jueves, 31 de marzo de 2011

LA PLANTA DE LOS LIBROS

    Juan dejó el libro encima de la mesita de noche.
  Solo había leído unas páginas, pero estaba siempre tan cansado cuando era la hora de irse a dormir que ni tenía fuerzas para coger el libro. Le bastaba pasar los ojos por cuatro líneas y ya caía dormido como un bebé.
    Y roncaba.
   Roncaba como un oso en hibernación hasta que el despertador sonaba a la mañana siguiente.
    Y así, aquel libro se quedó días, semanas, meses encima de la mesita de noche sin que ya Juan ni lo llegara a abrir.
    Lo había olvidado del todo, como si el libro fuera parte de la mesita.
    Pero fue durante la primavera cuando las cosas cambiaron.
    Y no porque Juan de repente quisiera leer nuevamente el libro.
    No. Fue por otra razón.
    Y es que al libro comenzaron a surgirle raíces, como si fuera una planta.
    Eran unas raíces muy pequeñitas al principio. Tan solo atravesaban la primera tabla de la mesa.
    Además, se alimentaba de las gotas de agua que cada noche caían en la mesita de noche cuando Juan dejaba encima el vaso después de beber.
    Y fue así como sin que Juan se diese cuenta, el libro se fue transformando en una planta semejante a un geranio. 
    Por suerte, la planta crecía y crecía poco a poco.
    Hasta que un buen día, la planta comenzó a echar ramas, y de las ramas deberían haber brotado hojas.
    Pero no fue así.
    Lo que realmente habían brotado habían sido pequeños libros.
    Al principio eran minúsculos. Eran seguramente libros bebé.
    Juan, como llegaba tan cansado todos los días, ni se había dado cuenta. Él solo se tomaba su vaso de agua todas las noches y las gotas que caían en la mesa alimentaban a la planta. El pobre Juan estaba tan acostumbrado a ver ya aquella planta, que hasta pensaba que él incluso la había colocado allí encima de la mesa.
    Pero al final, un día, Raquel, la hermana de Juan, fue a visitar a su hermano.
    Entró en el cuarto de él y descubrió aquella planta que en vez de hojas daba libros.
    No sabía lo que era, pero abrió uno de los libros sin arrancarlo.
    Y comenzó a leerlo.
    – Oye, Juan, es fantástica esta planta que da libros. Además, este que estoy leyendo es muy interesante.
    Como ya os podéis imaginar, Juan no tenía ni idea de lo que le estaba contando su hermana.
    – ¿Te has vuelto loca o qué?
    – No. Mira aquí.
    Ella le mostró aquel libro y también los otros que colgaban de la planta.
    Juan, que entonces no estaba tan cansado, abrió otro libro y le gustó. Además, como eran muy pequeños, se leían muy bien.
    – Están bien, ¿no?–reconoció Juan.
    Juan estaba tan contento con su planta que enseguida contó aquello a todos sus amigos.
    Además, cuando un libro estaba maduro, se caía de la planta y enseguida empezaba a formarse otro.
    Juan se dedicó a regalar libros a todos sus amigos.
    Las historias de los libros eran preciosas.
   Poco a poco, todo el barrio tenía libros del Juan. Pero a él le gustaba sobre todo uno pequeñito que contaba la historia de un perro que quería aprender la lengua de los gatos, pero cuando quería practicarla con ellos, los felinos salían corriendo. Pobrecillo el perro...
    Juan estaba decidido a leer aquel libro hasta al final, por eso se lo metió en la carpeta para poder leerlo cuando viajaba en autobús al trabajo.
    Pero la alegría del Juan, de sus amigos y de los vecinos, duró poco.
    La noticia del árbol que daba libros llegó a los oídos de las autoridades.
    Un cierto martes aparecieron en casa del Juan unos agentes forestales del Ayuntamiento para preguntarle si tenía licencia municipal para tener aquella planta exótica.
    Juan, lógicamente, no tenía nada, sólo el comprobante de compra del libro, pero eso no servía.
    Los agentes forestales del Ayuntamiento se iban a llevar la mesita de noche al Ayuntamiento cuando, de repente, entraron unos agentes de la SDPDDAQSLN, que quiere decir: Sociedad De Protección De Derechos De Autor Que Son Los Nuestros.
    – ¿Usted tiene derechos de autor de todos los libros que produce esta planta?
    – No... –respondió Juan todo preocupado.
    – Entonces tendrá que pagar una multa de varios millones de euros...
    – Pero si yo solo tengo trescientos euros, una colección de cucharas de café y un MP3.
    – Entonces confiscamos la planta –dijeron los agentes de la SDPDDAQSLN
    Pero también los agentes forestales del Ayuntamiento estaban allí para confiscar la planta.
    Entonces se pusieron a discutir entre ellos para ver quién tenía más derecho a quedarse con la planta.
    Entre gritos, habían sacado la mesita de noche fuera de la casa de Juan.
    Pero la planta, en cuanto estuvo fuera, se secó.
    Los vecinos contemplaban atemorizados aquella escena.
   Al ver la planta muerta encima de la mesita de noche, los agentes forestales del Ayuntamiento se marcharon por la derecha, mientras los agentes de la SDPDDAQSLN se marcharon por la izquierda.
    A Juan se le escapó una lágrima de tristeza.
    Recogió su mesita de noche y se la llevó para su cuarto.
    Retiró la planta muerta.
   Y unos días después, recordó que aún conservaba aquel libro del perro que quería hablar la lengua de los gatos...
    Pero estaba siempre tan cansado...
    Por eso dejó el libro encima de la mesita de noche...
    Hasta que, después de unas semanas, sin que Juan se diera cuenta, aquel librito también empezó a estirar sus raíces por la mesa.

