En la torre de control del aeropuerto saltaron todas las alarmas. Lo que algunos sospechaban que sucedería, había pasado. Parecía imposible, pero no, finalmente lo más extraño, lo más raro, lo más increíble, había tenido lugar. Muchos de los que allí trabajaban habían oído hablar de aquel fenómeno, pero no lo habían vivido en primera persona. Hasta se habría hecho alguna película al respecto, pero encontrárselo allá delante, a pocos metros de los vidrios de la torre, era algo que ninguno se esperaba y, menos aún, que todo hubiera surgido tan deprisa.
¿Y de qué estamos hablando, si puede saberse? preguntarán algunos de ustedes.
Está bien, dejémonos de vainas y contemos lo que acababa de suceder en el aeropuerto de Mariscal Sucre de Quito. Aunque he de confesarles que no es fácil contar “eso”. Bueno, está bien, intentémoslo.
A las 17h25 estaba previsto el despegue de un vuelo de Quito a Madrid. Era un vuelo que partía cinco veces por semana. Hacía años que venía siendo así y nunca aquel Airbus había dejado de volar, nunca en sus diez años de vida.
Hasta aquel 3 de mayo.
Aquel 3 de mayo el avión no reaccionó cuando el comandante lo puso en marcha. Inmediatamente los servicios técnicos del aeropuerto se lanzaron a ver las tripas de aquel Airbus. Diez técnicos armados de aparatos de toda clase chequearon todos los sistemas del avión no una ni dos, sino tres veces. Y al final llegaron a la conclusión increíble de que el avión no tenía ningún problema técnico. Absolutamente ninguno. Entonces, ¿por qué no despegaba?
Nadie lo sabía. Tampoco nadie tenía una propuesta. Ni siquiera el piloto.
Sin embargo, en uno de las computadoras de la torre de control, una que estaba permanentemente prendida, pero que nadie usaba, se encendió un piloto rojo. Desde siempre aquella computadora estaba en aquella sala sin que nadie se ocupase de ella, sabían que era una orden del ministerio, pero ningún operador se ocupaba de ella. En la pantalla de aquella computadora apareció un mensaje: Guevara 0999876542.
Todos los operadores de la torre de control se quedaron mirando aquel mensaje inexplicable, hasta que alguien dijo:
— ¿Y si ese Guevara fuera un apellido y el número que viene detrás fuera su número de teléfono?
Era una hipótesis. El jefe del servicio sacó su celular y marcó el número. Sonaron tres tonos. Luego una voz de mujer respondió:
— Doctora Guevara, dígame…
— Doctora, su nombre y su número han aparecido en la pantalla de una de nuestras computadoras en el aeropuerto.
— ¿Tal vez un avión que no despega?
— Exacto.
— Voy para allá —dijo la doctora.
Una hora después, salvando el tráfico infernal de Quito, la doctora Guevara llegaba en taxi al aeropuerto. Enseguida subió a la torre de control.
— ¿Cuál es el avión en cuestión? —preguntó la doctora en cuanto estuvo en la sala de control.
— Aquel de allá —le dijeron señalando al Airbus.
Sin más demora, la doctora Guevara se sentó ante la computadora en la que había aparecido su nombre junto con su teléfono. Empezó a teclear. Inmediatamente se estableció un chat con un locutor desconocido que respondía al nombre de Petri. Estuvieron chateando durante al menos diez minutos. En la sala no se movía ni una pestaña, todos estaban pendientes de la doctora, sin entender cómo se ponía a chatear en medio de una situación tan compleja, pero nadie se atrevía a pedir explicaciones.
Al cabo de unos minutos, la doctora se levantó de la silla y se dirigió al jefe de la torre.
— El Airbus está deprimido.
Un comentario así habría provocado las carcajadas de cualquiera, pero con la tensión que se mascaba en el ambiente, ninguno de los controladores siquiera hizo una mueca de sonrisa.
— Verá —siguió explicando la doctora—. He estado chateando con la computadora de a bordo, que se hace llamar Petri. Me cuenta que los sensores del avión detectaron a un pasajero que lloraba porque no quería irse. Producía una tristeza tan intensa que el avión se ha contagiado de la misma y el aparato está a punto de entrar en depresión…
Aquellas palabras que podrían parecer un chiste tampoco provocaron carcajadas, solo ganas de llamar a los loqueros, pero el jefe de la torre de control no iba a permitir que allá sucediera nada, de modo que se limitó a preguntar:
— Y dígame, doctora, ¿qué se supone que debemos hacer?
— Creo que es sencillo. Desembarquen al pasajero en cuestión y aléjenlo del aparato, donde sus vibraciones no lleguen a los sensores del avión. Cuando eso suceda, el avión recuperará su tono vital normal y podrá despegar.
Todos se quedaron mirando a aquella mujer con la cabeza llena de rizos que hablaba con tanta seriedad.
Al final, el técnico más joven de la torre, recién llegado allá a trabajar, se atrevió a romper el silencio de todos sus compañeros y preguntó a la doctora:
— Perdone la indiscreción.
— Claro, dígame —respondió la doctora Guevara con una sonrisa.
— ¿Es usted ingeniera aeroespacial?
— Oh, no. En realidad soy PETA.
— ¿PETA? Nunca he oído hablar de eso.
— Significa Psicoterapeuta Especializada en Traumas Aeronáuticos.
— Sigo sin entender —dijo el joven controlador.
— Psicóloga de aviones, mijo, que no te enteras —explicó su jefe—. Y ahora, hagan lo que dijo la doctora. Y rapidito…
© Texto: Frantz Ferentz, 2017
© Ilustración: M. Dolores Valencia, 2017