lunes, 18 de abril de 2011

EL MISTERIO DE LOS SALTITOS CICLOTÍMICOS DE LA LUNA


    Y de repente, la Luna comenzó a tener un comportamiento extrañísimo, observable a simple vista.
    Daba brincos en el cosmos.
    Saltaba.
    Y no estaba precisamente jugando a la comba.
    ¿Cómo era posible?
    Los científicos se tomaron aquello como una cuestión de estudio fundamental.
    Enviaron sondas y naves tripuladas a tomar muestras a toda velocidad para que los científicos hicieran investigaciones sobre lo que le sucedía al satélite de la Tierra.
    Y a partir de ahí, comenzaron las hipótesis, tantas como marcas de galletas hay en un supermercado.
    – Es una especie de indigestión por un meteorito que le entró por una hendidura y que ahora no puede echar fuera –opinó el doctor Felix Smirnoff, de la Universidad de San Petersburgo.
    – Es una reacción a la exposición solar después de tantos siglos. Probablemente alguna tormenta solar le ha afectado a su sistema de rotación y el satélite reacciona ante eso –dijo la doctora Ilke Repinke, de la Universidad de Berlín.
    Sin embargo, la explicación mejor acogida fue que la luna tenía una especie de ataque causado por no se sabe qué, tal como había dicho el doctor Lepidopterus Smith de la Universidad de Iowa, que fue la explicación mejor acogida, definida como dolencia ciclotímica de la Luna.
    Las explicaciones eran todas realmente estúpidas, nadie tenía ni idea de lo que realmente pasaba con la Luna.
    Bueno, nadie, nadie, no.
    La abuela Lucía sí que lo sabía.
    Aunque ella vivía en una pequeña aldea casi perdida a la orilla del Atlántico, comprendió perfectamente lo que le sucedía a la Luna.
    Lo sabía porque era exactamente lo que le pasaba a su nieta.
    Era, simplemente, que tenía hipo.
    Hipo de luna.
    Escribió a la mayoría de la gente que mandaba en el planeta.
    Como era una abuela moderna, le bastó con mandarles un emilio para ser informados.
    Pero la gente que manda en el planeta no la escuchó.
    La abuela Lucía no se desanimó por eso.
Pidió ayuda a su nieta Natalia, que era muy buena para las cosas de los ordenadores, y creó un sitio web llamado: www.quitemosleelhipoalaluna.com, también con versión en inglés, faltaría más.
    Lo que la abuela Lucía decía allí era simplemente que con la ayuda de toda la gente que quisiera participar, habría que usar la mejor terapia para quitar el hipo: dar un susto.
    Por eso, convocó a la gente para, en la madrugada del lunes al martes de un 29 de febrero, día bisiesto y, por tanto, perfecto para los sustos, toda la gente tendría que salir exactamente a la hora marcada según el horario fijado en cada huso horario con una máscara feísima, mirar hacia la Luna, chillarle “uuhh” con todas sus fuerzas e inmediatamente volver para su respectiva casa.
    Es claro que los científicos, políticos y mucha gente seria del planeta se ría de aquello.
    Eran ideas de abuela loca, decían.
    Sin embargo, a la mayoría de la gente le pareció una idea genial, porque no tenían nada que perder.
    De hecho, cada noche, los saltitos de la Luna estaban agitando las mareas del planeta.
    Podía ser una catástrofe planetaria.
    Hasta que llegó la noche señalada.
    La gente salió a la puerta de sus casas y todos al alimón chillaron mirando hacia la Luna:
    – Uuuuhhhhhhhhh!
    Fue un grito extraordinario que se sintió en toda la Tierra.
    Todos esperaron, casi con el aliento retenido.
    Pasaron los minutos, las horas.
    La luna había dejado de tener hipo.
    Se oyó un “hurra” por todo el planeta.
    La abuela Lucía tenía razón.
    Pero ella sigue sin creerse importante.
    Simplemente, sigue haciendo cada viernes rosquillas de anís, que es lo que más les gusta a sus nietos y chatear con las amigas por internet cuando las tiene lejos.


© Frantz Ferentz

domingo, 17 de abril de 2011

PINTANDO SONRISAS POR LA CALLE

   Aquel día, Ludmila se levantó animadísima. Tenía ganas de salir a la calle y ver cuánto sonreía la gente.
   Pero lo que de verdad se encontró no fueron precisamente sonrisas. 
   La gente andaba toda alicaída, con los labios hacia abajo. Hasta el día no acompañaba, porque estaba todo gris.
    Así no había manera de animarse.
   Por eso, agarró un rotulador que conservaba de cuando estudiaba en la escuela. Era mágico, pero eso no lo sabía nadie más que ella. Alguien, quizás había sido su abuela, le había dicho en una ocasión que la sonrisa es contagiosa.
   Por eso, se puso a pintar sonrisas en todas las imágenes que veía por la calle, de carteles publicitarios o de fotos en los periódicos. Pintaba sonrisas como una loca, pero incluso así era demasiado trabajo para ella sola.
   Y entonces tuvo una idea. Volvió para casa, encendió el televisor y empezó a pintarles sonrisas a todos los que salían.
   Funcionó. Al final del día, el sol ya brillaba antes de ponerse y la gente sonreía. Hasta los políticos más serios sonreían como niños, sin saber por qué. Daba igual.
   Pero entonces, Ludmila comprobó que su rotulador se había quedado sin tinta. Tendría que comprarse una nueva carga.
   Aunque, ¿sabe alguien dónde se compran cargas de rotuladores pintasonrisas?

