domingo, 18 de septiembre de 2011

LOS COCHES TAMBIÉN SIENTEN


El señor Martínez acudió, como siempre, al garaje de debajo de su casa. Como siempre, abrió la puerta del coche y, como siempre, metió la llave de contacto para arrancarlo. Y como siempre, el coche rugió y rugió, pero tardó diez minutos en arrancar, porque en invierno siempre hacía lo mismo, a pesar de dormir a cubierto. Como siempre, el señor Martínez soltó una ristra de juramentos, todos ellos claramente dirigidos al viejo coche, el fiel compañero de fatigas que lo había visto progresar desde que había entrado en la empresa como un simple oficinista recadero hasta entonces, quince años después, en que el señor Martínez se había convertido en gerente de proyectos a terceros, un cargo no muy claro, pero que sonaba la mar de bien.
El señor Martínez repetía aquel ritual todos los días, con insultos claramente dirigidos a su coche, sin acabar de entender que la máquina, como los humanos, se había vuelto vieja y que necesitaba cierto mimo y hasta comprensión. Pero el señor Martínez le gritaba al coche todo lo que no chillaba en la empresa, donde lo tenían por un señor serio y muy educado. De hecho, el señor Martínez solo chillaba en unos pocos sitios, concretamente en dos: en los partidos de fútbol que veía en el estadio y en el garaje de casa cuando iba a arrancar el coche. Aparte de eso, era un hombre ejemplar.
Pero aquella vez iba ocurrir algo extraordinario. Era algo que no sucedía todos los días, ni todas las semanas, ni todos los meses ni siquiera todos los años. Aquella vez, justo después de la última riestra de despropósitos que el señor Martínez le largó a su coche, en la penumbra del garaje, fuera de la vista de cualquier vecino que entonces pudiera aparecer por allí, un ser pequeñito, del tamaño de una libélula, que emitía una claridad muy intensa alrededor de sí, se apareció ante el rostro asombrado del señor Martínez y le dijo:
– Yo soy el hada Nektar y vengo observando tu crueldad para  con este coche. Para que entiendas cómo se siente por tu modo de tratarlo, a través de tu móvil podrás escuchar su voz...
Dicho y hecho. El hada dirigió su varita hacia el móvil del señor Martínez, que brilló durante unos segundos en el bolsillo de la chaqueta. El señor Martínez se llevó enseguida allí la mano para cogerlo y se encontró con que el móvil parecía estar en orden, pero el hada, no obstante, ya se había volatilizado.
– Menos mal –pensó él, preocupado sobre todo por su móvil, que era carísimo. 
Como no vio al hada, pensó que quizá había sido todo una alunación. Arrancó el coche por fin y corrió hacia el despacho, porque ya era tarde. Pero por el camino, el coche iba muy lento, tal vez a causa del frío. El señor Martínez le largó una ristra de palabrotas bien escogidas para la ocasión cuando le sonó el móvil.
– Tal vez sea el jefe –pensó–, pero aún es temprano...
El señor Martínez conectó el móvil gracias al manos libres y sintió una voz metálica, pero con un toque de anciano que le decía:
– Siempre te fui de lo más fiel... ¿Por qué ahora me tratas así? No ves que no puedo correr, que me duelen los cilindros y el cigüeñal me tira como se tuviera reúma? ¿Acaso no entiendes que mis bujías ya no se encienden alegremente como cuando yo era un coche joven? Recuerda los buenos tiempos que pasamos juntos, cuando te llevaba a recoger a la que ahora es tu esposa, y cómo te conduje fielmente al hospital con tu mujer a punto de parir...
El señor Martínez apagó el móvil. Por nada del mundo iba a llegar tarde al trabajo, no estaba para sentimentalismos. Apretó el acelerador y el motor de su coche rugió en un prolongado lamento.
Probablemente el señor Martínez se habría olvidado toda la magi¬a acontecida aquella mañana porque era un hombre muy centrado en su trabajo, el resto de las cosas, salvo el fútbol los domingos, le importaba bastante poco. Por eso, se sobresaltó cuándo sintió que su móvil sonaba mientras realizaba unas importantes operaciones en el ordenador. En la pantalla decía "identidad oculta". Si se trataba de uno vendedor de esos inoportunos, alguien que le ofrecía un crédito por el que le daban 2000 euros pero al final devolvía 5000, iba a dejarlo sordo del grito que le iba a dar (lo haría en el cuarto de baño, para que los otros empleados no lo escuchasen, pues él tenía una reputación que mantener...).
– ¿Sí?
– Soy yo, tu coche. Te estoy esperando fielmente a la puerta de la empresa, cubierto ya por la nieve, pero feliz de servirte...
El señor Martínez retiró el teléfono de la oreja. Valoró el precio del teléfono. Era muy caro, adquirido con el programa de puntos después de tres años de espera. Pero, por otro lado, pensó en el coche. Muy viejo ya, debía jubilarlo. Sin embargo, aquel teléfono, por culpa de un hada cotilla, estaba ligado al coche. Por tanto, se levantó de la silla, abrió la ventana de su despacho y lanzó el teléfono al río que pasaba por debajo. Después llamó al servicio de retirada de coches abandonados del ayuntamiento para que lo liberaran de una vez de aquel pedazo de chatarra.
Y justo entonces, sucedió algo que nadie se esperaría, salvo el señor Martínez. El hada, toda enfadada, se apareció ante sus narices. Pero antes de que pudiera decir lo que pensaba, el señor Martínez ya la había cazado por las alas, metido en un sobre acolchado y dejado allí encerrada. Después, él mismo la echó al correo, comprobando por última vez que tenía sellos de sobra para llegar a Nueva Zelanda.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

