Solo había leído unas páginas, pero estaba siempre tan cansado cuando era la hora de irse a dormir que ni tenía fuerzas para coger el libro. Le bastaba pasar los ojos por cuatro líneas y ya caía dormido como un bebé.
Y roncaba.
Roncaba como un oso en hibernación hasta que el despertador sonaba a la mañana siguiente.
Y así, aquel libro se quedó días, semanas, meses encima de la mesita de noche sin que ya Juan ni lo llegara a abrir.
Lo había olvidado del todo, como si el libro fuera parte de la mesita.
Pero fue durante la primavera cuando las cosas cambiaron.
Y no porque Juan de repente quisiera leer nuevamente el libro.
No. Fue por otra razón.
Y es que al libro comenzaron a surgirle raíces, como si fuera una planta.
Eran unas raíces muy pequeñitas al principio. Tan solo atravesaban la primera tabla de la mesa.
Además, se alimentaba de las gotas de agua que cada noche caían en la mesita de noche cuando Juan dejaba encima el vaso después de beber.
Y fue así como sin que Juan se diese cuenta, el libro se fue transformando en una planta semejante a un geranio.
Por suerte, la planta crecía y crecía poco a poco.
Hasta que un buen día, la planta comenzó a echar ramas, y de las ramas deberían haber brotado hojas.
Pero no fue así.
Lo que realmente habían brotado habían sido pequeños libros.
Al principio eran minúsculos. Eran seguramente libros bebé.
Juan, como llegaba tan cansado todos los días, ni se había dado cuenta. Él solo se tomaba su vaso de agua todas las noches y las gotas que caían en la mesa alimentaban a la planta. El pobre Juan estaba tan acostumbrado a ver ya aquella planta, que hasta pensaba que él incluso la había colocado allí encima de la mesa.
Pero al final, un día, Raquel, la hermana de Juan, fue a visitar a su hermano.
Entró en el cuarto de él y descubrió aquella planta que en vez de hojas daba libros.
No sabía lo que era, pero abrió uno de los libros sin arrancarlo.
Y comenzó a leerlo.
– Oye, Juan, es fantástica esta planta que da libros. Además, este que estoy leyendo es muy interesante.
Como ya os podéis imaginar, Juan no tenía ni idea de lo que le estaba contando su hermana.
– ¿Te has vuelto loca o qué?
– No. Mira aquí.
Ella le mostró aquel libro y también los otros que colgaban de la planta.
Juan, que entonces no estaba tan cansado, abrió otro libro y le gustó. Además, como eran muy pequeños, se leían muy bien.
– Están bien, ¿no?–reconoció Juan.
Juan estaba tan contento con su planta que enseguida contó aquello a todos sus amigos.
Además, cuando un libro estaba maduro, se caía de la planta y enseguida empezaba a formarse otro.
Juan se dedicó a regalar libros a todos sus amigos.
Las historias de los libros eran preciosas.
Poco a poco, todo el barrio tenía libros del Juan. Pero a él le gustaba sobre todo uno pequeñito que contaba la historia de un perro que quería aprender la lengua de los gatos, pero cuando quería practicarla con ellos, los felinos salían corriendo. Pobrecillo el perro...
Juan estaba decidido a leer aquel libro hasta al final, por eso se lo metió en la carpeta para poder leerlo cuando viajaba en autobús al trabajo.
Pero la alegría del Juan, de sus amigos y de los vecinos, duró poco.
La noticia del árbol que daba libros llegó a los oídos de las autoridades.
Un cierto martes aparecieron en casa del Juan unos agentes forestales del Ayuntamiento para preguntarle si tenía licencia municipal para tener aquella planta exótica.
Juan, lógicamente, no tenía nada, sólo el comprobante de compra del libro, pero eso no servía.
Los agentes forestales del Ayuntamiento se iban a llevar la mesita de noche al Ayuntamiento cuando, de repente, entraron unos agentes de la SDPDDAQSLN, que quiere decir: Sociedad De Protección De Derechos De Autor Que Son Los Nuestros.
– ¿Usted tiene derechos de autor de todos los libros que produce esta planta?
– No... –respondió Juan todo preocupado.
– Entonces tendrá que pagar una multa de varios millones de euros...
– Pero si yo solo tengo trescientos euros, una colección de cucharas de café y un MP3.
– Entonces confiscamos la planta –dijeron los agentes de la SDPDDAQSLN
Pero también los agentes forestales del Ayuntamiento estaban allí para confiscar la planta.
Entonces se pusieron a discutir entre ellos para ver quién tenía más derecho a quedarse con la planta.
Entre gritos, habían sacado la mesita de noche fuera de la casa de Juan.
Pero la planta, en cuanto estuvo fuera, se secó.
Los vecinos contemplaban atemorizados aquella escena.
Al ver la planta muerta encima de la mesita de noche, los agentes forestales del Ayuntamiento se marcharon por la derecha, mientras los agentes de la SDPDDAQSLN se marcharon por la izquierda.
A Juan se le escapó una lágrima de tristeza.
Recogió su mesita de noche y se la llevó para su cuarto.
Retiró la planta muerta.
Y unos días después, recordó que aún conservaba aquel libro del perro que quería hablar la lengua de los gatos...
Pero estaba siempre tan cansado...
Por eso dejó el libro encima de la mesita de noche...
Hasta que, después de unas semanas, sin que Juan se diera cuenta, aquel librito también empezó a estirar sus raíces por la mesa.
© Xavier Frías Conde