jueves, 5 de septiembre de 2024

EL GALLINAZO GLOTÓN

 




¿Sabes qué es un gallinazo? Es el nombre que usan en Ecuador para llamar a un ave parecida a un cóndor andino, aunque más chica. Tiene más nombres, como zopilote en México, urubú en Brasil o zamuro en Venezuela.

Esta historia se desarrolla en Brasil, en Foz de Iguazú, al lado de las Cataratas del Iguazú.

De todos modos, este gallinazo tenía nombre. Se llamaba Cido, por "aparecido de repente", ya que él apareció en un contenedor de basura cuando era solo un polluelo. Habría muerto allí solo si no lo hubiese recogido Carlita, una mujer de gran corazón, que lo cuidó y cuidó como si fuera su propio hijo.

Lo acostumbró a comer cosas humanas, con muchos dulces, porque era muy golosa, de modo que Cido también se volvió muy goloso. Le encantaban las tartas de nata, las tartas de crema y las tartas de chocolate o vainilla.

Por suerte para él, los gallinazos no desarrollan colesterol, pero lo cierto es que estaba más gordo que cualquiera de su especie. Era todo un espectáculo verlo comer dulces. Lanzaba las pequeñas bolas de masa redondas al aire y se las tragaba.

La vida de Cido podría haber sido fantástica, mejor que la de cualquier otro gallinazo, dado que viviría toda su vida con Carlita, y ya no sabía ser un gallinazo salvaje que se alimenta de basura o de carroña.

Casi da casi envidia pensar que la vida de un gallinazo, o de cualquier animal de compañía, pueda transcurrir así, casi...

Pero a veces las cosas resultan más complicadas, también para una mascota. Y Cido fue víctima de la desgracia. Todo empezó a causa de un accidente de tráfico, cuando Carlita sufrió varias fracturas y la llevaron al hospital, y además perdió la memoria, por lo que no recordaba a Cido.

Mientras estaba en la cama, con la pierna enyesada, no paraba de repetirse:

— Sé que me estoy olvidando de algo... o de alguien, pero ni siquiera sé quién soy.

Precisamente, en esos momentos su memoria estaba en blanco. Los médicos dijeron que probablemente se recuperaría, pero que llevaría tiempo y que, mientras tanto, tendría que beber muchos líquidos y relajarse. Sin embargo, en su subconsciente, la imagen de Cido luchaba por salir, pero no podía atravesar el muro del olvido.

Y el gallinazo ¿qué hacía? Bueno, simplemente, se moría de hambre. Aunque era un bicho muy listo (había conseguido abrir la nevera y comerse lo que había allí, primero lo dulce y luego lo salado), llegó el momento en que se acabó toda la comida de la casa.

¡Qué hambre tenía el pobre! ¿Y dónde estaba Carlita? ¿Por qué no venía a cuidarlo? ¿Lo habría olvidado? ¿Lo abandonaría? Sin embargo, lo que más atormentaba al gallinazo era el hambre. Tenía que comer y listo.

Agitó sus alas y despegó. Afortunadamente en el apartamento había una ventana abierta, que Carlita solía dejar así para que Cido volara al parque de enfrente, pero el gallinazo estaba acostumbrado a hacer vuelos muy cortos, porque no tenía que buscar comida y, por tanto, no necesitaba recorrer distancias; por otro lado, pesaba más que un gallinazo normal, tenía algo de sobrepeso. Por eso, inmediatamente se cansó de volar. Qué vergüenza Pero en aquel momento no había otra hipótesis que buscar comida. Saltó por la ventana y tomó un corto vuelo hasta el primer árbol del parque. Aterrizó allí.

— A ver —debió pensar el pájaro— tiene que haber algo por aquí que pueda comer.

Miró a su alrededor y descubrió que un niño estaba comiendo un pastel. Toda su boca estaba cubierta de crema. Era un pastel enorme cuyo olor le llegaba incluso al gallinazo, quien no se lo pensó dos veces y se arrojó sobre el chico desde detrás, le echó una garra y se llevó el pastel.

¡ZAS! Fue una operación limpia. El chico se quedó congelado unos segundos hasta que comenzó a protestar, no se esperaba ese ataque desde el aire.

— ¡Eeeehhhh! —gritó, pero Cido ya se alejaba, pero no tanto como lo haría un gallinazo corriente, apenas consiguió posarse a unos metros del suelo, donde con ansiedad se comió el pastelito, pero no quedó satisfecho, ni remotamente, porque su hambre, tal vez, era aún mayor.

Miró alrededor del parque, pero no vio nada. Sin embargo, en la calle detrás de él divisó una pastelería, donde la gente bebía cosas en la terraza, a veces acompañadas de un café o un zumo.

Oteó entre las mesas hasta que descubrió aquella cuña de tarta de moras con queso y mermelada. Se abalanzó sobre ella. Estaba siendo consumido. Se la estaba zampando una señora corpulenta que cada vez que se llevaba una cucharada a la boca dejaba escapar un pequeño suspiro de placer, pues era la persona más golosa de toda la ciudad. Pero la señora sí vio venir a Cido y hasta adivinó sus intenciones. Por eso, cuando el pájaro, al límite de sus energías, esforzalargó sus patas para atrapar el pastel, la señora se las agarró e hizo un movimiento brusco hacia un lado, de modo que las garras del pobre gallinazo ni siquiera tocaron la superficie del pastel. Ay, aquel pastel, que dulce se veía. Además, la señora soltó un grito que parecía más propio de un animal que de una persona:

— ¡¡Iiiiiiirgh!!

