sábado, 25 de febrero de 2012

LA RISA LOCA DE AMALIA



Amalia tiene un problema.


Cada vez que le viene la risa loca, parece que larga un concierto.

Es capaz de reír y reír sin parar durante casi media hora.

Empieza muy fuerte, después baja, después sube, después se mantiene, y así sucesivamente.

En casa ya tienen miedo a contar cualquier chiste, porque puede ser que Amalia se eche a reír y no pare.

A veces, después de reírse por tres cosas distintas, pode pasarse riendo tres horas seguidas.

Es tremendo.

Pero la pobre Amalia no puede evitar reírse.

La mamá de Amalia decide entonces llevarla al médico.

Algo tienen que hacer para quitarle esa manera de reírse tan loca.

El médico parece un señor muy serio, con bigote y gafas.

Cuando Amalia lo ve, no se ríe.

La mamá está contenta, la cosa empieza bien.

— Verá, doctor —empieza a explicar la mamá—, mi hija se ríe como una loca. Cuando empieza, ríe y ríe sin parar durante horas.

El doctor se queda mirando fijamente a la niña.

Ella sigue toda seria.

De repente, el doctor saca la lengua mientras dice:

— Cuando cuentes cuentos cuenta cuántos cuentos cuentas, porque si no cuentas cuántos cuentos cuentas, nunca sabrás cuántos cuentos has contado tú.

Durante unos segundos, quizás no más de tres, Amalia se queda en blanco, también mirando fijamente al doctor, sin habla.

Pero después, se pone a reír.

Y de qué manera.

No se había reído así en su vida.

Tanto, que aún después de media hora sigue riéndose.

Parece la risa más larga que nunca ha echado Amalia.

La madre, preocupada, le pide al médico que interrumpa aquella risa, pero él le hace gestos con la mano, queriendo decir que conviene dejarla tranquila.

Mientras tanto, el médico toma notas sobre la risa de Amalia.

Hasta tiene tiempo de ir a tomar un café a la máquina del pasillo y traer un té de moras para la madre de Amalia.

Finalmente Amalia se calla.

Su risa ha durado cuarenta y nueve minutos y medio.

Una plusmarca.

Está agotada la pobre cría.

— Y dígame, doctor —quiere saber la madre—, ¿esto tiene cura? ¿Unas pastillas, un jarabe, un esparadrapo en la boca?

— No, señora —explica el doctor con una sonrisa—. Esto se trata con educación musical.

— ¿Es broma?

— No… es complicado de explicar, pero para empezar, la niña tiene que acudir a clases de solfeo. Tiene que aprender qué es el ritmo. Después tráigamela de nuevo.

— Ah…

La mamá no entiende, pero le hace caso. 

Manda a Amalia a tomar clases de solfeo, de baile, de cosas donde la niña puede aprender qué es el ritmo.

Después de un mes, Amalia corre por casa de puntillas como una bailarina clásica y hasta sabe batir con la cuchara en el plato como si fuera una batería.

Lo hace muy bien, tiene talento para eso.

La mamá vuelve a llevar a la niña al doctor.

Nuevamente todos están muy serios en la consulta.

Entonces, de repente, el doctor suelta:

— Yo tengo una gallina pinta, piririnca, piriranca, rubia y titiblanca, esta gallina tiene unos pollitos pintos, piririncos, pirirancos, rubios y titiblancos, si esta gallina no fuera pinta, piririnca, piriranca, rubia y titiblanca, no tuviera los pollitos, pintos piririncos, pirirancos, rubios y titiblancos.

Amalia, de nuevo, se queda de piedra.

Unos segundos…

Y luego estalla en risas.

Esta vez, la cosa parece que va a ser todavía más larga, puede que hasta bata su propia marca.

Entonces el doctor la cosa más extraña que uno se pueda imaginar.

Se quita la bata blanca.

Se pone un chaqué.


Coge la batuta de director de orquesta que tiene guardada en el cajón.