© Xavier Frías Conde

EL HADA PIRATA


    Laura Paraula es un hada pirata. ¿Que cómo es eso? Pues nadie lo sabe muy bien, parece un secreto muy bien guardado, porque aunque todo el mundo piensa que es hija de un pirata del Caribe y de un hada, podría ser que fuera hija de una piratesa del Caribe y de un hado padrino, pero eso es algo que ella nunca ha dicho y lo mantiene en secreto. Sus razones tendrá.
    Lo cierto es que Laura Paraula tiene esa doble naturaleza. Utiliza su varita mágica como una espada, la blande ante los enemigos, la agita y salen de ella chispas que pueden causar cualquier estropicio. Además, en vez de ir vestida con un vestidito de volantes, suele ponerse botas de mosquetero y un parche que cada día se pone en un ojo.
    El hada pirata tiene su propio barco. No es que se dedique a asaltar bajeles, a abordarlos, sino que a Laura Paraula le encanta navegar y pasarse la lengua por los labios cuando está en alta mar y notar lo salados que se quedan.
    Su tripulación, o su pasaje, que ni se sabe lo que son, está compuesta por seres curiosos. El segundo de abordo es una tortuga gigante de las islas Galápagos que se perdió hace siglos y Laura Paraula recogió, llamada Memorión; desde entonces son grandes amigas. También está una antigua bailarina que se rompió una uña bailando y le cogió miedo a todo, pero desde que está con Laura Paraula no tiene miedo a nada… bueno sí, a romperse otra vez una uña; ella se llama Rita Sarita. Y finalmente está un bucanero retirado del que todos se reían porque era tartamudo, pero resulta que habla como nadie el lenguaje de delfines, ballenas y demás cetáceos, lo cual es muy útil en alta mar; además, este antiguo bucanero, incapaz de hacer daño a una mosca, está secretamente enamorado de Laura Paraula desde hace muchos años; él se llama Andrés Delrevés.
    El hada surca los mares sin prisa, porque su barco, el «Pasapalabra» se mueve por magia, no necesita realmente tripulación y va a donde le da la gana. A veces sigue a los atunes, a veces a las ballenas y a veces a otros barcos, porque al «Pasapalabra» le gusta tener relación con otros navíos que surcan la mar.
    Lo que no tiene en lo alto es la bandera pirata tradicional, la de la calavera con dos tibias cruzadas sobre fondo negro. El color negro horroriza a Laura Paraula, por eso la ha cambiado a su gusto y le ha puesto un fondo rosa. Además, la calavera sonríe, para que dé menos miedo.
    A veces, Laura Paraula y su tripulación se encuentran con otros barcos piratas. Sus tripulaciones, como buenos piratas que son, siempre intentan abordarlos, pero en cuanto saltan a la cubierta del «Pasapalabra» se encuentran con algo que no se esperan. Normalmente la bailarina Rita Sarita está tomando el sol en cubierta, en biquini (tiene muy buen tipo), sobre una tumbona. Como es muy educada, siempre sonríe a la gente que llega. Los piratas se suelen quedar unos segundos contemplándola, pero enseguida llega el jefe, que es malo a rabiar, les dice que sigan adelante. Ellos se van protestando, pero entonces siempre unos cuantos se tropiezan con Memorión, que aunque es enorme se les pasa desapercibido porque siguen mirando a Rita Sarita, y se caen al agua. Los que quedan, siempre achuchados por el jefe, se ponen a recorrer el barco en busca de un botín. Enseguida se cruzan con Andrés Delrevés, quien, siempre que prevé visita, se mete en la cocina y prepara unas minipizzas de muerte. Cuando los piratas llegan al comedor del barco, Andrés Delrevés suele tener puesta la mesa y las pizzas, que desprenden un olor intensísimo, atraen a la mayoría de los piratas, que se quedan allí a comérselas.
    Pero el jefe siempre consigue que varios hombres lo acompañen más allá. Entonces ya se topan con Laura Paraula, que los está esperando en su camarote. Y allí todos sacan las espadas, aunque el hada pirata saca su varita-espada, y se ponen a luchar. Sin embargo, a Laura Paraula no le gusta que se derrame sangre por el suelo en su barco, de modo que hace girar su varita en el aire y los piratas mal encarados se ponen a bailar un precioso vals, con ritmo de hipopótamo, pero un vals, donde las espadas les sirven para que parezca que están en un salón de Viena.
    El hada pirata los tiene bailando hasta que se caen de cansancio. A continuación recoge al jefe con sus secuaces, seguidos de los que se han dado la comilona de minipizzas y, por último, a los que se han caído al mar, y los devuelve a su barco. Y mientras se alejan, Rita Sarita suele gritarles a modo de despedida: «Volved pronto», pero infelizmente cada vez quedan menos barcos piratas con los que pasar un rato divertido.
    Y como todo en esta vida, también un día el hada pirata se enamoró. No fue precisamente del buen Andrés Delrevés –ya le hubiera gustado–, sino de un astronauta que amerizó cerca de su barco volviendo de Marte. Laura Paraula pensó que ya conocía todos los mares de la Tierra y que ya era hora de empezar a conocer algo fuera del planeta… Y de aquel amor nació una hija, Carla Deparla, que todavía no sabe si será pirata astronauta o hada astronauta. Ya el tiempo lo dirá.


