domingo, 29 de noviembre de 2015

EL VERDADERO SEÑOR DE LAS MOSCAS

    Manuel se había pasado muchas horas mirando al techo tumbado en su sillón durante todo el tiempo que estuvo desempleado. Pero el hecho de contemplar el techo durante meses y meses, incluso durante años y años, le había permitido aprender todo sobre las moscas.
    Primero averiguó cómo se relacionan y a qué estímulos responden. Las moscas, aunque parezcan animales sucios que se alimentan de mierda (con perdón), son animales muy limpitos que se frotan las patitas para limpiarse antes de comer.
    Comprobó, además, que las moscas de otoño, aquellas que nacen al final del verano y cuya supervivencia se prolonga durante el otoño, tienen un comportamiento peculiar, quizá algo más testarudas que el resto. Comprobó que son más atrevidas, que tienen menor percepción del peligro y, por tanto, son las que más incordian.
    Tanto, tantísimo, tiempo se dedicó a observar moscas que le cundió muchísimo. Y hasta fue eso lo que le permitió encontrar trabajo. Sí, porque Manuel montó su propia empresa de liquidación de moscas de otoño. Efectivamente, solo trabajaría en otoño en la eliminación de aquellas moscas tan pesadas que tanto molestaban a la gente.

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    Manuel recibió un nuevo encargo de una familia desesperada. Era ya el fin de noviembre y una mosca aún vivía en aquel hogar, resistente a cualquier método de eliminación tradicional. Una mosca que molestaba ella sola como cinco moscas.
    Cuando tocó al timbre de aquella casa, le vino a abrir una señora vestida con abrigo, gorro de lana y botas recubiertas de piel de cordero. Mientras hablaba, de su boca salía vaho, lo cual demostraba hasta qué punto hacía frío en aquel desdichado hogar, probablemente de varios grados bajo cero. La señora, temblando de frío, le pidió que entrase.
    Manuel enseguida comprobó cómo en el interior de la casa hacía la misma temperatura que en la calle. Las ventanas estaban todas abiertas. Manuel no necesitó explicaciones, enseguida supo que aquella era una decisión desesperada de aquella familia para deshacerse de la mosca. Pensaron que, si hacía el mismo frío dentro que fuera, la mosca acabaría muriendo congelada, pero tampoco aquello estaba dando resultados, probablemente los únicos que iban a morir allí eran los habitantes del piso, sin duda de pulmonía.
    – Este verano –explicó la señora–, mi hijo era un as. Capturaba las moscas con las manos y luego hacía bolitas con ellas. Creo que hasta alguna se nos cayó en la sopa, pero como dicen que tienen muchas proteínas, no nos pareció tan grave, pero ahora esta mosca ella sola…
    Manuel asintió. Pasó al salón, donde los dos miembros restantes de la familia presentes en el hogar, un hijo y una hija, mostraban un aspecto lamentable, con los mocos congelados en la nariz, colgándoles como estalactitas, o más propiamente como carámbanos. Ambos estaban sentados en el sofá, intentando ver una película que daban por la televisión, arrebujados debajo de una manta, pero incluso así, la manta saltaba, sin duda a causa de los temblores que tenían aquellos dos adolescentes.
    – Lo hemos intentado todo, con todo tipo de productos químicos, aerosoles, trampas para moscas que venden por internet… Pero todo ha sido inútil, la maldita mosca convive con nosotros desde hace dos semanas y cada día que pasa está más insoportable. No sabemos cómo acabar con ella… Mi marido ha dicho que hasta que la mosca no desaparezca de casa, que él no volverá y está viviendo en una pensión del centro. Ayúdenos, por favor, ayúdenos.
    – Serán cincuenta euros y veinte más por el pago de la zona azul, que el ayuntamiento aquí cobra bien caro el aparcamiento.
    – ¡¡Lo que haga falta, oiga, pero hágalo ya, por favor!!
    Sin más dilación, Manuel se sacó un silbato del bolsillo y pitó, pero nadie en la casa oyó nada, porque se trataba de ultrasonidos. Sin embargo, la mosca lo oyó perfectamente y respondió a la llamada.
    Salió de la esquina donde estaba perfectamente escondida y se posó en una cajita transparente que Manuel ya sostenía en la mano, con algodones. Cuando la mosca hubo entrado en ella, Manuel la tapó.
    – Ya está –anunció Manuel–. Son setenta euros, como ya le dije.
    La señora cogió su monedero y pagó, pero antes preguntó:
    – ¿Y no me haría una rebaja? Es que este invierno vamos estar todos bien malos por culpa de la mosca.
    – Está bien, que sean sesenta…
    – Y dígame, ¿cómo ha conseguido atraer a la mosca?
    – Son muchos años de estudios, señora. Es un método científico patentado por mí. Ya ve que funciona perfectamente. Que tenga un buen día –saludó Manuel.
    Y se fue. Pero cuando ya estaba fuera, Manuel observó a la mosca. Cogió su lupa y comprobó que el insecto conservaba intacta la protección que él mismo le había dado, hecha con un barniz de su invención que mantenía el calor corporal de la mosca y que hasta filtraba el aire en su cabeza para no respirar aerosoles; parecía una mosca astronauta. Después, abrió la cajita y le dijo a la mosca en tono mimoso:
    – ¿Cómo está mi niña preferida, como está?
    Y la mosca se lanzó a volar alrededor de su nariz, zumbando con alegría, como si fuera un perro, solo que no movía el rabo.


