacer algo por ella. Pero ya sería al día siguiente, de noche era mejor descansar. No obstante, como tenía su corazoncito, fue a la cocina por una galleta, la desmenuzó y la colocó en el piso del velero para que Loia no se muriera de hambre hasta el día siguiente.


© Frantz Ferentz, 2024

viernes, 9 de febrero de 2024

LA CAZA DE LOS PRINSAPOS

 


     El rumor corrió como la pólvora. De los diecisiete príncipes azules que iban a acudir a la pedida de mano de la princesa real Carola, entre ocho y diez no eran auténticos príncipes azules, eran el prinsapos.

     ¿Que qué son prinsapos? Bien, los especialistas en familias reales de todo el viejo continente europeo definen como prinsapo a los "príncipes sapos". Todos los conocedores de las historias antiguas saben que se denominaba así a los sapos encantados con apariencia de príncipes azules. No se sabe muy bien cuál era el origen de aquel fenómeno, si príncipes convertidos en sapos, o sapos convertidos en príncipes, aunque también podía tratarse de príncipes convertidos en sapos y a continuación reconvertidos en príncipes. Sea como fuere, lo único claro era que la natureza de esas criaturas llamadas prinsapos era principalmente de sapos, pero con apariencia principesca.

     Entre los especialistas corría también otra denominación, la de sapazules, que es la unión de las palabras sapo y (príncipe) azul, de modo que un sapazul vendría siendo, probabelmente, algo parecido a un prinsapo. Pero las diferencias exactas no estaban escritas en ninguno, porque la principiología no es una ciencia exacta, como las matemáticas o la física.

     Pero volviendo a lo que nos interesa, aquel año la princesa real Carola cumplía dieciocho años, lo cual significaba que los príncipes azules de todo el continente, reales y saperos, iban a presentarse en el palacio de su padre, el rey Aldo VIII el Bien-Peinado para pedir la mano de la princesa.

Sin embargo, como diciamos, el rumor de que una buena parte de los pretendientes eran prinsapos y que los métodos para ser descubiertos eran muy precarios aún en aquel tiempo, porque no se hacían, por ejemplos, pruebas de ADN, suponía un grave problema.

El Rey Aldo VIII el Bien-Peinado, gran amante de las tradiciones, pero también de la hija, no podía permitir que un prinsapo se acabara apoderando de su trono. Y tampoco era cuestión de aceptar que su bienquerida hija acabaría entre las ventosas de una de esas horribles criaturas y toda llena de babas de sapo. Y quién sabe, podría ser que incluso acabase en una charca, alimentándose de moscas, mosquitos y libélulas.

Por eso, en una reunión secreta, secretísima, en la cripta más profunda del palacio real, los consejeros del rey aconsejaron al monarca proteger a su hija y poner un sosia en su lugar.

–¿Qué es un sosia? ––fue lo primero que preguntó el rey, quien era un chisquiño ignorante aunque estuviera siempre bien peiteado.

– Es alguien muy parecido con otra persona, que puede sustituirla.

Al rey le gustó de la palabra sosia. Tal vez hasta la podría usar para nombrar alguna plaza en la capital: Plaza del Sosia.

Sin embargo, la cosa era seria, habían de pasar a la acción.

– ¿Y dónde encontramos un sosia de la mi hija, la princesa Carola?

– Ya la encontramos, Majestad.

Y entonces trajeron en presencia del rey una joven vestida de princesa, con corona de diademas.

– ¿Por qué está aquí mi hija? ––preguntó el monarca.

– No es vuestra hija –explicó el consejero Filiberto, lo más inteligente de los consejeros reales, por lo cual era considerado el consejero principal–. Es un sosia, no es vuestra hija, Majestad.

– Qué maja –dijo el monarca, y le entró una voluntad inexplicable de abrazarla y darle un par de consejos de padre.

 

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La sosia de la princesa Carola se llamaba Omaira. Era una campesina cualquiera, que había sido escogida por su semejanza con la princesa Carola. Los asesores del palacio decidieron que ella, bien vestida, maquillada, era un calco de la princesa Carola.

Mientras tanto, escondieron a la princesa Carola en un castillo al pie de la playa, lejos del alcance de los princesapos, donde tomaba el sol tranquilamente, tumbada en la arena, con la brisa salada acariciándole la piel... Bueno, dejemos eso, que hasta a mi da envidia solo de contarlo, aunque al cabo de una semana la trajeron de incógnito de vuelta al palacio.

Omaira fue ubicada en los aposentos de la princesa. Siempre había por allí alguna sirviente que le decía:

– Eso no se toca.