Le estaba haciendo entender que no podía acercarse más, de lo contrario ella misma le cortaría las patas, porque la buena señora estaba muy enojada, hasta sus uñas parecían cuchillos.

Apesar de ese fiasco, Cido entendió que debía continuar la búsqueda de alimento. Rapiñar en la ciudad no era fácil y, además, pronto se cansó de volar, o al menos de realizar ataques aéreos, que era algo más propio de las águilas que de los gallinazos.

Algo había surgido dentro de él para hacerle saber que era un pájaro que se alimentaba de carroña o de basura. Vio algunos gallinazos volando alto. Tenían que saber dónde había comida.

En un último intento, Cido alzó el vuelo del suelo y subió, subió y subió hasta quedar por encima del árboles del parque y de los edificios principales. Los otros gallinazos iban demasiado rápido para él, pero logró ver hacia dónde se dirigían. Era un basurero fuera de la ciudad.

Tardó tres veces más en llegar que cualquier gallinazo, porque tuvo que hacer paradas por el camino. Jadeaba como un humano, no podía con su alma, pero llegó.

Aquel basurero era un restaurante de autoservicio para gallinazos, gaviotas y otros bichos que acudían allí a comer gratis y sin esfuerzo.

Cido buscó y rápidamente notó que los mejores lugares ya estaban ocupados por enormes gallinazos. Cuando llegó, el resto de la colonia de aves lo miraba con una mezcla de interés y curiosidad. Era un extraño, de eso no había duda. No se veían pájaros tan gordos por allí. De todos modos, Cido se moría de hambre, por lo que no prestó atención a los ojos de los otros pájaros, aunque ellos seguían observándolo.

Con el pico rebuscó en el suelo de tierra y buscó algo que llevarse a la boca. Allí no encontraría pasteles ni nada por el estilo, pero ¿qué había?

Se topó con gusano grande, bueno, más bien era una oruga llena de líquidos. Allí estaba hurgando en el suelo, intentando regresar a lo más profundo de la basura. Sin embargo, el instinto empujó al pájaro a capturarla. Y la capturó. Y se la tragó. Y la vomitó. ¡¡Qué asco!!

El episodio fue visto por varios pájaros, quienes a su manera soltaron una carcajada (no me pregunten cómo se ríen los pájaros, solo sé que se ríen, pero los humanos ni siquiera nos damos cuenta).

No iba a rendirse. Poco a poco encontró una pata de pollo. Tenía buen aspecto. También se la tragó de un solo golpe... pero no se dio cuenta de que era de plástico hasta que fue demasiado tarde. Y no podía escupirla, ya estaba en su estómago.

¡Qué horror! ¿Realmente era tan complicada la vida de un gallinazo salvaje? ¿Por qué tenía que pasar por eso?

Pero lo peor fueron las risas del resto de pájaros. ¿Cómo podían ser tan crueles? Sin embargo, Cido era muy orgulloso, no se iba a rendir fácilmente, no señor.

Aún así intentó por tercera vez capturar algo. Volvió a remover el pico en el suelo y ¡bingo! Se encontro un ratón muerto. Apestaba, pero tenía tanta hambre que no lo dudó, se lo comió. Por un instante sintió náuseas, pero no vomitó. Se quedó dentro de él.

Y así transcurrieron tres semanas.

Mientras, en el hospital, Carlita recuperó repentinamente la memoria. Fue gracias a un joven gallinazo que se posó en el alféizar de la ventana del hospital. Siseó desde allí.

— ¡Cido! —gritó de pronto la mujer.

Todos sus recuerdos volvieron a su cabeza. Se acordó de su amado gallinazo. ¿Qué habría sido de él? No sabía cómo conseguir comida. ¿Se habría muerto de hambre?

Sin pensarlo dos veces, se levantó, se vistió lo mejor que pudo, ajustándose con gran esfuerzo el yeso de su pierna a través de los pantalones, agarró un par de muletas a los pies de la cama y salió de la habitación.

— ¿Adónde cree que va? —preguntó la enfermera en el pasillo desde donde la vio salir.

— Voy a buscar a mi Cido —dijo con determinación ~de modo que ninguna fuerza humana podía detenerla.

Lo primero que hizo fue tomar un taxi fuera del hospital. Regresó a su casa, pero, como era de esperar, el gallinazo no estaba. No estaba allí cuando ella llegó, pero mientras la mujer estaba sentada frente a la mesa con unas galletas para dibujar un plan de búsqueda del gallinazo, escuchó un batir de manijas aleteo en la ventana abierta.

Allí aterrizó un gallinazo. Al principio pensó que era Cido, pero rápidamente vio que no era él, era un gallinazo. normal, es decir, flaco, con las plumas cubiertas de polvo y tierra, como ocurre con los gallinazos salvajes; el suyo siempre tenía plumas brillantes y era el doble de gordo.

Lástima, una lágrima resbaló por la mejilla de la mujer, pero tenía que concentrarse en un plan para buscar a su Cido por la ciudad. Llegaría al lado argentino si fuera necesario, si es que hubiese volado hacia el país del otro lado del río Iguazú.

Pero el gallinazo posado en la ventana soltó varios chillidos. Fue inútil. Al ver que la mujer estaba estudiando un mapa sobre la mesa y sin darse cuenta fijarse en el gallinazo, el pájaro saltó al suelo y caminó hacia ella. Y sin pedir permiso —cómo lo iba a hacer, si era un pájaro y no hablaba— empezó a devorar las galletas una a una.

Carlita notó ese detalle, pero antes de que pudiera reaccionar, el gallinazo se dirigió al refrigerador y lo abrió.

Solo un gallinazo podría hacer eso.