Se coloca delante de la niña.

Empieza a marcarle el ritmo con la batuta.

Es increíble, pero Amalia sigue el ritmo como se lo marca el doctor—director de orquesta.

La mamá es testigo de cómo Amalia transforma su risa loca en una especie de canto, con subidas y bajadas de ton magistrales.

El doctor dirige a la niña como un experto y hasta sabe, al final de la risa, concluir con una nota longa sostenida.

Hay aplausos de mamá y da enfermera, que ha entrado en la sala atraída por el concierto.

— Y dígame, doctor, ¿lo de mi niña tiene cura? — pregunta la mamá.

— Creo que no —responde el doctor quitándose el chaqué y poniéndose de nuevo la bata—, pero le garantizo que puede hacer carrera musical. Todo es cuestión de transformar la risa en canto. Su hija tiene mucho talento para eso.

Y así es.

Amalia, curarse, no se cura, pero enseguida publica un disco con su risa loca transformada en canto, dirigido por el doctor.

El disco es todo un éxito.

Sin embargo, antes de ponerse a "risacantar", Amalia necesita que le cuenten un chiste o le digan un trabalenguas.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.



© Frantz Ferentz, 2012


viernes, 24 de febrero de 2012

EL FELPUDO MÁGICO




Delante de la puerta de los García-Campanero había un felpudo viejo, asqueroso, maloliente, que como todos los felpudos servía para limpiarse el calzado antes de entrar en casa.

Nadie sabía exactamente cuántos años llevaba aquel felpudo allí, ni siquiera de dónde había salido, pero resistía, resistía, aunque fuese a costa de acumular porquería.

La señora de la limpieza, doña Leo, no quería saber nada de él cuando limpiaba el pasillo de fuera.

Solo lo movía para un lado empujándolo con la escoba y eso era todo.

Qué asco le daba…

Probablemente habrían pasado todavía lustros sin novedades en el pasillo, hasta que el felpudo se hubiera deshecho a cachos de puro viejo.

Pero no fue así.

Todo empezó de repente un día, cuando doña Leo iba a mover con la escoba el felpudo, pero este se movió solo antes de que ella lo tocase.

Se había movido solo unos centímetros, pero bastó para que doña Leo no llegase a tocar el felpudo.

La mujer pensó que, tal vez, se trataba de su imaginación, de manera que volvió a acercar la escoba al felpudo.

Y nuevamente el felpudo se movió unos centímetros antes que ella lo tocase.

¿Cómo era posible?

La mujer pensó que se trataba de una broma de los dueños de la casa, seguro que había un hilo de nailon con el que movían el felpudo.

Un tanto indignada, llamó al timbre de la casa de los García-Campanero, porque no estaba dispuesta a soportar chanzas de los habitantes de aquella casa, ¡faltaría más!

Abrió la señora García-Campanero, con cara de haberse levantado de la cama unos segundos antes, seguramente despertada por el timbre.

– Buenos días, doña Leo, ¿ha pasado algo?

– ¿Que si ha pasado?

Y doña Leo empezó a protestar delante de la señora García-Campanero de las bromas de sus hijos, que se reían de su probo trabajo de limpiadora y bla, bla, bla…

La señora García-Campanero tardó un rato en reaccionar.

Sus hijos no estaban en casa, era fin de semana y se habían ido a pasarlo donde los abuelos, por tanto ellos no podían haber organizado nada por el estilo, aunque fuesen bien capaces de hacer trastadas como la que decía doña Leo o incluso peores.

Tal vez podían haber dejado activado un dispositivo de control remoto que hiciera moverse el felpudo –¡eran bien capaces de eso!–, pero aparentemente no había aparato alguno escondido detrás de la puerta de casa.

La señora García-Campanero quiso comprobar la veracidad del relato, para lo cual doña Leo puso la escoba al lado del felpudo y este, enseguida, se alejó.