© Xavier Frías Conde

sábado, 16 de abril de 2011

MAMÁ SIEMPRE TIENE RAZÓN



    – SAR, ¿te has cambiado está mañana los calcetines?
     Permitidme que me presente. SAR soy yo. No es exactamente un nombre, es un mote. Extraño, ¿no? Me da vergüenza reconocerlo, pero significa Su Alteza Real. Mi madre siempre anda diciendo que yo vivo como un príncipe y que, precisamente, espero que en casa todos me sirvan. Exagera. Ella tiene que entender que yo estoy en una edad muy difícil, quizás ella ni pasó por ella.
     Pero volvamos a la pregunta del principio. Para mí aquello era una situación espantosa. Mamá siempre me hace esa pregunta antes de salir de la casa. Para mí es embarazoso que a mi edad yo tenga aún que escuchar esa pregunta. Pero en aquella situación resultaba aún más denigrante. Íbamos camino del aeropuerto para pasar la navidad con los abuelos y ya habíamos montado en el taxi. Yo no me sentí capaz de decirle la verdad, no quería darle motivos para montarme un número delante del taxista, además de papá y de esa cosa que vive con nosotros y que dicen que es mi hermano pequeño.
     Por eso, y solo por eso, mentí. Mentí, considerando que era una mentira piadosa, una de esas que se dicen con la mejor intención para evitar una situación embarazosa. Porque, efectivamente, no me había cambiado los calcetines aquella mañana. No lo había hecho aposta, simplemente lo había olvidado, no hubo mala voluntad, porque estaban allí al alcance de la mano, sobre la silla. ¿Cómo quiere mi madre que yo repare en todo? Además, ya desde el primer momento íbamos con prisas.
     Pero si hubiera sabido lo que iba a suponer aquella mentira, no la habría dicho. Y digo esto porque las consecuencias de eso son casi imposibles de imaginar. No obstante, no voy a adelantar acontecimientos, todo vendrá a su tiempo.
     El taxi nos dejó en la puerta del aeropuerto. Entramos los cuatro en la terminal como rayos. No era porque llegásemos con retraso, sino que mi madre es bastante maniática, y lo digo sin intención de criticar. En cuestión de minutos ya estábamos todos en la fila de la facturación.
     Y al final, a los pocos minutos, ya teníamos nuestros billetes en la mano y el equipaje facturado. Caminamos hacia los escáneres para después acceder a la zona de embarque. Era muy curioso ver el dispositivo montado, con unas filas quilométricas. Después de pasar los arcos, a mucha gente aún la revisaban buscándole no se sabe muy bien qué. Yo pensaba que a mí no me iban a encontrar nada peligroso, lo más chicle superácido o polvos picapica revienta bocas. Aquello causaba furor en el colegio, pero no pensaba yo que pudiera causar problemas a la seguridad aeronáutica.
Una señora delante de nosotros llevaba una gallina sujeta por las patas. Probablemente le había dado algo para calmarla, porque el animal casi que ni se movía. Me parecía extraño que alguien llevase una gallina en el avión. Me preguntaba yo si eso era muy normal, pero lo cierto es que no lo parecía porque la gente de alrededor ponía cara de susto.
     Pero la sorpresa llegó cuando la señora intentó pasar por los escáneres. El guardia, que hasta entonces no se había enterado de que la señora llevaba una gallina, no pudo evitar que ella pasara el ave por los rayos X. El animal reaccionó inesperadamente y empezó a debatirse dentro del aparato. Enseguida saltaron las alarmas. Algunas plumas de la gallina salieron por las bocas del aparato de rayos X.
     Y entonces apareció él. Él, el enorme jefe de los vigilantes del aeropuerto. Nadie me había dicho que se trataba del jefe de los vigilantes, pero entre que yo veo mucha televisión (y este tipo era igualito que los gorilas de las películas) y que llevaba no sé cuantas medallitas y condecoraciones, enseguida adiviné de quién se trataba. Medía unos dos metros, sus zapatos estaban tan limpios que hasta uno se podía reflejar en ellos. Cuando se presentó en la zona de escáneres, todos los guardias se pusieron tiesos, no se movió nadie, ni siquiera la gallina que ya había logrado salir del escáner. Él, el jefe, observó durante dos o tres segundos la situación desde las alturas con el labio de abajo superpuesto al labio de arriba. Y a continuación, agarró la gallina por las patas. Esta intentó escapar, pero era como tener unos grilletes de hierro reteniéndola. El jefe de los vigilantes le devolvió la gallina a su propietaria y le dijo que si no encontraba una jaula para meter el animal, que se olvidara de embarcar. Si aquello hubiera sido un mercado, seguro que la señora habría montado un escándalo impresionante, pero allí nadie replicaba, ni mi madre, que es muy aficionada a meter los hocicos en todo, pues tal era la impresión que causaba aquel tipo. A mí hasta me pareció que eran dos hombres en uno.
     Bueno, al final nos tocó pasar a nosotros. El jefe de los vigilantes aún deambulaba por allí pero se veía que solo hacía una ronda antes de retirarse a algún rincón escondido, tal vez para leer el periódico tranquilamente. Primero pasó papá, sin problemas. Después pasó "la cosa"; yo esperaba que saltasen las alarmas, que a lo mejor alguna de sus chucherías activara los sensores de materias peligrosas. Pero fue inútil, el tonto de él pasó.
     Después ya me tocó a mí. Mamá estaba justo detrás de mí. Pasé por debajo del aro.
     PIUU, PIUU