—¡Cidoooo! — gritó la mujer y corrió dando saltos coja, hacia él.

Lo abrazó, lo besó, le acarició el lomo.

— ¡Mírate! ¿Has sufrido mucho? ¿Eh?

— Iiiirgh - chilló el gallinazo, que se traduce como: "Ni te imaginas"

Qué lejos estaba Carlita de saber que durante esas tres semanas su Cido había aprendido a vivir como un auténtico gallinazo salvaje, que había aprendido a buscar comida, que había comido sano ("sano" para un gallinazo), que había perdido el peso extra (y eso que era mucho), que se había hecho respetar por las demás aves... Finalmente se había vuelto un auténtico gallinazo, pero a veces volvía a su casa porque echaba de menos a Carlita, que era como su madre.

— Voy a comprar una tarta triple con fresas, nata, moras, queso, vainilla, chocolate, almendras, maní y pistachos, todo junto.

Pero Cido, que entendía el lenguaje humano aunque no pudiera responder, no estaba de acuerdo. Unas galletas, sí, pero comer tantas golosinas como antes, no. Y tenía que explicárselo a su madre humana.

Así, mientras Carlita iba a la pastelería con muletas, Cido salió volando por la ventana. Esperó encaramado en una rama cercana hasta que la mujer salió con la tarta, la mayor que habían preparado en la ciudad.

Y de repente, ¡BLUUUM!

El pastel terminó en el suelo. El propio Cido le había empujado con sus garras el pastel al suelo.

— Pero ¿qué has hecho? —preguntó Carlita sin dar crédito a lo que había hecho su querido Cido—. ¿Te has vuelto loco?

Carlita había atribuido ese extraño comportamiento a las tres semanas que Cido había pasado entre sus congéneres, que debieron llevarle a un sufrimiento extremo.

Sin embargo, poco a poco empezó a comprender que Cido solo iba a comer cosas de gallinazo. Todos los días acudía al basurero a buscar su comida.

¿Y los dulces?

Los dulces los moderó y mucho, solo comía unas cuantas galletas de vez en cuando, pero renunció a las tartas y la bollería.

A Carlita le costó entender que su gallinazo la quería como siempre y quería vivir con ella, pero que esa dieta rica en azúcares estaba acabando con su salud. Al final entendió, qué remedio.

Lo único que no entendía era que el gallinazo pretendía decirle cada vez que le siseaba:

— Yababí, yababí, yababí.

Pero para entender eso se necesitaría un traductor gallinazo-humano:

— Vente a comer conmigo al basurero, allí hay unos gusanos deliciosos.

© Frantz Ferentz, 2024


domingo, 1 de septiembre de 2024

UN RATÓN GIGANTE EN LAS CALLES DE CASCABEL (PARANÁ)

 

Todo empezó de una manera inesperada. Fue cuando Viticulta, una mujer a la que le encantaba cotillear por la ventana, pero sin ser vista, observaba la calle.

En ese momento, estaba pasando las vacaciones en casa de su cuñada y su hermano, en la localidad de Cascabel. Era una ciudad muy conocida porque sus vecinos se jactaban de ser los más precisos en todo lo que hacían o decían, odiaban las vaguedades y las inexactitudes. De hecho, cuando alguien nuevo iba a vivir allí, se le hacía una prueba de civismo.

Y Viticulta, como solo estaba de vacaciones (pasaría como máximo una semana, si no también tendrían que hacer un examen), lo odiaba. No podía asomarse por detrás de la ventana como lo hacía en su propia casa, porque allí no pasaba absolutamente nada, todo era aburrido, aburrido... Además, la razón por la que se había quedado en casa de su cuñada y su hermano era porque ellos le habían pedido que cuidase a su sobrino, que resultó ser un angelito de pocos meses que dormía y dormía sin parar.

Y Viticulta volvió a mirar por la ventana. Solo por costumbre, estaba tan habituada a ver las cosas desde su propia ventana. Pero allí la gente no metía las narices en la vida de los demás. ¡Qué vaina! Además, la propiedad donde vivía la familia Viticulta era un tercer piso, sin otras edificios al frente para dónde cotillear.

Pero entonces vio algo. Sí, algo extraño, muy extraño. Era temprano por la mañana y no había gente en la calle, lo que llamó su atención. Se trataba de… se trataba de… a ver, las farolas brillaban muy bien, así que no podía haber duda. ¡Era un ratón gigante! Sí, un ratón de un tamaño enorme que caminaba tranquilamente por la acera y se detenía a olfatear los cubos de basura, como haría un perro callejero.

Viticulta se frotó los ojos, tal vez fuera una alucinación. Pero no, allí estaba el ratón gigante, tan tranquilo, que en ese momento se quedó tumbado sobre la hierba panza arriba.

No podía quedarse de brazos cruzados. Agarró su celular y marcó el número de emergencia.

— Emergencias de Cascabel, ¿cuál es su emergencia?

— Hay un ratón gigante en mi calle, aquí debajo, él todo tranquilo.

— ¿Un ratón gigante? Madre mía, qué miedo, ¿no? Deme su dirección.

Viticulta le dio la dirección. En menos de cinco minutos aparecieron debajo de la ventana de la casa dos camiones de bomberos, cinco coches de policía, una furgoneta de salvamento de animales, y todo ello con numerosos bomberos, policías, veterinarios y hasta un vendedor de bebidas que acompañaba a los servicios de emergencia en esos casos. 

Quien parecía el veterinario jefe se acercó a la criatura, que seguía durmiendo la siesta ajena a todo el ruido a su alrededor. Incluso parecía roncar. Viticulta observaba todo desde arriba, agarrada a las cortinas, con la tensión subiendo hasta el cogote.

