sábado, 5 de abril de 2025

LA OVEJA QUE QUERÍA SER ABEJA

 


Había una vez una oveja que vivía en un rebaño, con muchas otras ovejas. Como toda oveja, no tenía nombre, pero vamos a ponerle uno para que se la pueda reconocer más fácilmente. Llamémosla Ari.

Ari había crecido en un rebaño en las montañas. Era una oveja feliz, a la que le gustaba correr con todas las demás ovejas. Pero era una oveja extraña y ella lo sabía. No le gustaba mucho la hierba, tanto que el pastor, Sintagmático, le daba un sabroso pienso que solo ella comía.

El sentimiento de no ser una oveja como las demás crecía y crecía en Ari. Tanto es así que aquella primavera no hizo más que prestar atención a las abejas. Le encantaban esas pequeñas criaturas que iban de flor en flor y producían miel.

Cierto día, una abeja se posó en su hocico. Ari no pudo evitar entablar un diálogo con ella:

— Beeee, beeeee, beeee.

A lo cual, la abejita respondió rápidamente:

— Bzzzz, bzzzz, bzzzz.

Le hizo gracia ese comentario a Ari, quien rápidamente respondió:

— Beeeeee, beeeee, beeeee.

— Bzzzz, bzzzz, bzzzz, bzzzz.

— ¿Beeeee? ¡Beeeeee! Beeee, beeeee.

— ¡Bzzzz, bzzzz, bzzzz! Bzzzz

En ese momento, Ari decidió que quería ser abeja. Tendría acceso a toda la miel que quisiera. Solo necesitaba aprender a hablar como una abeja.

— ¿Beeee? Beeee.

— Bzzzz.

Y la abeja se metió por el oído de Ari. Tendría que acercarse a su cerebro. Era un conducto oscuro, pero había cera, y eso es genial para las abejas, que lo usan para construir.

Cuando llegó a su cerebro, la abeja preguntó:

— ¿Bzzzzz?

Al final, Ari logró responder:

— ¡Bzzzz!

Con la abeja dentro de su cabeza, podía hablar como ellas, las abejas.

Y se dirigió a las colmenas más cercanas. Quería anunciar a las abejas que allí vivían que ella también era una abeja.

Pero no llegó. Sintagmático, el pastor, se interpuso en su camino, la agarró por el cuello y la llevó a un cercado dentro de la finca. Allí se vio rodeada por varios perros. El pastor le dijo:

— Aquí te quedarás hasta que dejes de creer que eres una oveja y te des cuenta de que eres una perrita que se quedó huérfana y creció con las ovejas. ¡Y no saldrás hasta que aprendas a ladrar!

© Frantz Ferentz, 2025


viernes, 4 de abril de 2025

LA ALERGIA DE HELENA

 

A las seis de la mañana sonó el despertador.

NGUI, NGUI, NGUI, NGUI...

Sonaba realmente extraño, pero era la única manera que tenía Helena de despertarse, porque tenía un sueño muy profundo que solo ese sonido podía interrumpir.

— Hija, ¿estás despierta?

Era la voz de Alcione, la madre, la que sonaba desde el otro extremo de la casa. Helena contempló a Juan, su hermano, que dormía plácidamente. Ni siquiera el sonido de aquel infernal despertador pudo sacarlo de su sueño. Él tenía la suerte de tener clases por la tarde, mientras que Helena las tenía por la mañana, por lo que fue ella quien sufría la desgracia de despertarse tan temprano cinco días a la semana.

La niña fue a desayunar y luego se aseó.

— Lávate bien, ¿eh? —le recordó la madre—. Hay que oler bien antes de entrar a clase.

— Muchos de mis compañeros apestan, mami. EL Carambolo cada día huele peor.

— ¿Y eso?

— No sé cómo lo hace. Un día huele a gato muerto, otro a sardinas en lata, otro a basurero, otro a...

— Basta — interrumpió la madre—.  No me importa cuál sea el olor del Caramelo...

Carambolo— corrigió la niña.

— Lo que sea. Ve al baño y prepárate.

Después de peinarse bien, Helena quiso mirarse en el espejo. Fue genial. Miró su reflejo durante muchos minutos, le gustaba verse a sí misma.

— ¿Vienes ya? — sonó la madre desde lejos.

La niña detuvo su actividad y corrió hacia la puerta de la casa. Su madre la iba a llevar a la escuela.

