lunes, 21 de abril de 2025

EL REY DICOTOMÍO Y EL ORDENADOR QUE SE REÍA EN SU CARA

 

El rey Dicotomío II recibió de manos de un embajador extranjero un ordenador para que pudiera escribir en él todas sus órdenes. 

El monarca gobernaba en un reino que parecía anclado en el siglo XVIII, por lo que tener un ordenador era algo increíble. Ninguno de sus súbditos sabía qué era aquella cosa con una especie de cabeza y un gran ojo, un cuerpo metálico, debajo de la mesa, sujeto a la cabeza mediante cables. El conjunto finalizaba con unos botones que se colocaban al pie de la cabeza y donde, al tocar cada uno de ellos, aparentemente se comunicaba con el dispositivo. 

El rey permitió las visitas a su aparato. Entre la población causó un gran revuelo que aquella máquina hiciera tantas cosas. Se veían imágenes, tocaba canciones, hablaba en otros idiomas. Era increíble. Tanto era así que el rey Dicotomío bautizó al aparato como Sofío, porque sofía en griego significa sabiduría, como le explicó alguien de la corte real. De esta manera, indicó a todos que la computadora era la más sabia del reino, bueno, la segunda más sabia, porque el primero lógicamente era él, el rey, o eso decía.

Al principio, todo iba muy bien. Dicotomío realizaba videollamadas para hablar con otros reyes y presidentes del mundo. Y el ordenador colocaba subtítulos en el idioma del rey Dicotomío, pero él era demasiado lento para leer, de modo que siempre había a su lado un sirviente con estudios que le susurraba al oído lo que decían los demás.

Pero el problema llegó cuando tuvo que escribir. Ahí la cosa se torció. Y es que el rey, además de pasarse media hora buscando cada letra en el teclado, cuando la escribía, muy a menudo la palabra aparecía de forma diferente en la pantalla. Parecía que, al escribir, Sofío hacía lo que quería.

— La culpa es del corrector —se atrevió a explicar el criado con estudios—. La computadora piensa que lo que Su Majestad escribe está mal y lo cambia.

— ¿Cómo es posible que esta máquina juzgue mi forma de escribir? —el rey se sintió enojado. Si no fuera una máquina, habría ordenado ahorcar a Sofío, que lo colgasen del pescuezo, pero por suerte para él no tenía cuello.

El rey se quedó pensativo. Aquel dispositivo le resultaba muy útil, pero no le iba a permitir decidir cuándo cambiar la escritura o no. Además, cuando cambiaba una palabra, la que colocaba en la pantalla le resultaba incomprensible, incluso impronunciable. Parecía que hasta se inventaba palabras por su cuenta.

— ¿Quién rayos es el corrector? —preguntó Dicotomío al criado con estudios.

— Es un programa informático que detecta errores en la escritura y los reemplaza con formularios que se incorporan a su base de datos, una especie de lexicón que sigue aumentando, porque Sofío también aprende.

El rey no entendió ni una palabra de aquella palabrería y pensó que era algo mágico. Imagínense, en pleno siglo XXI todavía creía, como la mayoría de su pueblo, que una computadora era cosa de brujería y, por tanto, Sofío era un brujo.

Mandó llamar a su médico personal a la habitación donde estaba Sofío.

— Abre el vientre de esta cosa y encuentra a un enano que vive ahí dentro, y que es quien cambia lo que escribo.

El rey había llegado a la conclusión de que dentro de la torre del ordenador vivía un ser diminuto y era él quien modificaba sus escritos a su antojo.

—¿Qué barriga? —preguntó el cirujano asombrado al no ver barriga en la caja.

— ¡Esa! —el monarca señaló a la torre.

Por más que lo intentó, el cirujano no pudo clavar el bisturí en el metal. Para ello era necesario utilizar simplemente un destornillador, pero el doctor no lo tenía.

— Lo siento mucho, Su Majestad, pero no tengo las herramientas para operar máquinas —se disculpó el cirujano real.

Dicotomío II pensó en privar de alimento a Sofío. Lo desconectó de la corriente, que, todo hay que decirlo, venía del reino vecino mediante un cable, porque el rey nunca se molestó en instalar energía eléctrica en su propio reino.

Y así fue que, como no había electricidad, la computadora no funcionaba.

El rey intentó otro método. Llamó al obispo, porque tal vez se trataba de una posesión diabólica. Hicieron toda una serie de rituales alrededor del ordenador, para que expulsara los demonios que tenía dentro, pero ni así.

El rey iba a darse por vencido y olvidarse de la computadora, tal vez dársela a otro rey o venderla como chatarra, cuando la princesa Chindasvintas regresó de sus estudios.

Dicotomío estaba muy feliz de tener de regreso a su hija, aunque fuera solo de vacaciones. La joven, al ver el aparato, dijo emocionada:

— ¡Una computadora! ¿Finalmente vas a modernizar nuestro reino, padre?

— No funciona bien, hija. Mira lo que pasa cuando escribo.

De hecho, tan pronto como escribía algunas palabras, el corrector inmediatamente cambiaba de forma.

— ¿Lo estás viendo? 

— Por supuesto, padre. Esto sucede porque no has configurado el idioma de entrada.

La princesa trasteó brevemente los controles de la computadora y, después de unos momentos, anunció:

— La computadora fue configurada con el inglés como idioma de escritura. Lo cambié a nuestro idioma. Ahora intenta escribir.

Y entonces sí, entonces el ordenador dejó de modificar todo el texto, y se limitó a subrayar algunas palabras en rojo.

— No entiendo, ¿por qué subraya ciertas palabras? —preguntó el rey.

— Porque en nuestro idioma cometes muchas faltas de ortografía, padre, pero la máquina te las puede corregir.

Y Dicotomío guardó silencio. No quería demostrar lo ignorante que era, por muy rey ​​que fuera, delante de su hija.

© Frantz Ferentz, 2025


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