– Eso no se coge.

– Eso no se hace.

– Eso no se dice.

La pobre Omaira estaba fastidiada. Le habían prometido una bolsita de monedas de oro por hacerse pasar por la princesa Carola, pero nadie le había dicho que tenía que fingir ser la princesa toda una semana. No, eso sí que no se lo habían dicho. Los sirvientes que la acompañaban, de noche la vigilaban más que si fueran un ejército de guardaespaldas.

Y así llegó la fiesta del cumpleaños. Omaira estaba resplandeciente, bellísima con aquel vestido rosa que llevaba. Se sentía realmente una princesa. Entonces sí, era realmente una princesa. Sin embargo, ¿era una princesa por llevar aquel vestido de princesa?

No le dio ni tiempo a responder a sus propias preguntas. La colocaron en un trono, a la derecha de su padre, y a continuación comenzaron a desfilar ante ella príncipes y prinsapos. Cada uno de ellos era presentado a la princesa, quien los contemplaba hasta con miedo. Todos eran hermosos, delgados, con perilla, porque estaba de moda entre los príncipes del continente.

Cuando pasaron todos, la princesa tuvo que retirarse a sus aposentos. La cuitada no entendía cómo funcionaba aquello. Si ella supiese. La cosa era que el rey se reunía con todos los príncipes, que le ofrecieron bienes y hazañas por la mano de la princesa.

Y así transcurrieron cinco horas, durante las cuales Omaira se aburrió como nunca, porque no le permitían hacer nada, ni siquiera mirar por la ventana. Tenía que quedarse quieta sentada, para no arrugar el vestido.

De repente, entró una sirvienta diferente en la alcoba y ordenó:

– ¡Ponte este vestido ya!

Se trataba de un vestido azul marino con bordes blancos. Era espectacular. Otras dos sirvientes comenzaron a ponerle el nuevo vestido. Cuando estuvo lista, abrieron la puerta de los aposentos y volvió al salón del trono. Una trompeta anunció su llegada.

Y allí ya no había tantos príncipes como en el inicio. Solo quedaban cinco, los cinco que los expertos y el rey escogieron, cuya fachada, patrimonio y nobleza mejor les parecieron, pero sin saber cuáles de ellos eran prinsapos.

Los cinco hicieron una reverencia cuando ella entró mientras decían simultáneamente.

– Alteza...

 

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Omaira ni sabía que existían los prinsapos. Por ello, era imposible que se hubiese imaginado que, de aquellos cinco príncipes, cuatro de ellos eran prinsapos y solo uno príncipe azul.

La falsa princesa había recibido un cursillo acelerado de buenas maneras en la mesa. Le explican cómo usar los cubiertos. Le explicaron que no debía hablar mientras masticaba. Le explicaron que debía sonreír siempre que alguno de los príncipes se dirigiera a ella, pero pensaba que se le iba a quedar cara de boba con tanta sonrisa falsa.

Durante varios días, la falsa princesa interactuó con los príncipes, mientras la verdadera princesa seguía todo por detrás de una cortina o disfrazada de criada, para que ella misma ya decidiese a cuál de aquellos cinco elegir, pero ni ella nadie en la corte era capaz de adivinar cuáles eran prinsapos; quizá lo eran todos.

Hasta que de repente, Omaira sintió que le susurraban en la oreja:

– Princesa, ya no hace falta escoger un príncipe –anunció el consejero principal, que traía de vuelta a la princesa Carola.

Con una disculpa ante los príncipes, hicieron salir a Omaira del salón y a los pocos minutos entró la princesa real, vestida exactamente igual que su doble.

El consejero principal anunció a la princesa:

– Majestad, ya puedes escoger el príncipe que quieras.

Entretanto, Omaira se enteró de lo de los prinsapos. Comprendió que la princesa Carola podría acabar en una situación complicada si se casaba con un prinsapo. Quién sabe, si cuadra hasta la llevaría a vivir en una charca, donde probablemente tendría su corte real.

Aquella misma noche, antes de volver a su hogar, Omaira se escabulló al cuarto de Carola y le dijo:

– Princesa, déjame sustituirte aún un día y descubriré cuáles de aquellos príncipes son prinsapos. Así no te casarás con ninguno de ellos.

Carola abrazó a Omaira. Nunca antes alguien le había mostrado empatía. Si hacía algo por ella era porque quería, no porque recibía una orden.

– Pero ¿por qué haces esto? –preguntó la princesa a su sosia.

– Porque me parece algo muy injusto... ¿Y puedo aún preguntarte algo?

– Claro.

