– SAR, ¿te has cambiado está mañana los calcetines?
Permitidme que me presente. SAR soy yo. No es exactamente un nombre, es un mote. Extraño, ¿no? Me da vergüenza reconocerlo, pero significa Su Alteza Real. Mi madre siempre anda diciendo que yo vivo como un príncipe y que, precisamente, espero que en casa todos me sirvan. Exagera. Ella tiene que entender que yo estoy en una edad muy difícil, quizás ella ni pasó por ella.
Pero volvamos a la pregunta del principio. Para mí aquello era una situación espantosa. Mamá siempre me hace esa pregunta antes de salir de la casa. Para mí es embarazoso que a mi edad yo tenga aún que escuchar esa pregunta. Pero en aquella situación resultaba aún más denigrante. Íbamos camino del aeropuerto para pasar la navidad con los abuelos y ya habíamos montado en el taxi. Yo no me sentí capaz de decirle la verdad, no quería darle motivos para montarme un número delante del taxista, además de papá y de esa cosa que vive con nosotros y que dicen que es mi hermano pequeño.
Por eso, y solo por eso, mentí. Mentí, considerando que era una mentira piadosa, una de esas que se dicen con la mejor intención para evitar una situación embarazosa. Porque, efectivamente, no me había cambiado los calcetines aquella mañana. No lo había hecho aposta, simplemente lo había olvidado, no hubo mala voluntad, porque estaban allí al alcance de la mano, sobre la silla. ¿Cómo quiere mi madre que yo repare en todo? Además, ya desde el primer momento íbamos con prisas.
Pero si hubiera sabido lo que iba a suponer aquella mentira, no la habría dicho. Y digo esto porque las consecuencias de eso son casi imposibles de imaginar. No obstante, no voy a adelantar acontecimientos, todo vendrá a su tiempo.
El taxi nos dejó en la puerta del aeropuerto. Entramos los cuatro en la terminal como rayos. No era porque llegásemos con retraso, sino que mi madre es bastante maniática, y lo digo sin intención de criticar. En cuestión de minutos ya estábamos todos en la fila de la facturación.
Y al final, a los pocos minutos, ya teníamos nuestros billetes en la mano y el equipaje facturado. Caminamos hacia los escáneres para después acceder a la zona de embarque. Era muy curioso ver el dispositivo montado, con unas filas quilométricas. Después de pasar los arcos, a mucha gente aún la revisaban buscándole no se sabe muy bien qué. Yo pensaba que a mí no me iban a encontrar nada peligroso, lo más chicle superácido o polvos picapica revienta bocas. Aquello causaba furor en el colegio, pero no pensaba yo que pudiera causar problemas a la seguridad aeronáutica.
Una señora delante de nosotros llevaba una gallina sujeta por las patas. Probablemente le había dado algo para calmarla, porque el animal casi que ni se movía. Me parecía extraño que alguien llevase una gallina en el avión. Me preguntaba yo si eso era muy normal, pero lo cierto es que no lo parecía porque la gente de alrededor ponía cara de susto.
Pero la sorpresa llegó cuando la señora intentó pasar por los escáneres. El guardia, que hasta entonces no se había enterado de que la señora llevaba una gallina, no pudo evitar que ella pasara el ave por los rayos X. El animal reaccionó inesperadamente y empezó a debatirse dentro del aparato. Enseguida saltaron las alarmas. Algunas plumas de la gallina salieron por las bocas del aparato de rayos X.
