© Frantz Ferentz, 2022
© Frantz Ferentz, 2022
Julia tuvo que acompañar a su padre, un importante funcionario encargado de cuestiones de emigración, a su oficina. Aquel día ella llevaba un lindo vestido de seda con flores estampadas. Muy lindo.
Julia nunca acompañaba su padre a aquel lugar extraño donde él trabajaba, porque decían que era feo y sucio, pero en aquella ocasión era sábado y la mamá estaba enferma, así que el papá se tuvo que llevar consigo a la niña.
Enseguida la avisó de que tendría que quedarse todo el tiempo en su oficina, sin moverse de allí, sin salir y tendría que comportarse como una niña buena.
La niña no sabía exactamente en qué consistía era el trabajo de su padre. Había oído decir que era el director de la Agencia para el Control de la Inmigración. Aquello sonaba muy importante. De hecho, cuando la gente hablaban con él, con el padre, lo trataban con mucho respeto. Además, cuando iba al trabajo, el padre vestía un bonito uniforme, con una gorra que tenía en medio un escudo muy chulo. A Julia le gustaba tener un padre tan importante.
Y así, aquel día, Julia allí se quedó, en la oficina de su padre, aburridísima. El padre solo le había dejado unas hojas de papel y unos lapices de colores para que hiciera dibujos. Le dijo que tenía que asistir a una reunión y que volvería después para llevarla a almorzar. Qué poco la conocía su padre. Y libros, ¿habría alguno que le interesara?
La niña echó un vistazo por los anaqueles, hasta la altura donde alcanzaba su vista. La perspectiva de estar allí todo el día comenzaba a agobiarla. Ya no sabía dónde mirar y ni tenía ganas de hacer dibujos, como si ella fuera una niña de cinco años.
¡Ya tenía diez!
¿Cuándo se daría cuenta su padre de eso? Y fue entonces cuando se percató de que solo le faltaba un punto donde fijar su atención: la ventana. No podía ni imaginarse que al otro lado se abría un mundo diferente. Docenas de personas, casi todas de raza negra, caminaban por el patio dando vueltas, sin rumbo, sin interés alguno, al sol. La niña notó sus rostros tristes, a veces hambrientos.
Pero inmediatamente encontró algo que atrajo su atención: a pocos metros por debajo de la ventana, varios niños de su edad jugaban con una caja de cartón. Ella no podía ver claramente qué tipo de juguete era aquel, una simple caja de cartón.
Y justo entonces entró el padre de Julia. Vio a la hija mirando por la ventana, pero no creyó que aquello fuera cosa grave.
— ¿Qué estás mirando, tesoro?
— A la gente de ahí fuera... ¿Por qué están ahí, encerrados? Algunos están muy tristes parece...
El padre no quiso explicarle las cosas desde el punto de vista de un adulto. Ella, Julia, era aún muy pequeña para entender ciertas cosas, pero tal vez aquella era una buena ocasión para contarle las verdades de la vida.
— Esas personas tienen que estar ahí porque entraron en nuestro país sin permiso... Por tanto, esperan a que las devuelvan a su país, porque la gente no puede viajar a donde quiera y cuando quiera. Cada persona tiene su país y tiene que quedarse en él —explicó pacientemente el padre.
— Entonces, ¿por qué dice el abuelo que conoce muchos países de África y Europa? ¿Por qué él sí puede viajar y esta gente no?
Demasiado complicado. Bastaba una respuesta simple:
— Porque es así...
La niña se quedó mirando a su padre. No comprendía la lógica de «las cosas son así porque sí». Por su parte, el padre no quería usar los argumentos “políticos”, aquellos que sostenían que los inmigrantes solo venían al país para robar el trabajo a los ciudadanos del propio país. Por eso, empleó un argumento que él pensó que la niña podría comprender perfectamente.
— Mira, cariño. Los inmigrantes son personas maleducadas e ignorantes. Ellos no saben nada. Son como los animales. En serio, son como los animales de la selva, son incluso un poco salvajes...
