En el antiguo reino de Siliconia tenían una terrible tradición: las reinas con las que se casara el rey debían ser todas de pura raza blanca, pues de otro modo no podían ser reinas. Para eso, cuando el rey (o el príncipe heredero, en su caso) se casaba con una mujer, esta debía ser sometida a la prueba de la sangre pura, que consistía en tragarse una pócima cuya receta se perdía en la noche de los tiempos, según la cual, si la candidata a reina no era de raza blanca pura, se volvía verde en cuestión de minutos y se quedaba así para el resto de su vida. Sin embargo, si sí lo era, no sucedía nada en el momento, hasta que la candidata a reina tenía su primer hijo, o bien, si no se había quedado encinta al cabo de seis meses después de tomarse la pócima, entonces se volvía loca, completamente loca.
Así, todas las reinas de Siliconia desde hacía generaciones acababan locas, por lo cual, los reyes tenían siempre un solo heredero. Si se trataba de una hija, tenían que buscar a su heredero entre sobrinos varones.
Era así de triste, pero era la tradición, y nadie parecía dispuesto a cambiarla, porque existe la idea de que las cosas que vienen de hace siglos han de ser buenas porque sí, y sin embargo no siempre es así.
Hasta que llegó Eliondo, príncipe heredero. Él estaba ya un tanto harto de aquella situación. Quería ser rey, sí, cuando le llegara su hora, pero no quería tener un hijo, criarlo él solo y también una esposa loca. Tenía que encontrar la manera de vencer aquella vieja y estúpida tradición de la prueba de la sangre pura. Su receta era un secreto que pasaba de un presidente del parlamento al siguiente, era, quizás, el secreto mejor guardado del reino.
Como aún le quedaba algún tiempo, decidió averiguar por su cuenta cómo neutralizar aquella prueba. Por ello, consultó con los sabios del país, los que enseñaban en las universidades. Nadie le sabía dar una respuesta, porque todos ignoraban la fórmula de la pócima.
Todos excepto un matemático, quien le dijo en un tono misterioso:
— Todo se reduce a una fórmula matemática: más por más, más; menos por menos, más.
Y no dijo nada más aquel viejo sabio de largas barbas blancas que estaba siempre navegando en la lectura de sus viejos manuales y no por internet, porque en aquella época no existía todavía.
El príncipe Eliondo caviló mucho sobre aquellas palabras. ¿Qué quería decir? No se podía hablar de fórmulas matemáticas cuando se refería a la receta de una pócima. Una cosa y otra no tenían nada que ver.
Durante semanas, meses, las palabras del sabio volvían a su mollera. Sin embargo, nunca le encontraba sentido alguno. Sabía que se acercaba el momento en que debería anunciar ante el parlamento que escogería una esposa para después ser entronizado, llegado el momento de la muerte del padre, cuando eso sucediera.
Mientras, Eliondo no hacía más que recorrer el país de incógnito en busca de alguien que le diese la clave para neutralizar la pócima. Y estando en esas, pasó al lado de una ventana abierta de un aula en una escuela cualquiera. Allí oyó a la maestra insistir en las propiedades matemáticas:
— Es muy sencillo: dos números positivos multiplicados entre sí, dan un número positivo; dos números negativos entre sí, dan un número positivo; pero si los números tienen cada uno su valor, positivo y negativo, luego todo es negativo...
Eran más o menos las mismas palabras que le había dicho el sabio de la universidad, pero ahora repetidas por una maestra. Y entonces, una lucecita se encendió en el fondo de su cerebro. Por fin había entendido lo que significaban las palabras del sabio. Sin perder un minuto más, volvió al castillo para seguir con su búsqueda en otra parte.
Y cuando llegó allí, quiso saber dónde estaban los más dementes del reino. No tardó mucho en encontrar el sanatorio donde tenían encerradas a las personas más locas del país. Y para allá se fue el príncipe heredero montado en su caballo, sin escoltas.
El director del centro no daba crédito a sus oídos cuando el príncipe Eliondo le preguntó:
— ¿Quién es la mujer más loca que tenéis aquí?