     El maldito aro sonó. Yo era inocente, no llevaba nada, de verdad. Aquel aparato no funcionaba bien.
     El vigilante se me acercó. Sin decir una palabra, comenzó a pasarme el detector de arriba a abajo. Hasta que llegó a los pies. Y allí sonó.
     El guardia me miró a los zapatos con interés. Yo enseguida me percaté de que el problema era que los zapatos eran de hebilla, manías de mamá, que dice que esos son más elegantes que los de cordones.
     Y entonces sucedió algo inesperado, algo que podría cambiar toda mi vida, algo que no podré olvidar el resto de mis días, algo que uno siempre intenta olvidar porque sabe que la marca de un acontecimiento tal deja una huella indeleble.
     – Por favor –me pidió él–, quítese los zapatos y páselos por el escáner.
     Sentí que la sangre se me helaba en las venas. Delante de mí, el vigilante comenzaba a ponerse no sé si chulito o nervioso; detrás de mí, mi madre me miraba con cara de perro por haber detenido toda la fila.
     Bueno, creo que ya se entiende claramente cuál era mi situación. Si me quitaba los zapatos, me olerían los pies y mi madre descubriría que no me había cambiado los calcetines, con lo cual pasaría una navidad horrorosa, no solo cargado de reproches, sino también obligado a quedarme encerrado en mi cuarto castigado; pero, si no me los quitaba, mi integridad peligraba allí mismo. Buf, aquello tenía muy mala pinta. Debía tener una idea rápido para salvar la situación. No podía mandar a mamá a comprar toallitas húmedas porque ella no se movería de allí. Pero sí podía decirle al vigilante que si cogía frío en los pies, me constiparía y me pasaría toda la navidad en la cama, que no me podía hacer eso, que él también tendría hijos, o hermanos pequeños, o al menos un gato o un perro a los que no les permitiría coger frío y resfriarse. Sí, aquella me pareció una buena excusa y ya iba a abrir la boca cuando me percaté de que delante de mí estaba "él".
     Sí, él, el jefe de los vigilantes. No podía ser otro.
     Se nos acercó silencioso, rastreando todo a nuestro redor como si todo estuviera al alcance de su nariz de sabueso.
     – ¿Qué tenemos aquí? –preguntó con una voz relativamente baja pero que no daba señales de clemencia, como la de un monarca antiguo a punto de dictar una pena aterradora mientras espera ver el miedo reflejado en los ojos del acusado.
     – Los zapatos del chaval suenan, tienen algo metálico  –explicó el guardia.
     El gorila, es decir, el jefe de los vigilantes, siguió hablando en el mismo tono, como si me estuviera a perdonar la vida:
     – Pues es bien sencillo, el niño pasa los zapatos por el escáner y todo arreglado.
     Dos cosas: primero, no aguanto que me llamen "niño" porque ya tengo una cierta edad; segundo, no sé que me daba más miedo, si que mi madre descubriera que no me había cambiado de calcetines o que aquel tipo me metiera entero por el escáner, como había hecho con la gallina hacía solo un rato.
     Pero las cosas aún iban a empeorar. La gente de la fila ya se estaba poniendo nerviosa porque yo no me movía. Para colmo, mi madre, que hasta entonces había estado milagrosamente callada, empezó a tenerla conmigo:
     – ¿No has oído? Quítate los zapatos.
     Yo estaba paralizado. Pero podría haber seguido así durante horas. Y entonces la voz del jefe de los vigilantes sonó metálica, sonó cortante, desde debajo de su gorra de plato:
      – Síganme...
     La verdad es que yo no hice el menor gesto de ir tras él. Fue él quien me agarró del brazo y tiró de mí. Yo simplemente resbalaba por el suelo encerado. Y mi madre detrás de mí. ¿Acaso no podía ser mi padre, que nunca dice nada y que se tiene que cambiar los calcetines no una, sino dos veces al día? Pues no... Desde luego me estaba arrepintiendo de no haberme cambiado los dichosos calcetines aquella mañana.
     Fui arrastrado hasta la oficina de los vigilantes. Y he dicho bien: arrastrado. Mi madre nos seguía diciendo:
     – Esperen, esperen...
     Pero el jefe de los vigilantes la ignoraba. Ella siempre se tenía que hacer notar, por eso se puso a chillarme desde detrás:
     – ¡Sar, Sar, te vas a acordar de esta! ¿Qué maldad has hecho ahora? –chillaba ella casi corriendo detrás de mí y del gorila que tiraba de mí implacable.
     Yo estaba, sobre todo, abochornado, porque entre como me arrastraba el uno y como me llamaba la otra, la gente debía pensar que yo era un perro.
     Pero al final sucedió lo que tenía que suceder. Fui a dar con mis huesos en la oficina de los vigilantes del aeropuerto, con mi madre detrás y un brazo más largo que el otro por culpa de aquel animal.
     Aquel sitio era una especie de antro. Estaba en penumbra y era muy pequeño. Me dio la sensación de que estaba hecho así para dar más miedo a los desgraciados que, como yo, debían ser sometidos a un interrogatorio. Además del jefe de los vigilantes, había allí otro vigilante sentado en una silla, echado para atrás, con la gorra caída sobre los ojos tapándole la mitad del rostro. Tenía un aspecto siniestro. Hasta mi madre se calló la boca un rato a la vista de aquellos individuos. Si aquellos eran los servidores de la ley, no quiero ni pensar cómo serían los delincuentes.