Hasta seis horas más tarde, cuando Helena regresó del colegio, no parecía la misma niña que había salido de casa por la mañana. Se rascaba los brazos con total desesperación y, encima, tenía mocos que parecían cascadas.

—¡Hija! ¿qué te ha pasado?

Pero Helena ni siquiera tuvo tiempo de responder, corrió al baño y regresó con un rollo de papel higiénico para limpiarse los mocos, que le seguían cayendo. Ambos brazos, de hecho, estaban completamente rojos debido a que las uñas de la niña se rascaban sin cesar.

— Sospecho que esto es una alergia — le dijo a Alcione, quien, sin dudarlo, llevó a la niña al médico.

Fueron directos al hospital, incluso pasaron por urgencias. Afortunadamente, había un alergólogo disponible.

Tan pronto como la doctora vio a la niña, le dijo a la madre:

— Colóquela en la camilla.

Al principio, la médica ni siquiera hizo preguntas. Observó los síntomas, que eran las cascadas que salían de la nariz de Helena y la picazón desesperada de la niña en sus propios brazos.

Luego, la médica tomó su bloc de notas y comenzó el interrogatorio, que ella sabía hacer tan bien como un policía a un sospechoso.

— ¿Tienes una mascota en casa? 

— Sí.

— ¿Un gato, un perro, una cobaya o cuy, un conejo, algo con pelo?

— No, es una iguana — dijo la madre.

— Se llama Margarita — añadió Helena sin parar de moquear en cascada.

— Entendido, ¿y qué plantas hay en la casa?

Enumeraron las variantes que conocían, que no eran todas, mientras la médica tomaba notas.

— ¿La niña tiene problemas con algún alimento, por ejemplo, leche o pan?

— No.

— Entonces, practiquémosle las pruebas de alergia. Vengan a la cita aquí en el hospital en una semana.

La médica dibujó una especie de tabla en el brazo de Helena, y ella preguntó sorprendida:

— ¿Por casualidad vamos a jugar al ajedrez en mi brazo? ¿O a las tres en raya?

— No, hacemos esto para marcar diferentes productos que pueden causar alergias... —explicó la médica.

— ¿Y no será que tienes alergias de mamá, de papá o de Juan?

— Espero que no...

Helena abrazó a su madre, no quería que ella fuera la causa de su alergia, sería una lástima, pero entonces tuvo una idea:

— Ah, doctora, ¿y puede ser que sea alérgico al colegio? Hoy, cuando vine de allí, me sentí tan mal...

— Hay gente que es alérgica a la tiza...

— Pero en mi colegio usamos marcadores para la pizarra —reconoció la niña decepcionada.

La médica le recetó algún medicamento para aliviar los síntomas. En la nariz fue como si le hubieran puesto un dique, porque las cataratas cesaron. Alcione, por precaución, también le cortó las uñas a la niña para evitar que llegaran al hueso cuando se rascaba.

Finalmente, tras una semana de espera, Helena y su madre acudieron al hospital para recibir los resultados de las pruebas de alergia.

— Nunca había visto esto antes —dijo la médica—. Es alérgica... a sí misma. 

— No puede ser... —se extrañó Alcione.

La médica siguió caminando por la sala de consulta. Ni ella ni ninguno de sus compañeros habían visto nada parecido. Solo pudieron explicarle que era alérgica a alguna secreción de su propio cuerpo.

— ¿Y hay cura? —preguntó la madre.

La médica y Alcione empezaron a hablar de lo que la médica había investigado. De momento, Helena fue a mirarse en un espejo de cuerpo entero que había disponible en la consulta. Podía ver bien, a pesar del picor en los brazos. 

— Mami —dijo la niña—, ¿crees que puedo tener un vestido azul para mi cumpleaños, con bordes dorados?

En cuanto la madre apartó la mirada de la niña, empezó a rascarse el cuerpo desesperadamente y de nuevo una cascada de mocos se precipitó hasta su nariz, como si se hubiera roto el dique.

— ¡Mami!

Alcione y la médica interrumpieron la conversación. La doctora retiró el espejo. Lo colocó de espaldas a la niña. De repente comprendió cuál era la verdadera causa de la alergia:

— Helena no es alérgica a sí misma —anunció nerviosamente—. Tiene una alergia aún más rara y extraña.

— ¿Cómo es posible? —preguntó Alcione.

