domingo, 31 de julio de 2011

LA SUPERMARIQUITA

    La pobre Marina contemplaba impotente cómo el enorme Filiberto no la dejaba pasar. Ella era pequeñita, pero él era alto y fuerte como un toro.
    — Déjame pasar —pidió ella mirando hacia arriba, pero él no movió ni una pestaña.
    Marina aún esperó unos segundos, pero a la vista de que el chaval solo quería fastidiarla, decidió amenazar:
    — Pues vale, si no me dejas pasar, tendré que recurrir a mi superheroina. Ya verás cuando la veas vestida con su traje rojo con manchas negras. ¡Te vas a morir de miedo!
    Filiberto no pudo evitar que se le escapase una carcajada. Aquello se estaba poniendo divertido. Se quedó a ver lo que pasaba.
    Mientras tanto, Marina entró en casa, que le quedaba justo detrás, y cerró la puerta. No habían pasado ni cinco segundos cuando una bolita minúscula llegó volando de no se sabe dónde y golpeó a Filiberto en la sien.
    Este soltó un "au". Luego, vio que ante sus ojos flotaba una mariquita. Era eso, una mariquita que parecía enfurecida, con sus élitros rojos batiendo a toda velocidad.
    De repente, la mariquita se movió hacia la oreja del chaval y entró en ella. Filiberto gritaba como un poseso. La mariquita, al cabo de unos segundos, salió por la nariz y, sin detenerse, se le metió por debajo de la camisa. Filiberto intentaba aplastarla, pero lo único que conseguía era pegarse a sí mismo, causándose cardenales por todo el cuerpo. La mariquita acabó posándosele en la frente. Ahí Filiberto pensó que ya la tenía. Se agachó muy despacio, recogió una piedra del suelo y… ¡pum! se golpeó con ella en la cabeza. 
    Falló. 
    La mariquita había escapado. Sin embargo, Filiberto se cayó al suelo desmayado. Tardó unos minutos en recuperar el sentido. Cuando abrió los ojos, vio a Marina ante el, de pie, vestida con una capa roja de puntitos negros.
    — Soy la supermariquita, la superheroina… 
    Filiberto ya no quiso saber nada de aquella cría, no quiso saber si lo de la mariquita era pura casualidade o si aquella mocosa tenía superpoderes. Aún medio mareado, se largó de allí corriendo, con una fobia a las mariquitas que le duraría toda la vida. Para él, siempre sería menos arriesgado jugar al fútbol con avispas que tener tratos con mariquitas.


     © Frantz Ferentz, 2011 

EL BICHITO MÁS EXTRAÑO

    El bichito avanzaba por la pantalla del ordenador de Javier muy despacito, intenando pasar desapercibida ante el chaval que, en ese momento, chateaba con los amigos.
    El bichito caminaba de puntillas. Tenía a su favor que la habitación estaba bastante oscura, salvo por la luz que emitía la pantalla, y que el chaval estaba totalmente concentrado en lo que había en la pantalla.
    Sin embargo, todas sus previsiones fallaron. Javier detectó al bichito desplazándose por el borde superior de la pantalla.
    Lleno de curiosidad, el chaval acercó su rostro lo máximo posible hasta el bichito y se lo quedó mirando:
    — Mamá, ¿existen arañas con trompa y orejas de elefante? —preguntó Javier gritando.
    — No digas chorradas, hijo —resonó la voz de la madre desde el otro extremo de la casa—. Te pasas demasiadas horas delante del ordenador y por eso tienes visiones.
    — Será eso...
    El chaval cerró los ojos, se los restregó y volvió a abrirlos. Ya entonces el bichito no estaba. 
    Pero lo cierto es que sí estaba. El bichito se había escondido en la parte trasera del monitor y respiraba aliviado. Casi lo habían descubierto. ¿Qué sería de él —pensó— si los humanos llegasen a descubrir la existencia de las arañas elefantes? 
    Para la próxima, el bichito habría de extremar las precauciones...