     Sin avisar, el tipo se plantó delante de mí, bajo la única lámpara de la sala, que la verdad iluminaba muy poco. El juego de luz tenue y penumbra aumentaba su aspecto simiesco y aterrador. Y él lo sabía, se veía que aquella era una estrategia que llevaba experimentando desde hacía años.
     – Y ahora, ¿te quitarás los zapatos? –me preguntó en un tono aparentemente tranquilo pero que denotaba una muy clara amenaza–. Si no descubrimos lo que escondes ahí, no solo perderéis el avión tú y tu familia, sino que tendrás serios problemas.
     Yo ya había pensado en pedir un abogado, como en las películas, pero pensé que sería inútil. Ya estaba allí mi madre que era capaz de hacer de fiscal y de juez todo junto, aunque no de abogado defensor precisamente.
     Y fue ella, precisamente la que ya me obligó a quitarme los zapatos diciéndome en un tono amenazador que no intentó disimular:
     – Quítate los zapatos como te dice este señor o este verano no irás de campamento.
     Mi madre sí que sabía llegar al centro de las personas. Ella conocía perfectamente mi punto flaco. Quitarme el campamento de verano, buf, eso era peor que la cadena perpetua para mí.
     Decidí, por tanto, dejar la mente en blanco y quitarme por fin los zapatos. Como no tenían cordones fue bastante fácil.
     Salieron casi solos.
     Y enseguida empezó lo que yo sabía que ocurriría.
     En cuanto mis pies se quedaron al aire, su hedor comenzó a extenderse por el ambiente. Era insoportable, he de reconocerlo, aunque no para mi madre, que ya está más o menos acostumbrada a los olores de pies de mi padre y los míos (y en el futuro también a los de la "cosa", porque ese también producirá el mismo efecto, seguro).
     Pero lo más sorprendente fue la reacción del jefe de los vigilantes. En el instante en que mis pies empezaron a oler, él corrió hacia uno de los armarios metálicos de la pared y sacó un par de máscaras de gas. Se puso una y le arrojó la otra a su colega.
     Y luego, todavía sucedió algo más increíble. El segundo vigilante apretó un botón rojo que había a su lado y sonó una señal de alarma. A continuación agarró un transmisor y dijo:
     – Amenaza de bomba bioquímica, repito, amenaza de bomba bioquímica...
     ¿Tan terrible era el olor de mis pies? Pero, ¿tanto, tanto?
     Bueno, lo que pasó después es difícil de describir y más aún de creer. Apenas unos segundos después, entraron en la sala unos señores vestidos todos con trajes blancos impermeables, como astronautas, con una especie de escafandra y guantes también blancos.
     Llevaban unos detectores portátiles con los que comenzaron a medir la atmósfera de la sala.
     El que parecía el jefe de ellos pareció muy interesado en mis calcetines. Por gestos me obligó a quitármelos. Yo estaba paralizado, pero ahí estaba mi madre al quite, para recordarme que me habían dado una orden y que tenía que obedecer ipso facto.
     Me quité los calcetines y se los pasé al tipo que me los había pedido. Este los metió en una bolsa de plástico transparente. Luego le habló en la oreja al jefe de los vigilantes y salió de la sala.
     El jefe de los vigilantes, cuando ya estuvimos solos, no se quitó la máscara. Me dio la sensación de que era más débil de lo que había creído al principio. Si no era capaz de aguantar un olorcillo a pies como el mío, ¿cómo iba a resistir la más mínima tortura? Al fin había comprendido que lo suyo era todo pura fachada.
     Inesperadamente, mi madre me cogió de la oreja y empezó a regañarme allí delante de aquellos dos señores, que entonces se quedaron allí perplejos contemplándonos sin saber cómo reaccionar.
     – Cerdo, que eres un cerdo –me decía mi madre–. Mira que te tengo dicho que te cambies los calcetines todos los días, que sabes perfectamente que luego te apestan los pies. ¿Y ves la vergüenza que me haces pasar? Cerdo, so cerdo, que vas a acordar de este día el resto de tu vida...
     Entonces alguien se puso a hablar al otro lado del transmisor. El segundo vigilante respondió. Escuchó un momento y luego se despidió.
     El tipo se levantó y le habló en la oreja a su jefe. Este se nos acercó, siempre con la máscara puesta, y dijo:
     – Por ahora pueden irse. Nos comunican que la sustancia encontrada en los calcetines de su hijo no es un arma bioquímica, pero tendrán que dejarme sus datos para ser contactados en el futuro por el ministerio de sanidad. Los científicos se quedan con los calcetines del niño para someterlos a más pruebas. Tienen mucho interés en descubrir cuál es la sustancia química de que están impregnados.
     No podían creérselo. Pero como lo importante era no perder el avión, mi madre y yo tuvimos que ir como bólidos por los pasillos hasta alcanzar a la puerta de embarque, donde ya mi padre y mi hermano "la cosa" pensaban que no nos iban a ver nunca más.
     Las consecuencias de aquel terrible episodio fueron que, desde entonces, tuve que lavarme los pies, no dos veces al día, como papá, sino tres, y siempre vigilado por mamá. Pero no ahí no acaba la historia. Una empresa especializada en productos insecticidas supo de mi "problema" y nos ofreció a mi familia y a mí mucho dinero por pasar un par de días al mes en su laboratorio, mientras los científicos realizan pruebas químicas con mi sudor. Parece ser, según afirman, que mi olor de pies permite ahuyentar insectos de todo tipo sin contaminar, de modo que puede llegar a ser un sustituto de los pesticidas químicos.


