Íngrido era un caballero matadragones.
Se ganaba la vida poniendo su espada al servicio de reyes y nobles que tenían problemas con los dragones, quienes le daban dinero para liquidar a aquellos bichos que calcinaban todo a su paso.
Sin embargo, últimamente los negocios no iban muy bien.
Había pocos dragones y, por tanto, reyes y nobles no contrataban los servicios de caballeros como él.
Qué mal.
Un día, mientras Íngrido tomaba su baño semestral (un buen caballero solo se baña un par de veces al año como máximo, porque el hedor es parte de sus estrategias de caza, lo cual es algo que no alcanzo a entender, pero en fin...), algo que era el equivalente a un periódico de esa época cayó en sus manos.
Era un bando, pero no estaba firmado por el rey, que es lo habitual, sino que estaba firmado por un tal Lupubrún que así decía:
Se buscan caballeros matadragones
dispuestos a enfrentarse a un solo dragón
de modos alternativos, sin espadas,
escudos, ni cualquiera de esas zarandajas.
Acérquense a la cueva Kola-Kola
mejor siempre a primera hora.
La cueva Kola-Kola era un lugar siniestro donde ni siquiera los más valientes entraban porque decían que estaba embrujada.
Sin embargo, nuestro caballero quería mejorar su currículo.
Tenía que demostrar que podía ir a la cueva Kola-Kola y enfrentarse al dragón que, según rezaba el bando, estaba esperando a un caballero que pudiera enfrentársele sin espada o escudo.
Y ahí estaba él.
Tuvo que atravesar desiertos, bosques impenetrables, montañas nevadas, ríos... hasta llegar a la isla Simpática, que de simpática solo tenía el nombre, en medio del lago Fuententera, cuyas aguas se consideraban venenosas.
Y allí, en esa isla, era donde estaba la cueva de Kola-Kola.
Cruzó las aguas del lago después de pagar una fortuna al único barquero que se atrevía a surcar aquella superficie.
Pasó la noche al pie del esqueleto de un viejo árbol que parecía querer rascar la luna.
Tuvo que esperar hasta el amanecer.
Ante él, el antiguo volcán Ukululu se alzaba en el centro de la isla.
En el medio de la ladera, se abría la entrada.
Íngrido dejó su armadura, escudo y espada en el suelo y comenzó a ascender.
Por el camino iba pensando en cuál sería el desafío: ¿luchar con las manos, kungfú, a ver quién aguantaba más conteniendo la respiración, una guerra de pedos...?
Cuando finalmente llegó a la entrada de la cueva, entró.
Dio unos pasos y enseguida se topó al dragón acostado en una esquina.
Cuando el dragón lo vio entrar, se levantó y se presentó:
– Bienvenido, caballero, soy Lupubrún.
– Entonces eres tú quien firmó el bando.
– Exactamente. Estoy buscando un rival digno de mí. ¿Serás tú?
– Probemos –dijo Íngrido.
– Acompáñame.
El caballero siguió al dragón a través de la cueva hasta que llegaron a una gran galería.
En el centro había algo oculto bajo una enorme manta.
El caballero pensó que sería una pista de fango.
Estaba seguro de que, si luchaba, derrotaría al dragón.
En ese momento, el dragón se puso unas gafas y retiró la manta
– ¿Qué demonios es eso? –preguntó Íngrido cuando vio una mesa con pequeñas figuras perfectamente colocadas.
– ¿Eso? Eso es un tablero de ajedrez. Elige, ¿blancas o negras?
© Frantz Ferentz, 2020