– ¿De verdad quieres casarte?

La princesa guardó silencio durante unos segundos y a continuación dijo:

– No. Es mi padre quien quiere que yo me case. No me preguntó cuáles son mis deseos.

– Entiendo. Voy a ayudarte. Hoy de noche, en la cena, voy a ocupar tu lugar.

– ¿Y cómo lo harás? El consejero principal no se lo permitirá.

– Pero solo si saben que yo soy yo, y no que yo soy tú.

La princesa sonrió.

– Confío plenamente en ti –dijo la princesa y nuevamente abrazó a Omaira.

 

 

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En el gran salón del trono, todas las lámparas estaban prendidas. El castillo estaba de gala con aquel evento en el que, finalmente, la princesa Carola podría escoger entre los cinco candidatos. Su padre, el rey, se sentía generoso, por eso, permitía que su hija escogiese a su marido entre aquellos cinco candidatos. Él era un monarca liberal; otros reyes, en su lugar, escogerían ellos propios al marido de su hija, pero él era muy liberal.

Los cinco príncipes se sentaban ansiosos, sin quitar la vista de la princesa, que aquella noche se veía aún más hermosa de lo habitual.

– Después de la cena ––anunció el rey––, habrá un baile. Mi hija bailará con cada uno de vos y a continuación decidirá con quién se casa. ¡Un brindis por mi princesa!

Todos los presentes alzaron las copas de vino y brindaron por la princesa Carola. A continuación, entraron los camareros con grandes bandejas y platos de metal cubiertos.

Cada príncipe recibió uno de los platos cubiertos y enseguida comenzaron a relamerse. Salía un olorcito delicioso. Enseguida, los príncipes retiraron la cubierta de los platos.

Pero no había allí ningún plato de carne jugosa, no. En cuanto los platos se quedaron destapados, docenas de moscas alzaron el vuelo. La reacción de cuatro de los príncipes fue lanzarse a cazarlas con la lengua, saltando por toda la sala, sin control, hasta por encima de las mesas, solo guiados por su instinto.

El resto de la corte se quedó de piedra. Nadie se esperaba aquello. Los peritos del palacio creían que habían elegido correctamente a los cinco príncipes, pensaban que entre ellos no había prinsapos, pero era claro que se habían equivocado.

El rey se reaccionó rápidamente:

– Guardia, ahora llevaos a esas bestias fuera de aquí.

Los guardias entraron y sacaron aquellos prinsapos a la fuerza, pero todavía de camino a la salida intentaban cazar algunas moscas que se habían posado en las paredes lanzándoles la lengua.

Cuando la cosa ya se hubo calmado, el rey se dirigió al único príncipe real y le dijo:

– Creo que ya no hace falta que mi hija escoja con qué príncipe se casará.

Ambos soltaron una buena carcajada, que el resto de los presentes imitó, aunque no le vieran la gracia, pero si el rey se reía, todos se reían.

Sin embargo, la princesa no se reía. Y cuando la cosa se calmó, dijo en voz alta, para ser oída por todos:

– Creo que ya es hora de cambiar las reglas.

Todos se la quedaron mirando. Nadie entendía nada de lo que ella quería decir.

– Hasta ahora todos os empeñasteis en que la princesa tenía de escoger entre cinco príncipes, pero ahora permitidme que sea el príncipe quien escoja a la princesa.

Todos se quedaron boquiabiertos. En ese momento, entró la princesa... la de verdad, Carola. Y se colocó al lado de la falsa princesa. Ambas vestían igual. Eran indistinguibles.

– Una de nosotras es la princesa real y la otra es su doble. Escoge.

El príncipe miraba a ambas. Era incapaz de distinguirlas. Ni él ni ninguno de los presentes. De hecho, ni el Rey sabía cuál de las dos era su propia hija.

Al final, el príncipe dijo:

– Es una vergüenza que me hagáis esto. Yo soy un príncipe serio y no me podéis tratar así, rey Aldo.

Con el disgusto, el rey se despeinó. Perdió la compostura. No sabía ni qué decir.

El príncipe salió de la sala y hasta dio un portazo, como un niño cascarrabias y mal educado.

Ambas jóvenes, la princesa real y la princesa falsa, se abrazaron, tomadas de la mano, y salieron juntas de la sala, mientras Omaira comentaba a su nueva amiga, la princesa Carola:

– ¿Sabes una cosa? Yo también soy una princesa.

– Ah, ¿sí?

– Sí, pues resulta que Omaira significa 'princesa'.

Sus risas aún resonaron mucho tiempo por los corredores del castillo.


© Frantz Ferentz, 2024