© Xavier Frías Conde, 2011

EL CAMELLO DE LAS TRES JOROBAS




[1]


     El jeque Ahmed Al-Bahri estaba orgulloso de su colección de camellos. 
     Tenía más de quinientos. 
     Sin embargo su favorito era Lengua de Trapo. 
     Lengua de Trapo era un camello muy especial, que sabía cómo pasar su lengua por la cabeza de su amo y hacerle cosquillas. 
     Y como os podéis imaginar, lo llamaban Lengua de Trapo porque tenía una lengua que parecía un trapo, lo cual al jeque Ahmed Al-Bahri le encantaba. 
     Un cierto viernes, cuando el jeque quiso ir a montar su camello preferido por las dunas del desierto, descubrió algo terrible. 
     Su camello tenía tres jorobas. 
     A lo mejor se había equivocado al contar. 
     — Una, dos, tres… —volvió a contar. 
     El jeque estaba muy confuso. 
     Llamó a uno de sus mozos: 
     — Cuenta las jorobas de mi camello. 
     El mozo se dio cuenta que, en efecto, el camello tenía tres jorobas. 
     Pero no iba a decir nada, porque no tenía la intención de replicar al jeque. 
     — ¿Cuántas le cuentas? —insistió el jeque. 
     El mozo balbució: 
     — Tres… 
     — Si tenía yo razón —soltó el jeque. 
     Y salió corriendo de los establos para ir a buscar el veterinario. 



[2]



     Media hora después ya había vuelto con el veterinario, quien aún llevaba puesto su pijama de hipopótamos bailarines. 
     Al pobrecillo lo habían sacado de la cama. 
     — Entonces, doctor, ¿cómo es posible que mi Lengua de Trapo tenga tres jorobas en vez de dos? 
     En efecto, Lengua de Trapo, según confirmó el doctor, tenía tres jorobas. 
     Aquel era un caso único, porque nunca se había detectado un camello con tres jorobas. 
     Sería fantástico poder llevárselo a un congreso de veterinarios del desierto y mostrarlo allí como una criatura única. 
     Sin embargo, el doctor Nabil Abu-Karim no quería enemistarse con el jeque. 
     Podría costarle la cabeza. 
     Pero sí se hacía una idea de lo que le podía pasar al camello. 
     Por eso, pidió al jeque que le contara cómo era la vida normal de Lengua de Trapo. 
     El jeque, todo orgulloso, explicó: 
     — Yo adoro a este animal. Lo trato como si fuera mi propio hijo. 
     Aquello explicaba muchas cosas. 
     Se enteró entonces el albéitar de que el camello era alimentado con cosas extrañísimas como caviar, ostras y maracuyá. 



[3]



     — Tengo que hacerle un análisis de sangre —pidió con temor el veterinario. 
     El jeque se puso todo serio: 
     — Hágaselo, pero si el camello sufre por eso, echaré su cabeza a los cocodrilos… 
     El veterinario pensó que los cocodrilos, a lo peor, jugarían al fútbol con su cabeza. 
     Pero, aún así, hizo el análisis de sangre al camello. 
     Y los resultados salieron la mar de raros. 
     Además de colesterol, el camello presentaba dolencias propias de los humanos en su sangre. 
     Sin embargo, el doctor Nabil Abu-Karim ya sabía lo que sucedía con Lengua de Trapo, por lo que quiso aún confirmar algún detalle: 
     — Oh, comendador de los creyentes, ¿y cuando os lleváis Lengua de Trapo a pasear con vos, él va en coche? 
     — Pues claro que va en coche. ¿No te he dicho que trato a Lengua de Trapo como si fuera mi propio hijo? 
     — He ahí el problema… 
     — ¿Cómo te atreves? Vas a acabar en el fondo del mar de comida para tiburones y pirañas. 
     El veterinario no iba a explicar al jeque que en el mar no hay pirañas. 
     — Comendador de los creyentes, quiero decir que vuestro camello tiene una vida poco sana, hace muy poco ejercicio, ni siquiera camina. Fijaos. Lo que le ha pasado —es solo una hipótesis—, es que como no ha engordado, ha desarrollado una tercera joroba. Ese es su modo de manifestar que está gordo, oh padre de los creyentes. 
     El jeque hizo caso de aquellas palabras. 
     Sí, tal vez había estado tratando a aquel camello demasiado bien. 
     Ya era hora de ponerlo a hacer ejercicio. 