Julia siguió mirando por la ventana. Salvajes no parecían, solo tristes, muy tristes, incluso cansados. Todos, excepto los niños al pie de la ventana, que seguían jugando con la caja de cartón. Hasta sintió cierta envidia de ellos, porque ella nunca se divertía tanto. El padre cogió una carpeta que había venido a buscar y le dijo a la niña:
— Vuelvo en cuanto pueda. Y pórtate bien, ¿eh? Y me haces un dibujo bonito...
Un dibujo bonito. ¿Desde cuándo su padre se interesaba por sus dibujos? Él ni siquiera se había enterado de que lo que le gustaba a Julia realmente era explorar, sí, quería hacerse exploradora, a lo mejor de otros mundos y descubrir nuevos planetas.
Dibujitos...
La niña volvió a mirar por la ventana. Las risas llegaban hasta ella muy claramente. Abrió la ventana y estiró el cuerpo para intentar ver mejor qué hacían aquellos chavales que tanto se divertían. Por debajo de la ventana de la oficina del padre había una especie de tejado a una altura de cerca de tres metros por encima del suelo. Julia sentía una curiosidad inmensa por qué se lo pasaban tan bien, por eso saltó hasta al tejadillo. Desde allí tumbada contemplaba la escena que se desarrollaba por debajo de ella.
Tres chavales negros jugaban con una vieja caja de cartón que probablemente habían sacado de la basura de la cocina. La habían traspasado con cuatro barras que eran totalmente rectas, excepto en medio, donde formaban una especie de “V”. Se habían encontrado, sabe Dios dónde, una pelota de golf y la usaban con la caja. La verdad es que se habían construido un futbolín. Era estupendo aquel juguete.
A Julia le estaba encantando, pero no se atrevía ni a respirar para que nadie la oyera. Sin embargo, algo sucedió que hizo que la niña entrara en escena, pero no fue aposta. En un de los movimientos con una de las barras, la pelota tomó un impulso descomunal, tanto que salió volando y alcanzó el techo sobre el cual Julia contemplaba la partida.
Los niños siguieron la trayectoria de la pelota por encima de sus cabezas y fue entonces cuando descubrieron la presencia de aquella niña que los observaba desde arriba.
Julia recogió la vieja pelota de golf y luego se la lanzó. Los chicos sonreían. Tenían unos lindos dientes blanquísimos. Uno de ellos le preguntó:
— ¿Quieres jugar con nosotros?
Julia no respondió. Sabía que no podía bajar sola desde aquella altura. Pero antes de ella decir nada, otros de los chavales les dijo a sus camaradas:
— Pero bueno, ¿cómo va a jugar ella? ¡Es una niña! Las niñas no entienden de fútbol...
Aquellas palabras disgustaron a Julia.
— ¡Yo sé tanto de fútbol como tú, o incluso más! —protestó ella.
Pero se quedó como estaba, de rodillas sobre el tejado sin saber qué hacer a continuación, porque no se atrevía a bajarse de allí. Sin embargo, el primero de los chicos se dio perfecta cuenta de lo que pasaba. Sin decir una palabra, se lanzó hacia el tubo de desagüe que bajaba por la pared y comenzó a trepar con gran agilidad. En pocos segundos estaba al lado de la niña.
— Te ayudo a bajar —le ofreció el niño tendiéndole la mano.
Julia aceptó la invitación, pero antes le preguntó su nombre.
— Sarandé.
— Yo, Julia.
El chico sonrió y Julia pudo ver otra vez aquellos dientes blanquísimos. La niña cruzó los brazos hasta rodear el pecho del niño. Cuando él sintió las manos de ella ya presionando su pecho, volvió al canalón y descendió en cuestión de segundos, tanto que Julia ni se dio cuenta de que estaban en el suelo. Los otros dos chicos se les acercaron. Sarandé se los presentó:
— Este es Xicalué y este, Rufus.
