domingo, 29 de noviembre de 2015

EL VERDADERO SEÑOR DE LAS MOSCAS

    Manuel se había pasado muchas horas mirando al techo tumbado en su sillón durante todo el tiempo que estuvo desempleado. Pero el hecho de contemplar el techo durante meses y meses, incluso durante años y años, le había permitido aprender todo sobre las moscas.
    Primero averiguó cómo se relacionan y a qué estímulos responden. Las moscas, aunque parezcan animales sucios que se alimentan de mierda (con perdón), son animales muy limpitos que se frotan las patitas para limpiarse antes de comer.
    Comprobó, además, que las moscas de otoño, aquellas que nacen al final del verano y cuya supervivencia se prolonga durante el otoño, tienen un comportamiento peculiar, quizá algo más testarudas que el resto. Comprobó que son más atrevidas, que tienen menor percepción del peligro y, por tanto, son las que más incordian.
    Tanto, tantísimo, tiempo se dedicó a observar moscas que le cundió muchísimo. Y hasta fue eso lo que le permitió encontrar trabajo. Sí, porque Manuel montó su propia empresa de liquidación de moscas de otoño. Efectivamente, solo trabajaría en otoño en la eliminación de aquellas moscas tan pesadas que tanto molestaban a la gente.

&    &    &

    Manuel recibió un nuevo encargo de una familia desesperada. Era ya el fin de noviembre y una mosca aún vivía en aquel hogar, resistente a cualquier método de eliminación tradicional. Una mosca que molestaba ella sola como cinco moscas.
    Cuando tocó al timbre de aquella casa, le vino a abrir una señora vestida con abrigo, gorro de lana y botas recubiertas de piel de cordero. Mientras hablaba, de su boca salía vaho, lo cual demostraba hasta qué punto hacía frío en aquel desdichado hogar, probablemente de varios grados bajo cero. La señora, temblando de frío, le pidió que entrase.
    Manuel enseguida comprobó cómo en el interior de la casa hacía la misma temperatura que en la calle. Las ventanas estaban todas abiertas. Manuel no necesitó explicaciones, enseguida supo que aquella era una decisión desesperada de aquella familia para deshacerse de la mosca. Pensaron que, si hacía el mismo frío dentro que fuera, la mosca acabaría muriendo congelada, pero tampoco aquello estaba dando resultados, probablemente los únicos que iban a morir allí eran los habitantes del piso, sin duda de pulmonía.
    – Este verano –explicó la señora–, mi hijo era un as. Capturaba las moscas con las manos y luego hacía bolitas con ellas. Creo que hasta alguna se nos cayó en la sopa, pero como dicen que tienen muchas proteínas, no nos pareció tan grave, pero ahora esta mosca ella sola…
    Manuel asintió. Pasó al salón, donde los dos miembros restantes de la familia presentes en el hogar, un hijo y una hija, mostraban un aspecto lamentable, con los mocos congelados en la nariz, colgándoles como estalactitas, o más propiamente como carámbanos. Ambos estaban sentados en el sofá, intentando ver una película que daban por la televisión, arrebujados debajo de una manta, pero incluso así, la manta saltaba, sin duda a causa de los temblores que tenían aquellos dos adolescentes.
    – Lo hemos intentado todo, con todo tipo de productos químicos, aerosoles, trampas para moscas que venden por internet… Pero todo ha sido inútil, la maldita mosca convive con nosotros desde hace dos semanas y cada día que pasa está más insoportable. No sabemos cómo acabar con ella… Mi marido ha dicho que hasta que la mosca no desaparezca de casa, que él no volverá y está viviendo en una pensión del centro. Ayúdenos, por favor, ayúdenos.
    – Serán cincuenta euros y veinte más por el pago de la zona azul, que el ayuntamiento aquí cobra bien caro el aparcamiento.
    – ¡¡Lo que haga falta, oiga, pero hágalo ya, por favor!!
    Sin más dilación, Manuel se sacó un silbato del bolsillo y pitó, pero nadie en la casa oyó nada, porque se trataba de ultrasonidos. Sin embargo, la mosca lo oyó perfectamente y respondió a la llamada.
    Salió de la esquina donde estaba perfectamente escondida y se posó en una cajita transparente que Manuel ya sostenía en la mano, con algodones. Cuando la mosca hubo entrado en ella, Manuel la tapó.
    – Ya está –anunció Manuel–. Son setenta euros, como ya le dije.
    La señora cogió su monedero y pagó, pero antes preguntó:
    – ¿Y no me haría una rebaja? Es que este invierno vamos estar todos bien malos por culpa de la mosca.
    – Está bien, que sean sesenta…
    – Y dígame, ¿cómo ha conseguido atraer a la mosca?
    – Son muchos años de estudios, señora. Es un método científico patentado por mí. Ya ve que funciona perfectamente. Que tenga un buen día –saludó Manuel.
    Y se fue. Pero cuando ya estaba fuera, Manuel observó a la mosca. Cogió su lupa y comprobó que el insecto conservaba intacta la protección que él mismo le había dado, hecha con un barniz de su invención que mantenía el calor corporal de la mosca y que hasta filtraba el aire en su cabeza para no respirar aerosoles; parecía una mosca astronauta. Después, abrió la cajita y le dijo a la mosca en tono mimoso:
    – ¿Cómo está mi niña preferida, como está?
    Y la mosca se lanzó a volar alrededor de su nariz, zumbando con alegría, como si fuera un perro, solo que no movía el rabo.


Texto: Frantz Ferentz, 2015
Dibujos: Valadouro, 2015
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martes, 17 de noviembre de 2015

UN GRIFO EN LA CABEZA

Luigi era un tipo hablador, muy hablador. Tanto era así que lo que contaba eran principalmente cosas que él se inventaba. Lo cierto es que su cerebro bullía y bullía con historias que se le ocurrían constantemente. Si alguien hubiera tenido la ocasión de poner un micrófono dentro de su cerebro, habría escuchado algo así como una caldera en ebullición, sonaba “blu-blu-blu”.
   Sin embargo, la mujer del Luigi ya estaba harta de oír tanta historia que contaba, aunque ella ni se diese cuenta de que su marido lo único que hacía era inventar historias. Y claro, ya llegó a hartarse de tal manera que amenazó a Luigi con abandonarlo, si no le ponía remedio a su enfermedad, pues ella creía que era una enfermedad.
   Fueron, por tanto, al psiquiatra.
   – Doctor, Luigi no se puede quedar callado ni un rato... –comenzó a decir ella.
   – No exagere, señora –dijo el doctor.
   – ¿Saben una cosa? –empezó a decir justo en ese momento Luigi–. Había una vez un perro que decidió inventarse un lenguaje de signos solo con los movimientos del rabo y para eso habló con...
   – ¿Lo ve? –interrumpió la mujer–. Acaba de empezar a contar una historia.
   El doctor se quedó muy pensativo. Sin embargo, enseguida supo lo que pasaba con aquel hombre: tenía una creatividad tan grande que era imposible para él quedarse callado y dejarse cualquier historia dentro, tenía que contarla. De hecho en eso funcionaba como cualquier chavalillo que tiene la cabeza llena de cosas y tiene que soltarlas.
    – ... y claro, el perro se encontró entonces que las palabras compuestas envolvían más movimientos del rabo, el doble, para ser exactos. Pero no solo eso, algunas razas de perros tenían un dialecto diferente, por lo cual su sistema de lenguaje de signos con el rabo no acababa de funcionar... –proseguía Luigi ajeno a la discusión entre su mujer y el médico.
   – Señora –dijo el doctor–, debe tener paciencia. Deme unos días hasta que vea cómo puedo ayudar a su marido. Mientras tanto, tenga mucha paciencia con él...
   – ¿Que tenga paciencia, doctor? Cómo se ve que usted no convive con él, cómo se ve, que hasta de noche habla y habla en sueños, porque narra incluso lo que sueña... Dígame, ¿hay algo parecido a quitarle las pilas para así evitar que siga hablando y hablando?
   – Ya le dije que necesito unos días, señora. Vuelva por aquí en breve y ya le digo alguna cosa más.
   Sin embargo, mientras el doctor buscaba una solución, ella decidió tomar medidas por su cuenta. Así, una noche, mientras el Luigi hablaba y hablaba en sueños, ella colgó al hombre de un pie al techo y lo dejó así toda la noche, pero no consiguió que se callara, simplemente que él contara su historia del revés, es decir, comenzando por el final y acabando por el principio, lo cual es un pelín difícil.
   Al cabo de tres días, Luigi y su mujer fueron convocados por el médico. Él les dijo que la única solución para que Luigi se calmase era que utilizara un grifo de la creatividad.
   La mujer se quedó boquiabierta. 
   – Un grifo… ¿Pero es que quiere hacer un agujero a mi marido en el cerebro para que le salgan las historias por ahí?
   El doctor tuvo un ataque de risa. No, no se refería a un grifo real, como los que se usan en las casas para que salga el agua, sino a un grifo metafórico. Por eso explicó:
   – Es un concepto psiquiátrico que acabo de adoptar yo –explicó él–. Tras tres días pensando en el caso de su marido, he llegado a la conclusión de que él tiene que buscar otra forma de expresar lo que tiene dentro sin que usted padezca sus historias una tras otra, pero es imposible que eso suceda si él no tiene más alternativa que contar tales historias.
   – No entiendo nada –dijo la mujer.
   – ¿Saben que durante la Edad Media existió un dragón al que le gustaba lanzar llamas en las bolas de barro que hacía para endurecerlas y así después golpearlas con el pie? Existe la teoría de que los campesinos, después de que el dragón se cansase de patearlas, se ponían a dar patadas ellos mismos a las bolas y que fue así que nació el fútbol... ? –comenzó a contar Luigi.
   – Probaré lo que me dé, doctor –dijo la mujer de Luigi–. Yo ya no soporto más esta pesadilla. Dígame en qué consiste ese grifo.
   Y ante el asombro de la mujer, el psiquiatra se sacó un bolígrafo del bolso y dijo:
   – He aquí el aparato. Solo tiene que darle esto a su marido, junto con un cuaderno y decirle que se ponga a escribir todo lo que se invente. Más adelante, si quiere, hasta puede abrir un blog para contar todas sus historias.
   La mujer no daba crédito a lo que estaba viendo. 
   – ¿En serio se cree que escribiendo Luigi va a dejar de contar historias?
   – No, no va a parar. Va a dejar de contarlas, pasará a escribirlas, lo cual debería hacerlo en silencio. Esa es la solución...
   Y fue así como Luigi, con efecto, dejó de hablar a todas horas y pasó a usar el bolígrafo y el cuaderno, pero la cuestión fue que no se dedicó a escribir las historias, sino a dibujarlas. Sin embargo, cuando ya las había ilustrado, se dedicaba a explicar la historia que escondían aquellas imágenes...
   Hoy Luigi vive en una isla remota del Pacífico Sur, en un atolón. Él mismo ni sabe cómo acabó allí. Sin embargo, a su alrededor tiene un público entregado, los delfines; él es feliz, porque primero dibuja sus historias en la arena y después cuenta a los cetáceos todas las historias que le apetece. Se dice que los delfines están aprendiendo a hablar gracias a la historias de Luigi, lo cual explicaría por qué entre ellos se están contando tales historias y por qué por todos los mares del mundo los delfines se asoman al lado de los barcos y cuentan las historias de Luigi por todos los mares del planeta...