© Xavier Frías Conde

EL PUNTO DÉBIL DEL GENERAL FLORERING

    El general Florering era la bestia parda de los generales.
    Se decía que su fiereza era comparable a la de Atila a lomos de un rinoceronte o a la de Aníbal montado en una escoba mágica.
    El general Florering era capaz de ordenar un ataque de artillería con veinte cañones sobre una choza si tenía la mínima sospecha de que en ella se escondía una urraca que hubiera robado unas balas vacías, aun encontrándose en medio del campo.
    Por eso, era el terror de sus enemigos.
    Pero también de sus propios hombres.
    Porque sus subordinados temblaban cada vez que su sombra aparecía detrás de una esquina.
    Si veía, por ejemplo, una colilla tirada en el suelo del cuartel, daba unos gritos espeluznantes con los que podía movilizar a toda la tropa para hacerlos barrer el suelo con cepillos de dientes.
    Menudo carácter.
    Pero en cierta ocasión, estando en plena guerra, se dedicó a asustar a los enemigos a cañonazos y a gritos. De repente, recibió un mensaje del enemigo que decía:
    «O se retira, o no verá más a Mantequillita».
    El color del rostro del general se cambió del todo.
    El coronel Mochiling, su subordinado más inmediato, consiguió leer el mensaje por encima del hombro (y es que el general, pese a ser tan duro, era un retaco).
    Enseguida se corrió la voz de que los enemigos habían capturado a alguien muy querido para el general.
    Todos estaban seguros de que el general sacrificaría a aquel ser querido antes que ceder al chantaje. La noticia llegó al mismo gobierno, donde el ministro de defensa también estaba seguro de que el general no cedería.
    Pero se equivocaron todos.
    El general mandó retirada. Y después, por la deshonra, se retiró del ejército y se fue a vivir a una cabaña en medio del bosque, lejos de las miradas de todos.
    Gracias a eso recuperó a Mantequillita.
    El enemigo había cumplido su palabra.
    Se lo había devuelto al general en una caja de galletas (lo de la caja era para despistar).
    Cuando el general abrió la caja, se encontró a su ser más querido.
    Tan solo le faltaba una oreja, pero aquello tenía solución.
    En la intimidad de la cabaña, el general Florering apretó contra su pecho, hasta hacía poco lleno de condecoraciones, a aquel osito de tierno de trapo que tantas y tantas noches lo había acompañado desde su infancia.

© Xavier Frías Conde

SOPA DE CALCETINES

    El papá acababa de recoger todos los calcetines sucios de casa: los suyos, los de madre, los de Nana, los de Carmen, los de Livio y también los de la vecina del piso de arriba porque se le cayeron en la terraza encima de los geranios.
    Mientras los niños estaban en la escuela y la madre en la oficina, el papá se ocupó de la casa. Y ahora tocaba, justamente, lavar los calcetines.
    Pero la lavadora no funcionaba. Lástima.
   El papá tuvo que buscar una solución. Era muy ingenioso. Metió todos los pares de calcetines en una cazuela. El pobrecillo no tenía otro sitio mejor donde meterlos. Pero al menos comprobó que cada calcetín tenía su pareja. Eso era muy importante, sobre todo para él, que no quería ir a la oficina con un calcetín de cada color. Y es que eso ya le había pasado más de una vez y los compañeros se reían todos como locos.
    Se puso a lavar a mano los calcetines.
    Los lavó lo mejor que supo. Echó mucho jabón y el agua se destiñó toda. No quiso tirar aquella agua por el fregadero, tal vez podía reciclarse o aprovecharse para otra cosa. No tenía mucho tiempo para pensar en eso. Recogió los calcetines y se los llevó a la terraza a tender.
    Pero mira que es complicado tender unos calcetines. ¡Como se resbalaban todos! ¡Y las pinzas eran tan difíciles de abrir!
    Mientras tanto, llegó la madre. Entró en la cocina. Vio la cazuela con el agua de lavar los calcetines. Después miró a la terraza y vio al padre luchando con la cuerda del tendedero, que a veces parecía una culebra enredándose en el cuerpo del papá. ¡Qué desastrito era!
    La madre puso la cazuela en el fuego para que el agua hirviese. Cuando ya comenzaba a hacer blub-blub, echó en ella los fideos. Y luego se puso a remover.
    Cuando el papá volvió de tender los calcetines, le dio un besito a la mamá y fue directamente al baño a secarse. Ni se enteró de que la madre había usado el agua de lavar los calcetines para hacer la sopa.
    Después de un rato, la sopa estaba preparada. La mamá llamó al papá para que viniese a almorzar.
    El papá se sentó en la mesa. La mamá puso la cazuela delante de él. Los fideos flotaban en el caldo.
    – Qué bien huele —dijo el papá.
    La mamá sonrió.
    Los dos empezaron a comer la sopa. Al papá le supo la gloria, come que te come como un lobo. Primero un plato y después otro. La mamá no la encontró tan buena, comió despacito, poniendo a veces cierta cara de asco.
    El papá al final dijo:
    – Muy buena la sopa. ¿Qué nueva receta es esta?
    – No es ninguna receta nueva –explicó la mamá–. Usé aquel caldo que habías dejado tú en la cazuela.
    El papá se rascó la cabeza. No se acordaba de qué caldo era aquel. De repente se hizo la luz en su cabeza.
    – ¿En la cazuela? ¿Un caldo?
    – Sí.
    El papá sonrió como un niño grande.
    – Pues acabamos de inventar… ¡la sopa de calcetines!

© Xavier Frías Conde

EL DEVORADOR DE LIBROS

    En la consulta del doctor Martínez sonó el teléfono. El doctor estaba a punto de salir, ya era hora de volver a casa. Tuvo la tentación de no responder, pero finalmente cogió el teléfono. Sintió una voz que decía:
    – Buenas tardes, doctor –sonó la voz de una señora.
    – Buenas tardes...
    – Soy la señora Perales y me gustaría consultarle un problema que tengo con mi hijo...
    – Hable, señora, hable...
    – Mi hijo tiene cinco años y le gustan mucho los libros...
    – Eso es bueno, señora – respondió el doctor.
    – Sí, pero lo que yo quiero decir es que él se devora los libros, uno tras otro. ¡Uno cada día, doctor!
    – Estupendo, señora – el doctor quería ya acabar la conversación porque estaba cansado y quería irse a casa inmediatamente–. Las madres y los padres siempre se quejan de que sus hijos no leen. Además, yo no soy psicólogo, soy pediatra...
    – Pues claro, doctor, por eso me pongo en contacto con usted. Mi hijo casi ni sabe leer. Es que mi hijo se come los libros... Sí, a veces con patatas fritas y a veces con mayonesa... ¿Es eso normal, doctor?
    El doctor se quedó con la boca abierta.
    – Bueno, tráigame a su hijo a la consulta mañana por la mañana, señora. Tengo que hacerle un análisis...


* * *


    El doctor Martínez se encontró con una señora normal y un chico normal en su consulta a primera hora de la mañana.
    – Entonces, señora, ¿cómo es que su hijo devora libros?
    Antes de que la madre respondiera, el chico le dijo:
    – Mamá, tengo hambre, es que no he desayunado...
    La mamá se puso roja, pero no de calor, sino de vergüenza.
    El niño miró por la sala. Allí había algunos libros inmensos, de esos que tienen los médicos con las tapas muy duras. No parecían muy sabrosos.
    Entonces vio una revista en la mesa del médico. Tenía buen aspecto, era fina. Le serviría como aperitivo...
    Y sin decir una palabra, el niño atrapó la revista, que de hecho era un catálogo de medicamentos, y comenzó a comérsela.
    El doctor lo miraba sin poder decir una palabra.
    El niño alzó los ojos hacia el doctor y le preguntó:
    – ¿No tiene ketchup para acompañar a la revista?
    El médico ni se dio cuenta que sus gafas se le caían y se detenían justo en la punta de las narices.
    La señora Perales solo murmuró:
    – Carlitos... no...
    Demasiado tarde. Carlitos ya estaba devorando la primera página donde se anunciaba un jarabe para abrir el apetito de los niños.