EL MISTERIO DE LOS CUERNOS DEL TORO DESCORNADO




El viejo Argimiro contemplaba a su viejo toro con pena. Habían sido compañeros desde hacía muchos años, pero ya por entonces él era un viejo con boina y algo encorvado, mientras que el toro, fuerte y fiero en su juventud, no era sino una caricatura de lo que había sido, pues hasta había perdido los cuernos. Las moscas lo atacaban sin piedad, pero lo peor no era eso, lo peor era que los mozos de la aldea, sabedores de lo que había sido el toro y de lo que era entonces, se burlaban de él con muy mala idea.
Su amo, Argimiro, movía la cabeza a derecha e izquierda cada vez que alguno de los jóvenes de la aldea pasaba por delante del vallado y hacía burla al toro, que simplemente se quedaba mirando al humano cobarde que años atrás no se habría atrevido ni acercarse a inscluso desde detrás del vallado.
Sí, le daba mucha pena a Argimiro su viejo toro.
Muchos en la aldea le habían dicho que lo mejor era ya sacrificar al animal, que era demasiado viejo, que solo ocupaba espacio en las cuadras y que no valía la pena malgastar un euro más en hierba. Sin embargo, el viejo Argimiro era un hombre de palabra, un ganadero que era siempre fiel a sus animales y quería que el toro se marchara cuando le hubiera llegado la hora.
Con todo, reconocía que daba mucha pena verlo allí, de pie, solo agitando la cola, porque el resto del animal ya ni respondía, blanco de las bromas.
Y entonces llegó el carnaval. En la aldea todos se prepararon para celebrar la fiesta por todo el alto, como merecía. Argimiro se mantenía ajeno la aquellas fiestas, era cosa de jóvenes, a él ya no le iba tanto jaleo, prefería irse temprano a la cama.
Sin embargo, en la primera noche, justo después del atardecer, cuando Argimiro ya dormía, varios mozos borrachos pasaron al lado de la casa del anciano. Lógicamente iban disfrazados y olían a alcohol a kilómetros, hasta el punto de que habría sido peligroso encender una cerilla a su lado.
Uno de ellos, vestido de vikingo, sintió una imperiosa necesidad de orinar. Se buscó una rincón oscuro donde nadie lo viera. Sin enterarse —dificilmente podía saber dónde iba—, entró en la cuadra de Argimiro y allí dejó el casco por algún sitio, porque con tanto peso en la cabeza no se podía concentrar en la micción. Después, entre que la memoria le fallaba y que no se veía nada, el mozo salió de allí sin el casco.