Texto: Frantz Ferentz, 2015
Dibujos: Valadouro, 2015
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lunes, 16 de noviembre de 2015

TRAS LOS PASOS DEL YETI DE LOS ANDES

Cuando los miembros del equipo de rescate alcanzaron el avión, allí en la meseta en medio de los Andes, a casi seis metros de altura, entre metros y metros de nieve, se llevaron una sorpresa. Los pasajeros del avión estaban todos en perfecto estado, habían sobrevivido todos al impacto, pero todos ellos estaban descalzos.
  Las investigaciones posteriores revelaron que habían sido descalzados por una criatura peluda enorme que acudió hasta los restos del avión unas horas después del impacto. La criatura, que medía cerca de tres metros, no atacó a los pasajeros, se limitó a ir descalzando a los pasajeros uno tras otro, sin agredirlos. Solo gruñía a veces, cuando el calzado se resistía a salir, lo cual aconteció tan solo en un par de ocasiones, tras lo cual, la criatura desapareció. Aunque los equipos de rescate siguieron sus huellas, las perdieron enseguida, cuando llegaron a una zona de rocas donde ya no quedaban restos de ellas. Y lo más extraño de todo fue que los zapatos robados estaban todos allí, abandonados, pero no los calcetines.
   Los antropólogos tenían una hipótesis: había sido un yeti que había acudido donde los pasajeros, pero nadie llegaba a comprender cuál era su interés en el calzado y menos aún en los calcetines. ¿Es que el yeti usaba la lana de los calcetines para construirse una cama? Sin embargo, era la primera noticia que se tenía en el Ecuador de la presencia de un yeti, pues, como es bien sabido, estas criaturas solo existen en el Tíbet, aunque existen también otros seres parecidos en América del Norte, los llamados pies-grandes.
   La noticia fue muy comentada en las noticias. Sin embargo, solo alguien sabía que no se trataba de un yeti. Ella era doña Carmela, una tierna abuelita que se había dedicado a criar criaturas extrañas durante toda su vida en su pequeña casa de los arrabales de Quito. En vez de gatos, ella siempre había acogido monstruitos domésticos. Sabía que aquella criatura peluda que vivía en las mesetas a 6000 metros entre la nieve era Gualdo, su monstruo de los calcetines, aquel que se le había escapado hacía décadas hacia las montañas, y que, aparentemente, se había convertido en un monstruo gigante... de los calcetines. Por lo visto, el frío tenía un efecto dilatador en los monstruos de los calcetines, eso y hartarse a comer pelo de llamas alpinas, que son la materia prima de los mejores calcetines. Sin embargo, debía sentirse tan solo, aquel pequeñín... 

Texto: Frantz Ferentz, 2015
Ilustración: Valadouro, 2015
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jueves, 30 de julio de 2015

EL MISTERIO DEL MÓVIL DE EDID

   La oferta sonaba estupenda: móvil no solo inteligente, sino también ultrasensible. La tecnología estaba avanzando a un ritmo que iba a conseguir que los móviles tomasen sus propias decisiones.
   Tal vez fuese ese el motivo por el que Edid decidió cambiar su viejo aparato. Era escandalosamente viejo, tenía tres años y con una antigüedad así no conseguiría hablar bien enseguida con nadie. Además, los hijos de Edid le insistían para que acabase de cambiar aquel aparato y hasta la tienda de celulares para comprar aquel modelo que tanto anunciaban y se podía pagar en cómodos plazos durante veinte años.
   El vendedor, un tipo espabilado y de largos bigotes, sabía bien hacer su trabajo. Tenía una labia bien desarrollada que le permitía hablar sin tema durante tres horas, lo cual le resultaba muy útil para vender celulares de última generación.
   — La mejor selección, señora —empezó a explicar, mientras sus bigotes se movían por cada extremo para un lado, como si tuviesen vida independiente—. Este móvil ten función autoprogramable, retrorreciclable, con detector de idiotas, cronómetro inverso, chat con sintonizador de voz… bueno, bueno, tiene de todo, pero lo mejor es su extrema sensibilidad, que hace que, por ejemplo, usted lo llame, incluso estando apagado, se conecte automáticamente y responda lo que usted quiera. La frase que suena por defecto es: “Estoy aquí, cariño…”, con voz de hombre o de mujer según corresponda.
   — Mamá, este móvil es perfecto para ti.
   — Puede, pero a mí me basta con que se pueda hablar por él. ¿Se puede hablar con este?
   — Señora, se habla hasta del revés con una aplicación que lleva aquí que…
   — Déjelo, ande, me lo llevo.
  Y Edid se llevó el móvil a casa. En cuanto estuvo allá, abrió la caja que lo contenía, colocó la batería y enseguida el móvil se puso a funcionar. Se encendió una pantalla de bienvenida y una voz delicada e insinuante, dijo:
   — Hola, soy su nuevo teléfono móvil Pinkio 415. Encantado de servirle. Toque la pantalla para iniciar mi configuración.
   Edid tocó la pantalla porque era muy formal. Y entonces del aparato surgió un sonido extraño, un sonido como “gligligli” sin ningún resultado. Luego, la misma voz sensual repitió la orden:
   — Toque la pantalla para iniciar mi configuración.
   Edid volvió a tocar y de nuevo sonó “gligligli”.
   Se pasó así bastante tiempo, entre tocar la pantalla y el “gligligli” que no dejaba de sonar, sin poder avanzar. Desesperada, Edid recogió el teléfono y se lo llevó a la tienda, done el simpático vendedor con los bigotes de puntas independientes la acogió con una sonrisa de oreja a oreja que desafiaba todas las leyes de la anatomía.
   — Dígame, señora, ¿algún problema con su nuevo móvil?
   — Pues que no consigo configurarlo. ¿Podría probar usted?
   — Por supuesto.
   El vendedor del bigote tocó la pantalla y sonó un clink que enseguida activó todo. Después de atravesar varias pantallas, le pidió a Edid:
   — Señora, siga usted.
   Edid tocó la pantalla y enseguida se volvió a oír el “gligligli” de antes. Ahí la sonrisa del vendedor desapareció del todo. Él mismo tocó la pantalla y concluyó la configuración. Después volvió a pedir a    Edid que lo intentase ella.
  Y otra vez sonó aquel “gligligli” y el móvil no reaccionaba. Sin embargo, cuando tocaba el vendedor, todo funcionaba perfectamente, pero cuando tocaba Edid solo sonaba aquel ruidillo y el móvil no funcionaba, incluso la pantalla se oscurecía unas décimas de segundo.
    — No entiendo nada —confesó el vendedor que, por primera vez en su carrera e incluso en su vida, se quedaba sin palabras. 
    No obstante, en la mente de Edid se hizo la luz.
    — ¿No había dicho que este móvil es ultrasensible como ningún otro fabricado hasta ahora?
    — Sí.
    — Pues ya sé lo que le pasa. Usted toca la pantalla con fuerza, pero yo lo hago suavemente, por eso yo provoco en él una sensación que usted no provoca.
    — ¿Y cuál es, señora?
    — Cosquillas.