* * *

    Pero el caso de Carlitos atrajo toda la atención del doctor Martínez. Comenzó a investigar sobre aquel extraño caso. Se trataba de un papirófago, es decir, un comedor de papel. Más allá de los roedores, no era normal que las personas comieran papel. Carlitos podía tener algo de aspecto de ratón, pero era un niño, de eso no había duda.
    El doctor Martínez pidió a la mamá del niño que llevara su hijo a su consulta para ser analizado. Debía someterlo a una serie de pruebas médicas hasta descubrir cuál era la causa de aquel comportamiento.
    El doctor Martínez quiso saber qué tipo de libros comía Carlitos. Eso era importante, porque no comía cualquier tipo de libros. Solo le gustaban los libros con muchas imágenes –él aún decía que si tenían poca letra que no tenían buen sabor. Y entre ellos le encantaban los libros de hadas, de monstruos, de naves espaciales y de animales parlantes. A veces, cuando no tenía nada al alcance de la mano, podía comer una revista, pero con fotos a colores.
    También investigó el doctor cómo había empezado aquel extraño comportamiento. Justo cuando el niño dejó de mamar, empezó a chupar papel. Comía también “cosas normales”, pero siempre prefería el papel.
    Los padres de Carlitos intentaron esconder los libros para que el niño no se los comiese, pero fue inútil, porque él siempre encontraba alguna cosa de papel, o de cartón. Se comía, por ejemplo, las cajas de las galletas, pero no las galletas.
   Así que los padres decidieron que si tenía que comer papel, lo comería de calidad. Y fue así como escogieron siempre libros infantiles, bien ilustrados y con historias interesantes. Sin embargo, un buen día, Carlitos dejó de comer “cosas normales” para solo alimentarse de papel.
    Y fue entonces cuando los señores Perales decidieron consultar con el doctor.


* * *

    El doctor Martínez comenzó a hacerle pruebas.
    Primero le dio un libro al Carlitos en árabe. Quería saber si al chico le gustaría un libro escrito en aquella lengua. Buscó que fuera un libro con muchas imágenes, porque sabía que Carlitos no lo comería si no tenía dibujos.
    Era un libro muy largo, pero Carlitos llevaba muchas horas sin probar bocado, así que tenía hambre.
    – Y entonces – preguntó el doctor–, ¿te gustó el libro?
    – Na3am, alkitáb hasan.
    El doctor esta vez sí sintió que las gafas se le caían hasta al suelo. El niño le había respondido en árabe.
    Después de la sorpresa, el doctor tuvo aún más interés en continuar con las pruebas. Si Carlitos era capaz de hablar árabe después de haber leído un libro en esa lengua, quizá podría aprender otro idioma si le daba otro libro.
    Un día después le dio un libro que hablaba de ballenas bailarinas. Aquel estaba escrito en inglés, el cual era un idioma que el doctor sí entendía. Quería saber hasta dónde llegaba la capacidad de aprender de Carlitos.
    – So, Charles, did you like it?
    – Sure. It was good. Perhaps la bit salty...
    “Salty”, salado. Claro, era un libro que hablaba del mar, por lo tanto era normal que estuviera salado. Pero lo más increíble era que el niño había respondido en inglés.
    Aquel mismo día el doctor Martínez habló con la madre y el padre de Carlitos:
    – Su hijo aprende con el estómago... –fue su conclusión.
    – Disculpe, doctor – dijo el señor Perales–. ¿Ha bebido usted?
    El doctor estaba ofendido. Él nunca se embriagaba. Pero aún así explicó:
    – Las personas aprenden con los sentidos, sobre todo, con la vista y el oído, pero su hijo aprende especialmente con el estómago.
    – Es broma, ¿no? –preguntó entonces la madre.
    Pero el doctor puso al hijo ante los padres. Después le dio para comer un libro en alemán que trataba de unos gnomos del bosque que organizaban carreras en saltamontes.
    – Hallo, Karl, was hast Du gelesen?
    – Ein sehr interessantes Buch, herr Doktor. Ich mag es.
    Los padres se quedaron tan sorprendidos que ni pudieron decir nada en tres días. Habían perdido la voz.


* * *


    El doctor Martínez estaba muy contento con sus experimentos. Pensó que iba a presentar aquel caso a un congreso de científicos. Serían un gran impulso para su carrera profesional.
    –Doctor – preguntó la madre de Carlitos–, ¿de verdad que va a presentar el caso de nuestro hijo a sus compañeros? Pero después es que ellos van a querer conocerlo y van a tratarlo como si fuese un extraterrestre...
    El doctor Martínez sonreía pero no escuchaba. Él estaba muy satisfecho con aquellos acontecimientos. Por nada en el mundo iba a renunciar a aquellos papeles que tenía encima de la mesa, donde recogía todas sus experiencias...
    –Carlitos – se oyó entonces la voz de la señora Perales–, ¿por qué te comes ahora esos papeles?
   Cuando el doctor se volvió, comprobó lleno de horror que Carlitos se estaba comiendo todas sus notas, aunque no tuvieran dibujos.
    – Pero… ¿qué estás haciendo? –le preguntó el doctor con el alma en los pies.
    Carlitos se tragó el último trozo de papel y luego dijo:
   – Caro colega, creo que ha hecho un estudio excelente. Cuando tenga otro, avíseme...
   Al doctor Martínez no se le cayeron entonces las gafas al suelo. Fue él mismo quien se cayó cuando comprobó que no podría demostrar nada...
    Carlos y su mamá salieron por la puerta de la consulta mientras el niño preguntaba a la madre:
   – Mamá, mamá, como he sido muy bueno y ya puedo comer cosas sin dibujos, ¿me dejas tomarme mañana un cuento de brujas feas de postre?
    – Claro, cariño, claro que sí... 