Texto: Frantz Ferentz, 2015
Dibujos: Valadouro, 2015
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martes, 17 de noviembre de 2015

UN GRIFO EN LA CABEZA

Luigi era un tipo hablador, muy hablador. Tanto era así que lo que contaba eran principalmente cosas que él se inventaba. Lo cierto es que su cerebro bullía y bullía con historias que se le ocurrían constantemente. Si alguien hubiera tenido la ocasión de poner un micrófono dentro de su cerebro, habría escuchado algo así como una caldera en ebullición, sonaba “blu-blu-blu”.
   Sin embargo, la mujer del Luigi ya estaba harta de oír tanta historia que contaba, aunque ella ni se diese cuenta de que su marido lo único que hacía era inventar historias. Y claro, ya llegó a hartarse de tal manera que amenazó a Luigi con abandonarlo, si no le ponía remedio a su enfermedad, pues ella creía que era una enfermedad.
   Fueron, por tanto, al psiquiatra.
   – Doctor, Luigi no se puede quedar callado ni un rato... –comenzó a decir ella.
   – No exagere, señora –dijo el doctor.
   – ¿Saben una cosa? –empezó a decir justo en ese momento Luigi–. Había una vez un perro que decidió inventarse un lenguaje de signos solo con los movimientos del rabo y para eso habló con...
   – ¿Lo ve? –interrumpió la mujer–. Acaba de empezar a contar una historia.
   El doctor se quedó muy pensativo. Sin embargo, enseguida supo lo que pasaba con aquel hombre: tenía una creatividad tan grande que era imposible para él quedarse callado y dejarse cualquier historia dentro, tenía que contarla. De hecho en eso funcionaba como cualquier chavalillo que tiene la cabeza llena de cosas y tiene que soltarlas.
    – ... y claro, el perro se encontró entonces que las palabras compuestas envolvían más movimientos del rabo, el doble, para ser exactos. Pero no solo eso, algunas razas de perros tenían un dialecto diferente, por lo cual su sistema de lenguaje de signos con el rabo no acababa de funcionar... –proseguía Luigi ajeno a la discusión entre su mujer y el médico.
   – Señora –dijo el doctor–, debe tener paciencia. Deme unos días hasta que vea cómo puedo ayudar a su marido. Mientras tanto, tenga mucha paciencia con él...
   – ¿Que tenga paciencia, doctor? Cómo se ve que usted no convive con él, cómo se ve, que hasta de noche habla y habla en sueños, porque narra incluso lo que sueña... Dígame, ¿hay algo parecido a quitarle las pilas para así evitar que siga hablando y hablando?
   – Ya le dije que necesito unos días, señora. Vuelva por aquí en breve y ya le digo alguna cosa más.
   Sin embargo, mientras el doctor buscaba una solución, ella decidió tomar medidas por su cuenta. Así, una noche, mientras el Luigi hablaba y hablaba en sueños, ella colgó al hombre de un pie al techo y lo dejó así toda la noche, pero no consiguió que se callara, simplemente que él contara su historia del revés, es decir, comenzando por el final y acabando por el principio, lo cual es un pelín difícil.
   Al cabo de tres días, Luigi y su mujer fueron convocados por el médico. Él les dijo que la única solución para que Luigi se calmase era que utilizara un grifo de la creatividad.
   La mujer se quedó boquiabierta. 
   – Un grifo… ¿Pero es que quiere hacer un agujero a mi marido en el cerebro para que le salgan las historias por ahí?
   El doctor tuvo un ataque de risa. No, no se refería a un grifo real, como los que se usan en las casas para que salga el agua, sino a un grifo metafórico. Por eso explicó:
   – Es un concepto psiquiátrico que acabo de adoptar yo –explicó él–. Tras tres días pensando en el caso de su marido, he llegado a la conclusión de que él tiene que buscar otra forma de expresar lo que tiene dentro sin que usted padezca sus historias una tras otra, pero es imposible que eso suceda si él no tiene más alternativa que contar tales historias.
   – No entiendo nada –dijo la mujer.
   – ¿Saben que durante la Edad Media existió un dragón al que le gustaba lanzar llamas en las bolas de barro que hacía para endurecerlas y así después golpearlas con el pie? Existe la teoría de que los campesinos, después de que el dragón se cansase de patearlas, se ponían a dar patadas ellos mismos a las bolas y que fue así que nació el fútbol... ? –comenzó a contar Luigi.
   – Probaré lo que me dé, doctor –dijo la mujer de Luigi–. Yo ya no soporto más esta pesadilla. Dígame en qué consiste ese grifo.
   Y ante el asombro de la mujer, el psiquiatra se sacó un bolígrafo del bolso y dijo:
   – He aquí el aparato. Solo tiene que darle esto a su marido, junto con un cuaderno y decirle que se ponga a escribir todo lo que se invente. Más adelante, si quiere, hasta puede abrir un blog para contar todas sus historias.
   La mujer no daba crédito a lo que estaba viendo. 
   – ¿En serio se cree que escribiendo Luigi va a dejar de contar historias?
   – No, no va a parar. Va a dejar de contarlas, pasará a escribirlas, lo cual debería hacerlo en silencio. Esa es la solución...
   Y fue así como Luigi, con efecto, dejó de hablar a todas horas y pasó a usar el bolígrafo y el cuaderno, pero la cuestión fue que no se dedicó a escribir las historias, sino a dibujarlas. Sin embargo, cuando ya las había ilustrado, se dedicaba a explicar la historia que escondían aquellas imágenes...
   Hoy Luigi vive en una isla remota del Pacífico Sur, en un atolón. Él mismo ni sabe cómo acabó allí. Sin embargo, a su alrededor tiene un público entregado, los delfines; él es feliz, porque primero dibuja sus historias en la arena y después cuenta a los cetáceos todas las historias que le apetece. Se dice que los delfines están aprendiendo a hablar gracias a la historias de Luigi, lo cual explicaría por qué entre ellos se están contando tales historias y por qué por todos los mares del mundo los delfines se asoman al lado de los barcos y cuentan las historias de Luigi por todos los mares del planeta...