Texto: Frantz Ferentz, 2015
Imagen: Valadouro, 2015

NICO EL NICÓPTERO

    Sara contemplaba a su perro Nico. Era tan pequeñín que casi parecía que podía flotar. Recordó que por algún sitio había un invento del abuelo, un gorro que parecía que servía para que los animales pequeños pudiesen volar. Por eso, fue al arcón donde se guardaban los inventos del abuelo, que había sido inventor, pero nunca se lo tomaron muy en serio. 
    Entre las cosas del abuelo había un pequeño gorro con una hélice encima. Sara pensó que seguro que aquello era un gorro volador para perros pequeños como el suyo. Iba ajustado con una correa por debajo de la mandíbula. No se lo pensó dos veces. Sara le colocó el gorrito a Nico. A continuación apretó un botón que había en un lateral y la hélice comenzó a girar; luego, Nico se puso a volar por el cuarto.
    — ¡Nico, estás volando! —le gritó Sara.
    Efectivamente, Nico volaba por la sala y ladraba para mostrar su felicidad.
    — ¡Eres un nicóptero, o sea, un Nico volador! —le dijo ella entusiasmada.
    El perro volaba por la habitación mientras las hélices sonaban como las de un ventilador. De vez en cuando, Nico se golpeaba contra una pared, porque aquel invento del gorro con hélices no tenía timón para poder girar. Y claro, al final, aquello acabó siendo un desastre, porque Nico estaba cada vez más nervioso y ladraba. Algunos cuadros se cayeron al suelo, también un jarrón de la tatarabuela… Un desastre, tanto que acudió la abuela para ver cuál era la causa de tanto jaleo en la habitación.
    — Sara, ¿qué es todo esto? —gritó la abuela cuando vio al nicóptero ladrando e pasando por encima de sus cabezas sin control.
    — He cogido este invento del baúl del abuelo —explicó Sara—. Pensé que era para que vuelen los perros, ¿o no es para eso?
    — ¿Pero qué dices? Eso es un ventilador cerebral. Tu abuelo lo inventó para la gente, con el fin de que se les refresque el cerebro y así puedan pensar fríamente...
    Y justo en ese momento, el nicóptero enfiló por la ventana abierta y salió hacia el patio...

Texto: Frantz Ferentz, 2015
Imagen: Valadouro, 2015

jueves, 9 de julio de 2015

CÓMO HABLAR INGLÉS COMIÉNDOSE LAS PALABRAS



A Lu le había dicho su maestra que no podía seguir así con el inglés, que nunca lo hablaría bien si no aprendía a comerse las palabras.

– ¿Comerme las palabras? –preguntó Lu–. ¿Y eso cómo se hace?

– Has oído alguna vez cómo hablan los afroamericanos? Ellos sí que hablan bien. Se comen bien las palabras y su inglés es perfecto –dijo la maestra, que era una tipa la mar de rara–. Mientras no te comas las palabras, no hablarás bien inglés y, por tanto, no aprobarás.

Lu se quedó muy preocupada con aquellas palabras de su maestra. ¿Y cómo iba a hacer ella para comerse las palabras del inglés?

Ahí se topó con la abuela por el pasillo de casa, quien, aunque no tenía estudios, era una mujer muy sabia. Lu le contaba todos sus problemas.

– Con que tienes que comer las palabras –reflexionó en voz alta la abuela después de oír el relato de la nieta–. Escucha, de niña, mi madre, tu bisabuela, tenía un remedio infalible para comer cualquier cosa.

– ¿Y cuál es ese remedio?

– Miel de brezo.

Dicho y hecho. Antes de empezar las clases de inglés, Lu se llevaba un frasquito de miel de brezo que le proporcionaba su abuela. Se metía una cucharada en la boca y después se ponía a hablar inglés.

– Lu –le dijo al final la maestra–, no sé cómo lo haces, pero cada vez hablas inglés mejor, hasta te comes las palabas como un afroamericano. ¿Cómo lo has hecho?

Pero Lu no le contó su secreto. Sin embargo, cuando tuvo que aprender alemán, algún tiempo después, ya no le sirvió la miel de brezo, porque el profesor de entonces le dijo que para hablar bien alemán, tenía que aprender a hablar con hipo. Por eso, enseguida Lu gritó:

– ¿Abuelaaaaaa, cómo se provoca el hipo?

– ¿Cómo se quita?

– No, como se provoca...

Frantz Ferentz, 2015

lunes, 6 de julio de 2015

EL ATAQUE DEL DONUTOSAURIO

Cada vez que Fernán se comía un dónut, tenía miedo de oír unas potentes carcajadas a su lado y a continuación unos gritos que lo hacían sentirse avergonzado de comer, precisamente, dónuts.

La desgracia de Fernán era que le encantaban los dónuts y precisamente en eso varios de sus compañeros de clase encontraron un motivo para atacarlo todo lo que les apetecía. Se trataba de tres chavales tremendos, Pin, Dan y Gos. Con nombres tan graciosos no era de extrañar que los conociesen como los pindangos, uniendo las sílabas de sus nombres.

Los pindangos no dejaban cualquier ocasión para meterse con Fernán y avergonzarlo. Durante los recreos lo espiaban, no importaba dónde se escondiese, y en cuanto daba un bocado al dónut, empezaban las risas y los comentarios:

– ¡Fernán es un caníbal, socorro, se come a los de su especie!

– Fernán, Fernán, Fernán, no me comas, que podría ser tu hermano…

– ¡Para, Fernán, si no me comes, te concedo tres deseos!

El pobre Fernán no podía comerse un dónut en paz cuando estaba en el colegio. Tampoco tenía el valor de contar a nadie lo que le hacían los pindangos, pero no hacía falta, porque toda la clase estaba al corriente de ello y hasta les parecía divertido.

En casa, Fernán tampoco contaba nada. De hecho hasta la madre le decía que no comiese tanto dónut que ya se estaba poniendo bien gordo.

Probablemente las cosas habrían seguido igual, pero sucedió algo que lo cambió todo. Fue simplemente que los pindangos, a la vista de que lo que le hacían a Fernán se quedaba totalmente impune, decidieron dar un paso adelante para divertirse aún más.

Así, durante un recreo, aprovechando que los maestros intentaban separar a varios alumnos de una pelea, los pindangos rodearon a Fernán. En vez de reírse e imitar a un dónut a punto de ser devorado, se acercaron al chico, le arrebataron los tres dónuts que llevaba encima y con cada uno de ellos hicieron algo diferente.

El primero lo desmigaron en las manos y obligaron a Fernán a comérselo; el segundo lo mezclaron con salsa picante que llevaba uno de los pindangos y también obligaron a Fernán a comérselo; y el tercero salió volando hasta el tejado del colegio y estaban a punto de obligar a Fernán a subir a recuperarlo, cuando, por suerte, sonó la campana que anunciaba el fin del recreo.

Los tres pindangos se quedaron muy satisfechos, había sido todo un éxito y se sentían orgullosos de su “hazaña”. Querían sin duda repetirla lo antes posible, les bastaba con que Fernán volviese al colegio con más dónuts, tan sencillo como eso.

Pero Fernán no reaccionó como suelen reaccionar tantos chavales en su situación. No les fue con el cuento a los profesores y tampoco dijo nada en casa. ¿Para qué? No lo entenderían.

Aparentemente no hizo nada.

Aparentemente.

Sin embargo, aquella misma noche, Pin, Dan y Gos tuvieron el mismo sueño. Se trataba de un sueño horrible en que alguien llamaba a la puerta de su casa. Los chavales abrían y entonces entraba una criatura que espantaba de lo lindo. Se trataba de una especie de tiranosaurio, pero lo cierto es que no era un dinosaurio normal, aquel… aquel… ¡aquel estaba hecho de dónuts! Aquel dinodónut, o lo que fuera, los perseguía por toda la casa, destruyendo los muebles a su paso, rugiendo y abriendo una bocona llena de dientes afilados, que quizá fueran también de dónut, pero no iban a pararse a averiguarlo.

Sin embargo, la pesadilla prosiguió la noche siguiente. Resultó que los tres pindangos estaban en medio del campo y apareció nuevamente aquel monstruo de cualquier sitio y se lanzó a correr tras ellos. Los pindangos no hacían más que gritar de miedo, sintiendo el aliento del dónut del monstruo en la nuca. Se pasaron toda la noche corriendo y escapando del montruo, sin conseguir perderlo de vista.

Y aún la tercera noche volvieron las pesadillas. Por entonces, todo sucedía en un avión. Los tres chavales tenían que salir de la cabina y correr por las alas y el techo del avión, con el riesgo de caerse, siempre con el dinosaurio de donuts pisándoles los talones.

Claro, con tanto terror no habían podido descansar aquellas tres noches. Tenían unas ojeras que les llegaban a los pies. Acabaron confesando a los padres que se habían reído de Fernán y que aquello tenía que ser una venganza de aquel gordito de Fernán por haberse reído de él por comer dónuts sin parar. Era claro que no contaron más detalles…

Los progenitores de los pindangos, totalmente indignados, fueron a ver al director del colegio. Le iban a pedir que aquel Fernán respondiera por hacer magia negra sobre sus queridos hijitos, aquellas buenas almas que habían sido objeto de venganza por parte de aquel chaval insensible devorador compulsivo de dónuts.

El director, un hombre prudente, primero quiso hablar con Fernán y escuchar su versión. Para eso, lo convocó a su despacho y escucho atentamente lo que el chaval le contaba:

– Llevan todo el curso riéndose de mí porque como dónuts, eso es verdad –reconoció Fernán; luego, contó el último episodio.

– ¿Y por qué no se lo has contado a nadie? El acoso es una falta grave.

Ahí Fernán bajó la cabeza, sin decir una palabra. El director entendió que el chaval no quería que lo señalasen como un chivato.