© Xavier Frías Conde

LOS BIGOTES DE GIANNI "ATTACCAPANNI"

    El insigne Gianni Attaccapanni fue un coronel italiano de finales del siglo xix y principios del xx. Por lo visto participó en algunas guerras por África y Europa, pero en realidad no pasó a la historia por eso, sino por sus enormes bigotes.
    Sí, veréis. Tenía unos bigotes que, de punta a la punta, medían aproximadamente un metro. El coronel Attaccapanni estaba muy orgulloso de ellos. Eran unos bigotes que se extendían a partir de los labios superiores y que al llegar a la punta se curvaban hacia arriba, hasta formar un gusanillo de dos vueltas.
    Pero no os creáis que Gianni había nacido con aquellos bigotes. No, claro, no. Nació sin ellos. De niño, tenía el morrillo todo pelado, como un culito de bebé. Fue a partir de los veinte años cuando su bigote empezó a tener una presencia real extendiéndose más allá  del labio superior. Crecían lentamente aquellos bigotes sin llegar a curvarse en sus extremos, hasta que alcanzaron veinte centímetros de longitud, todos finitos y bien cuidados, firmes, negros y tiesos.
    Ya por entonces era cabo en la corte de Saboya, donde se dedicaba a colaborar con la unidad italiana del Garibaldi. En aquellos tiempos, sus bigotes causaban la envidia de todos, tanto que su capitán, Antonino Zucchino, se los mandó cortar.
    El cabo Attaccapanni se negó. Desobedecía una orden de un superior por considerarla injusta y desproporcionada. Entonces el capitán Zucchino, queriendo dar ejemplo, agarró el sable delante de todo el regimiento y lanzó un golpe formidable contra una de las puntas del ya crecido bigote de su subordinado. Pero el efecto no fue el esperado. El sable no rompió el extremo del bigote, sino que el propio sable se desastilló como un palo podrido que batiese contra una barra de acero.
    El capitán se quedó asombrado. También el resto del regimiento que contemplaba la escena en absoluto silencio. Tanto fue así que el capitán aún corrió hasta su despacho y recogió una catana japonesa que le había sido regalada por uno samurái años atrás, cuando se ocupaba de hacer la ruta de la seda para los franceses. Por lo visto aquella catana era irrompible, con que allá volvió con ella junto al cabo Attaccapanni y golpeó con todas sus fuerzas en la misma punta de los bigotes donde había roto su sable.
    El impacto fue brutal. El cabo Attaccapanni saltó por los aires a causa del impulso, pero, a pesar del golpe, su bigote permaneció intacto. La catana había volado por los aires y también el capitán Zucchino, que aterrizó en un gallinero vecino, para susto de las gallinas y enfado del gallo del corral, que veía en aquel hombre, con gorro de plumas y traje a colores, una competencia desleal.
    Y fue precisamente ahí donde comenzó la leyenda de los bigotes del Gianni Attaccapanni. Incluso tuvieron participación en alguna campaña militar en África, tanto que salvó la vida propia y la de algunos compañeros de armas gracias a ellos.
    Tal como cuentan las crónicas, fue así: Era un día de agosto, todo lleno de polvo y moscas. Las tropas italianas estaban avanzando por un desfiladero. De repente, los soldados enemigos surgieron como hormigas por entre las rocas y comenzaron a disparar contra las tropas italianas. Los soldados huyeron a toda la velocidad, también Gianni Attaccapanni, ya por entonces teniente. Pero los soldados enemigos bajaron hasta el camino. El teniente Attaccapanni ya se había quedado sin balas. Y lo que era aún peor, su fusil con bayoneta había quedado inutilizado a raíz de un balazo enemigo. Ya en aquellos tiempos, el bigote del teniente Attaccapanni era grande, casi parecía los cuernos de un búfalo. Y fue precisamente eso lo que hizo: usar sus bigotes como si fueran los cuernos de un búfalo. Se lanzó de frente como un toro y con sus cuernos mandó a los enemigos por los aires. Incluso un par de soldados italianos heridos lograron engancharse de los bigotes del teniente Attaccapanni y consiguieron así salvar la vida.
    Por aquella hazaña, el ministro de la guerra concedió al teniente Attaccapanni la medalla al valor, que le clavaron en los bigotes, y fue ascendido a capitán.
    Y de ahí arranca la fama del Gianni Attaccapanni, de su bigote. Poco a poco fue haciendo su carrera militar ya sin tener que pisar un terreno de guerra. Claro, sus bigotes imponían respeto a todos. Tanto fue así que cuando alguien le llevaba la contraria, él comenzaba a mover la cabeza al tiempo que sus bigotes vibraban en el aire hasta producir un sonido semejante a espadas, con lo cual nadie osaba llevarle la contraria.
    Pero el secreto mejor guardado era cómo era el coronel Attaccapanni en casa. Cuando volvía del cuartel, el militar se ponía las zapatillas, la bata y se adormilaba durante horas en su sofá favorito del salón, mientras el viejo reloj de carillón daba las horas imperturbable. Luego, su mujer era quien realmente sacaba provecho de los enormes bigotes de su marido. Los usaba para tender la ropa mojada o bien para hacer madejas. Y es que, en el fondo, aquel era el mejor uso a que se podía someter aquel mostacho inmenso, porque attaccapanni simplemente significa “percha” en italiano.