— ¡¡¡Es alérgica a su reflejo!!!!

La médica quería hacer más pruebas. Sacó su celular y le tomó una foto a la niña.

— Mira la foto — preguntó la médica.

— No quiero — dijo Helena tapándose los ojos con las manos.

— Mira, por favor, es muy importante.

— Escucha a la doctora, hija —le pidió a Alcione.

Lentamente, la niña se quitó las manos de los ojos y vio la foto.

— ¿Estás peor? 

— No...

— Entonces, ya entiendo lo que está pasando. Helena es alérgica a su reflejo en un espejo, es decir, su lado derecho es el lado izquierdo en el espejo y al contrario. Pero, en las fotos tomadas con el móvil, este efecto se puede evitar.

— Entonces, ¿cuál es la solución, doctora?

— Tendremos que investigar un poco, pero por ahora solo pueden hacer una cosa: si se mira al espejo, tiene que ser a través de otro espejo, para que sus lados siempre queden del lado correcto...

© Frantz Ferentz, 2024


jueves, 27 de marzo de 2025

EL CUMPLEAÑOS DE LA PRINCESA TABACUNDA. HISTORIAS DE MOCÓN

 


La princesa Tabacunda estaba a punto de celebrar su decimoquinto cumpleaños. Sería un evento crucial en todo el reino, al que asistiría toda la nobleza del propio reino de Mocón, cuyo monarca era en ese momento Falisco MCM — es que siempre se habían llamado Falisco todos los monarcas de ese reino— y más de los reinos aledaños.

El último día del mes de botón —en el reino de Mocón tenían un calendario de catorce meses al año, todos de veintiocho días— sería el gran acontecimiento. Ya en el mes anterior, el de galón[1], el reino estaba patas arriba. La gente del país andaba loca con tanta organización, todos en el reino vivían para ese evento.

El rey Falisco tenía la vista puesta más allá de la mera celebración del cumpleaños, pensaba en casar a su hija con algún príncipe o noble extranjero, porque el rey Falisco, como todos los demás reyes de la historia de Mocón, pensaba que las hijas solo servían para casarlas con gente de otros reinos y ganar poder (y territorios). 

Solo le importaba dejar fijado el compromiso entre la princesa Tabacunda y un candidato que firmase un acuerdo, antes de que el desafortunado... es decir, que el futuro marido de la princesa descubriera el secreto de la princesa. ¿Cuál era el secreto? ¿Qué era un hombre lobo? ¿O un cantante de reguetón? No, nada de eso, era otra cosa, pero ya llegaremos a eso.

Y finalmente llegó el día. La capital de Mocón, Moconilla, se puso de gala. Por la entrada principal llegaban carruajes con banderas y pendones. Qué nervios en todas las calles, pero los comerciantes estaban encantados, porque mucha gente de fuera iba a pagar mucho dinero por la mercadería del cumpleaños de la princesa. Había muñecas princesas con muchos atuendos diferentes, camisetas con su cara y hasta unicornios hechos de tela rosa, que no se entendía muy bien lo que representaban, pero ahí estaban.

Alrededor de ciento cincuenta miembros de la nobleza se reunieron en el salón del trono. Todos vestían ropas lujosas. Todos esperaban la llegada de la princesa Tabacunda al salón del trono.

Pero ya desde hacía mucho tiempo el rey Falisco había estado negociando la mano de su hija, como cualquier comerciante que negocia la venta de su cosecha de coles. De hecho, había organizado una subasta con varios nobles y reyes para ver quién ofrecía más para casarse con la princesa, que no sabía nada al respecto, pobrecita.

Por fin llegó el momento de dar inicio a la fiesta. Ya había un candidato para casarse con la princesa. Se trataba del marqués del Pergamino, con la piel toda arrugada para hacer honor a su título. Pero el marqués no iba a firmar el compromiso con el rey hasta que viera a la princesa. «No se puede hacer negocios sin ver primero la mercancía», era lo que siempre le decía su padre.

De repente, la orquesta empezó a tocar. Anunciaron la llegada de la princesa Tabacunda. Todos se retiraron para abrir un pasillo para que la princesa llegara al centro de la sala. Todos los presentes comenzaron a aplaudir. La princesa avanzó arrastrando sus faldas por el suelo hasta el centro del salón, donde su padre, el rey, la esperaba con una enorme sonrisa, pero no por el cumpleaños, sino por el buen trato que acababa de hacer con el marqués del Pergamino.