Al día siguiente, el director mandó llamar a los progenitores de los cuatro chavales y les dijo:

– No hay pruebas de que Fernán causase esas pesadillas en Pin, Dan y Gos. Ademáis, ellos no han sido sinceros, no han contado toda la verdad de lo que le hacían a Fernán.

Los padres de los pindangos protestaron. Dijeron todo cuando lo que habían hecho sus hijos eran cosas de críos, pero que lo de Ferrán era pura brujería y que eso sí que merecía un castigo.

Entonces el director preguntó a los pindangos:

– Chicos, dibujad aquí la criatura que os perseguía.

Los pindangos, a pesar de ser malos dibujantes, consiguieron trazar una criatura con pinta de T-Rex, pero hecha a base de dónuts.

Mientras tanto, en otra sala, había pedido a Fernán que dibujase el monstruo que él creía que perseguía a sus compañeros de clase. Lo que Fernán dibujó fue una especie de T-Rex hecho a base de rosquillas.

Cuando los progenitores de los pindangos compararon los dibujos de sus hijos con los de Ferrán, saltaron inmediatamente:

– ¿Lo ve, señor director? ¿Lo ve? Es él quien crea las pesadillas en las cabezas de nuestros hijos. ¡Expúlselo ya!

Solo les faltó gritar que quemasen a Fernán en una hoguera, como se hacía siglos atrás con los brujos o con los que se consideraban brujos. Pero el director no hizo nada de eso. Colocó los dibujos en la mesa y pidió a todos los progenitores que los examinasen atentamente.

– ¿Es que no ven las diferencias? –acabó preguntando el director.

Pero aquellos ocho pares de ojos no veían nada de particular, solo cuatro tiranosaurios hechos a base de dónuts o algo así. El director tuvo que explicar:

– Lo que Pin, Don y Gos han dibujado es un roscosaurio, salta a la vista, porque es la criatura que los perseguía. En cambio, lo Fernán ha dibujado es un donutosaurio. Observen que es distinto, aunque sean especies emparentadas. El donutosaurio es más amarillo y está cubierto de azúcar. ¿Es que no lo ven?

Ahí los padres se callaron. ¿Qué iban a decir? No eran expertos en la materia.

Cuando ya los padres se hubieron marchado, el director aún pidió a Fernán que se quedase unos minutos en su despacho.

– Fernán, no te preocupes más. Esos tres no te molestarán más.

– Gracias, director.

Fernán ya estaba a punto de salir por la puerta, pero aún se giró y preguntó:

– ¿Por qué me ha ayudado?

El director, que acababa de empezar a escribir en el ordenador, se detuvo, miró al chaval y le dijo:

– Porque de chaval, a mí también me acosaron y tuve ayuda…

– ¿Y también se reían de usted por los dónuts?

– No, en mis tiempos era porque me pasaba el día dibujando elefantes, o construyéndolos de plastilina o arcilla, o de lo que fuera.

Y justo en ese momento, Fernán creyó sentir el bramido de uno de esos paquidermos salir de debajo de la mesa del director, tal vez de un cajón, pero ya no quiso preguntar más. Tan solo pensó que, quizá, algún día el elefante del director y su donutosaurio llegasen a conocerse y hasta saldrían juntos.