— Se llama Claudia, es una pobre infeliz que se cree un reloj. Cada tres horas exactas, imita a un cuco. Por lo demás, el resto del tiempo se queda de pie, inmóvil, sin decir una palabra.
El príncipe pidió llevársela consigo. La tal Claudia no tenía familia ninguna. Se trataba de una mujer joven que, por algún trauma desconocido había enloquecido y había acabado en aquel manicomio.
El príncipe mandó preparar unas estancias del palacio real para ella. Le adjudicó tres sirvientes de absoluta confianza y ordenó que nadie entrara en aquella zona, que nadie tuviera contacto con Claudia.
Y después, hizo saber al rey, su padre, y al parlamento, que ya había escogido esposa.
— ¿Y quién es la escogida? —preguntó el viejo rey, siempre triste desde el día en que el amor de su vida se había vuelto loca para siempre jamás.
— La mujer quecambiará todo en este reino —respondió el hijo misteriosamente.
Y así fue como el parlamento fue formalmente convocado, pero el príncipe puso una extrañísima condición: que la prueba de la pureza de raza fuera efectuada entre las 9:32 y las 12:28, y no fuera de ese intervalo. Nadie entendía por qué, pero lo cierto es que el príncipe bien sabía que era el intervalo en que la Claudia no diría una palabra y no irrumpiría en la sesión solemne para dar las horas como un reloj de cuco.
El presidente del parlamento aceptó y se hizo así. Toda la ceremonia tuvo que ser aligerada un buen rato, con la lectura de los antiguos textos que remitían al valor de las tradiciones y bla, bla, bla... y llegado el momento, el propio presidente del parlamento, con la tradicional peluca de rizos, dio a probar con un cuchara de oro la pócima a la buena de Claudia, que se tragó sin rechistar aquel brebaje asqueroso, del que se sabía que tenía un horrible sabor amargo como la hiel.
Al cabo de unos minutos, cuando ya quedó claro que la Claudia no se volvía verde, el parlamento aprobó las nupcias del príncipe Eliondo con aquella plebeya, que sí era blanca de sangre pura.
Al día siguiente, el príncipe heredero se casó con la Claudia, también en un horario ajustado, entre dos momentos en que la loca habría dar las horas. Durante la boda, ella se limitó a decir "sí" a las preguntas del arzobispo, para lo cual los sirviente habían trabajado con ella para arrancarle aquella palabra cada vez que alguien le hiciera una pequeña presión en el codo, cosa de la que se encargó el propio príncipe.
Eliondo no había llegado a pensar en lo que hacía con aquella mujer. Nadie le había preguntado si ella quería o no casarse. De hecho, ni ella misma era consciente de que estaba convirtiéndose en la esposa del futuro rey y que ella misma sería reina consorte. La única intención del príncipe era acabar con aquella absurda tradición y Claudia era el medio para acabar con ella. Eso era todo. No había pensado en las consecuencias de lo que estaba haciendo. Y, además, todo se desencadenó enseguida, pues solo veinticuatro horas después de la boda real, Claudia, a la hora en que se esperaba que diese la hora, no lo hizo. En vez de eso, Claudia miró a su alrededor y preguntó:
— ¿Dónde estoy?
De repente, toda muestra de demencia en Claudia había desaparecido. El príncipe acudió enseguida a los aposentos de su esposa y quiso verificar que su teoría se confirmaba. Y sí, se confirmó: Claudia ya no estaba loca. Y así se lo anunció a su padre:
— Mi rey y señor, gracias a un principio matemático, acabo de neutralizar la pócima de la prueba de la pureza de la raza. Mi esposa era una absoluta demente, procedente de un manicomio, y ahora, después de catar hace dos días la pócima, se le ha curado la locura.
— ¿Y eso? —quiso saber el viejo rey.
— Muy sencillo —continuó explicando el príncipe—. La pócima afectaba a los no-locos para hacerlos enloquecer, pero nunca había sido aplicada a un loco, por lo cual, el resultado sería el contrario del esperado: desenloquecerlo.
Aquello era lo que había aprendido del viejo sabio matemático, él había sido quien le había dado la clave para interpretar correctamente los resultados. Y había tenido razón. Aunque había corrido muchos riesgos con Claudia, que había servido como cobaya.