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A la mañana siguiente, cuando Argimiro abrió la puerta del establo para dejar suelto a su toro, descubrió que su querido compañero había recuperado los cuernos. Parecía un milagro, pero la vista del animal, ya con aquellos cuernos, le devolvía una dignidad perdida había muchos años. Hasta las moscas se le acercaban con mucho más respeto.
Entre la gente de la aldea enseguida corrió la voz de que al toro de Argimiro le habían vuelto a crecer los cuernos, ¿cómo era posible? Lo cierto es aquel casco vikingo que un joven bebido había dejado por descuido en la cabeza del toro en una noche de borrachera causó un efecto inesperado. Fuera como fuera, el casco encajó perfectamente en la cabeza del toro y habría hecho falta acercarse muchísmo para comprobar que era un casco y que no se trataba de unos cuernos naturales.
El mozo, por su parte, solo tenía recuerdos vidriosos de aquella noche de carnaval, por eso, no podía recordar haber dejado un casco vikingo en cabeza de un viejo toro.
Para Argimiro aquel fue un gran regalo. Los mozos de la aldea dejaron de hacer bromas y burlas al toro por si acaso. En cualquiera caso, nadie se iba a acercar lo suficiente al toro como para comprobar si aquellos cuernos eran verdaderos o postizos, por si acaso...


© Frantz Ferentz, 2011

sábado, 10 de septiembre de 2011

LA FRONTERA






Imaginaos que una perdiz va caminando por el monte con sus perdigones, protegida por las hierbas altas del verano, ya amarillas
Imaginaos que caminan deprisa, que a veces la mamá perdiz evita algún paso porque sospecha que pueda haber cualquier fiera al acecho.
Imaginaos que, después de muchas horas, la perdiz y sus perdigones llegan hasta una estructura que forma una red, pero que está hecha de metal y no permite el paso. 
Imaginaos la frustración de la madre. Ella, quizás, podría pasar volando por encima de esa alambrada, ¿pero qué iba a hacer con los hijos? Ellos aún no saben volar. Imaginaos qué tristeza... 
Imaginaos lo que se imagina la madre: aquello es cosa de los hombres. Y tiene razón: lo que se alza allí ante sus ojos es lo que los humanos llaman una frontera.


         


La madre perdiz había pasado por allí, en la dirección contraria, solo tres días antes, también con sus perdigones. Luego, allí no había aquella alambrada, había culebras, raposas y lagartos que acechaban para capturar a cualquier hijo de la perdiz, pero eso era lo normal allí, eran habitantes del monte, como ella. 
Pero alambradas... Eso era nuevo. 
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos pasos velocísimos. La madre perdiz estiró el cuello en la dirección de la que procedían. Se trataba de una liebre que huía a toda la velocidad que le permitían sus patas. 
La perdiz fue testigo de cómo la liebre se golpeaba contra la alambrada y salía rebotada. Enseguida oyó también los ladridos de los perros de caza que iban tras ella. Temió por sus hijos. Los llamó y los obligó a correr a toda la velocidad que les permitían sus cortas patitas en la dirección contraria, pero siempre paralelos a la alambrada. 
Los perros pasaron cerca, pero estaban concentrados en la persecución de la liebre. Más tarde, las voces de los humanos también se dejaron sentir. 
Aquellos tipos no respetaban ni siquiera la época de veda de la caza. 
Humanos que no respetaban leyes humanas. Qué poco originales.


         

Si creéis que la alambrada que casi de un día para otro fue alzada allí en medio del monte fastidió no solo a la perdiz con su familia, sino también al resto de animales que por allí pululaban, no os equivocáis, pues, la verdad, docenas y docenas de animales se toparon con aquella barrera que les impedía el paso. 
Ocurrió que una raposa que, ya por la noche, iba siguiendo el rastro de algún conejo, se dio de morros con la alambrada. Se quedó un rato viendo las estrellas, porque se había llevado un buen golpe. No recordaba haber visto aquella alambrada allí. 
Aulló. A pocos metros otra raposa le respondió. Pero la otra raposa estaba al otro lado de la red. 
Cuando los hocicos de las dos raposas ya estuvieron oliéndose, la segunda raposa se mostró tan sorprendida como la primera por aquel obstáculo inesperado. 
Ambos animales se quedaron un buen rato oliéndose, sin entender qué pintaba allí aquella alambrada que los mantenía separados. 
La primera raposa, enfurecida, huyó de allí a toda la velocidad que le permitían sus pies.