Frantz Ferentz, 2015

sábado, 4 de julio de 2015

EL MISTERIO DEL SEXO DE OLI

    El lunes a primera hora, la profesora entró en el aula de 6ºB con un chaval –o chavala– nuevo. Tenía el pelo largo, sobre todo por delante, hasta casi cubrirle los ojos. Llevaba ropa holgada, unos deportivos normales y cargaba una mochila donde probablemente llevase todos sus libros.
    – Chicos, os presento a Oli. Viene del extranjero como estudiante de intercambio por vuestra compañera Leila. Solo se quedará una semana, desde hoy hasta el viernes, pero se alojará en la residencia escolar, porque los padres de Leila tienen perro y Oli tiene alergia al pelo de perro. Espero que os portéis bien, ¿eh? Y no os preocupéis, porque habla nuestra lengua.
    Todos los estudiantes se quedaron mirando para aquel o aquella Oli. Resultó que el primer pensamiento que tuvieron todos era si Oli era chico o chica. Pareció como si el resto de cosas que les interesaban a los chavales de aquella clase pasasen a un segundo plano. Quizá fuera porque vivían en un barrio tranquilo de las afueras de una gran ciudad, donde rara vez sucedía nada interesante. Por eso, quisieron averiguar si aquel recién llegado era de un sexo o del otro, lo cual se convirtió en una cuestión de máximo interés para todos ellos.
    Por su ropa era imposible afirmar si era un chaval o una chavala. Por su voz, tampoco, porque ni hablaba, pero a ciertas edades resulta hasta complicado distinguir el sexo por la voz. Además, Oli optó por sentarse en un rincón del aula aparte, sin parecer querer mezclarse con el resto de compañeros.
    De todos modos, ninguno de ellos tenía el valor de preguntarle si era él o ella. Por eso, durante el primer recreo, todos los alumnos de la clase de 6ºB dejaron de jugar a lo de siempre, ya fuera saltar a la cuerda o dar patadas al balón, para observar a aquel Oli.
    Y Oli se pasó todo el recreo pendiente de su celular, cosa que no resultaba extraña, pues muchos de ellos también se pasaban horas y horas jugando con aquel aparato. En ese sentido, Oli no era ninguna excepción.
    Así pasó el primer día de clases sin que los chicos de la escuela consiguieran averiguar cuál era el sexo de Oli. Tuvieron que esperar hasta el segundo, cuando Sara, en una asamblea casi clandestina en el gimnasio del colegio con el resto de sus compañeros de clase, dijo:
    – Existe el modo de averiguar cuál es el sexo de Oli sin complicarnos la vida.
    – ¿Y cuál es?
    – Basta con vigilarlo y saber si entra en el baño de los chicos o las chicas.
   Aquella propuesta de Sara les pareció bien a todos. Acordaron organizar pequeños grupos de vigilancia que no perdieran de vista los movimientos de Oli durante todo el tiempo que pasara en la escuela aquella mañana. Debía estar allí cuatro horas, de modo que era muy probable que en ese intervalo pasase, tarde o temprano, por el baño.
    De ese modo, durante el segundo día, todos los chavales de la clase de 6ºB no hicieron más que vigilar los movimientos de Oli en cuanto a sus necesidades fisiológicas. En grupitos, intentando pasar desapercibidos, fueron vigilando los movimientos de Oli para ver si iba al baño.
    Pero no fue.
    No pisó el baño en toda la mañana. ¿Es que acaso no necesitaba hacer pis como todo el mundo?
    Y así llegaron al tercer día. Antes de empezar las clases, hubo una nueva asamblea de estudiantes. El misterio de la identidad sexual de Oli aumentaba. Por entonces fue Nel quien propuso que probasen otra estrategia:
    – Durante el recreo, los chavales jugamos al fútbol y las chavalas saltan a la cuerda. Y dos de nosotros, por ejemplo María y Luis, le dicen que juegue con los chavales o con las chavalas. Veremos qué escoge. Si juega al fútbol, es chaval; salta a la cuerda, es chavala.
    – No estoy de acuerdo con eso –replicó Carla–. ¡A mí me gusta jugar al fútbol y soy chica!
    Ahí ya se montó una discusión, donde hasta Pedro iba a reconocer que a él le encantaba saltar a la cuerda.
    – Lo de saltar a la cuerda –dijo– es un deporte igual que dar patadas al balón.
    – No digas tonterías –le replicaron.
    – ¿Tú no has visto cómo se entrenan los boxeadores?
    Ahí ya nadie dijo nada, porque los boxeadores eran tipo duros que saltaban a la cuerda al entrenar.
    Al final, consiguieron ponerse de acuerdo. Ya durante el recreo, los chavales empezaron una partida de fútbol, pero con Carla, y las chicas un festival de saltos de cuerda, con Pedro, quien prefería mil veces saltar allí que correr detrás de un balón y que lo cosiesen a puntapiés las rodillas y las espinillas.
    Tal como estaba planeado, María se acercó primero a Oli, quien no paraba de golpear con los dedos en la pantalla de su celular.
    – Hola –saludó María.
    – Hola –devolvió Oli el saludo alzando la vista del celular.
    – Quería preguntarte si quieres saltar a la cuerda con nosotras…
    Y justo entonces llegó Luis y dijo:
    – Seguro que prefieres jugar un buen partido de fútbol, ¿verdad?
    Oli se los quedó mirando como si estuviese pensando en cuál de las dos opciones escoger. Los otros dos chicos lo contemplaban atentos, como esperando una respuesta que fuese a cambiar el destino del planeta.
    Al cabo de unos segundos, que parecieron horas, Oli dijo:
    – No me gusta ni dar patadas al balón ni de saltar por encima de una cuerda. Lo que realmente me gusta…
    Ahí los dos chicos se quedaron boquiabiertos.
    – Lo que realmente me gusta –prosiguió– es dibujar mapas estelares. Lo hago aquí en mi celular. Hay una aplicación estupenda para eso…
    Ambos chicos tuvieron el mismo pensamiento:
    «¿Y eso es propio de chicos o de chicas?»
    Pero para entonces Oli ya había dejado de hacerles caso y seguía trazando líneas en la pantalla de su móvil, mientras aún decía:
    – Constelación del Caballo…
    Fue un nuevo fracaso. Sin embargo, cuanto peor iban las cosas en ese sentido, más interés tenían los chavales de la clase de 6ºB por saber cuál era el sexo de Oli. Aquello ya estaba volviéndose una cuestión de honor para aquel grupo de chavales y chavalas de aquella pequeña escuela de un barrio pequeño y olvidado de una gran urbe, donde casi nunca pasaba nada.
    Y así llegaron al cuarto día, que comenzó, como no podía ser de otro modo, con una nueva asamblea de los estudiantes en el gimnasio antes del inicio de las clases.
    Aquel día, fue Belén quien propuso:
    – Yo le echaría un cubo de agua por encima. De esa manera tendría que mudarse de ropa. Podemos tener ropa preparada, tomarla de la que se deja en el cuarto de objetos perdidos y que hace siglos que nadie reclama. Tendrá que escoger ropa de chico o de chica.
    – ¿Y cómo haces para echarle un cubo de agua encima sin que parezca que lo haces a propósito? –preguntó alguien.
    Esa era una buena pregunta. Tenía que parecer un accidente.
    – Hagamos una guerra de globos de agua justo antes de que suene la campana –propuso Enrique–. Podemos conseguir que tres globos choquen contra Oli.
    A todos pareció una buena idea. Rápidamente fueron a comprar globos a la tienda de la esquina y los llenaron con agua. Se quedaron en el patio a la espera de Oli. Cuando apareció por la cancela, fingieron que iniciaban la guerra, pero disimularon mal y poco, porque ya más de una docena de globos llenos de agua fueron a dar directamente contra Oli.
    XAAAAAAAAAFFFFFFFFFF!
    Oli se quedó más que empapado. Parecía que el anticiclón de las Azores acababa de descargarle encima y de golpe.
    – ¡Pobre!
    – ¡Qué desgracia!
    – ¡Hui, cuánta agua!
    – Te has mojado, ¿eh?
    Todos eran comentarios para tentar ocultar un plano malévolo de los chavales de la clase. A continuación pusieron en marcha la segunda parte de su plan:
    – Oye, hay ropa seca aquí en el cuarto de los objetos perdidos, Oli. Ven y escoge lo que quieras.
    Casi toda la clase empujó a Oli hasta el cuarto en cuestión, sin dejar siquiera tiempo a Oli para que protestara, porque lo llevaban como una escolta de gorilas acompaña un cantante de moda para evitar ser molestado por sus admiradores.
     Y una vez en la sala, la ropa estaba perfectamente separada en ropa masculina y femenina.
    – Escoge –le dijeron.
    Oli observó toda aquella ropa, tanto la masculina como la femenina. Era feísima. No le gustaba nada de lo que allí veía.
    – ¿Sabéis que? ¬–dijo de repente Oli–, que no me hace falta nada de eso. En la mochila llevo ropa de sobra. Siempre la llevo, para accidentes imprevistos. Y mi mochila es impermeable. ¿Os importa salir mientras me mudo de ropa?
    Todos se quedaron boquiabiertos. Nadie se esperaba algo así. Ya era el cuarto plan que fracasaba. Al final, salieron todos de la sala y dejaron que Oli se cambiara de ropa tranquilamente.
    Y así llegaron al viernes, el último día que Oli estaría en la escuela. Como ya venía siendo habitual, hubo una asamblea de los estudiantes de la clase de 6ºB para discutir sobre la cuestión que tanto interés despertaba en ellos.
    – ¿Es que no hay manera de saber cuál es el sexo de Oli?
    – Parece que no.
    – Es un chaval... o chavala... tan extraño. Nunca he visto cosa igual.
    – Ni yo...
    – Ni yo...
    – ¿No será hermafrodita?
    – ¿Hermafrodita? ¿Y eso qué es?
    – Es como las lombrices, que tienen los dos sexos. Yo he leído algo de eso en internet...
    – Yo creo que no, que o es chico o es chica, pero no hay manera de enterarse...
    Y entonces alguien lanzó la pregunta más inteligente del día:
    – ¿Y si se lo preguntamos?
    – ¿Preguntárselo?
    – Sí, preguntarle si es chico o chica. Con su nombre es imposible de saber.
    Ahí se produjo un momento de silencio sepulcral en el gimnasio de la escuela. La cuestión que rondaba la cabeza de todos ellos y ellas era: «¿y quien tiene coraje para preguntar a Oli cuál es su sexo?»
    – Hagamos uno sorteo. A quien le toque, tendrá que hacerle la pregunta.
    Ahí estuvieron todos y todas de acuerdo. El sorteo consistió en escoger un pedacito de papel, había tantos como estudiantes, pero solo uno tenía una marca. Quien escogiera aquel papel tendría que preguntar a Oli por su sexo.
    Y le tocó a Irene, quien se puso toda roja por la vergüenza que le causaba tal tarea.
    – Puedes hacerlo cuando esté a punto de marcharse, al final de las clases –le dijo Félix, que estaba enamorado de ella desde el primer día que la había conocido, seis años atrás–. Y mira, si quieres, le pregunto yo por ti.
    – No –respondió Irene–. Me basta con que estés a mi lado cuando tenga que preguntar...
    Aquella respuesta sonó a Félix cómo música celestial. Y fue así como transcurrió aquel viernes sin contratiempos, hasta que llegó el final de las clases. No parecía que hubiera ninguna ceremonia, que la estancia de Oli por allí iba a pasar inadvertida, porque ningún profesor apareció para despedirse de aquel estudiante de intercambio. Por eso, ya Oli iba a marcharse, pero los compañeros le dijeron: 
    – Oli, espera, queremos preguntarte algo.
    Oli se detuvo en la puerta. Félix se colocó al lado de Irene y hasta la golpeó suavemente con el codo en las costillas.
    – Oye, Oli –empezó a decir Irene con todos sus compañeros haciendo un semi círculo–, ¿y tú que eres, chico o chica?
    ¡Por fin había lanzado la pregunta!
    La reacción del Oli fue reírse. Sí, se rio con aquella pregunta que le pareció tan divertida. Después, dijo:
    – Con que era eso lo que os venía inquietando toda la semana, ¿verdad? Bueno pues ya que lo preguntáis, yo soy...
    CATAPLUMMMM
    Justo en ese momento se desmoronó un andamio de obras que había por fuera de la escuela. Su estruendo al caer había silenciado las últimas palabras de Oli.
    – Me lo he pasado muy bien aquí con vosotros –dijo antes de marcharse–, pero, para la próxima vez, preguntad al principio, no al final.
    Y Oli se fue, dejando a los chavales de 6ºB, una vez más, con la boca abierta.

Texto: Frantz Ferentz, 2015
Imagen: Valadouro
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lunes, 20 de abril de 2015

EL MISTERIO DE LA VACA FLOTANTE

A Felipe ya le dolían los ojos de tanto jugar con el móvil. Decidió entonces hacer una pausa en el chat que lo tenía totalmente absorto y levantó la vista. Enseguida dirigió su mirada hacia la ventana.

En circunstancias normales, al mirar por la ventana hacia afuera, vería el edificio de enfrente y, quizás, alguna gaviota que atravesase la calle volando y chillando. Si se asomaba un poco más, vería un pedazo de cielo azul (o gris, en caso de que estuviese cubierto de nubes).

Y eso era todo. Las vistas por la ventana de su habitación, sentado en la cama, no daban para más.

Pero aquel atardecer, ya casi de noche, Felipe no vio lo que se esperaba. No. Nunca se habría imaginado aquello. No es que un avión volase por encima de su calle, o que un autobús de ocho pisos pasase por debajo de su ventana. No, nada de eso. Lo que vio Felipe fue una vaca que flotaba en el aire, sujeta con globos. Sí, con globos normales, de esos que venden en los parques, que por lo general van hinchados con helio, un gas que hace que los globos vuelen.

El paso de la vaca por delante de la ventana fue breve, había una brisa que empujaba a la vaca y esta atravesó los aires, siguiendo la calle donde vivía Felipe.

Pero antes de que la vaca se perdiese de vista, el chaval aún tuvo tiempo de sacarle varias fotos con el móvil. Después, corrió al salón para contarle a su madre todo lo que acababa de ver.

Y la madre, como ya os habréis imaginado, no se creyó ni una palabra de lo que le dijo su hijo acerca de una vaca que volaba sujeta por varios globos. Los justificó todo hablando de la fantasía, la imaginación y los videojuegos que llenaban la cabeza al chaval de ideas irreales. 

Pero entonces Felipe se sacó el móvil del bolsillo y enseñó las fotos a su madre. Sin embargo, esta seguía sin creérselo. Era imposible que una vaca volase. Ella estaba segura de que se trataba de algún tipo de publicidad. O la vaca era de cartón, o era simplemente una cuestión de hologramas. 

Zanjada la discusión.

Lo mismo Felipe se habría olvidado de aquella anécdota de no ser porque un par de semanas más tarde, la vaca en cuestión volvió a pasar por delante de su ventana. Quién sabe cada cuánto tiempo pasaba por allí la vaca. Sin embargo, por entonces se dio cio cuenta de que la vaca pasaba de noche, por lo que no era visible desde el suelo, pero como iba tan cerca de la ventana, se podía ver a simple vista. La vaca, por otro lado, era un animal muy silencioso, no mugía ni nada, se notaba que estaba acostumbrada a volar.

De ese modo, el misterio inicial de ver una vaca volando se hizo aún mayor cuando se le ocurrió pensar en para dónde iba y de dónde venía aquella vaca. ¿Se dejaba simplemente llevar por las corrientes de aire? Si era así, resultaría peligrosísimo. ¿Tendría algún sistema de timón, como los zepelines?