© Xavier Frías Conde

EL "SIGNOR" MATTEO

     Cada día, al ir a la escuela en el centro de Cagliari, veía a aquel mendigo sentado más o menos en el mismo lugar. Yo era muy pequeño, por eso no entendía muy bien por qué existían los pobres. Por eso, le pregunté a mi madre por qué aquel señor estaba acostado en la calle todos los días que yo iba a la escuela, tan sucio, con la ropa hecha harapos y los zapatos rotos, además de con un brazo retorcido, el izquierdo, que siempre mantenía inmóvil pegado al cuerpo.
     He de confesar que aquel hombre me daba miedo y que era lo  más parecido que había visto nunca a un monstruo, por eso, al principio, cuando pasaba por la calle a su lado, siempre le apretaba la mano a mi madre. Pero lo que no acababa de entender era que aquel hombre tuviera unas monedas encima de un pañuelo. Para qué necesitaba un hombre así el dinero, me preguntaba yo...
     Mi madre me había explicado que aquel hombre era un “pobre”. Y a partir de ahí descubrí que existían personas que no tenían casa, ni dinero, ni ropa. Aquello me llenó de angustia y comencé a desarrollar unos sentimientos de solidaridad muy propios de la infancia.
      Y aquel mendigo, ya incapaz de producir más miedo en mí, pasó a ser un elemento más de mi paisaje. Y según yo ya iba teniendo edad y disponía de uno poco de dinero, le echaba unas monedas. Él levantaba levemente la cabeza y murmuraba unas palabras de agradecimiento. Y poco a poco llegué a conocer que aquel mendigo se llamaba Matteo, porque tenía un nombre, como todas las personas. Por el aquel de devolverle la dignidad que toda persona merece, para mí se convirtió en el signor Matteo.
    Cuando ya cambié de escuela y empecé el instituto, nos mudamos a Quartu, que cae a diez kilómetros de Cagliari. Perdí de vista al signor Matteo, pero no completamente, pues los fines de semana, cuando iba a pasear por el centro de Cagliari, siempre en aquella calle cerca del Belvedere, el signor Matteo seguía tirado en la calle, con unas pocas monedas a su lado, aunque en alguna ocasión me pareció que el brazo paralítico no era el izquierdo, sino el derecho. Pensaba entonces que era una jugarreta mi imaginación.
     En la nueva escuela comencé a interesarme mucho por el fútbol. Enseguida pasé a jugar en un equipo local que participaba en campeonatos alrededor de la zona de Cagliari. Poco después, hice un bueno amigo, Roberto, que además iba a mi escuela. Pero alrededor de él había siempre un halo de misterio en lo concerniente a su familia, nunca hablaba de ella y nunca lo veía acompañado por su padre o su madre. Por lo demás, era un chaval absolutamente normal.
     Un día, durante un entrenamiento, Roberto se cayó de mala manera y se hizo bastante daño en un pie. No es que fuera nada de grave, pero el entrenador dijo a Roberto que él incluso lo llevaba a su casa. Roberto protestó, por nada del mundo iba a permitir que el entrenador lo acompañara. Al final, yo me ofrecí a acompañarlo. Al entrenador le pareció bien, a Roberto no, pero tenía mal el tobillo y no podría llegar solo a su casa, de manera que al final tuvo que aceptar mi oferta._
    Mi compañero vivía en una zona antigua de Quartu, donde las casas son unifamiliares y casi no hay diferencia entre la vida dentro y fuera de las casas. Aquello era un laberinto de calles donde era un riesgo aventurarse uno solo.
      Allí estaba la madre, que al principio se asustó, aunque luego se calmó cuando vio que no era para tanto. Y también una hermana mayor que, según pude ver, estaba estudiando en la universidad por los libros que tenía encima de la mesa.
     La familia de Roberto me agradeció las atenciones, pero de alguna manera me echaron de allí. Yo me volví para casa pensando en lo extraña que era aquella familia y debo decir que se me estaba comiendo la curiosidad. ¿Tendrían tal vez algún negocio ilegal en casa y no querían visitas en su domicilio? Fuera como fuese, pasaron dos días y Roberto no apareció por el instituto. Le pregunté a nuestra tutora y ella me dijo que la habían llamado de la casa de él para notificarle que Roberto debería estar con la pierna inmovilizada una semana.
     Me ofrecí a la tutora para llevarle las notas a Roberto y echarle una mano con las clases. Así, una tarde me dirigí a casa de Roberto, intentando recordar cuál de aquellos callejones –en la realidad eran todas iguales– era la suya. Pensé que debía haber hecho como en el cuento de Pulgarcito, cuando había dejado un rastro de migas para encontrar el camino de regreso, pero no había manera. Después de dos horas, cuando ya estaba atardeciendo, en medio de mi desolación por no encontrar la casa del Roberto, me crucé de repente con el signor Matteo. Aquel encuentro era sorprendente. A pesar de la poca luz, lo reconocí a la primera. Caminaba ligero y hasta en los bolsillos le sonaban bastantes monedas.
    Mi curiosidad se sobrepuso a cualquier otra sensación que ya entonces me rondaba (enfado, hambre, desesperación...). ¿Viviría por allí aquel hombre? Y en tal caso, ¿dónde? ¿Debajo de un puente, en alguna cueva? ¿O simplemente venía por aquel barrio para resolver algún tipo de negocio? ¿Acaso el signor Matteo no se conformaba con ser pobre y, además, era un delincuente?
    Lo seguí durante unos quince minutos por el laberinto de calles mientras la oscuridad se apoderaba del barrio. Las farolas de la calle eran muy pocas, de manera que la visibilidad era muy escasa. Al fin y a la postre, el signor Matteo llegó la una puerta que solo estaba cubierta por una cortina. Entró. Yo me quedé fuera. Era incapaz de reaccionar. No quería creerlo. Aquella puerta era precisamente la de la casa de Roberto. ¿Significaba aquello que el signor Matteo era el padre del Roberto?
     Regresé como pude a mi casa, con la cabeza llena de preguntas. Quería conocer cuál era la relación que unía a Roberto con aquel mendigo.
     Al día siguiente, después de las clases, volví a casa de Roberto. Había conseguido un plano de la villa y había hecho unos cálculos de por dónde se encontraba. Yo casi ya parecía un explorador del África tropical. En cosa de una hora fui capaz de localizar la casa, pero estaba cerrada, no había nadie.
Aquello era un inconveniente. Así no podría entrar y, con la disculpa de entregar los deberes de clase a Roberto, resolver aquel misterio.
    Mientras yo contemplaba la puerta de aquella casa, parado en medio de la calle con cara de tonto, una vecina plantó la silla de mimbre delante de su puerta para aprovechar los últimos rayos de sol del día. Se trataba de una mujer muy vieja, de una edad indeterminada, que enseguida reparó en mí.
    La mujer tenía ganas de charla, probablemente vivía sola. Vestía aún según el modo tradicional, esto es, de negro. Me miró curiosa durante unos segundos hasta al final me preguntó:
– ¿Busca a alguien?
Yo me había enterado de su presencia pero no esperaba que se dirigiera a mí. Balbuceé una respuesta:
– Mi compañero de escuela, Roberto... Es que anda lesionado y no vino hoy...
–La mujer suspiró y comprobó que ya tenía por dónde empezar. Y así supe que mi amigo estaba en el hospital, porque se había dañado otra vez, y que el signor Matteo era, efectivamente, su padre. Pero lo que me asombró de todo fue oírle decir a la mujer cuando hablaba del signor Matteo:
– Es un muy buen hombre, un gran trabajador. Por lo visto trabaja de estibador en el puerto, yo no se lo sé seguro, pero trabaja tanto que ha sido capaz de pagarles la carrera universitaria a dos hijos y aún hace lo mismo con una tercera…
     Después de aquello yo me quedé mudo. No podía entender cómo “trabajando” de mendigo se podía ganar tanto dinero. En cualquiera caso, aquel fue un secreto que guardé para mí y que ni siquiera llegué a compartir con mi amigo Roberto.

martes, 29 de marzo de 2011

LA ESTRELLA DE CINCO HOTELES


    Érase una vez una estrella muy pequeña y apagada. 
    Durante muchos millones de años, había sido una estrella normal, pero por entonces ya era una esferita pequeña, una roca tranquila en medio del cosmos, donde, a veces, algunos pequeños volcanes, del tamaño de una casa de dos pisos, aun escupían algo de lava. 
     Y la estrella viajaba por el firmamento, sin siquiera tener un planeta que le diese vueltas. 
    Y entonces se quedó girando a varios millares de kilómetros de la Tierra. Le había gustado a la estrella aquel sitio. Enseguida unos astrónomos descubrieron su existencia, de manera que al cabo de unos meses ya habían lanzado una expedición hasta la estrella, compuesta por una nave exploradora. 
    Cuando los astronautas vieron que se trataba de una pequeña estrella apagada, con algunos volcanes activos que echaban lava cada tres horas, decidieron que era un sitio estupendo para hacer turismo. Enseguida mandaron naves constructoras, que levantaron cinco hoteles en la estrella, ni uno más ni un menos, porque no cabían más. Alguien tuvo la feliz idea de hacer una laguna con la lava que salía de los volcanes, que resultó ser excelente para las enfermedades de la piel y de la respiración. 
    Y desde entonces, en la publicidad, siempre decían: “Véngase a pasar sus vacaciones a la estrella de cinco hoteles”.