De repente, el veterinario movió la mano e hizo un gesto tranquilizador a los demás miembros del equipo de rescate. Pero la cosa no terminó ahí: el veterinario le acarició al bicho en la panza, el cual finalmente se despertó, pero no atacó, no, parecían gustarle los mimos e incluso se quedó con las patitas al aire para recibir más caricias en el vientre.

Viticulta no podía creer lo que veía, pero tuvo que retirarse de la ventana, porque su sobrino se había despertado. Probablemente ya era hora de cambiarle los pañales, que es algo desagradable y apestoso.

Apenas había terminado de cambiarle los pañales al niño cuando alguien llamó a la puerta de la casa. El timbre sonó muy suave, reproducía el inicio de Para Elisa de Beethoven, la música que había enamorado al hermano y a la cuñada de La Viticulta.

Con el niño en brazos, abrió la puerta. Allí estaba el veterinario jefe que había atendido la urgencia momentos antes. Su rostro no era precisamente amistoso, al contrario, tenía una expresión seria que presagiaba una reprimenda.

— Señora —dijo el veterinario, todo serio—, que sea la última vez que da una falsa alarma".

— ¿Qué dice? ¿Cómo que falsa? ¡Vi perfectamente que había un megarratón en la calle, que ya he leído sobre ellos en internet, en una página de monstruos que viven debajo de la ciudad! ¡Salen de las alcantarillas para buscar comida! Y ese debe ser muy peligroso, porque hasta perdió la cola en alguna pelea, tal vez con un cocodrilo también de las alcantarillas.

— ¿Usted se está oyendo, señora? —replicó indignado el veterinario. No era una rata grande, era un capibara, de las cuales tenemos muchas aquí y el Municipio las alimenta.

Viticulta quiso entonces que se la tragara la tierra. En su necesidad de encontrar algo que cotillear, ni se paró a ver qué había en la calle.

— Y recibirá un castigo por movilizar innecesariamente los servicios de emergencia de la ciudad —anunció muy serio el veterinario, acompañado ya por un policía cargado con una caja de cartón muy pesada.

— ¿Pagaré una multa?

— ¿Una multa? ¡No! Va a tener que estudiarse todos estos dosieres sobre animales, además de este manual sobre cómo ser un ciudadano honesto —dijo, descargando la caja sobre una mesa de la casa—. Dentro de dos semanas tendrá que aprobar un examen, como cualquier Cascabelense... Ah, y además tiene prohibido mirar por la ventana más de diez segundos seguidos.

Ese último fue lo más duro para Viticulta, lo más duro. Así, ella nunca volvería a ser ella...

© Frantz Ferentz, 2024

viernes, 30 de agosto de 2024

PARANIMALES: ANIMALES DEL PARANÁ

 1. EL POLLITO... ¿FEO?



En la carretera entre Foz y Cascavel, en Paraná, el conductor vio que había un pollito en un lateral de la carretera, que caminaba con su familia. Todo habría sido normal si se tratase de una familia de gallinas “normales”, pero no, eran gallinas de Angola. 

Podría tratarse de una historia parecida a la que escribió Hans Christian Andersen, el patito feo, la que se encontró al conductor. Como todos saben, el patito resultó ser un cisne que había dado con sus huesos entre los patos y mientras estaba con ellos era infeliz. 

El conductor detuvo el coche en el arcén para contemplar la escena. Incluso colocó el triángulo de avería para observar y rezó para que la policía no viniera, pero su curiosidad pudo más que su miedo a una multa. 

Sin embargo, quería saber si se trataba de otra versión del patito feo, pero con el pollito feo, donde aún no había descubierto que era de una raza de pollo con plumas brillantes y una cresta muy roja. 

Observó cómo interactuaba con las gallinas angoleñas, picoteando el suelo en busca de gusanos. Hubiera deseado saber hablar el idioma de aquellas aves para poder preguntarles directamente. 

Estaba tan concentrado en sus observaciones que no notó que alguien se le acercaba y se paraba detrás de él hasta que le habló. Era el dueño de las gallinas. 

— ¿Le gustan las gallinas? 

Se giró sorprendido. 

— Bueno, sí, depende — realmente no sabía qué decir. 

— Si quiere, le vendo algunas, son mías. 

Entonces quiso preguntarle sobre pollito feo. 

— ¿Y el pollito...? 

No lo dejó terminar. 

— No, de ese olvídese. Él es el líder del gallinero. Sin él, todo sería un caos. Le venderé cualquier pollo de Angola, pero ese pollo, no... 

El conductor todavía lo estaba mirando. Parecía ser un miembro más del gallinero, solo entre pollos de otra especie, pero realmente sí era el rey. Se disculpó mentalmente con Hans Christian Andersen, se despidió del hombre y siguió su camino, no sin antes comprarle una docena de huevos para no quedar como un idiota. 


2. LA HUIDA

En la misma carretera entre Foz de Iguazú y Cascabel hay un edificio inmenso que es un mundo en sí mismo. Cuando digo que es un mundo, realmente es un mundo para los miles de pollos que allí nacen, crecen y mueren. Por regla general, las gallinas que salen de ese edificio salen durante la noche en cajas transportadas por un camión, para ser llevadas a un matadero, donde... bueno, ya saben lo que pasa, resulta que soy demasiado sensible para hablar de eso... de estas cosas. Por tanto, ese edificio es una especie de planeta donde se desarrolla la vida de esos animales emplumados.