Como ya era bastante tarde, Felipe tuvo que conformarse con sacarle más fotos. Y deseó enterarse de más cosas sobre aquel extraño animal. Sin embargo, no tardó mucho tiempo en pasar la vaca por delante de su ventana otra vez. Y entonces sí, entonces salió de puntillas para la calle intentando que no lo oyesen sus padres. Se precipitó escaleras abajo, porque pensó que sería más rápido que esperar al ascensor, once pisos. Al llegar a la calle, jadeaba, pero aún percibía una mancha oscura en lo alto que avanzaba lentamente.

El edificio donde vivía Felipe quedaba en las afueras de la ciudad. Por eso, no tardeó mucho hasta que, siguiendo su propia calle, alcanzó la autopista de circunvalación, que cruzó por debajo a través de un conducto para el drenaje del agua de lluvia, y alcanzó el otro lado, donde ya había prados, donde aún crecía la hierba porque el ladrillo no lo había invadido todo.

Felipe, ya casi sin aliento, prosiguió la marcha, aunque apenas divisase la mancha en el cielo. Por suerte, había luna llena, lo cual le permitía mantener el contacto visual con la vaca en el aire. La vaca parecía seguir por encima de un camino que se iba alejando de la ciudad, hasta que, de golpe, empezó a descender.

El chaval alcanzó a ver una quinta en un estado de conservación bastante deplorable. Había una vivienda miserable y algo que tal vez fuera un establo. A la puerta de la casa, a la luz de un candil y en una mecedora, un viejo canturreaba una canción desconocida para Felipe. Desde el interior también salía una luz suave.

— Buenas noches —saludó Felipe cuando ya estuvo junto al hombre.

Y el viejo, que estaba a lo suyo, alzó la vista, contempló al chaval y sonrió mostrando su boca vacía de dientes.

— Buenas noches. ¿Te has perdido, chaval?

— No, he venido siguiendo a la vaca voladora que ha aterrizado aquí hace unos minutos.

El viejo soltó una ligera carcajada. Después dijo:

— Ah, ¿entonces has seguido a Micaela.

— ¿Micaela? ¿Su vaca se llama Micaela?

— Sí. 

Después hubo un profundo silencio. Por suerte, hasta allí no llegaban ya los ruidos de la ciudad, aunque sí se viesen sus luces brillar en la distancia. De vez en cuando se oía alguna lechuza a lo lejos.

El viejo pareció adivinar lo que quería Felipe: información.

— Verás —empezó a decir—, la vaca lleva toda la vida viviendo conmigo. Es una vaca vieja, aunque no lo parezca. Solo nos tenemos el uno a la otra. Es como una hija para mí. Desde siempre, a Micaela le ha gustado recorrer el mundo, pero como yo ahora ya estoy mayor y no puedo caminar mucho, ni siquiera puedo conducir una camioneta, tuve que buscar un medio para que viaje ella sola…

— Ya entiendo —dijo Felipe—. Por eso se le ha ocurrido lo de los globos. Con ellos Micaela flota y puede ver mundo desde arriba, ¿verdad? Ha sido una idea estupenda la de los globos...

Ahí el anciano se quedó mirando al chaval y hasta puso un rostro serio:

— Me da la impresión, hijito, de que no te has enterado de nada.

Felipe se quedó de piedra.

— Verás —prosiguió el anciano—, Micaela es una vaca voladora. Ella no necesita los globos para volar. Los globos son solo para despistar.

— ¿Para despistar?

— Claro. Tú mismo te has creído que ella flota gracias a los globos. Fíjate bien, son globos normales, pequeños, y encima no están inflados con helio.

Ahí la cara de Felipe pareció desencajarse.

— Los globos —siguió explicando el anciano—, sirven para despistar. La vaca vuela solita, es una vaca voladora, como te acabo de decir. Pero si alguien la viera, pensaría que la vaca flota porque la sostienen los globos... De esa manera, Micaela puede pasear por los aires de la ciudad tranquilamente, sin que nadie la moleste, pero la tengo avisada de que non vuele demasiado alto, no vaya a toparse con un avión de pasajeros. Ahí sí que íbamos a tener un disgusto. 

Pero todavía se le ocurrió a Felipe una pregunta:

— ¿Y cómo hace para cambiar de dirección mientras vuela?

El viejo volvió a sonreír y dijo:

— ¿Cómo va a ser? Con el rabo. El rabo es su timón.

Claro, era lógico, pensó el chaval.

Felipe todavía se acercó hasta el establo para ver a aquella vaca increíble. Allí estaba Micaela comiendo heno toda tranquila del pesebre, sin que nadie la molestase... flotando a unos centímetros del suelo y moviendo el rabo para espantar las moscas, como hacen todas las vacas.

Unos minutos después, Felipe se volvía tranquilamente para casa, no sin antes prometer al viejo que guardaría el secreto de la vaca voladora y que hasta volvería de vez en cuando por allí para visitarlos.







Cuando Felipe regresó a su casa, se sumergió en el ordenador y empezó a buscar por la red información sobre vacas voladoras. Enseguida encontró información sobre una vaca voladora en Brasil. Aparecía su historia en un libro de una escritora brasileña llamada Eddy Lima, quien contaba la historia de la primera vaca voladora a causa de un brebaje mágico. El chaval se quedó pensando: ¿No sería Micaela descendiente de aquella vaca brasileña? Y otra pregunta más difícil de responder: ¿Cómo reaccionaría la población en el caso de que a alguien le cayese una boñiga de vaca en la cabeza desde el cielo?

Pero esas son cuestiones que aquí y ahora no podemos responder.


© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Valadouro

sábado, 11 de abril de 2015

UN MONSTRUO LLAMADO MOSTRENCO

Muchas de las historias que hablan de monstruos s inician en un armario. Esta también. Tal vez sea así porque a los monstruos les gusta refugiarse en los armarios, al acecho, para cuando llega el momento apropiado, saltar hacia el cuarto y meter miedo a los niños. 

Esta historia también empieza así, con un monstruo que solía vivir en un armario ropero, donde tenía que aguantar a las polillas. Seguramente, eso era lo peor para él, porque aquellas mariposas comedoras de tejidos lo consideraban un viejo abrigo de lana y no hacían más que intentar comérselo. El pobre monstruo sufría lo que nadie se podía imaginar. No le respetaban ni los cuernos, que, por lo visto, tenían gustillo a caramelo que resultaba una tentación.

Sin embargo, lo peor no era la tortura de las polillas, no. Lo peor era lo que le sucedía cada noche cuando saltaba fuera del ropero e intentaba dar miedo al chaval que le había tocado entonces. Aquello sí que era una pesadilla para cualquier monstruo, aunque estuviera despierto.

Lo que le pasaba al pobre monstruo era que, en cuanto el chaval o chavala abría los ojos, en vez de chillar de terror, se echaba a reír a carcajadas. Sí, se reía a carcajadas y sin parar durante minutos. El monstruo intentaba entonces rugir como haría cualquiera de su especie, mas a ciencia cierta sus gruñidos sonaban como ataques de hipo, y encima, intentaba explicar que él no estaba allí para dar risa, sino para dar miedo. Y era entonces cuando en medio de aquellas explicaciones, el chaval o la chavala en cuya casa estaba el monstruo sentía que le explotaban los pulmones del riso, tanto que algunos hasta decían:

— Basta, no más chistes o reviento de la risa.

— ¿Chistes? — se preguntaba sorprendido el monstruo —. ¿Quién está aquí contando chistes?

Luego, el monstruo sentía que los cuernos se le caían y se le cambiaba la expresión de furia por otra de tristeza, pero eso generalmente los humanos no lo apreciaban a causa de tanta pelambre que cubría al monstruo y que hacía que sus ojos quedasen casi ocultos.

Y así las cosas, no le quedaba más remedio que salir del cuarto, oyendo aún resonar las risas del chaval o la chavala.

Lógicamente, tanto fracaso había llegado a oídos de los otros monstruos, que comenzaron a decir de él que no era un monstruo, que era un mostrenco. Y a partir de ahí, ya todos olvidaron su verdadero nombre y fue conocido por los de su especie como Mostrenco.

La vida de mostrenco se hizo un infierno. Todos se reían de él. ¿Cómo iba a dar miedo? Si él era un monstruo, tenía que saber aterrorizar a los humanos y ser respetado por sus congéneres. ¿Dónde se había visto cosa igual?

Poco a poco fue dejando de hacer lo que los monstruos hacen, es decir, saltar fuera de los armarios o salir de debajo de la cama para asustar. ¿Para qué? — se preguntaba aquel desgraciado monstruo. Pero no encontraba respuesta.

Fue así como decidió alejarse de sus congéneres en el mundo subterráneo e ir por el mundo adelante, siempre de noche, no para evitar asustar la gente — que bien sabía él que no lo conseguiría —, sino para evitar que se rieran de él en cuanto lo vieran aparecer.

Durante el día descansaba entre los matorrales, en algún caseto o en cualquier lugar a la sombra (muchos monstruos son fotofóbicos, es decir, no aguantan la luz solar), pero de noche seguía su caminata sin destino, todo triste.

No se sabe cuánto tiempo transcurrió. Quizá semanas, quizá meses. El pobre Mostrenco estaba tan flaco que daba pena verlo, tanto que sus tres ojos llegaron prácticamente a tocar en su cabeza, hasta casi parecer un gran ojo triple.