© Frantz Ferentz, 2011

POR QUÉ PAPÁ NUNCA COME FRUTA

    — Yo nunca como frutas porque tuve una experiencia impactante hace varios años –dijo el padre para justificar que nunca probaba la fruta.
    Alan, el hijo de nueve años, se le quedó mirando. Estaba sentado a la mesa junto con la madre, que tan solo miraba.
    — ¿Y qué historia es esa? —preguntó Alan.
    El padre se limpió con la servilleta y empezó a contar.
    — Cuando yo tenía tu edad, más o menos, me invitaron a una fiesta en casa de un amigo. Era su cumpleaños, creo. Bueno, la cuestión es que yo me esperaba que allí hubiera tartas y pasteles y todo eso.
    » Nos llevaron a todos a un comedor y nos dijeron que esperáramos, porque la merienda no estaba preparada.
    » Los demás chicos se aburrían, porque todos esperábamos que la fiesta estuviese preparada cuando llegásemos, pero no, no lo estaba. 
    »Yo estaba harto de esperar, así que me colé por una puerta abierta y entré en una sala. Y allí, en aquella sala, había piezas de fruta de un tamaño enorme, como una persona, unas frutas que no había visto en mi vida. Como estaba muerto de hambre, me puse a comer fruta. Me gustaba, estaba deliciosa.
    » De repente entró la madre de mi amigo y me descubrió allí, poniéndome morado de fruta. Soltó un grito que todavía me resuena en la cabeza. Después vino gente, mucha gente, y todos también se pusieron a gritar.
    » Yo no entendía nada. Pero mi amigo, el del cumpleaños, se me acercó. Estaba todo pálido. Con voz temblorosa me preguntó:
    » — ¿Te has comido toda esa fruta?
    » — Sí… ¿pasa algo? —quise yo saber.
    » — Pues sí —me explicó él—, que esa fruta son parientes de mi madre que estaban aquí de visita…
   » No me lo podía creer, pero era así. La madre de mi amigo tenía una familia que eran frutas. Nunca he vuelto a ver una cosa igual, pero desde entonces, por la sorpresa, no he vuelto a comer fruta… 
    Alan se quedó mirando a su padre sorprendido. La madre movía la cabeza de derecha a izquierda sin decir una palabra. Solo pensaba en las disculpas increíbles que se inventaba su marido para no comer fruta. Quizás para la próxima le contaría a su hijo que no comía setas porque una vez se había convertido en gnomo y tuvo que sobrevivir una temporada debajo de una.
    En fin.
    Sea como fuere, Alan se quedó muy preocupado por su padre. Él sabía que la fruta era muy buena, así que tendría que conseguir que superara aquel trauma.
    Alan era muy mañoso en la cocina. A pesar de su corta edad, se le daba muy bien trastear y preparar platos. Se le ocurrió que todo lo que tenía que hacer era darle fruta a su padre sin que este notase que era fruta. La verdad es que el crío no se creyó ni una palabra de la historia de su padre. Era pequeño, pero no tonto.
    Por eso, aquella misma noche se puso a preparar por su cuenta un plato a base de frutas que llevaba plátano, melocotón y canela. Luego preparó una especie de pasta hojaldrada, trituró todo, lo compactó, lo metió en el horno eléctrico y cocinó un pastel cuyo olor invadió toda la casa.
    Precisamente aquel olor hizo despertar a sus padres. Cuando aparecieron en la cocina, el padre quiso probar aquel pastel.
    — ¿Lo has hecho tú, Alan? —preguntó la madre.
    — Sí, es receta especial. Ingredientes secretos.
    Se lo comió casi todo el padre, que se puso las botas.
    De dos bocados.
    Y cuando aún se estaba relamiendo, su hijo le dijo:
    — Papá, creo que te he ayudado a superar tu trauma con la fruta. El pastel que te acabas de comer estaba hecho con tres frutas, pero tú ni lo has notado.
    El padre se puso colorado. Lo habían pillado.
    — Bueno, no te creas —intervino la madre—. Yo llevo años haciéndole comer fruta enmascarada entre muchos platos que le doy, lo que pasa es que tu padre ni lo nota.
    El padre se vio atrapado. Solo le quedaba una salida.
    En ese momento se quitó la bata, se quitó la blusa del pijama y empezó a quitarse la piel ante la mirada de asombro de su mujer y su hijo.
    Ambos pudieron comprobar que la piel del padre era como la de un plátano, de la que se podía tirar para abajo. Debajo de ella quedaba a la vista una carne que realmente parecía también de plátano, amarillita.
    — ¿Qué me decís? 
    Ni la madre ni el hijo dijeron nada.
    El padre volvió a subirse la piel y cubrió su carne platanera. Luego añadió:
    — Cuando yo os digo que no quiero comer fruta es por algo, así que respetadlo, ¿vale?
    Y sin más, se dio media vuelta y salió de la cocina desprendiendo un extraño olor a melocotones.