Y nuevamente grandes sonrisas blanquísimas. El tal Rufus era quien había desafiado a Julia sobre cuestiones de fútbol, pero no hicieron falta palabras, porque enseguida ya estaban los tres niños y la niña jugando al fútbol con el futbolín. El bonito vestido de seda de Julia se volvió todo sucio, desgastado, como si llevara semanas allí viviendo. Así hasta pasaría desapercibida para los guardias del recinto.
Tras haber jugado diez minutos, un hombre se aproximó hasta los chicos. Era también africano, movía los pies despacio, arrastrándolos. Debía medir casi dos metros y tenía el cabello muy corto, pero aún así se veía que lo tenía blanco. Tenía también barba, medio blanca, medio negra. Se quedó al lado de Julia. En su triste rostro creció de repente una sonrisa tierna mientras decía:
— Niña bonita...
Julia lo miró, de hecho estaba algo asustada.
— No temas nada —dijo el hombre que enseguida notó el miedo en la niña—. Es que yo tengo una hija que debe tener tu misma edad.
— Tengo diez años...
— Ella también...
— Me llamo Julia.
— Lindo nombre, como tú, niña. Mi hija se llama Samira.
— ¿Y no está aquí con usted?
— No, está allá lejos, en África. Hace ya tres años que no la veo —dijo lleno de tristeza el hombre—, pero como van a devolverme a mi país, voy a verla otra vez pronto...
Julia notó una mezcla de tristeza y de alegría en la voz de aquel hombre, pero no supo la razón de aquello.
Y sin más palabras, siguió caminando alrededor de aquel patio donde los inmigrantes ilegales estaban recluidos a la espera de ser repatriados, devueltos a su país en cuanto el padre de Julia recibiera una orden, pero eso la niña no lo sabía.
Después de aquello, Julia siguió jugando con sus tres nuevos amigos. Ni se enteró del tiempo que allí pasó. Nunca se le iba a olvidar aquella mañana tan intensa. Ni se sedaba cuenta de que ya tenía hambre. Ella no, pero su padre sí. Y precisamente el hambre fue lo que hizo que fuera descubierta.
Resultó que el padre de Julia fue a buscar a su hija cuando llegó la hora del almuerzo. Pensaba llevársela con él a la cantina de los jefes. Entró en su oficina con una gran sonrisa, hasta ya había preparado lo que iba a decir. Sería: «Mi princesa, vamos a almorzar», pero dicho en un tono jovial, amigable.
Sin embargo, la frase se le quedó congelada en los labios cuando abrió la puerta y vio que la niña no estaba en la oficina. Su primer pensamiento fue que seguramente la habían secuestrado, pues la ventana estaba abierta. Aquellos criminales iban a pagar caro aquella atrocidad.
Se asomó por la ventana. Enseguida oyó las carcajadas de su hija, allí mismo debajo de su oficina. Cómo era posible. El director de la Agencia de Control de la Inmigración salió de su oficina como un cohete y por el camino hizo un gesto a dos guardias para que lo siguieran.
En pocos minutos irrumpieron en el patio. Aquella entrada repentina del propio director del centro, acompañado de dos hombres armados, hizo que todas las personas que estaban allá entonces se detuvieran, también Julia, que se quedó mirando a su padre. La niña se dio cuenta al instante de lo que pasaba. El padre caminaba a grandes pasos hacia ella. Ella les dijo a los tres chavales:
— ¡Marchaos! ¡Rápido!
Los chavales no se lo hicieron repetir. Julia aún tuvo una idea: le dio una patada a la caja de cartón convertida en futbolín y la alejó de allí. Sabía que así los chavales podrían seguir jugando cuando ella ya no estuviera. Y como era de esperar, el padre asió del brazo a su hija y la arrastró fuera de allí sin decir una palabra.