Es posible que aquella triste situación hubiera durado aún varios meses, pero un cierto día, todo cambió. Y sucedió de la manera más extraña que uno pueda imaginarse.

Mostrenco llegó a una ciudad inmensa, una capital, con millones de habitantes. En lugares así, vive gente de toda clase, gente que viste de la manera más extraña que uno pueda imaginarse. Por eso, no era de extrañar que nadie reparara en Mostrenco, que podía pasear por la calle sin llamar demasiado la atención. La mayoría de la gente pensaba que iba vestido de vikingo — por lo de los cuernos en cabeza — y con una pelliza de guerrero nórdico, a pesar del calor.

Y caminando, caminando, caminando sin rumbo, llegó hasta un local lleno de luces, donde la gente se acumulaba en la puerta. Mostrenco, gracias a la multitud, consiguió colarse sin que le pidieran la entrada.

Allí dentro había muchas salas, algunas para bailar, otras para ver espectáculos de teatro, otra para discoteca y otra... otra con un escenario donde salía gente de vez en cuando a contar chistes. Aquella sala estaba precisamente abarrotada. No cabía ni una aguja. Cada persona que subía al escenario contaba varios chistes y el público aplaudía y se reía con mayor o menor fuerza segundo fuera de convincente la persona en cuestión.

Por un instante, Mostrenco pensó que allí había más gente congregada de la que había visto en toda su vida. Se le ocurrió que, si por casualidad, conseguía asustarlos, se ganaría el respeto a todos sus congéneres monstruos y que hasta pasaría a las crónicas monstruosas por haber aparecido en medio de un escenario y haber hecho correr a docenas de humanos causando una desbandada.

Desde una esquina oscura, analizó el local. Bien luego en su mente se formó un plano de ataque. Para eso, se movió siempre apegado a la pared y sin llamar la atención se coló entre bambalinas. Cuando comprobó que no había nadie en él, el monstruo apartó las enormes cortinas y se plantó en medio del escenario, bajo la luz de los focos, como una aparición, ante la sorpresa de todo el público que no se esperaba algo así.

— ¡Buuuuh! — chilló de repente.

La primera reacción de muchas personas fue, justo, de susto. Se oyeron algunos chillidos en la sala. El corazón de Mostrenco se aceleró. Pensó que, finalmente, iba a salirse con la suya, iba a asustar a los humanos y en masa. Repitió, pues, el gruñido:

— ¡Buuuuh!

Pero ya allí no hubo más reacciones de pánico. Ahí ya comenzaron las risas. Primero tímidas, después más fuertes, a causa del timbre con que había sido proferido aquel chillido. 

Que desgracia para el pobre monstruo. ¿Pero es que los humanos no sabían distinguir entre lo que mete miedo y lo que hace reír? ¿Es que tenía que explicárselo él? Y así, todo serio, se puso a ilustrar al público sobre cuál era la diferencia entre reír y gritar de miedo. Para ello, usó toda la mímica que fue capaz de improvisar. Además, incluía explicaciones que, con su voz, sonaban como si hablara una flauta.

El público se caía por el suelo de la risa. A casi toda la gente se le saltaban las lágrimas al oír y ver el espectáculo de Mostrenco en el escenario. Al final, el monstruo, al ver que cuantos más esfuerzos hacía, más se reía la gente, se detuvo. Se quedó inmóvil allí encima contemplando al personal.

En cuanto Mostrenco se hubo callado, el público comenzó a aplaudir con tanta fuerza que parecía que el edificio entero se iba a hundir. Vinieron personas de las otras salas para ver lo que pasaba. Unos periodistas empezaron a sacar fotos del monstruo haciendo saltar sus flashes, mientras la criatura peluda y de tres ojos contemplaba todo aquello sin comprender nada.

Entonces un señor vestido con una pajarita se subió al escenario y entregó a Mostrenco un cheque por una barbaridad de euros y le dijo:

— Acaba de ganar el concurso nacional de chistes. Todo el público por unanimidad considera que su actuación ha sido la mejor, un chiste que no se entiende, acompañado de mímica. Una actuación inolvidable.

Y el público siguió aplaudiendo... Mostrenco siguió en silencio, intentando entender lo que pasaba.

Dos meses después de aquella actuación, a Mostrenco le concedieron un programa de humor en la televisión, todito para él. Se llama, Mostrenco intenta explicar. El monstruo por fin entendió que, si no tenía talento para asustar, sí lo tenía para hacer reír.

Así que decidió cambiar de profesión.

Ahora es un monstruo cómico y le va francamente bien.

Pero la gente aun no se ha enterado de que es un monstruo, creen que es un disfraz que lleva siempre puesto, pero tal vez nunca se enteren de lo que es. Y tal vez sea mejor así.




© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Sónia Borges

jueves, 9 de abril de 2015

PAPÁ PIERNAS LARGAS


Un día, cuando Selena estaba enferma en casa, se acordó de su padre. Después del divorcio con su madre, dejó de verlo habitualmente. Primero solo iba a visitarlo los fines de semana, dos de cada cuatro. Sin embargo, enseguida la chavala decidió que se aburría y dejó de ir a visitar a su padre. Solo lo veía una vez cada dos o tres meses. 

Después, un día, dejó el país y se fue vivir a Irlanda, porque necesitaba trabajar y en su país no había trabajo. De tarde en tarde, recibía un mensaje electrónico de su padre, donde él le preguntaba por su vida y ella le respondía y contaba con pereza lo que hacía, pero no siempre le respondía. 

Sin embargo, aquel día ella se acordó de su infancia, cuando estaba enferma y se quedaba en la cama sin ir al colegio. Aquellos días, el padre aparecía por su cuarto con una tarta muy especial. Traía un dulce hecho de una sustancia especial. Su padre le decía que era tarta de nubes. 

A Selena le encantaba comerse aquella tarta que, en efecto, parecía hecha de nubes, que se deshacía en la boca, tan dulce. Y ella siempre le preguntaba su padre: 

— ¿Cómo es que consigues hacer una tarta de nubes? 

— Porque soy capaz de recoger trocitos de nubes, batirlos como si fueran huevos y preparar con ellos tarta de nubes. 

— Pero tú no puedes volar. ¿Cómo llegas hasta las nubes? — preguntaba siempre Selena. 

— Porque mis piernas se estiran — explicaba siempre el padre —, se estiran y se estiran, hasta que crezco tanto que consigo rozar las nubes con la cabeza. Y cuando llego allí, atrapo un trocito de nube, solo un trocito, y lo traigo para ti. 

Selena sabía que el padre no tenía piernas reales, aunque no supiera que las había perdido a causa de una mina que le tenía explotado de joven, antes de nacer ella, en alguna remota zona de guerra. Y aquellas piernas, en efecto, se estiraban un poco. 

Y así, Selena, de niña, se imaginaba a su padre haciendo estirar sin límites aquellas piernas y después se imaginaba como él preparaba la tarta en la cocina — y hasta recordaba haber oído cómo batía la cuchara en el plato. 

Aquellos recuerdos de infancia volvían a su mente aquellos días, cuando estaba de nuevo sola, pero ahora tan lejos de casa. Y deseó con todas sus fuerzas que su padre le trajera una de aquellas tartas, como cuando era niña. 

Decidió que le enviaría un mensaje. Cogió en el móvil y escribió: 

«Hola, papá. ¿Qué tal todo? Hoy estoy enferma». 

No quiso escribir más nada. No quería parecer una niña pequeña que se quejaba por estar enferma. Ella ya tenía veintidós años y era independiente. Por eso, no podía esperarse que, al día siguiente, alguien hiciera sonar el timbre de su casa. 

— ¿Quién es? — preguntó Selena con poca voz. 

— Soy yo — sonó la voz de su padre. 

Qué sorpresa. Pero no solo eso, el padre apareció con una tarta en las manos. 

— ¿Tarta de nubes? —preguntó Selena sin dar crédito. 

— Tarta de nubes. 

— No me lo puedo creer. ¿Y algún día me vas a decir cómo es que preparas esta tarta? ¿Cuál es el ingrediente secreto que hace que parezca aún hecha de nubes? 

El padre no respondió y solo le dio un beso a su hija en la frente; ella sintió que seguía necesitando algún beso del padre tras tantos años. 

Y de repente, Selena se dio cuenta que la presencia del padre en Irlanda era inexplicable. 

— Papá, estos días hay huelga de controladores aéreos y todos los vuelos fueron cancelados. ¿Cómo es que has conseguido llegar?

— Tal vez de la misma manera que atrapaba nubes para ti — explicó él —, pero eso tiene que ser un secreto.

Y ella estuvo de acuerdo. Era mejor así, sin que ella supiese cómo su padre había llegado hasta ella, ni siquiera si había alcanzado las nubes para conseguirle el ingrediente principal de aquella tarta cuya receta solo el padre conocía.



© Texto: Xavier Frías Conde
© Deseño: Elisabete Ferreira

miércoles, 8 de abril de 2015

JIMENO EL 'EXTRAÑOCO'

Jimeno no tenía muchos amigos en el colegio. De hecho, no tenía ninguno. Por eso, solía alejarse a un rincón y quedarse allí solo, mirando a todo, sin decir una palabra. Siempre que había un momento de pausa, él se alejaba y contemplaba a sus compañeros correr, hablar o pelearse, pero nunca participaba de sus actividades, nunca. 