Y entonces apareció él. Él, el enorme jefe de los vigilantes del aeropuerto. Nadie me había dicho que se trataba del jefe de los vigilantes, pero entre que yo veo mucha televisión (y este tipo era igualito que los gorilas de las películas) y que llevaba no sé cuantas medallitas y condecoraciones, enseguida adiviné de quién se trataba. Medía unos dos metros, sus zapatos estaban tan limpios que hasta uno se podía reflejar en ellos. Cuando se presentó en la zona de escáneres, todos los guardias se pusieron tiesos, no se movió nadie, ni siquiera la gallina que ya había logrado salir del escáner. Él, el jefe, observó durante dos o tres segundos la situación desde las alturas con el labio de abajo superpuesto al labio de arriba. Y a continuación, agarró la gallina por las patas. Esta intentó escapar, pero era como tener unos grilletes de hierro reteniéndola. El jefe de los vigilantes le devolvió la gallina a su propietaria y le dijo que si no encontraba una jaula para meter el animal, que se olvidara de embarcar. Si aquello hubiera sido un mercado, seguro que la señora habría montado un escándalo impresionante, pero allí nadie replicaba, ni mi madre, que es muy aficionada a meter los hocicos en todo, pues tal era la impresión que causaba aquel tipo. A mí hasta me pareció que eran dos hombres en uno.
Bueno, al final nos tocó pasar a nosotros. El jefe de los vigilantes aún deambulaba por allí pero se veía que solo hacía una ronda antes de retirarse a algún rincón escondido, tal vez para leer el periódico tranquilamente. Primero pasó papá, sin problemas. Después pasó "la cosa"; yo esperaba que saltasen las alarmas, que a lo mejor alguna de sus chucherías activara los sensores de materias peligrosas. Pero fue inútil, el tonto de él pasó.
Después ya me tocó a mí. Mamá estaba justo detrás de mí. Pasé por debajo del aro.
PIUU, PIUU
El maldito aro sonó. Yo era inocente, no llevaba nada, de verdad. Aquel aparato no funcionaba bien.
El vigilante se me acercó. Sin decir una palabra, comenzó a pasarme el detector de arriba a abajo. Hasta que llegó a los pies. Y allí sonó.
El guardia me miró a los zapatos con interés. Yo enseguida me percaté de que el problema era que los zapatos eran de hebilla, manías de mamá, que dice que esos son más elegantes que los de cordones.
Y entonces sucedió algo inesperado, algo que podría cambiar toda mi vida, algo que no podré olvidar el resto de mis días, algo que uno siempre intenta olvidar porque sabe que la marca de un acontecimiento tal deja una huella indeleble.
– Por favor –me pidió él–, quítese los zapatos y páselos por el escáner.
Sentí que la sangre se me helaba en las venas. Delante de mí, el vigilante comenzaba a ponerse no sé si chulito o nervioso; detrás de mí, mi madre me miraba con cara de perro por haber detenido toda la fila.
Bueno, creo que ya se entiende claramente cuál era mi situación. Si me quitaba los zapatos, me olerían los pies y mi madre descubriría que no me había cambiado los calcetines, con lo cual pasaría una navidad horrorosa, no solo cargado de reproches, sino también obligado a quedarme encerrado en mi cuarto castigado; pero, si no me los quitaba, mi integridad peligraba allí mismo. Buf, aquello tenía muy mala pinta. Debía tener una idea rápido para salvar la situación. No podía mandar a mamá a comprar toallitas húmedas porque ella no se movería de allí. Pero sí podía decirle al vigilante que si cogía frío en los pies, me constiparía y me pasaría toda la navidad en la cama, que no me podía hacer eso, que él también tendría hijos, o hermanos pequeños, o al menos un gato o un perro a los que no les permitiría coger frío y resfriarse. Sí, aquella me pareció una buena excusa y ya iba a abrir la boca cuando me percaté de que delante de mí estaba "él".
Sí, él, el jefe de los vigilantes. No podía ser otro.
Se nos acercó silencioso, rastreando todo a nuestro redor como si todo estuviera al alcance de su nariz de sabueso.
– ¿Qué tenemos aquí? –preguntó con una voz relativamente baja pero que no daba señales de clemencia, como la de un monarca antiguo a punto de dictar una pena aterradora mientras espera ver el miedo reflejado en los ojos del acusado.
– Los zapatos del chaval suenan, tienen algo metálico –explicó el guardia.
El gorila, es decir, el jefe de los vigilantes, siguió hablando en el mismo tono, como si me estuviera a perdonar la vida:
– Pues es bien sencillo, el niño pasa los zapatos por el escáner y todo arreglado.