Esta es la historia de tres jóvenes gallos... o polluelos mejor dicho. Nacieron de un huevo, como todas las aves de su especie, pasaron por las manos de un experto que determinó que eran machos y fueron declarados aptos para ser carne. Bueno, carne sí eran, pero específicamente carne para ser consumida por humanos. No me gusta hablar mucho de esto, lo siento.

Los tres polluelos no tenían nombre ni lo tendrían nunca, porque no acabaron en ninguna granja, como se pueden imaginar. Por eso, para conocer su historia, me tomé la libertad de nombrarlos Polluelo Uno, Polluelo Dos y Polluelo Tres, nada original, como ven, que aún se puede reducir a Uno, Dos y Tres.

Tratar de describirlos es inútil, porque los tres eran físicamente iguales. Con solo dos meses de edad, las plumas todavía estaban parcialmente amarillas y les aparecían otras oscuras por debajo. Y no hay nada más que decir sobre el aspecto de los tres polluelos, que ya eran adolescentes.

Fue así que Uno, Dos y Tres fueron cargados en cajas de plástico que servían como jaulas, colocados en un camión donde había alrededor de quinientas cajas y en cada caja alrededor de quince polluelos, los cuales no tenían ni espacio para moverse (¿hacen el cálculo de cuántos polluelos viajaban en el camión camino al matadero?).

Los pobres descubrieron entonces que el mundo era más que esa enorme nave en la que pasaban los días comiendo cereales y engordando, con las luces encendidas todo el día, sin imaginar ni remotamente cuál era su futuro.

El camión salió del planeta pollo para cruzar parte de la galaxia por una carretera. Aún no amanecía cuando el conductor se dirigió hacia Foz de Iguazú para repetir una ruta que se sabía de memoria y había hecho miles de veces. Pero el camionero no contaba con aquel percance que ocurrió precisamente en el trayecto de Uno, Dos y Tres, quienes, todo hay que decirlo, aún no se conocían, pues viajaban en partes muy distintas del camión-nave intercarreteral.

Como dije, pasó un percance, un imprevisto, que le puede pasar a cualquier conductor. Y es que le entraron unas ganas urgentes de orinar. No podía esperar a una gasolinera, no, tenía la vejiga reventando, así que paró el camión a un lado de la carretera, aprovechó unos árboles y se quedó allí para mear. La satisfacción que se reflejaba en el rostro del hombre luego de orinar era suficiente para un cuadro, pero en ese momento no había nadie que le tomara una foto. Y así, decidió retomar su viaje antes de que llegara la policía y lo detuviera por estacionar en un lugar tan peligroso para el tráfico, pero ¿qué sabrían ellos sobre necesidades fisiológicas?

Sin embargo, durante los pocos minutos que pasó regando los arbustos, algo le había pasado al camión. Y no era nada habitual, no, fue un asalto al camión.

Favorecidos por la parada forzosa del conductor, un grupo de activistas veganos que casualmente andan por allí y que defendían los derechos de los animales (pollitos incluidos) vieron aquella ocasión como una señal del universo, hasta el punto de que saltaron a la parte trasera del camión y abrieron la puerta, tirando las jaulas de la galaxia gallinácea al suelo. Tal situación les permitió liberar a las gallinas. Era obvio que estaban muy acostumbrados a ese tipo de acciones, pues en el tiempo que el conductor pasó orinando ya habían liberado casi la mitad de las aves de sus jaulas.

De todos modos, cuando el camionero quiso expulsar a los animalistas no pudo hacer nada, porque eran seis o siete y estaba solo, así que tres de ellos lo retuvieron, mientras los demás tiraban todas las cajas al suelo, sin demasiada atención, en una acción impremeditada que no contó con imprevistos, como que muchos de los polluelos corrieran hacia la carretera, por lo que los activistas tuvieron que intentar cortar el tráfico para que los animalitos no acabaran bajo las llantas de los autos... La verdad fue muy caótico y sí, finalmente apareció la policía federal de tráfico, pero ya no importa lo que pasó en ese momento, pues nuestros tres conocidos, Uno, Dos y Tres, sí tomaron un camino alejado de la carretera.

Corrieron juntos por casualidad, buscando refugio cerca de los árboles, porque aunque eran gallinas, no eran tontas y sabían que si las atrapaban, podrían regresar al planeta de las gallinas, aunque las pobres no tenían noción de eso, solo que, si las atrapaban, no regresarían al horrible edificio, sino que iría derechitas al matadero.

Algunas gallinas ya yacían tiradas en el suelo. Los gallinazos en el cielo ya acechaban los cadáveres de los desafortunados animalitos. Qué triste.

Llegado a este punto, no es posible saber si los polluelos podrían comunicarse entre sí. Evidentemente no lo hacían como la gente, pero de alguna manera pudieron intercambiar impresiones. Decidieron, por entonces, permanecer juntos siguiendo a Tres, autoproclamado líder del pequeño grupo, y continuaron caminando por el bosque, tratando de no ser detectados por cualquier posible enemigo. Despertaron en ellos los instintos salvajes de sus antepasados ​​cuando aún no habían sido domesticados.

Sobrevivieron durante tres días, durante los cuales encontraron comida en el suelo, pero no era la harina que les daban en el planeta pollo. Las lombrices tenían un sabor extraño al que no estaban acostumbradas, pero el hambre es cosa seria.

Después del tercer día, Uno dijo que no quería cruzar el país de la galaxia sin rumbo, que iba a buscar un lugar donde quedarse. 

— No abandones el grupo —le dijo Tres, pero sus palabras no fueron escuchadas.

Dos y Tres vieron cómo Uno rápidamente los perdía de vista, pero no se dieron cuenta de que a unos metros de la loma que los separaba, una familia de nómadas encontró al pollelo Uno y vio en él un almuerzo enviado del cielo.