Y los compañeros, como era de esperar, se referían a él como el extrañoco, haciendo una mezcla de palabras, porque daban por hecho que, si era extraño, también era loco. Pero nadie hablaba con él, lo dejaban tranquilo, solo, en un rincón, acompañado por sus pensamientos… y sus libros. 

Jimeno siempre tenía algún libro entre las manos. Los llevaba siempre consigo, en su mochila. Había libros de todo tipo, grandes, pequeños, arrugados, lisos, coloridos, en blanco y negro, nuevos, viejos y… hasta comestibles, sí, porque alguno de los libros debía ser comestible, a la vista de los mordiscos que tenía por las esquinas, pero tal vez fuese cosa de los ratones, quién sabe. 

Desde sus primeros tiempos en el colegio, a Jimeno lo habían considerado un bicho raro, ya desde que solo tenía seis años. Pero los compañeros empezaron, además, a tomarlo por loco, cuando con diez años la profesora le preguntó: 

— A ver, Jimeno. ¿Qué quieres hacer de mayor? Y él, sin dudar, dijo: 

— Quiero tocar una nube. 

Aquellas palabras no hicieron más que causar las carcajadas de sus compañeros de clase, porque nadie, a aquellas edades, podía entender lo que Jimeno quería. Por eso, alguno de los compañeros gritó entonces: 

— ¡Jimeno está loco! 

— ¡No solo es extraño, encima está loco! —añadió otro. 

Y de ahí pasaron al extrañoco con el que era conocido entre sus compañeros de clase. 

Jimeno, por su parte, parecía aceptar aquella situación con resignación. Estaba acostumbrado a no tener relaciones con nadie y se pasaba el tiempo solo, en casa y en el colegio. 

Hasta aquel día… 


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Aquel día sucedió algo inesperado. Aquel día empezó a llover como nunca había llovido por allí. Aquella era una tierra más bien seca, por lo que tanta lluvia no iba sino a causar serios problemas. Enseguida, el agua empezó a inundar todo, las calles eran ríos. Solo Jimeno fue al colegio, que seguía abierto por algún motivo inexplicable, ya que la gente, o se había quedado en casa o se había marchado de allí. 

Pero lo cierto es que no fue el único que apareció por el colegio aquel día. 

También apareció por allí Susana. Llegó toda empapada, porque con aquel triste paraguas no podía protegerse apenas de la lluvia. Por eso, cuando vio que en el colegio estaba Jimeno —además del conserje, que había abierto el centro, como cada día, aunque cayese un rayo—, se quedó de piedra, pero sus padres eran gente seria que creían que solo se podía faltar a clase cuando se está enfermo o el colegio se ha derrumbado; si no, no hay excusa que valga para no ir. 

— Hola —saludó ella. 

— Hola —respondió él. 

— Está cayendo un diluvio, ¿verdad? 

— Pues sí. 

Aquellas eran las primeras palabras que la chavala le dirigía al chaval en seis años que hacía que estudiaban juntos en el colegio. Luego, se quedaron juntos contemplando cómo el agua caía y caía sin pausa, en gotas menudas, haciendo que el suelo dejase de estar visible. 


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— ¿Y cómo saldremos de aquí? —preguntó Susana cuando llegó la hora de la salida—. Mis padres no pueden coger el coche y venir a recogerme. 

A Jimeno eso le daba igual, porque a él nunca venían a recogerlo en coche y siempre se volvía a casa a pie. 

El colegio estaba fuera del pueblo, en una colina donde, además, había un pequeño aeródromo por detrás. Lo más probable es que la carretera que llegaba hasta el colegio estuviese cortada a causa de la lluvia. 

— ¡Yo no me quiero morir aquí de hambre! — exclamó Susana, cuyos ojos se llenaron de lágrimas. 

Jimeno no sabía cómo consolarla. Los libros que leía a veces trataban de eso, pero no tenía muchas habilidades sociales, más bien, no tenía ninguna. 

Por otro lado, no había ni rastro del conserje. Aquel sí que era un tipo extraño, que acudía a su puesto de trabajo en una vieja moto con sidecar, pero, cuando los chavales quisieron darse cuenta, su moto, que solía dejarla aparcada por detrás, ya no estaba. Dependían de sí mismos. 

— ¿Me das un abrazo? —pidió de repente Susana. 

¿Un abrazo? ¿Y cómo se hace eso? Cáspita, por qué no había leído salgo sobre abrazos en sus libros, se preguntaba entonces Jimeno. Pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, ella lo abrazó a él, espontáneamente. Entonces se le ocurrió rodearla con sus brazos, como ella hacía con él. Era una sensación fantástica, nunca lo habían abrazado ni él había abrazado a nadie. En su casa solo abrazaban al gato, porque a los padres los padres no les parecía importante enseñar a su hijo lo que era un abrazo, pero entonces estaba sintiendo cosas extraordinarias, inimaginables. 

Aún tuvieron que pasar la noche echados en los sofás de la sala de profesores. 

¿Quién iba a decirles nada en aquellas circunstancias? Ninguno de ellos pudo apenas dormir, tenían miedo. Cuando amaneció, se asomaron a las ventanas más altas del colegio y comprobaron con horror que del pueblo solo se veían los tejados. El agua seguía ascendiendo y ya era solo cuestión de horas que llegase a las puertas del colegio. 

— Tenemos que huir de aquí —dijo o Ximeno. 

— ¿Y cómo? 

— En una de las avionetas del aeródromo que hay ahí detrás. 

— Pues yo no sé pilotar. ¿Y tú? 

Lo cierto es que Jimeno le tenía terror hasta a las motos, pero la situación ya resultaba inquietante. 

— Tampoco, pero o salimos de aquí por los aires, o tal vez acabemos ahogados. Eso era cierto. 

— En uno de mis libros —dijo Jimeno—, se explica cómo se manejan los biplanos. 

— ¿Los qué? 

— Los biplanos, que son esos aviones viejos con alas por encima y por debajo, los que usaban en la Primera Guerra Mundial, con hélice. 

A Susana todo eso le sonaba a chino. 

— E hay de esos ahí detrás? —preguntó ella. 

— Sí. Y aquí tengo un libro sobre biplanos. 


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Media hora después, empapados como nunca, los dos chavales entraban en el viejo hangar del aeródromo. 

— Tú pilotarás y yo iré detrás leyendo el manual sobre cómo pilotar este aparato — dijo Jimeno en cuanto estuvieron en la avioneta. 

— ¿Quieres que pilote yo? 

— Pues sí. Sé que lo harás bien. Tenemos que trabajar en equipo. 

Susana se quedó sorprendida. Sabía muy bien que con la mayoría de sus compañeros de clase, en el caso de que hubiese coincidido con alguno de ellos en aquella situación, querrían pilotar ellos y que le dirían algo así como: “las chicas, mejor de copilotos”. Pero con Jimeno era diferente, él era diferente. 

— Vale —aceptó ella. 

Siguiendo las instrucciones de aquel manual de aviones biplanos, no fue difícil arrancar el motor. No era un motor de hacía ochenta años, sino un modelo moderno que imitaba a los antiguos, por eso bastó con tirar de una palanca y enseguida el motor se puso a rugir. Y menos mal que tenía combustible. 

Diez minutos más tarde, con Susana de piloto y Jimeno dando instrucciones detrás, el avión alzaba el vuelo haciendo rugir el motor. 


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La avioneta despegó. Susana demostró que llevaba en la sangre el espíritu aventurero de su abuela Matilda, que había sido capa de pilotar un avión muchos años atrás, por los aires de África haciendo de cartera. Todos en la familia estaban hartos de aquella historia, pero su nieta estaba repitiendo la hazaña. ¡Ay, si su abuela la viese entonces! 

Y así fue como, ascendiendo, consiguieron alcanzar la zona que quedaba por encima de las nubes. 

El sol lucía espléndido.

— Susana, quiero hacer algo.

— ¿El qué?

— Quiero recoger un poco de nube ahora.

— ¿Pero tú estás loco?

— Sí, ¿o no es eso lo que decís todo en el colegio, que soy el extrañoco?

Susana no sabía qué decir, pero, mientras tanto, Jimeno se había colocado un arnés que estaba a sus pies y se lo había atado con cuerdas. Después sacó el frasquito de la mochila. Siempre llevaba aquel frasquito por si alguna vez tenía que usarlo por si acaso llegaba el momento de hacer su sueño realidad: meter un harapo de nube dentro.

Susana le gritaba que volviera al sitio, pero él no le hacía caso. Avanzaba por el ala izquierda a cuatro patas, como un bebé. Susana intentó no agitar la avioneta, mantenerla firme y con las alas totalmente horizontales para que Jimeno no se precipitase al vacío.

Cuando el chaval llegó al final del ala, se dio cuenta de que aún no alcanzaba las nubes de debajo.

— ¡Me fío de ti! — le gritó a Susana y se dejó caer, solo sujeto con las cuerdas,

Y así sí, así rozó las nubes. Pasó el frasco por encima con la mano derecha y con la izquierda colocó la tapa al frasco. Luego se lo metió por debajo del arnés. Y sin más, trepó por las cuerdas, volvió al ala y regresó, de nuevo como un bebé a cuatro patas, hasta su puesto en la avioneta.

Y en cuanto estuvo sentado, las nubes empezaron a despejarse. El diluvio había acabado.

El sol ya volvía a besar la tierra.

Jimeno, desde atrás, abrazó a Susana y le murmuró al oído:

— Gracias.

Y entonces sí, entonces ya Susana dejó que el biplano girase y descendiese a tierra.


© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Elisabete Ferreira