Dos cosas: primero, no aguanto que me llamen "niño" porque ya tengo una cierta edad; segundo, no sé que me daba más miedo, si que mi madre descubriera que no me había cambiado de calcetines o que aquel tipo me metiera entero por el escáner, como había hecho con la gallina hacía solo un rato.
Pero las cosas aún iban a empeorar. La gente de la fila ya se estaba poniendo nerviosa porque yo no me movía. Para colmo, mi madre, que hasta entonces había estado milagrosamente callada, empezó a tenerla conmigo:
– ¿No has oído? Quítate los zapatos.
Yo estaba paralizado. Pero podría haber seguido así durante horas. Y entonces la voz del jefe de los vigilantes sonó metálica, sonó cortante, desde debajo de su gorra de plato:
– Síganme...
La verdad es que yo no hice el menor gesto de ir tras él. Fue él quien me agarró del brazo y tiró de mí. Yo simplemente resbalaba por el suelo encerado. Y mi madre detrás de mí. ¿Acaso no podía ser mi padre, que nunca dice nada y que se tiene que cambiar los calcetines no una, sino dos veces al día? Pues no... Desde luego me estaba arrepintiendo de no haberme cambiado los dichosos calcetines aquella mañana.
Fui arrastrado hasta la oficina de los vigilantes. Y he dicho bien: arrastrado. Mi madre nos seguía diciendo:
– Esperen, esperen...
Pero el jefe de los vigilantes la ignoraba. Ella siempre se tenía que hacer notar, por eso se puso a chillarme desde detrás:
– ¡Sar, Sar, te vas a acordar de esta! ¿Qué maldad has hecho ahora? –chillaba ella casi corriendo detrás de mí y del gorila que tiraba de mí implacable.
Yo estaba, sobre todo, abochornado, porque entre como me arrastraba el uno y como me llamaba la otra, la gente debía pensar que yo era un perro.
Pero al final sucedió lo que tenía que suceder. Fui a dar con mis huesos en la oficina de los vigilantes del aeropuerto, con mi madre detrás y un brazo más largo que el otro por culpa de aquel animal.
Aquel sitio era una especie de antro. Estaba en penumbra y era muy pequeño. Me dio la sensación de que estaba hecho así para dar más miedo a los desgraciados que, como yo, debían ser sometidos a un interrogatorio. Además del jefe de los vigilantes, había allí otro vigilante sentado en una silla, echado para atrás, con la gorra caída sobre los ojos tapándole la mitad del rostro. Tenía un aspecto siniestro. Hasta mi madre se calló la boca un rato a la vista de aquellos individuos. Si aquellos eran los servidores de la ley, no quiero ni pensar cómo serían los delincuentes.
Sin avisar, el tipo se plantó delante de mí, bajo la única lámpara de la sala, que la verdad iluminaba muy poco. El juego de luz tenue y penumbra aumentaba su aspecto simiesco y aterrador. Y él lo sabía, se veía que aquella era una estrategia que llevaba experimentando desde hacía años.
– Y ahora, ¿te quitarás los zapatos? –me preguntó en un tono aparentemente tranquilo pero que denotaba una muy clara amenaza–. Si no descubrimos lo que escondes ahí, no solo perderéis el avión tú y tu familia, sino que tendrás serios problemas.
Yo ya había pensado en pedir un abogado, como en las películas, pero pensé que sería inútil. Ya estaba allí mi madre que era capaz de hacer de fiscal y de juez todo junto, aunque no de abogado defensor precisamente.
Y fue ella, precisamente la que ya me obligó a quitarme los zapatos diciéndome en un tono amenazador que no intentó disimular:
– Quítate los zapatos como te dice este señor o este verano no irás de campamento.
Mi madre sí que sabía llegar al centro de las personas. Ella conocía perfectamente mi punto flaco. Quitarme el campamento de verano, buf, eso era peor que la cadena perpetua para mí.
Decidí, por tanto, dejar la mente en blanco y quitarme por fin los zapatos. Como no tenían cordones fue bastante fácil.
Salieron casi solos.
Y enseguida empezó lo que yo sabía que ocurriría.