Luego, mucho tardó el padre de Julia en hablar con la niña. De hecho, no fue hasta que llegaron a casa, cuando el padre empezó a contar a la madre enferma cómo la niña desobediente se había escapado con los emigrantes, que son personas peligrosas.
La niña era una inconsciente. No se daba cuenta de que su vida había corrido peligro, que le podían haber hecho cualquier cosa, porque los inmigrantes son gente que roba y hace daño.
Julia oía todo aquello y se mordía los labios. No tenía coraje de replicar al padre, porque el padre era un hombre muy grande y le imponía respeto. Pero ella no estaba de acuerdo con lo que él decía.
De hecho, tras diez minutos de estar sentada al pie de la cama al lado de la madre, sintiendo sus caricias, aunque estuviera enferma, la niña se dejó guiar por su fantasía y recreó un campeonato de futbolín en una caja de cartón con pelotas de golf.
Pero la voz del padre, que en aquel momento se alzaba, la trajo de vuelta a la realidad. El padre le dijo:
— Ay, hijita, mira, tienes el cuarto todo lleno de juguetes, tienes todo lo que cualquier niña puede desear. ¿Pero qué es lo que tenían aquellos críos para que te fueras con ellos? Dímelo, porque yo te compro lo que quieras...
Y entonces Julia se levantó de la cama de la madre y le dijo toda seria a su padre:
— Imaginación. ¿Me puedes comprar imaginación?
Ahí ya el padre se calló y salió del cuarto para ir a buscarse una cerveza.
Julia volvió al lado de su madre, la cual le siguió acariciando la cabeza.
© Frantz Ferentz, 2013
Desde siempre, en aquel brazo de tierra que unía el continente con la península donde estaba el faro, las gaviotas habían encontrado su punto favorito para atacar los autos de los humanos.
Un día sí y otro también, los autos estacionados en aquella calle que pasaba por encima de la lengua de tierra, llamada calle de los Melancólicos, amanecían manchados con cacas de gaviota.
Y todo hay que decirlo, pues las gaviotas allí se esmeraban por atinar bien en los coches dejándolos pringados de... mierda.
¿Por qué en aquella calle y no en otras de la aldea de pescadores?
Parecía un misterio, pero lo cierto es que consideraban aquel trozo de la aldea como propio, aunque eso no signifique que las gaviotas, según vuelan, no caguen donde les apetece, porque, como todas las aves, estas también defecan según vuelan, con resultados diversos, lo mismo que los cormoranes, o en América los pelícanos.
Siempre todo acababa con unas maldiciones del dueño del coche, cuando, por la mañana temprano, iba a arrancarlo y se topaba con una caca de gaviota extendida por medio coche, porque, además, al caer fresca desde cierta altura, la caca, al chocar contra la chapa y el cristal, se expandía, para luego secarse enseguida.
Y entonces sí que era complicado luego retirar la caca seca.
Hasta ahí, lo normal, lo que había estado ocurriendo durante años.
Pero entonces sucedió algo nuevo, diferente, inédito, inesperado, casi aterrador.
Una mañana, varios de los coches no amanecieron con la consabida caca de gaviota bien extendida, no, amanecieron con una caca gigantesca, descomunal, que prácticamente cubría todo el coche.
Aquello sí que era un problema, porque retirar una mierda de aquel tamaño requería de varias personas y se demoraba varias horas.
Pero no fue algo accidental, fue algo ya reiterativo en los coches que aparcaban en la calle de los Melancólicos.
Lo malo es que en toda la aldea pesquera era el único sitio donde se podía aparcar, porque, en el resto, las calles eran muy estrechas.
Así, noche tras noche, una caca gigante de gaviota cubría varios de los coches aparcados en la calle de los Melancólicos.
Los dueños estaban desesperados, no sabían qué hacer, pero es que nunca nadie había visto cacas de aquel tamaño, eran descomunales.