        


No obstante, no solo los humanos se quedaron sorprendidos ante aquella red. Un par de cazadores llegaron hasta la barrera mientras iban tras la pista de cualquiera bicho que caminara, reptara o volara para disparar contra él. Iban acompañados, claro, de dos perros que tras toda una vida al lado de aquellos cazadores pensaban de alguna manera como ellos, siéndoles totalmente fieles. 
Al llegar a la red, el primer cazador agarró la red y empezó a agitarla con todas sus fuerzas, mientras soltaba improperios. 
 ¿Tú has visto? le dijo a su colega—. En aquella parte del monte están las mejores piezas. 
El otro solo asentía encogiendo los hombros. 
De repente, un disparo surgido de un rifle a mucha distancia caía en el suelo a pocos centímetros de los pies del segundo cazador. 
Era un aviso de un vigilante de la frontera. 
Los cazadores, soltando insultos ambos, escaparon de allí a toda prisa, seguidos por sus perros que ladraban para expresar su nerviosismo.


        


Pocas horas después, y también por la misma zona, uno viejo iba cargado con un cesto de mimbre. Solo intentaba recoger setas siguiendo un antiguo camino que conocía desde su infancia. Y fue así que se dio de morros también él con la alambrada.
El anciano se golpeó con ella, sin entender qué hacía allí aquella estructura metálica que le impedía pasar para aquella parte del monte donde siempre se había movido en libertad. Justo en ese momento, un soldado hacía guardia al otro lado de la frontera. No consideró al viejo una amenaza, pero no bajó la guardia por si acaso, por eso mantuvo el arma preparada. 
 ¿Por que han puesto esta alamabrada aquí? –preguntó el viejo en su dialecto, que era perfectamente comprensible para el soldado, natural también de la zona. 
 Porque mi gobierno quiere que ustedes no entren en nuestro país sin permiso. 
 Pero si nosotros siempre entramos, nunca hubo aquí un vallado. Si hasta tú podrías ser uno de mis sobrinos–nietos. 
El soldado se encogió de hombros. Él solo sabía una respuesta, no se dedicaba a dar explicaciones, solo a guardar la frontera. 
El soldado siguió su ronda, mirando aún hacia el viejo de reojo, que seguía allí de pie haciéndose tantas y tantas preguntas.


         


Los animales del monte no fueron los únicos incapaces de habituarse a la alambrada que les impedía el paso hacia el otro lado. 
Por supuesto no podían entender que los humanos se querían poner barreras que les complicaran o impidieran el paso, cosas tan absurdas ellos no hacían. 
Solo las aves y los topos podían pasar de un lado al otro. 
Sin embargo, alguien pensó que tal vez aquella situación podía tener su lado bueno, porque una parte de los conflictos entre animales y humanos podían ser resueltos (bueno, de hecho los animales no tenían conflictos con los humanos, eran los humanos los que se buscaban conflictos con los animales cuando los iban a cazar). 
Y aquella noche de luna llena, al lado de la alambrada, ocurrió algo que muy pocas veces tiene lugar en la naturaleza, algo de lo que nunca ningún humano ha sido testigo: una asamblea de animales.