En cuanto mis pies se quedaron al aire, su hedor comenzó a extenderse por el ambiente. Era insoportable, he de reconocerlo, aunque no para mi madre, que ya está más o menos acostumbrada a los olores de pies de mi padre y los míos (y en el futuro también a los de la "cosa", porque ese también producirá el mismo efecto, seguro).
Pero lo más sorprendente fue la reacción del jefe de los vigilantes. En el instante en que mis pies empezaron a oler, él corrió hacia uno de los armarios metálicos de la pared y sacó un par de máscaras de gas. Se puso una y le arrojó la otra a su colega.
Y luego, todavía sucedió algo más increíble. El segundo vigilante apretó un botón rojo que había a su lado y sonó una señal de alarma. A continuación agarró un transmisor y dijo:
– Amenaza de bomba bioquímica, repito, amenaza de bomba bioquímica...
¿Tan terrible era el olor de mis pies? Pero, ¿tanto, tanto?
Bueno, lo que pasó después es difícil de describir y más aún de creer. Apenas unos segundos después, entraron en la sala unos señores vestidos todos con trajes blancos impermeables, como astronautas, con una especie de escafandra y guantes también blancos.
Llevaban unos detectores portátiles con los que comenzaron a medir la atmósfera de la sala.
El que parecía el jefe de ellos pareció muy interesado en mis calcetines. Por gestos me obligó a quitármelos. Yo estaba paralizado, pero ahí estaba mi madre al quite, para recordarme que me habían dado una orden y que tenía que obedecer ipso facto.
Me quité los calcetines y se los pasé al tipo que me los había pedido. Este los metió en una bolsa de plástico transparente. Luego le habló en la oreja al jefe de los vigilantes y salió de la sala.
El jefe de los vigilantes, cuando ya estuvimos solos, no se quitó la máscara. Me dio la sensación de que era más débil de lo que había creído al principio. Si no era capaz de aguantar un olorcillo a pies como el mío, ¿cómo iba a resistir la más mínima tortura? Al fin había comprendido que lo suyo era todo pura fachada.
Inesperadamente, mi madre me cogió de la oreja y empezó a regañarme allí delante de aquellos dos señores, que entonces se quedaron allí perplejos contemplándonos sin saber cómo reaccionar.
– Cerdo, que eres un cerdo –me decía mi madre–. Mira que te tengo dicho que te cambies los calcetines todos los días, que sabes perfectamente que luego te apestan los pies. ¿Y ves la vergüenza que me haces pasar? Cerdo, so cerdo, que vas a acordar de este día el resto de tu vida...
Entonces alguien se puso a hablar al otro lado del transmisor. El segundo vigilante respondió. Escuchó un momento y luego se despidió.
El tipo se levantó y le habló en la oreja a su jefe. Este se nos acercó, siempre con la máscara puesta, y dijo:
– Por ahora pueden irse. Nos comunican que la sustancia encontrada en los calcetines de su hijo no es un arma bioquímica, pero tendrán que dejarme sus datos para ser contactados en el futuro por el ministerio de sanidad. Los científicos se quedan con los calcetines del niño para someterlos a más pruebas. Tienen mucho interés en descubrir cuál es la sustancia química de que están impregnados.
No podían creérselo. Pero como lo importante era no perder el avión, mi madre y yo tuvimos que ir como bólidos por los pasillos hasta alcanzar a la puerta de embarque, donde ya mi padre y mi hermano "la cosa" pensaban que no nos iban a ver nunca más.
Las consecuencias de aquel terrible episodio fueron que, desde entonces, tuve que lavarme los pies, no dos veces al día, como papá, sino tres, y siempre vigilado por mamá. Pero no ahí no acaba la historia. Una empresa especializada en productos insecticidas supo de mi "problema" y nos ofreció a mi familia y a mí mucho dinero por pasar un par de días al mes en su laboratorio, mientras los científicos realizan pruebas químicas con mi sudor. Parece ser, según afirman, que mi olor de pies permite ahuyentar insectos de todo tipo sin contaminar, de modo que puede llegar a ser un sustituto de los pesticidas químicos.
© Xavier Frías Conde, 2011