[4]




     El propio jeque también estaba muy gordo. 
     No le gustaba hacer ejercicio e iba a todas partes en coche. 
     Y es que aquel coche suyo era inmenso, tanto que podía viajar en él también su camello Lengua de Trapo. 
     El jeque había leído en internet que la bicicleta era un medio espléndido para rebajar grasas. 
     Por eso se compró un tándem. 
     Era muy divertido ver al jeque mover los pedales adelante y a Lengua de Trapo detrás. 
     Pero, pobre camello, para él resultaba muy complicado mover los pies en aquella extraña bicicleta. 
     Tampoco era sencillo para el jeque, que no estaba acostumbrado a hacer deporte. 
     De hecho, él no daba más de diez pasos seguidos, que para eso tenía una alfombra mágica que lo llevaba a todas partes, pero infelizmente el camello era muy pesado para ella. 
     Por eso, tanto el jeque cuanto el camello enseguida estuvieron cubiertos de sudor. 
     ¡Sudor! ¡Qué asco! 
     ¿Cuándo había sudado el jeque la última vez en su vida? 
     Ni se acordaba, tal vez de niño. 
     Pues iba a dejar de hacer ejercicio. 
     Qué rollo de colesterol. 
     Sin embargo, la madre del jeque, la jequesa Fátima al-Bahri, la única persona a la que realmente temía en esta tierra el jeque, supo de las intenciones de su hijo de abandonar el deporte. 
      — Si dejas de hacer ejercicio —amenazó ella—, vas a barrer todo el palacio con la escoba.  Y piénsatelo bien, porque son cincuenta mil metros cuadrados... 
      Aquella amenaza pesó mucho, pues el jeque sabía que su madre era capaz de cumplir aquella amenaza. 
     ¿Qué pensarían de él después sus súbditos? 
     Nadie se lo tomaría en serio. 
     Pero lo peor no era la amenaza. 
     Lo peor fue que, a partir del día siguiente, la jequesa, cómodamente acostada en la alfombra mágica, controlaba que el hijo y su camello favorito hiciesen ejercicio durante dos horas y media cada día y que después fuesen a la ducha (también el camello). 
     Y los resultados fueron óptimos. 
     Tras dos semanas, las moscas dejaron de quedar atrapadas en la órbita de la barriga del jeque y el camello ya había perdido una joroba: ¡solo tenía dos! 




[5]



     El doctor Abu-Karim analizó las muestras de los análisis de la sangre de Lengua de Trapo, pero también del jeque, porque realmente no eran muy diferentes. 
     — Efectivamente —afirmó entonces, vestido ya con su bata blanca de doctor—, vuestro nivel de colesterol es ahora muy inferior. 
     — ¡Genial, genial, genial! —gritaba el jeque todo contento—. Eso significa que ya podemos dejar de hacer ejercicio, ¿no? 
     El doctor, antes de responder, se aseguró de que la jequesa estaba allí presente para no sufrir la cólera del jeque: 
     — Oh comendador de los creyentes, me temo que no…   
     — ¿Y eso? ¡Voy a tirarte a un volcán en erupción esta misma noche! 
     Por suerte, el veterinario sabía que en el país había muchas dunas pero ningún volcán. 
     — Oh jeque —explicó—, la cosa no es tan simple. Vos estáis aún muy gordo. ¿Cómo explicároslo? Es como si antes tuvierais dos neumáticos de camión alrededor de la barriga. Ahora solo tenéis uno, pero aún así es demasiado. Y en cuanto a vuestro camello, bueno, creo que no os he dicho que en realidad no es un camello, es un dromedario. Los dromedarios tienen solo una joroba. Por tanto, aún no es normal que tenga dos, lo cual quiere decir que todavía le sobran colesterol y grasa... Tienen que continuar con el ejercicio. 
     El jeque iba a decir algo feo, pero entonces la jequesa intervino: 
     — Hijo, obedece al veterinario con cara de sapo o voy a quitarme la zapatilla y darte con ella en el culo como cuando eras niño. 
     Aquella amenaza era mucho peor que hacerlo barrer todo el palacio. 
     Por eso, el jeque se limitó a preguntar: 
    — ¿Y qué haremos? ¿Seguimos montando en el tándem? 
    — ¡Oh jeque —dijo el veterinario—, conviene que hagáis un deporte más completo: haced natación. 
    — Buena idea —asintió la jequesa—. Y ya sé como la vais a practicar. 
    El jeque empezó a sudar, pero no era por el ejercicio, sino por el miedo que le causaban aquellas palabras de su madre... 