Sin embargo, a Dos tampoco le gustaba el plan de cruzar el bosque, y también tomó un camino hacia fuera, sin dar explicaciones, y dejó solo a Tres, que no vio cómo Dos, después de un par de kilómetros, terminaba en el estómago de un perro salvaje que no había comido durante una semana. Dos resultó ser un manjar, con plumas incluidas.

Tres se quedó, pues, solo hasta que cruzó el bosque y salió a campo abierto. Y ahí estaba el gato. Bueno, era una gata. Saben que los gatos son cazadores y que esa gata podría atrapar fácilmente a Dos. Y el felino intentó cazarlo. No era nada personal, era solo hambre.

Dos corrió, corrió, corrió, tanto como sus piernas se lo permitían. Por miedo a que los bigotes del gato le rozaran el trasero, saltó la valla de alambre que tenía delante.

La gata podría haber podido saltar, pero estaba allí el humano dueño de aquel nuevo planeta gallináceo que la espantó. Luego, miró al polluelo que acababa de llegar, que pronto fue rodeado por las gallinas, pero eran gallinas de Angola. Quería hacer planes con él, pero no iban a funcionar, porque el polluelo “feo” se convirtió en el rey del gallinero.

Al menos, en ese planeta al pie de la carretera entre Foz y Cascavel, por la noche se podían ver las estrellas.


3. LA DECISIÓN DE CANELA

Canela era una perra. Ella sí tenía un nombre. Fue nombrada así por la gente de la calle debido al color canela de su pelaje. 

Vivía entre Foz de Iguazú y Ciudad del Este. Si le preguntaran si nació en Brasil o Paraguay, ni siquiera ella misma sabría la respuesta. 

Desde que tenía recuerdos, la perra se pasaba las noches en Ciudad del Este y los días en Foz. De cachorro, aprendió a cruzar el puente de la Amistad sobre el río Iguazú, imitando a los humanos y descubrió que en Ciudad del Este era más seguro dormir, mientras que en Foz era más fácil encontrar comida. Pero ella era una experta. Frecuentaba locales de comida y se sentaba delante de una mesa. Sabía poner caras muy expresivas hasta que convencía a un humano para que le arrojara un trozo de comida que inmediatamente devoraba.

Aunque cruzar el puente era complicado, Canela iba y venía todos los días. Era un perro callejero, un animal que no interesaba a nadie, sin identidad, sin pasaporte, sin conexión con nada ni con nadie. 

Toda su vida podría haber sido así. Ya sabía muy bien dónde encontrar comida en Foz, pero necesitaba actuar rápido porque a muchos humanos no les gustan los perros callejeros y les tiran cualquier cosa para mantenerlos alejados. 

De todos modos, nada nuevo. Como decía, todo era pura rutina, aunque fuese rutina correr por las calles o cruzar el puente de la Amistad. 

Pero resultó que su conducta de cruzar el puente fue observada por una banda de delincuentes que pensó que se podría entrenar a la perra para llevar drogas a Brasil y regresar con el dinero de los compradores. Pero, afortunadamente, no funcionó.  La policía brasileña descubrió la operación gracias a los ladridos de Canela cuando llamaba la atención de los traficantes para que le quitaran la droga que tenían pegada a su vientre y que le provocaba un horrible picor en los mamas. 

Sus mamas, precisamente, eran una parte de su cuerpo que le molestaba mucho. Estaba preñada, lo cual era algo nuevo para ella. El sexo entre perros es algo fisiológico, ya lo saben. La perra ni siquiera recordaba quién era el padre de esos cachorros que llevaba dentro. Pero notó que su hambre se duplicaba. Comía mucho más de lo habitual. 

Finalmente, sintió que iba a dar a luz. No podría llegar a Ciudad del Este, tendría que dar a luz en Foz. Apenas tuvo horas para encontrar un refugio seguro. Aunque odiaba la cercanía al río, esa era la parte más segura, donde había espacios que los humanos no frecuentaban, pero otros seres, como las ratas, podrían atacar a sus cachorros. 

Canela dio a luz a seis bebés vivos y uno muerto. Mala suerte. 

La experiencia de la maternidad fue algo completamente nuevo para ella. Pero el instinto prevalece. Muy pronto, los cachorros buscaron la teta de su madre y comenzaron a tomar leche.

Parecía que todo iba bien. El nido que Canela preparado a sus cachorros les parecía seguro. Si ella permanecía allí todo el tiempo, las ratas no se acercarían. Sí, seguridad, pero eso implicaba hambre. Tendría que salir de allí para buscar comida y agua. Si ella no comía, sus perros tampoco. ¿Cómo hacerlo?

La perra no había contado con ese revés. No podía arriesgarse a abandonar el nido, pero al mismo tiempo, sin comida no produciría leche. En ambos casos, había muchas posibilidades de que su camada muriese.

Pero si las ratas eran una amenaza seria, un gato lo era aún más. El olor de un felino llegó perfectamente al olfato de la perra, que instintivamente comenzó a gruñir. Sentía que el gato se acercaba al nido. La perra se puso de pie, iba a proteger a su camada a toda costa. Dejó sus colmillos a la vista, mientras que los pelos de su nuca se erizaron. Ella nunca había sido agresiva, pero en ese momento era una cuestión de vida o muerte.

Fueron interminables los minutos en los que la presencia del gato, cada vez más cerca, solo se notaba a través de su olfato, pero no se veía por ningún lado. El gato avanzaba despacio, muy despacio, hasta el más mínimo sonido de sus patas era audible.