© Xavier Frías Conde

PARA QUÉ SIRVEN LAS HADAS


    Valentina iba caminando toda triste por la orilla de la carretera. Al fondo, a sus espaldas, quedaba la fábrica textil de la que la acababan de echar. La habían despedido del trabajo solo porque la descubrieron probándose la ropa de lujo que otras mujeres afortunadas llevarían una o dos veces y que después dejarían para siempre jamás en el fondo de un armario. ¡Qué injusto era el mundo...!
     Y ahora tendría que volver para casa y explicarle a su familia lo ocurrido, lo cual no sería fácil. 
     Valentina, después de media hora caminando, llegó puente viejo que permitía entrar en el pueblo. Era un puente muy antiguo, del tiempo de los moros, en que ella no reparaba nunca a pesar de haberlo atravesado cientos o quizás miles de veces. 
     Y fue entonces cuando, entre los juncos, vio algo que se agitaba. La joven pensó que tal vez se trataba de un pez que se había enredado en los cañaverales. Podría pillarlo y tendría la cena resuelta. 
     Descendió por tanto a la orilla del río y metió la mano en el agua sucia buscando a lo loco, hasta que dio con un cuerpo tierno, pero no tanto como un pez. Incluso hasta parecía que iba vestido. La joven sacó aquello del agua y cuál no fue su sorpresa al ver delante de ella un ser en que nunca había creído: se trataba de una xana, un hada de las aguas. Estaba desmayada, o tal vez muerta. Valentina no era experta en aquellas cosas, pero había visto en televisión que, cuando alguien se ahogaba, le hacían el boca a boca. Ella también lo probó, pero casi le hizo explotar los pulmones a aquella criaturita que, por aquella razón, o acaso por el aliento a chicle de menta de la joven, se despertó. 
     Le dijo: 
     — Gracias por salvarme. Si no fuera por ti, me quedaba ahí muerta. 
     — ¿Eres una hada? 
     — Sí, una xana. 
     — ¿Y cómo es que estabas a punto de morir? 
     — Bueno, la verdad, las hadas no resistimos la polución de los ríos. Yo me descuidé y descendí por este hasta que llegué al pueblo. Y aquí ya no pude aguantar el grado de porquería que echáis al agua... Pero dejemos eso. Como me has salvado la vida, he de recompensarte concediéndote un deseo. 
     Valentina se puso toda contenta. Nunca había tenido aquella oportunidad. Pero sabía muy bien lo que quería. 
     — Verás... yo siempre quise tener el vestido más bonito del mundo. Quiero que sea así... 
     Y empezó a explicarle al hada cómo lo quería. A cada instante, la xana agitaba su varita y cambiaba un detalle aquí, otro allá y otro acullá; o bien alargaba de aquí y acortaba de allá; pero enseguida cambiaba el color por un lado, por otro... 
     Valentina resultó ser una caprichosa, nunca estaba contenta con el resultado. Tanto fue así, que al cabo de dos horas el hada se quejó: 
     — ¡Oye, que yo soy un hada, no una diseñadora!
     Valentina la miró enfadada y le gritó: 
     — ¡Menuda hada estás tú hecha, chapucera! 
     El hada se sintió ofendida y en ese preciso momento agitó con fuerza la varita en el aire. Valentina sintió que empezaba a desaparecer, pero antes aún pudo sentir que la xana le decía: "¿No querías el mejor traje? Pues ahora los vas a tener todos... al menos una vez". 
     Cuando la joven abrió los ojos, al cabo de unos segundos, ya no pudo moverse. No tardó en comprender lo que le había pasado: estaba convertida en un maniquí, justo en su antigua fábrica, en la sección donde siempre probaban aquellos trajes tan caros.

© Xavier Frías Conde

lunes, 28 de marzo de 2011

EL MONSTRUO DEL CUARTO DE ANGÉLICA

     Angélica entró corriendo en el cuarto de sus padres. 
     Abrió la puerta de una patada y saltó por encima de la cama, donde el padre roncaba como un búfalo. 
     — Papá, tengo mucho miedo, hay un monstruo en mi alcoba —dijo la niña temblando. 
     El padre abrió un ojo, después el otro, cerró un ojo, después el otro. Siguió roncando. 
     Pero la niña no iba a rendirse tan fácilmente. 
     — ¡Papá, papá, que hay un monstruo en mi cuarto! ¡Tienes que venir ya! 
     Y para convencerlo, le cogió la mano izquierda, que flotaba fuera de la cama y tiró de ella hasta que el padre se cayó al suelo. Aunque solo tuviera seis años, Angélica tenía mucha fuerza. De hecho, cuando se tiene miedo, la fuerza aumenta. 
     El sistema había funcionado, faltaría más. 
     —¡Papá, ven  inmediatamente! 
     El papá se levantó. Se puso una zapatilla, la otra no la encontró, pero como estaba medio dormido metió el pie en una bolsita de plástico que andaba por el suelo, pero él ni se dio cuenta. 
     Angélica tiró de él hacia la alcoba. Aquello estaba bastante oscuro, pero la niña señaló al armario que tenía la puerta medio abierta. 
    — Ahí dentro —dije ella—. Ahí dentro hay un monstruo. 
    El padre se rascó la cabeza, abrió la puerta del todo, metió la mano y…  ¡soltó un grito! 
     — ¿Pero qué es esto? —exclamó, ya despierto del todo. 
     — Es Jindo. 
     — ¿Y quién es Jindo? —preguntó el padre que intentaba sacar la mano que se le había quedado atrapada por algo o alguien, pero no veía nada porque estaba todo muy oscuro. 
     — Es mi amigo. 
     — Pues dile a tu amigo que me suelte. 
     — Jindo —mandó la niña sin dudar—, papá no se come ni es un juguete. Suéltalo. 
     Enseguida  Jindo soltó al papá. 
     Este se fue hacia la puerta y encendió inmediatamente la luz. Lo que vio en el armario lo dejó congelado. Allí dentro había una masa peluda, con dos grandes ojos, un punto negro que debía ser el hocico y dos inmensos colmillos como dos pequeñas lanzas. La verdad es que resultaba aterrador. 
     — Pero, Angélica, ¿desde cuándo tienes ese monstruo en el armario? 
     — No digas eso, papá,  Jindo no es ningún monstruo. El monstruo es esa bola que hay a su lado. 
     El padre echó un vistazo a la bola. Se trataba de un viejo oso de peluche que había sido suyo de niño y que la abuela había dejado en el armario hacía un par de días. Era muy feo, la verdad, pero era solo eso: un peluche. 
     — Angélica, es un peluche mío, jugaba con él de niño. 
     — Ah, bueno, entonces no hay problema. Vámonos todos a la cama. 
     Y la niña, a la vista que el padre no se movía, lo empujó para fuera y después cerró la puerta. El padre aún pudo oír a la niña decir al monstruo: 
     — Oye, Jindo, tienes que ser más educado con las personas de mi familia. No puedes comer te a cualquiera que entre en este cuarto, ¿vale?