Los periódicos locales se hicieron eco de aquel fenómeno y enseguida aparecieron “expertos” que dieron todo tipo de explicaciones, cada una de las cuales, ciertamente, fue publicada en un diario distinto.
“Esta defecación”, indicó un tipo venido de Singapur cuya verdadera profesión era vendedor de grúas, “la produce un pterosaurio. El tamaño de esta... caca se corresponde con las capacidades intestinales de ese dinosaurio”.
“Pero ¿no están extinguidos los dinosaurios?”, le replicó alguien.
“Eso dicen”, contestó el de Singapur, “pero alguno debe haber quedado por ahí, porque ese tamaño no tiene otra explicación”.
No convenció a nadie, lógicamente.
Otro tipo, este de Toronto, dijo:
“Esa caca es de ballena”.
“¿De ballena?”, le preguntaron alucinando. “Explíquese”.
“A ver, esta lengua de tierra se interpone entre dos partes del mar. Hay ballenas que odian dar rodeos, por lo que cuando vienen por aquí, cogen carrerilla y saltan por encima del istmo, pero, para perder peso durante el salto, hacen sus necesidades mientras van por el aire. Y eso es lo que tenemos aquí: caca de ballena”.
No, tampoco aquella hipótesis convenció a nadie, porque ni los más viejos del lugar habían visto nunca a una ballena dar un salto así, que sería de al menos cien metros.
Hubo una tercera opinión, esta de una mujer de Vladivostok, que dijo:
“Esos son residuos extraterrestres de las naves que orbitan alrededor de nuestro planeta, pero que están ocultas a nuestros ojos”.
“Pero ¿son residuos de las naves o de sus tripulantes?”, le preguntaron.
“Supongo que de sus tripulantes, porque eso es... mierda”, respondió la mujer.
“Ya, pero ¿por qué siempre cagan en este punto, con lo grande que es el planeta Tierra?”, le preguntaron.
Ella se encogió de hombros y explicó que probablemente tendría algo que ver con la energía del lugar.
El siguiente paso llegó cuando se hicieron análisis químicos de las defecaciones.
“Esto es caca de gaviota”, anunció sin dudarlo la científica que dirigió las investigaciones, mostrando un isótopo recubierto de mierda de gaviota.
Desde ese momento, en la aldea de pescadores creció la idea de que una gaviota gigante, gigantísima, habitaba en los alrededores, aunque nunca nadie la había visto.
Pensaron, además, que debía de ser invisible, porque el único rastro que había de ella eran aquellas cacas del tamaño de cinco balones de baloncesto.
Hubo expediciones científicas y militares que se dedicaron a buscar aquella gaviota gigante que podía cagar como cuarenta gaviotas normales.
Buscaron y buscaron durante semanas, pero no encontraron ni rastro.
Mientras, en la aldea, construyeron un aparcamiento fuera, en la entrada, de modo que la calle de los Melancólicos fuese solo un lugar de paso a pie hacia el faro.
Y en aquel aparcamiento solo cayeron desde entonces las cacas habituales, de gaviota normal y corriente, pero nunca más cacas gigantes.
Por tanto, cualquier lector se preguntará: ¿Y cuál era el misterio de las cacas gigantes? ¿Existía realmente una gaviota gigante que cagaba a lo gigante?
La respuesta es no.
Las gaviotas son mucho más listas de lo que parecen, así que simplemente se pusieron de acuerdo para en vez de cagar cada una por su cuenta, hacerlo sincronizadamente en grupo de 30 sobre un mismo objetivo.
De ese modo, las cacas de 30 gaviotas apuntado a un mismo auto producían una mierda gigante.
Así, consiguieron que la calle de los Melancólicos estuviese dejase de estar siempre atiborrada de coches y volviese a ser para ellas.
¿Y lo de seguir cagando encima de los coches en el nuevo aparcamiento?
Bueno, resulta que ese es el mayor placer de esas aves al que jamás van a renunciar.
© Frantz Ferentz, 2022