[6]




     Cuando la jequesa tenía ideas, era para echarse a temblar. 
     En aquella ocasión, iba a obligar su hijo y Lengua de Trapo a atravesar nadando una distancia de doscientos kilómetros. 
     Ella iría a su lado, como siempre, montada en la alfombra mágica. 
     De nada sirvieron los gruñidos del jeque y del camello cuando fueron lanzados al mar desde un barco real. 
     Tuvieron que ponerse a nadar. 
     De vez en cuando, veían aletas de tiburones, pero no podían saber si se trataba de auténticos escualos o si era algún truco de la jequesa para obligarlos a nadar. 
     Y nadaron, vaya si nadaron.
     Nadaron los doscientos kilómetros y no llegaron más para allá porque encontraron tierra. 
     La jequesa descendió de la alfombra mágica y le dio un beso a su hijo. 
     — Estoy muy orgullosa de ti. 
     Cuando vino el veterinario, ni reconocía al jeque. 
     El camello era, finalmente, un dromedario, con una sólo joroba y un aspecto muy saludable. 
     En realidad, después de tanto tiempo en el mar, acabó desarrollando aletas. 
     Tanto fue así que ya Lengua de Trapo no quiso quedarse en tierra. 
     Se volvió al mar. 
     Y allí se ha quedado. 
     El doctor Abu-Karim pudo verificar que la naturaleza había actuado en los genes del  dromedario de una forma muy particular, hasta adaptarlo al medio marino. 
     El dromedario vive ahora muy feliz en el agua. 
    Ya no lo llaman Lengua de Trapo, sino Lengua de Sireno y corre por el mar acompañado de algunos cetáceos. 
     El veterinario ha llegado a pensar que, quizá, llegará a convertirse en una nueva especie: el dromedario marino. 
      Pero esa, amigos míos, es ya otra historia.

© Xavier Frías Conde, 2011

jueves, 14 de abril de 2011

BUSCANDO LA VERDAD

    Ludmila no hacía más que mirar a la mujer que estaba delante de ella. Era una ministra que estaba allí para largar un discurso vacío durante el acto de presentación de una nueva biblioteca.
    Ludmila pensaba que a la mujer aquel acto no le interesaba lo más mínimo, pero que estaba allí para hacerse la foto y salir en los periódicos. Quedaba bien eso de inaugurar una biblioteca que ni siquiera había financiado ella.
    Como Ludmila era menudilla, no podía levantar la mano y hacerle una pregunta a la política, porque aquello estaba lleno de periodistas que sacaban fotos y lanzaban preguntas sin parar. Ludmila quería preguntar a aquella buena señora lo que pensaba ella de las bibliotecas, pero que lo dijese de verdad.
   Ludmila se aprovechó precisamente de ser menudita para colarse por entre las piernas de los periodistas sin ser vista (alguno pensó que, tal vez, algún gato le rondaba por los pies).
    Y así, Ludmila llegó hasta donde estaba la ministra y le dio un pisotón con todas sus fuerzas en el dedo gordo.
   La política soltó un gruñido y unas palabrotas que se oyeron en toda la sala. Todos se callaron como muertos. Ludmila agarró entonces el micro y dijo:
    — Gracias, ministra, por decir realmente lo que piensa de las bibliotecas.
   Y se largó de allí por entre los pies de los periodistas sin que nadie la notase. Bueno, alguno notó un gatito que se escapaba.


© Xavier Frías Conde, 2011

sábado, 2 de abril de 2011

LA VARICELA DE LAURA



Dedicado a mi hija Laura Frías,
cuando tuvo la varicela.


Un día, Laura se despierta con varicela.
Tiene el cuerpo llenito de granos!
– Me pica, me pica, –se queja Laura.
Pobrecita.








La mamá de Laura le dice a la niña:
– Voy un momento a la farmacia para comprarte una pomada.
Mientras la mamá sale, entra un monstruo en casa...
Está lleno de pelos, tiene las orejas grandes y es muy feroz








Laura lo ve pero no se asusta.
Simplemente le dice:
– Me pica todo, me pica todo.
El monstruo no entiende lo que pasa. 
Él sólo quiere asustar a la niña antes que venga su madre.




El monstruo peludo se pone en los pies de la cama y empieza a chillar:
– Uahhhhhhhhhhhh!
Pero entonces Laura se pone a toser:
– Cajú, cajú.





Al monstruo le llegan unas gotas de saliva.
¡Horror!
De repente, empiezan a salirle granos por debajo de su espesa mata de pelo.
– Cómo me pica, cómo me pica –se queja el pobre monstruo.
¡El monstruo también tiene la varicela!





Luego llega la mamá de Laura.
El monstruo se esconde debajo de la cama, pero no para de rascarse.
La mamá de Laura le da una pomada a su hija.
¡Qué fresquita está!





Cuando la mamá sale del cuarto de Laura, la niña llama el monstruo de debajo de su cama.
–Monstruo, ven, que te doy cremita.
El monstruo sale. 
Está muy triste.
Y entonces Laura le da cremita por debajo de los pelos.
¡Qué alivio!






Y el monstruo, que se llama Gustavo, se queda a pasar la varicela con Laura.
Y ahora es su peluche más grande.
Pero no se lo digáis a su madre ni a nadie, porque es su secreto. 






© Xavier Frías Conde