        


Las asambleas de animales suceden muy pocas veces y, generalmente, son convocadas ante una amenaza humana. En aquella ocasión, había sido una lechuza la que había convocado la asamblea, un animal respetado por todos y tenido por sabio. 
Ante una masa de animales de todo tipo, con pelo, con plumas, con picos, con hocicos, con dientes, sin ellos, con garras, con uñas, carnívoros, herbívoros, que dejaron de lado sus diferencias ante la amenaza común, la lechuza dijo: 
 Los humanos, como siempre, están poniendo barreras entre ellos. Por eso, como los de aquel lado de la barrera no quieren que los de este ocupen aquel espacio de ellos, he pensado que podemos aprovechar esta situación para, por lo menos, liberarnos de los cazadores de este lado de la red que nos hacen tan difícil la vida. 
 ¿Y que propones? preguntó una liebre a la que le faltaba un trozo de oreja debido a una persecución de perros de caza. 
 Propongo abrir un agujero en el alambre y hacer que los humanos cazadores de este lado pasen hacia el otro… 
Y siguió explicando su plan, que fue escuchado con mucha atención por la asamblea de animales.


         

De ese modo, todos los animales se pusieron de acuerdo en un plan que permitiría deshacerse de los cazadores.
En la primera fase, las dos liebres más rápidas fueron enviadas hasta los mismos cazadores con el fin de atraerlos hasta los alambres. Mientras tanto, varios topos se pondrían a excavar un agujero inmenso, gigante, por debajo de la alambrada que permitiría el paso de los humanos por debajo de ella, solo arrastrándose como reptiles. 
Por si acaso aquello no bastase, también todos los roedores se concentrarían en hacer un agujero en el alambre a fuerza de roerlo. 
En la segunda fase, varias raposas deberían causar un estruendo terrible que atrajera la atención de los guardias de la frontera y los condujera hasta donde estaban los cazadores. 
Y si todo salía bien, los guardias de la frontera detendrían a los cazadores, porque, conociendo la lógica humana, la invasión del territorio ajeno se iba a pagar con el encierro. 
Así, tal vez los cazadores entenderían lo que es estar en una jaula, como hacían ellos con algunas aves y mamíferos, que los dejaban allí encerrados hasta morir, normalmente de tristeza.


         


Los animales, sabedores de los momentos en que los cazadores solían salir todos juntos de caza, pusieron su operación en marcha. 
Era noche de luna llena, cuando el campo se quedÓ totalmente iluminado. Fue entonces cuando las dos liebres se dejaron sentir cerca de la aldea humana. Los perros ladraron, los humanos cogieron las espingardas y comenzó la carrera por el monte en dirección al agujero en la alambrada. 
Los ladridos de los perros indicaban la posición de toda la tropa de cazadores, armados hasta los dientes. Y tal como había previsto la lechuza en la asamblea, los cazadores atravesaron la red de alambres y pasaron al otro lado. 
Las raposas recibieron la señal de los búhos de que ya debían llamar la atención de los guardias de la frontera. Les bastó con volcar unos cubos fuera la cabaña donde estos estaban y hacerlos salir. 
No hizo falta nada más, porque ya los cazadores disparaban como locos. Los guardias se apresuraron en ir a detenerlos y acusarlos de invasión armada de su país.  


        


Sin embargo, aquello no iba a acabar ahí. 
Las autoridades del país de los cazadores pidieron ya su liberación, pero fue en vano, porque los cazadores fueron acusados de invasores.
Aquello provocó una guerra entre humanos. Soldados de los dos países comenzaron a dispararse, la alambrada se cayó en muchos puntos, pero la vida de los animales fue aún peor, porque no había manera de poder vivir entre disparos. Ni las aves estaban a salvo. 
En medio de una pausa durante la noche, se volvió a celebrar una asamblea de animales. Si ya una asamblea era algo excepcional, una segunda, después de tan poco tiempo, era algo de lo que no se tenía constancia. 
Con mucho miedo y rodeados de olor a pólvora, los animales volvieron a reunirse convocados nuevamente por la lechuza.  

        

Normalmente los animales no interfieren en las brutalidades de los humanos, pero sí en aquella ocasión. La propuesta de la lechuza fue inutilizar las armas de todos los soldados, para lo cual todos los animales, durante la siguiente noche, tendrían que actuar, cada uno según sus posibilidades. Solo podrían arruinar los fusiles y las pistolas, pero con eso bastaría. 
A la noche siguiente, amparados en la oscuridad y sin hacer el menor ruido, todos los animales se distribuyeron por entre los soldados de los dos ejércitos. Participaron todos, absolutamente todos, desde las avispas que picaban en las manos a los soldados para que estos no pudieran disparar hasta los ratones que roían los gatillos de las armas, siguiendo con las aves que cubrieron de caca los depósitos de armas para que estos quedasen inservibles, aunque los cuervos prefirieron simplemente robar todas las armas que pudieron. 