Y entonces se hizo visible, a pocos centímetros del perro. No mostró ningún entusiasmo, no parecía hostil. Ese comportamiento hizo que el perro se relajara un poco.

De hecho, llevaba una rata en la boca. La acababa de capturar. La dejó fuera del nido y se alejó.

Las ratas no son el alimento favorito de los perros, pero el hambre es hambre y aquel roedor satisfizo las necesidades alimentarias de la perra, que, esa noche, no tuvo que salir a buscar comida.

Fue así todas las noches. El gato, en realidad una gata, aparecía después del atardecer, siempre con una rata, un pez o cualquier animal que pudiera comerse. Alguna vez incluso llevó restos de comida que los restaurantes vecinos tiraban a la basura.

El perro nunca agradeció a la gata su amabilidad, ¿cómo iba a hacerlo? Pero fue gracias a la gata que la camada de perros sobrevivió en un acto de solidaridad entre especies sin precedentes. Otro misterio de la naturaleza, uno más. O tal vez fue un acto de sororidad entre hembras, quién sabe.

4. LA GATA QUE PERDIÓ LA CUENTA DE SUS VIDAS

Dicen que los gatos tienen siete vidas. No lo sé, podría ser. Este gato ya había gastado algo por hambre. Quizá más. Ese día intentaba cazar al polluelo Tres cuando ya estaba al borde de la inanición. 

Ella misma creía que estaba viviendo su cuarta vida —por tanto, cuatro de siete vidas—. Vivir en el campo le dio una inmensa libertad, pero nació en la ciudad. La cuestión era elegir: libertad y hambre; o comida y miedo. Sí, porque comer en la ciudad, concretamente en Foz, era fácil, pero la vida de un gato en esa ciudad no es realmente fácil, al contrario, son perseguidos y, si son capturados, pueden acabar en el menú de un Restaurante con pocos escrúpulos donde hacen pasar su carne por carne de conejo... o carne de mono.

Después de perseguir a una gallina perdida en medio de la nada, que había logrado saltar una alambrada y mantenerse fuera de su alcance, la gata decidió que si quería conservar su cuarta vida tendría que regresar a la ciudad.

Y así lo hizo. Regresó a la ciudad donde nació. Sin embargo, si hubiera sabido lo que le iba a pasar en aquel momento, probablemente se habría quedado en el campo, intentando cazar roedores o cualquier polluelo que se escapara de las granjas.

Resultó que se quedó preñada. Ya saben que es así con los animales. Se quedan y se quedan. 

Construyó un nido junto al río y allí dio a luz a ocho gatitos. Eran adorables y la gata sentía que había recuperado su vida. Por la noche dejaba solos a sus bebés y se iba en busca de comida. Las criaturas crecieron bien, estaban bien alimentadas y ella era una madre amorosa y hasta tierna que cuidaba a sus hijos como si fueran los últimos en la Tierra.

En un cierto momento, fue a cazar durante el día. Eso era precisamente lo que esperaban un par de ojos que la acechaban desde la distancia. Cuando regresó, una hora más tarde, el nido estaba vacío.

Es imposible imaginar el dolor de una madre, aunque sea una gata, cuando le roban a sus hijos. Porque eso es exactamente lo que le hicieron. Sin embargo, logró encontrar la pista de los gatitos. Se los arrebató un humano, un ser sin escrúpulos que quería hacer negocios con ellos. 

La gata siguió el rastro hasta una tienda de mascotas. Allí estaban todos. La gata ni siquiera podía verlos a través de la vitrina, pero el olor de ellos llegaba hasta ella. Sin embargo, no podía hacer nada. Pronto cargaron a los gatos en un transportador y los sacaron del negocio en un furgón. Aunque la gata lo persiguió, no pudo atraparlo. Se perdió de vista en el laberinto de la ciudad, sin imaginar que cruzarían el río Iguazú camino de Argentina. 

La gata podría haber pensado que al menos sus gatitos terminarían con familias humanas que los trataría bien, pero eso era algo que probablemente no se le pasaría por la cabeza, porque los gatos no hacen suposiciones como esa. Realmente nunca sabe lo que piensa un felino.

Así, la gata perdió otra vida, una vida arrebatada por el dolor de la separación. Durante una semana maulló con tanta tristeza que hasta el resto de gatos de la ciudad se asomaban a verla.

Tal vez incluso había perdido dos vidas en lugar de una. Es complicado contar las vidas de un gato.

Y entonces, de repente, en la orilla del río, descubrió que una perra callejera, tan sin hogar como ella, había dado a luz a unos cachorros. Estaba sola y necesitaba ayuda. Aunque ella había perdido a sus cachorros, no había necesidad de que aquella perra perdiera a los suyos. Tomó una decisión rápida. Tal vez una de sus vidas al fin y al cabo no se habia perdido.


En Paraná, agosto de 2024

© Frantz Ferentz, 2024




miércoles, 7 de agosto de 2024

ZOILO Y SU MÓVIL

 

Zoilo toma su bicicleta que está apoyada contra la pared de la casa. El chico tiene once años y quiere ir de casa a la piscina, porque no tiene nada mejor que hacer que darse un baño. Con tanto calor, nadie puede resistir ese bochorno.

La casa de Zoilo en realidad no es de Zoilo, sino la de sus abuelos y está en un pueblo de La Mancha. No vive allí durante el año, pero ahora es verano y los padres utilizan la casa de los abuelos como aparcamiento para dejar allí al chico durante tres o cuatro semanas.

De pequeño, Zoilo se quejaba sin parar de estar con sus abuelos, porque se aburría como una ostra. Pero cuando le regalaron un celular, dejó de quejarse. Durante las horas que está despierto no separa la vista del teléfono, ni siquiera para comer.