Texto: Frantz Ferentz, 2015
Dibujos: Valadouro, 2015
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lunes, 16 de noviembre de 2015

TRAS LOS PASOS DEL YETI DE LOS ANDES

Cuando los miembros del equipo de rescate alcanzaron el avión, allí en la meseta en medio de los Andes, a casi seis metros de altura, entre metros y metros de nieve, se llevaron una sorpresa. Los pasajeros del avión estaban todos en perfecto estado, habían sobrevivido todos al impacto, pero todos ellos estaban descalzos.
  Las investigaciones posteriores revelaron que habían sido descalzados por una criatura peluda enorme que acudió hasta los restos del avión unas horas después del impacto. La criatura, que medía cerca de tres metros, no atacó a los pasajeros, se limitó a ir descalzando a los pasajeros uno tras otro, sin agredirlos. Solo gruñía a veces, cuando el calzado se resistía a salir, lo cual aconteció tan solo en un par de ocasiones, tras lo cual, la criatura desapareció. Aunque los equipos de rescate siguieron sus huellas, las perdieron enseguida, cuando llegaron a una zona de rocas donde ya no quedaban restos de ellas. Y lo más extraño de todo fue que los zapatos robados estaban todos allí, abandonados, pero no los calcetines.
   Los antropólogos tenían una hipótesis: había sido un yeti que había acudido donde los pasajeros, pero nadie llegaba a comprender cuál era su interés en el calzado y menos aún en los calcetines. ¿Es que el yeti usaba la lana de los calcetines para construirse una cama? Sin embargo, era la primera noticia que se tenía en el Ecuador de la presencia de un yeti, pues, como es bien sabido, estas criaturas solo existen en el Tíbet, aunque existen también otros seres parecidos en América del Norte, los llamados pies-grandes.
   La noticia fue muy comentada en las noticias. Sin embargo, solo alguien sabía que no se trataba de un yeti. Ella era doña Carmela, una tierna abuelita que se había dedicado a criar criaturas extrañas durante toda su vida en su pequeña casa de los arrabales de Quito. En vez de gatos, ella siempre había acogido monstruitos domésticos. Sabía que aquella criatura peluda que vivía en las mesetas a 6000 metros entre la nieve era Gualdo, su monstruo de los calcetines, aquel que se le había escapado hacía décadas hacia las montañas, y que, aparentemente, se había convertido en un monstruo gigante... de los calcetines. Por lo visto, el frío tenía un efecto dilatador en los monstruos de los calcetines, eso y hartarse a comer pelo de llamas alpinas, que son la materia prima de los mejores calcetines. Sin embargo, debía sentirse tan solo, aquel pequeñín... 

Texto: Frantz Ferentz, 2015
Ilustración: Valadouro, 2015
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