Todo iba sobre ruedas, todo. Hasta que sucedió algo inesperado. El duque de Tolondría, fumador inesperado, se acabó su cigarrillo —en aquella época aún no estaba prohibido fumar en público— y arrojó la colilla al suelo, porque, además, era un guarro. Y la colilla, aún ardiendo, quemó las faldas del vestido de la princesa.

Rápidamente vaciaron todos los jarrones de flores de la habitación para apagar el fuego. Solo quedaban las ballenas de la estructura de la falda. Y ahí vino el problema. Todos descubrieron el secreto de la princesa... No, ya dije antes que ella no era ni una mujer lobo ni, peor aún, una reguetonera. no. Su secreto era... ¡que era coja!

Efectivamente, una de sus piernas era ortopédica. Llevaba una pata de palo como las de los piratas. De la rodilla para abajo ya no tenía pierna.

En la fiesta estaba el conde de la Patatera, que además de noble era pirata, es decir, era un pirata noble o un noble pirata, no sé muy bien en qué orden. En cuanto vio la pata de palo, se enamoró de la princesa y quiso secuestrarla y llevársela a su barco pirata, pero no tuvo tiempo de reaccionar.

En medio de la sorpresa o el “ooooooooooohhhhhh” que duró medio minuto, apareció en la sala alguien que no estaba invitado. No era un noble y ni siquiera un pirata. Se trataba de un chico que entró dando saltos y además cojeaba, como la princesa. Le faltaba una pierna, pero no llevaba una pata de palo, sino una prótesis de titanio en forma de S que se ajustaba por debajo de la rodilla.

Se acercó a la princesa sin que nadie lo detuviera — todos seguían chocados —, le tomó la mano y le dijo:

— Princesa, soy Colagenio, campeón paralímpico de atletismo. ¿Alguna vez has salido del palacio?

— Nunca —respondió ella con tristeza.

— Pues ven conmigo y empieza a correr maratones.

Colagenio se sacó una prótesis similar a la suya, le quitó la pata de madera que lanzó hacia atrás con tan mala suerte que dio en el ojo del conde de la Patatera — quien a partir de ese momento pareció un pirata completo porque tuvo que llevar un parche en el ojo—, y colocó la prótesis de titanio en la pierna coja de la princesa.

La princesa sonrió como nunca había sonreído en su vida. Se deshizo de la estructura de ballenas y, tomada de la mano de Colagenio, salió corriendo de la corte real, sintiéndose más libre que nunca, veloz, feliz y sagaz.

© Frantz Ferentz, 2025

[1] Los meses del año en Mocón son en este orden: tapón, colocón, subidón, galón, botón, mandón, resoplón, gritón, tomatón, parangón, sofocón, tirabuzón, bolsón y on (de este último solo dejaron el final porque no se les ocurrieron más nombres).

sábado, 15 de febrero de 2025

LA CARROZA MÁGICA

 

― Papá, quiero montar en la carroza de la princesa ― le dijo Agnes a su padre mientras pasaban junto a una carroza de feria de monedas en el vestíbulo del aeropuerto.

Al padre, que estaba concentrado en su conversación por el móvil, no le interesaba lo que decía su hija, pero sí es cierto que la niña era muy insistente, e incluso le tiró de los pantalones, casi dejándolo con los calzoncillos a la vista.

― ¡¡Papá, papá!! ―gritaba Agnes, tanto que todas las personas a su alrededor no separaban la vista de la niña y su padre.

El padre, aunque intentaba concentrarse en su importante conversación de negocios, no pudo evitar la vergüenza de ver decenas de ojos clavados en él y en su hija. Por tanto, se excusó de la conversación y metió la mano en el bolsillo. Rebuscó y encontró algunas monedas. Se las entregó a su hija, que las tomó con entusiasmo. 

El hombre se sentó en un banco cerca de la carroza de monedas y dejó de preocuparse por su hija, quien rápidamente metió una moneda en la carroza y luego se montó.

De repente, Agnes sintió un BUIIIIMP y el carruaje apareció en un reino remoto, donde ya no era un carruaje de monedas, sino uno real, empujado por cuatro caballos blancos. Miró hacia abajo y vio que corría por una avenida llena de soldados de gala, junto con otros que tocaban tambores y cornetas. Además, iba vestida de princesa, toda de rosa, hasta los zapatos y la corona. Ella odiaba el rosa.