— Hijo, para un rato con la maquinita y come —le dice la abuela todo lo tiernamente que puede, pero Zoilo no la escucha.

La abuela quiere enfadarse con el nieto, pero luego descubre que gracias al móvil el niño no presta atención a lo que come, así que le da brócoli, acelgas y coles, que de otro modo ni siquiera comería.

Sin embargo, no puede hacer nada. La única actividad que realiza el chico durante el día es ir a la piscina una vez al día y bañarse allí. Pero hasta se baña con el móvil en la mano. Está envuelto en una funda de plástico que protege el teléfono, por lo que puede meterlo en el agua sin miedo a que se dañe.

Y así sigue el verano, hasta tal punto que Zoilo ni se da cuenta. Incluso para dormir, coloca el teléfono debajo de la almohada mientras se carga.

Hasta ese día. Cuando Zoilo va a la piscina, como cada tarde, con el móvil en la mano y la rueda delantera pasa por un bache. El chico no lo ve, ¿cómo lo iba a ver si no aparta los ojos de la pantalla?

Aparentemente no pasa nada, pero en realidad el golpe activa accidentalmente algo en el teléfono. Al principio, el dispositivo funciona bien, por lo que Zoilo sigue chateando con sus amigos de la ciudad como de costumbre.

Los memes le llegan con absoluta normalidad y Zoilo se ríe con el elefante que usa palillos chinos para comer fideos; o los flamencos que juegan a intercambiarse las patas en la charca donde viven. Por eso no se da cuenta de la enorme figura que pasa a su lado y que podría aplastarlo con un pie. Hasta que la figura gruñe, y cómo gruñe, tanto que su aliento alborota el pelo del niño.

Zoilo se asusta con lo que ve en la pantalla. No parece nada normal. Desde luego, no es normal.

Todo parece real e incluso puede sentir el aliento de esa "cosa" detrás de él. Esa cosa con la boca abierta llena de dientes afilados es un dinosaurio, aunque no sabe exactamente de qué tipo, pero es de esos bichos que puede comerse a una persona de de un bocado y seguir con hambre después de eructar.

Zoilo no sabe lo que está pasando, pero eso no es normal. Instintivamente le da más brío a los pedales de la bicicleta y sale corriendo sin quitar la vista de la pantalla, pero el dinosaurio, sea el que sea, lo persigue como un gato persigue a un ratón.

— ¡Ayudaaaaaa! — grita desesperado, pedaleando como nunca en su vida.

Ni siquiera ve por dónde va, solo escapa de esa bestia que le pisa los talones.

— ¡Socorrooooo!

Pero no hay nadie allí. Por encima, otros dinosaurios voladores comienzan a sobrevolarlo. Zoilo sabe vagamente que se trata de pterosaurios. Nunca ha estado tan asustado en toda su vida.

Por eso, no ve el barranco que se abre a sus pies y cae rodando entre los matorrales, se araña la piel y finalmente se desmaya.

Se despierta muchas horas después. Está en casa de la abuela, todo magullado, cubierto de heridas.

— Mi rey, ¿estás bien? —pregunta la abuela, con cara de mucha preocupación.

Zoilo ni siquiera responde, nunca había estado tan asustado en toda su vida. Parece que la experiencia ha sido muy fuerte, que algo en su vida ha cambiado para siempre, pero aún así pregunta:

— ¿Qué pasó con mi celular?

La abuela simplemente se encoge de hombros Así, Zoilo se queda sin móvil, es una pena, pero quizás sea mejor para él. No quiere contarle a nadie lo que vio, porque está seguro de que no le darán crédito y luego querrán que lo examine un especialista de la cabeza.

A la hora del almuerzo, la abuela coloca delante del nieto un plato de brócoli, acelgas y col. Zoilo, al ver esas verduras, siente un asco indescriptible. Como sus ojos no están pegados al móvil, ve perfectamente aquellas verduras que no soporta.

No todo iba a ser bueno.

Y así podría terminar esta historia, pero hay un secreto detrás. Sí, un secreto que te voy a contar, porque sé que querrás saber qué pasó.

Esa misma noche, la abuela de Zoilo toma su silla y va a sentarse en la tertulia que los vecinos organizan en la acera todas las noches de verano. Varios vecinos se sientan allí y hablan de las cosas del día.

Entonces le preguntan a la abuela de Zoilo cómo lo llevaba con su nieto.

— Pues todo salió según lo previsto, Martín —le dice la abuela a uno de los viejitos.

— ¿Tienes su móvil? —pregunta el tal Martín.

La abuela se saca el móvil de un bolso que lleva en la falda y se lo entrega a Martín, quien lo toma y lo manipula.

— Veo que todo funcionó muy bien. El programa de realidad virtual que le envié lo confundió por completo —dice Martín.

— ¿Y qué vio? —pregunta la abuela.

Martín abre una aplicación y se ven unas imágenes:

— Oh, ahí sale el tren que parece un dinosaurio y algunos gorriones de aspecto inocente en el cielo que se ven como pterosaurios... Eso es lo que vio Zoilo.

Seguramente te estarás preguntando quién es este Martín y cómo un señor mayor, que participa en las tertulias vespertinas del pueblo, sabe tanto de aplicaciones, pero ese es un gran secreto que no estoy autorizado a contarte, pero imagínate lo que quieras. Sin embargo, mantente alerta, no sea que Martín viva más cerca de ti de lo que crees y manipule tu celular para mostrarte cosas inexplicables y tú te creas que son cosas reales. Estás avisado.


 © Frantz Ferentz, 2024