– Qué extraño... –dijo la señora García-Campanero, que estaba verdaderamente alucinada.

Y tal como estaba, en bata, se subió al felpudo de un saltito.

Entonces sí que ocurrió algo aún más extraño.

El felpudo empezó a moverse por el suelo del pasillo exterior, lentamente, como si fuera un vehículo.

– ¡¡Pare, señora, pare!! –gritaba doña Leo.

– ¡¡No puedo, no sé conducir esto!!

Qué desastre…

Por suerte, el felpudo solo daba vueltas por el pasillo, en círculo, de modo que cuando la señora García-Campanero estuvo a la altura de doña Leo, saltó a sus brazos, aunque la velocidad era mínima, pero viajar sobre un felpudo es algo que realmente asusta y, si no, haced vosotros la prueba.

Cuando la señora García-Campanero consiguió descender del felpudo, este se detuvo.

Doña Leo, amenazando con la escoba, consiguió obligarlo a moverse a su lugar de partida.

Aquello sí que era un misterio.

– Esto, en vez de una alfombra mágica, hasta parece un felpudo mágico –afirmó doña Leo.

– Pero las alfombras mágicas vuelan, ¿no?

– Sí, pero los felpudos, por ser más pequeños, debe ser que solo se arrastran…

– Tiene que ser eso, sí –reconoció la señora García-Campanero–, pero a mí esta cosa me da miedo, y además apesta…

– Qué me va a contar a mí. Ya hace años que tengo que aguantarla. Si fuese por mí, ya estaría en la basura hace años.

– Tiene razón. Espere, voy por una bolsa de basura grande de plástico donde meter el felpudo.

Pero no tuvo ni tiempo de moverse.

Justo en ese momento, la puerta de al lado se abría y el señor Gutapercha tiraba de su chihuahua para que saliera a la calle para hacer pipí y lo que hiciera falta.

El chihuahua del señor Gutapercha era un perro perezoso como pocos, incapaz de caminar más de seis pasos antes de hacer una pausa para tomar aliento.

Y coincidió que, cando el señor Gutapercha tiraba de él, el perro se quedó justo encima del felpudo.

El felpudo, en cuanto sintió peso encima de sí, empezó a flotar.

Sí, flotaba a medio metro, porque la señora García-Campanero pesaba diez veces más que el can, o lo mismo hasta quince.

Todos se quedaron de piedra, contemplando la escena en que el chihuahua flotaba subido al felpudo.

Sin embargo, el perro parecía encontrarse de maravilla allí encima, no parecía darle medo, agitaba el rabo todo contento.

– ¡¡Guau, guau!!

– Parece que le agrada –se atrevió a afirmar doña Leo.

– Eso parece, sí –dijo el señor Gutapercha.

– Oiga, muévase hacia la salida, tirando de la correa del perro –propuso la señora García-Campanero.

El señor Gutapercha hizo como le indicaron.

La intuición de la señora García-Campanero funcionaba: el felpudo se iba detrás del señor Gutapercha con el perro encima, que estaba encantado de poder salir a pasear sin tener que caminar.

– Señor Gutapercha –llamó doña Leo–, si lo ven salir así a la calle, quizás tenga problemas.

El señor Gutapercha se giró, se rascó la cabeza y dijo:

– ¿Sabe qué? Que me da igual. No hago mal a nadie y consigo que mi perro salga a dar una vuelta. Si este felpudo es mágico, mejor para mí… A propósito, señora García-Campanero, le compro el felpudo.

– No se preocupe, señor Gutapercha, se lo regalo. Ya me compraré yo uno nuevo. Espero que no sea mágico. Estoy contenta de que, por lo menos, a usted le sirva de algo.

Y muy satisfecho, el señor Gutapercha siguió su camino hacia el portal de la casa.

Por fin iba a poder pasear tranquilo con el perro.

Aunque fuera encima de un felpudo mágico.


© Frantz Ferentz, 2012