© Xavier Frías Conde

domingo, 27 de marzo de 2011

ESTO ES JALOUIN


     La nueva maestra vino toda contenta con su proyecto estrella: 
     — Este año vamos a celebrar el jalouín. 
     — ¿El qué? —preguntaron los estudiantes a coro. 
     — El jalouín —repitió ella. 
     — ¿Y qué es eso? —preguntó Melquiades. 
     — Es una cosa moderna. Se trata de hacer una fiesta de terror —siguió explicando la maestra—. En realidad es una fiesta que celebran año tras año en los Estados Unidos. Y vosotros tenéis que ser modernos también, con que este año lo vamos a celebrar aquí. ¿Qué os parece? 
     La maestra esperaba una respuesta entusiasta de sus estudiantes, pero estos se quedaron mirándola con la boca abierta, como si esperaran que pasara por allí una mosca bombardera, cosa poco probable por el momento del año en que estaban. 
     Pero la maestra no se desanimó. Decidió ponerse manos a la obra con el proyecto y comenzó a organizar la fiesta para sus estudiantes, que obedecían ciegamente las instrucciones, aunque no entendieran bien de qué iba todo aquello. 
     Cada uno de ellos fue nombrado responsable de una tarea o función del jalouín. 
A Vicente le encargaron que trajera las calabazas para la decoración. 
     Pero Vicente no tenía calabazas, en casa el único que encontró fueron pepinos, que para él eran relativamente parecidos. Se trajo unos cantos. 
     — ¿Y eso? —exclamó la maestra casi enfadada—, ¿cómo quieres que hagamos máscaras con los pepinos? Precisamente las calabazas son para hacer cabezas; se agujerean por dentro, se les hacen unos ojos y una boca en forma de sierra y luego se meten velas por dentro para que iluminen y den miedo… —explicó la buena maestra. 
     Pobre. Sin embargo, Vicente se puso a trabajar con una navaja y fabricó una cabeza de elefante con un pepino. Miedo no daba, pero tenía mucho arte. Además, después serviría para hacer un buen puré de pepino. 
     La maestra explicó después a los estudiantes que debían maquillarse y vestirse con harapos. Para eso les mostró algunas fotografías. 
     Los chavales parecieron comprender. 
     — Señorita —dijo Melquiades—, yo voy a venir vestido que va a echar a temblar de miedo… 
     — ¡Menos mal, menos mal! —exclamó la maestra pensando que, por fin, sus estudiantes empezaban a entender de qué iba aquello del jalouín y que, de golpe, iban a ser civilizados, iban a celebrarlo como el resto de chavales occidentales, que ponen todo su interés en aquella fiesta fantástica. 
     Melquiades, ya el día de jalouín, llegó a clase. En realidad se trataba de una figura altísima, con un aspecto que recordaba terribelmente a Frankenstein, pero no era verde, era naranja. De aquel bulto salió la voz de Melquiades saludando a la maestra: 
     — ¿Le gusta el monstruo? 
     — Impresionante. 
     — Me alegro — y entonces, el chaval salió de detrás del monstruo y se quedó en medio de la clase. No iba disfrazado. 
     Pero lo peor no fue eso. Lo peor es que el monstruo parecía tener vida propia. Tirando por lo alto medía dos metros y medio. Daba pasos torpemente. 
     — ¡Melquiades! —chilló la maestra aterrizada—. ¿Qué es eso? 
     — Se llama Golosina, porque es muy dulce, o por lo menos eso dice mi abuelo —explicó Melquiades—. Mire lo que sabe hacer: Golosina, muestra el cerebro. 
     Y entonces, el gigante movió una de sus manos, soltó una especie de clavija de un lateral del rostro y este abrió como si fuera una escotilla. Allí se veían los ojos como dos bolas redondas y un cerebro en funcionamiento del que, a veces, salían chispas. 
     La maestra no lo soportó. Soltó un grito de terror que resonó en toda la escuela. Después se desmayó.
     Cuando la maestra recuperó el sentido, dos horas después, recordó lo que había pasado, pero no quiso hablar del asunto, prefirió fingir que nada había ocurrido. Con todo, se tomó una semana de vacaciones y fue a respirar los aires muy contaminados de la ciudad, que le sentarían bien, sin duda. Ni remotamente volvió a proponer celebrar ninguna otra fiesta de jalouín, nunca más. 
     Un año después, cuando llegó de nuevo el jalouín, la maestra propuso ir a recoger setas al campo. Y entonces Melquiades pensó que, tal vez, sería buena idea llevarse Golosina porque era muy fuerte y podría cargar con un saco lleno de hongos. A buen seguro —pensó él— que a la señorita le encantaría la idea.