        

Al día siguiente, no hubo combates. O los soldados no podían disparar, o no tenían con qué hacerlo. 
De hecho desertaron todos, los de un lado y los del otro, porque aquella guerra no iba con ellos. Era absurda, de frente a veces tenían a sus primos, con los que tantas veces se habían sido de fiesta. 
El monte se quedó vacío. Los animales habían triunfado. Por eso, la alambrada se acabó cayendo. 
Los humanos de un lado y del otro volvieron a cruzar aquella frontera como siempre habían hecho, a pie y silbando. 
Y así, un año después, la perdiz con sus nuevos perdigones, pudo recorrer la llanura sin interrupciones, huyendo solo de la raposa o de la culebra que acechaban a sus pequeños. 
Sin embargo, ¿creéis que acaba aquí esta historia? 
Por desgracia, no. 
Quedaron los cazadores. 
Esos siguen ahí, siempre, al acecho. Tal vez haya habido alguna otra asamblea de animales, pero eso es algo que ya no se cuenta aquí y que posiblemente sea parte de otra historia.




© Frantz Ferentz, 2011

sábado, 3 de septiembre de 2011

ALBA Y KINO


       Alba, abrazada a su oso de peluche, Kino, observaba a aquella señora que era tres o cuatro veces más alta que ella.
La señora vestía uniforme, un uniforme de falda y chaqueta azul con camisa blanca, que le hacía sentirse importante.
Hay gente que, cuando viste uniforme, se creen muy importantes, pero en cuanto se quitan el uniforme ya no.
Gente rara.
Alba observaba como en la fila de embarque al avión, cada vez faltaba menos para llegar hasta aquella señora. Apretaba más y más a Kino.
Al llegar a la altura de la señora de uniforme, esta dijo a la mamá de Alba:
– Solo un bulto de equipaje por persona.
Alba, además de su osito, llevaba una pequeña maleta.
Alba no pensaba que su Kino fuera “un bulto de equipaje”, pero la señora del uniforme sí lo pensaba, qué rara era.
La madre de Alba debió pensar que era inútil discutir con aquella señora, que seguramente tenía colmillos de vampiro, aunque los escondía muy bien.
La mamá de Alba dijo a Alba:
– Cariño, vamos a meter al osito en la maleta, le hacemos una habitación, como en el hotel.
A Alba no le hacía pizca de gracia, pero vio cómo la señora del uniforme, dese allí arriba, casi rozando el cielo, la miraba con cara de muy pocos amigos, como si pensara que una niña así para el almuerzo, con patatas fritas y salsa de tomate, estaría buenísima.
Alba le dio el oso a su mamá, pero esta no tenía manos, así que se lo dio a la señora del uniforme para que se lo sujetaba, mientras hacía hueco en la maleta de Alba.
La señora de uniforme no se esperaba aquello. Puso unos ojos como platos.
Alba pensó que la señora iba a quemar al osito con los ojos, porque los abría tanto que parecía que se iban a prender.
Qué momento.
La mamá haciendo hueco en la maleta de Alba y la señora antipática de uniforme sujetando el osito de Alba como si le diera un asco inmenso.
Cuando la mamá acabó de hacer hueco en la maleta, recogió el oso de manos de la señora de uniforme y lo colocó en la maleta de su hija.
Le había hecho una camita.
Y se fueron Alba y su mamá pasillo adelante, hacia el avión.
La señora de uniforme se miró entonces las manos y la blusa, que presentaba una mancha considerable.
Las manos las tenía mojadas y desprendían un olor muy fuerte.
No se lo podía creer.
Solo murmuró muy bajito:
– Será posible el asqueroso del osito ese, se ha hecho pis encima de mí… 


© Frantz Ferentz