Realmente la pobre de la Claudia no entendía qué hacía ella en el palacio real y casi volvió a enloquecer cuando le dijeron que se había casado con el príncipe heredero.
— Por muy príncipe heredero que seáis —dijo ella—, creo que me debéis una explicación.
Él, que era un hombre justo, entendió que era lo mínimo que podía hacer y que de paso procuraría compensarla. Así, le explicó cuál había sido su plan y cómo gracias a ella había demostrado que aquella prueba de la pócima era una aberración.
— Estoy de acuerdo con vos, príncipe. Y ya que estáis dispuesto a compensarme, solo os he pedir un favor.
— Hablad, Claudia.
— Me gustaría estudiar en la universidad. Vengo de una familia muy pobre y ese siempre fue mi sueño. Nunca pensé que lo realizaría.
El príncipe se quedó asombrado con aquel deseo, pero no podía poner objeción ninguna a los deseos de la Claudia. Después de salir de su locura, había demostrado que era una mujer muy inteligente. En aquella época, las mujeres aun no iban a la universidad, pero ella era la princesa consorte heredera, nadie iba a decir que no al príncipe si ella quería estudiar. En la universidad aprendió muchas cosas, cosas que en otras partes no habría aprendido.
Sin embargo, poco a poco Claudia, comenzó a exigir cambios para el reino: empezó por pedir elecciones al parlamento, quiso crear su propio partido político (por entonces, ni existían aún los partidos políticos y los parlamentarios eran nombrados por el rey). El príncipe estaba preocupado, nunca había sospechado que su mujer, al salir de la demencia, lo metiera en tantos problemas. Por otra parte, en el país estaba prohibido el divorcio, por lo que no le quedaban muchas opciones.
De entrada, tuvo que esperar a ser coronado rey tras el fallecimiento del padre. Y unos días después, renunció al trono y se lo cedió a su mujer, que pasó de reina consorte a reina legítima. Y él, mientras, se dedicó a descansar en los jardines del palacio real, relajado, sin estrés.
Sin embargo, su alegría duró poco. Al cabo de un par de meses, después de una actitud frenética de la reina Claudia, donde esta había pasado a ser al mismo tiempo gobierno y oposición, sin dejar de ser reina y primera ministra, de cambiar el país de arriba a abajo hasta convertirlo en una república presidida por una reina, un sirviente anunció discretamente al monarca consorte que debía venir a los aposentos de la reina. El monarca, en zapatillas y batín, acudió con una caipiriña en la mano.
Y allí se encontró a la reina tiesa como cuando la había conocido, inmóvil, sin decir una palabra. El rey consorte supo enseguida lo que se pasaba. Todo era cuestión de frenesí. Con tanta voluntad de cambiar las cosas, la reina había enloquecido otra vez. Ahora sí sabía por qué.
— Esta vez parece que no da las horas como antes —comentó el sirviente observando a la reina.
— Eso es porque no le han dado cuerda —observó sabiamente el monarca.
A continuación, le retorció suavemente la oreja derecha mientras informaba a los sirvientes que deberían hacer lo mismo cada tres días. Y, efectivamente, desde entonces la reina volvió a dar las horas como un reloj de cuco.
El rey tuvo que retomar el control del país ante la incapacidad de su mujer, pero la dejó de primera ministra, porque cuando había discusiones en el parlamento se disparaban sus sensores y obligaba a todos a callarse haciendo el cuco con toda la fuerza de sus pulmones. Sin embargo, el rey no tenía muchas ganas de reinar, de modo que disolvió el país, mandó a los habitantes a los reinos vecinos y se pasó el resto de sus días cultivando setas como segunda vivienda para gnomos. Después de todo, ni las antiquísimas tradiciones valían ya para nada.
Sin embargo, nunca se deshizo de su mujer. Lo cierto es que desde que había empezado a dar las horas puntualmente, ella se había convertido en un complemento muy útil en su vida. Realmente, había empezado a encontrarla adorable cada vez que hacía cu-cu.
Texto: Frantz Ferentz, 2013
Imagen: Valadouro, 2013
Imagen: Valadouro, 2013