© Frantz Ferentz

EL MISTERIO DEL SAUCE LLORÓN


    Patricia y Jaime eran hermanos. Vivían en una preciosa casa con un inmenso jardín, todo lleno de plantas y con varios árboles. Precisamente uno de estos árboles no era muy normal. Se trataba de un sauce llorón que siempre tenía un aspecto más triste de lo que estos árboles suelen tener.
    Los dos hermanos siempre jugaban juntos en el jardín. Recogían flores y hacían castillos de arena. También recogían la fruta de los árboles, menos del llorón, que no daba nada.
    Pero  una noche ocurrió algo extrañísimo. Al llorón le salieron un par de ojos en el tronco con sus cejas de color verde. Dos de sus ramas se convirtieron en una especie de brazos y dos de sus enormes raíces se salieron del suelo transformándose en piernas.
    Daba miedo verlo, porque más que un árbol parecía un monstruo vegetal. 
    En cuanto tuvo la forma de árbol andante, se dirigió hacia la casa. 
    Él sabía muy bien dónde dormían Patricia y Jaime. Era en el piso de arriba, en una esquina. Como era muy alto, sus ojos llegaban hasta aquella ventana sin problemas. Miró hacia adentro y vio a los dos hermanos dormir tranquilamente.
    Pensó entonces el árbol-monstruo:
    – Tengo que asustar a este par de críos... Nunca me hacen mucho caso cuando están jugando en el jardín...
    Parecía que el árbol estaba celoso.
   Empujó la ventana con una de sus ramas-brazos y esta se abrió sin hacer ruido. Luego hizo un ruido extraño que sonaba algo así:
    – ¡Vuuuuuuf!
    Pero los dos hermanos no lo oyeron porque estaban profundamente dormidos.
    El árbol, después de intentar lo mismo varias veces, volvió a su sitio y enseguida recuperó su forma de árbol. Mientras amanecía, pensaba:
    – La verdad, es mejor que no los haya asustado, porque si no, no me regarían y me secaría.
    ¿Qué obligaba al sauce llorón a asustar a los niños?
    ¿Qué fuerza lo convertía en un monstruo vegetal de noche?
    ¿Por qué tenía un aspecto tan triste?
    La cuestión es que, después del cole, los chicos volvieron a casa y se pusieron a jugar en el jardín como todos los días. Entonces Patricia se fijó en el sauce llorón y dijo a su hermano:
    – Jaime, ¿has visto al llorón?
    – ¿Qué le pasa?
    – No sé, pero creo que no está exactamente en el mismo sitio de ayer.
    – Eso es imposible –dijo Jaime–, los árboles no andan.
     Patricia no estaba muy convencida, pero pensaba que su hermano tenía razón y ya no se fijó en él.
    Aquella misma noche, el llorón volvió a transformarse como en el día anterior. Le salieron otra vez ojos, brazos y piernas. Luego se movió de su sitio y se colocó al pie de la ventana del dormitorio de los dos hermanos.
    Quería intentar asustarlos de nuevo, pero no se atrevía. Tomó valor y golpeó con las ramas en los vidrios, como si el viento las moviese. Pero los niños no se enteraron de nada.
El llorón regresó después de un rato a su sitio y volvió ser un árbol normal, normal, es decir, plantado en el suelo.
     Al día siguiente, Patricia y Jaime estaban jugando en el jardín como de costumbre. Patricia volvió reparar en el sauce llorón y le comentó a su hermano:
    – Te aseguro que el sauce hoy tampoco está en su sitio.
    – Eso no puede ser –dijo Jaime.
    – Ven a ver.
    Cuando los dos niños se acercaron al árbol, comprobaron que la tierra alrededor estaba removida.
    – ¿Qué habrá pasado? –preguntó Jaime.
    – No lo sé –contestó Patricia–, pero es muy raro, porque parece que el sauce se haya movido durante la noche.
     – ¡Anda ya!
    Los niños fueron al centro del jardín y al poco tiempo se olvidaron del sauce. Estuvieron jugando hasta la hora de la cena y luego se fueron a acostar.
    Un rato después, el sauce se transformó por tercera vez en un monstruo vegetal. El gato de los vecinos, que cruzaba en ese momento por el jardín, se llevó el mayor susto de su vida al ver aquel árbol caminar por la hierba. Salió corriendo y estuvo escondido en la cocina de su casa una semana entera.
    Cuando el sauce llegó a la ventana, miró hacia el interior de la habitación. Los dos niños dormían plácidamente. El sauce quería volver a asustarlos.
    Empujó la ventana y metió sus ramas dentro del cuarto. Primero alcanzó a Jaime y luego a Patricia.    Enseguida los dos niños empezaron a agitarse y acabaron despertándose.
    – ¡El sauce! –gritó Jaime.
    – ¡Está aquí! –añadió Patricia.
    El árbol vio que los niños se asustaban de veras. Le dio mucha pena. No quería meterles miedo, aunque sentía la necesidad de hacerlo. Entonces les dijo:
    – Perdonadme, yo no quería, pero algo me impulsa a hacerlo...
    Los niños no se enfadaron con el árbol; todo lo contrario, quisieron ayudarlo. El sauce les contó su historia.
    – Antes de que construyeran esta casa, aquí vivía una bruja malvada llamada Ceferina. Siempre estaba haciendo potingues que le salían fatal. Yo entonces era solo un esqueje de árbol y tuve la mala suerte de que probó conmigo un brebaje que hacía andar a los árboles... Pero aunque lo consiguió, me quedé muy triste para siempre, porque aquel brebaje causaba mucha pena.
    – Y qué le pasó a la bruja Ceferina? –quiso saber Patricia.
    – Pues que un día, probando uno de sus hechizos, explotó todo y ella salió volando por los aires. Creo que la bruja acabó en medio de la selva ecuatorial. Después, la ciudad creció hacia acá y en este sitio hicieron vuestra casa. Yo ya estaba aquí y me dejaron en vuestro jardín.
    – Ya, pero sigues siendo un árbol triste –dijo Jaime–. Por eso te pones a asustar a la gente.
    – Sí, yo no pudo evitarlo.
    – Entonces, hay que lograr que te pongas contento –añadió Jaime.
    – ¡Yo tengo la solución! –exclamó Patricia.
    – ¿Y cuál es? –preguntó Jaime.
   – Mi profe dice que cuando alguien está triste, lo mejor es contarle unos buenos chistes para que se ría a carcajadas.
    Los dos niños acompañaron al sauce a su sitio. Después empezaron a contarle todos los chistes que se sabían. 
     Durante varios días, fueron viniendo sus amigos a contarle chistes al árbol y, al poco tiempo, las ramas del sauce se fueron elevando hasta que perdió por completo su aspecto de tristeza. Las carcajadas del sauce se oían por toda la ciudad y sonaban muy bien. A la gente le alegraba mucho oír aquellas risas vegetales.
     Y ya después de tres días seguidos de maratón de chistes (hasta el hijo del dueño del bazar chino había venido a contar chistes en chino, pero el llorón lo entendía igual), el árbol les pidió por favor que parasen, que de tanto reír iba a darle un ataque de hipo. Gracias a tanta risa, se le habían limpiado todas las toxinas que todavía le quedaban.
     Los niños y el árbol se hicieron grandes amigos; desde entonce, el árbol solo ha salido de su sitio para jugar con ellos en el jardín... bueno y también para echar algún partidillo de fútbol, porque le encanta ese deporte, pero entonces le pedían que jugase de delantero, porque de portero ocupaba toda la portería.

    La madre  cerró el cuento, dio un beso a los niños, los arropó y salió de la habitación. Después, se dirigió al jardín. En bata y zapatillas, salió. Hacía una noche espléndida. Se acercó a un robusto sauce. Cuando estuvo a su lado lo saludó, le dio una palmada en el tronco y le dijo:
    –Te voy a contar el último chiste que me contaron hoy en la oficina...

© Xavier Frías Conde