De repente, la carroza se detuvo. Bajó con la ayuda de dos pajes. Ambos acompañaron a la muchacha a la presencia de los reyes. Junto a ellos estaba el príncipe heredero, que tenía una barba rala e incluso parecía que todavía se comía los mocos.

― Bienvenida, princesa Agnes ―saludó el rey.

― Bienvenida ―dijo la reina.

― Hmm ―mugió el príncipe.

La invitaron a pasar y le ofrecieron una taza de café con galletas de chocolate. A continuación, la reina preguntó:

― Como futura reina, te preguntaré si sabes cocinar, lavar, comer, educar a tus hijos...

— ¿Quéééé? ―Agnes quedó asombrada.

― Lo que has oído.

— ¿Acaso ese hijo inútil que tenéis, no sabe siquiera absorber mocos? Soy una mujer del siglo XXI. 

― Eeeeh ― dijo el príncipe heredero.

Y sin más, Agnes se levantó y salió del palacio dejando a los monarcas boquiabiertos, sin poder reaccionar. Se subió al carruaje y gritó a quien fuera:

— ¡Llévame con mi padre!

Un BUIIIIMP volvió a sonar. Y entonces Agnes estuvo de vuelta en la carroza del aeropuerto que funcionaba con monedas. Salió, con su ropa normal, y se acercó a su padre, quien seguía hablando por teléfono, ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor.

― Bla, bla, bla, bla, bla...

― Papá, ¿a que no sabes qué?

― Bla, bla, bla, bla...

―¿Puedes darme más monedas? ―preguntó el padre.

— Bla, bla, bla, bla...

Sin embargo, el padre mecánicamente metió la mano en el bolsillo y se sacó algunas monedas, más que antes. Se las dio

― Gracias ―dijo la niña.

Y sin esperar, regresó a donde estaba la carroza. Se subió en ella y enseguida sonó el BUIIIIIIMP de las otras veces. Luego se vio nuevamente vestida de princesa, esta vez al menos el vestido era azul cielo. Pero no iba sola en el carruaje. Junto a ella había otras cuatro princesas, que no dejaban de mirarla. 

― ¿De dónde sales? ―preguntó una princesa vestida de rojo.

―  Eres una plebeya ―le espetó otra princesa vestida de verde.

No hubo más conversaciones. El carruaje se detuvo y se abrió la puerta. Alguien fuera hizo un gesto a las cinco princesas para que salieran. Las cinco obedecieron y siguieron un pasillo entre flores, al final del cual, dentro de un jardín real, se encontraba un príncipe sobre un estrado. Este, al menos, era guapo y no se comía mocos. Un personaje de la corte, tal vez el visir, dijo a las cinco princesas:

― Y ahora, princesas, hagan fila para que las vea bien el príncipe y dejen que elija a una de ustedes como su futura esposa.

― ¡Alto ahí! ―gritó Agnes.

Todos los ojos se dirigieron hacia ella.

― No he venido aquí para que me elijan como quien elige una mascota.

Todos se quedaron sin palabras. Y antes de que nadie pudiera reaccionar, se recogió las faldas y regresó al carruaje. Se subió ligera y dijo:

— Con mi padre otra vez.

¡BUIIIIMP! Y el carruaje volvió a ser de monedas, sin caballos que tirasen de él, fijo en el aeropuerto. Agnes se bajó rápidamente y corrió hacia el banco donde se había sentado su padre.

Pero el padre no estaba.

Miró los paneles de los vuelos y vio con horror que el avión que iban a tomar ya había despegado. ¡¡Pero lo peor fue que su padre se había olvidado de ella!! ¡Cómo podía ser tan desconsiderado! ¿Cómo se podía olvidar de su propia hija en el aeropuerto?

Agnes estaba totalmente enojada. Le daría una lección a su padre. Sabía que al cabo de un mes regresaría por ese aeropuerto, porque ese era un viaje que repetía todos los meses. Por tanto, volvió al carruaje, pero antes de entrar del todo, dijo:

― Y ahora, no me lleves a donde tú quieras. Llévame a algún lugar donde las princesas sean guerreras y tengan que salvar a los príncipes.

Luego insertó la última moneda e inmediatamente sonó un ¡BUIIIIMP!


© Texto: Frantz Ferentz, 2025

© Ilustración: Yaga