© Frantz Ferentz, 2011

martes, 26 de julio de 2011

LA INCREÍBLE HISTORIA DE LA BOCA DEL REY


    Érase una vez un rey muy bueno pero con una boca horrible, cuyos dientes, al hablar, bailaban y asustaban a todos sus súbditos.
    Por eso, nadie quería asistir a las audiencias con el rey, porque les daba miedo aquella boca.
    Y luego, lo peor, es que tenían pesadillas horribles, como que eran trocitos de pastel o guindas en la boca del rey, corriéndole por la boca sin parar.
    El rey también notaba aquel rechazo de sus súbditos, pero no podía ni remotamente imaginar por qué no querían estar a su lado.
    Y como era el rey, nadie se atrevía a decírselo, no fuese que, a pesar de ser tan bueno, se anojase terriblemente y mandase cortar la cabeza.
    Entonces, la hija del rey, la princesa heredera, tuvo una idea brillante para ayudar a su padre, porque ella también conocía el problema.
    Reunió al primer ministro y los demás miembros de la corte y les puso sus revistas de moda en la mesa.
    Luego les dijo:
    — Señores, la solución para ayudar a mi padre es la moda.
    — ¿La moda? preguntaron todos al unísono, excepto el ministro de la guerra que entonces pensaba en cómo matar una mosca molesta de un cañonazo.
    Y la princesa, con aires misteriosos, les contó su plan...
    Así, tres días después, apareció por la corte un extraño personaje. Vestía ropajes inmensos, gastaba gafas de sol con forma de ojos de mosca y llevaba una peluca morada que desprendía olor a mermelada de arándanos.
     Majestad dijo al rey, aunque no le veía bien la boca a causa de las gafas de sol, soy Bernard Metraillete y vengo a traer la moda a vuestro reino.
    Antes de que el rey pudiera decir nada, ya la princesa se puso a gritar con frenesí, entusiasmada, y el primer ministro aplaudía como un loco.
    El rey, ante aquellas muestras de interés, creyó que lo de la moda era algo bueno para el reino, porque en aquella época aún no había inventado internet y aquellas tierras quedaban a desmano de todo.
     Está bien, señor Metraillette, ¿y qué moda trae?
    El rey pensaba que las modas se vendían como los zapatos o el queso, que alguien los traía a palacio y se pagaba por ello. Pero no.
     Traigo la última moda de París: el bigote-cortina.
     ¿El bigote-cortina? preguntó el rey asombrado.
    El bigote-cortina era un truco inventado por la propia princesa para salvar a su padre. Se trataba de un bigote postizo que cubría la boca. De esa manera no se veía la boca, pero, a la hora de comer, se tiraba de un cordón y se corría como una cortina hacia los lados, liberando así la boca y permitiendo comer.
    Aquel plan de la princesa, donde el modista no era más que un actor contratado, salvó al reino de tener pesadillas con los dientes del rey.
    Así, el rey volvió a tener mucho público en todas sus audiencias. Pero tuvo también una desventaja.
    Al rey le gustó tanto aquel invento que obligó a todos los mayores de dieciocho años de su reino a llevar bigotes-cortina, tanto a hombres como mujeres.
    Y así fue, hasta que se les ocurrió una idea mejor...


© Frantz Ferentz, 2011