El gran Icquatchú carraspeó y dijo:
“Anoche pedí a nuestros antepasados que me inspirasen historias de esta nuestra tierra milenaria y tal como ellos me contaron, yo os cuento”.
Y entonces, comenzó a narrar una antigua historia de volcanes enamorados y de lagos celosos.
Todos los chicos de la aldea escuchaban la nueva historia, sin pestañear, en círculo, sentados en el suelo, bajo el cielo estrellado, con una hoguera en medio.
Cuando Icquatchú acabó, Belver habló:
“Maestro Icquatchú, ¿tal vez podrías contarnos mañana una historia sobre el mar?”
Toda la chavalada se quedó mirando a aquella chica extraña. Ninguno de ellos, ni el propio Icquatchú, aunque fuera centenario, había nunca oído hablar del mar. Era una extraña palabra.
“¿Cómo aprendiste esa palabra?”, preguntó el maestro Icquatchú, pero su tono de voz no mostraba buen humor, más bien lo contrario.
“El río me habló del mar”, explicó la niña. “Él me contó cómo viaja, cómo desciende rápido nuestras montañas hasta alcanzar la selva, para después continuar lentamente hasta el lugar donde se une con el agua que no termina, que él llama mar”.
Icquatchú podría haber dicho que todo era producto de la imaginación de la chica, pero Belver era su nieta, pertenecía a su casta de contadores de historias, historias que tenían el don de escuchar directamente de los espíritus y de la naturaleza. Ser contador de historias era uno de los privilegios más grandes de la tribu. Era casi tan importante como ser chamán.
El gran maestro contador de historias sabía que algún día su nieta ocuparía su lugar en la tribu, donde contar historias tenía una importancia muy grande. Sin embargo, la joven no entendía cuál era el verdadero sentido de esa tarea.
“No voy a contar ninguna historia que no tenga que ver con nuestra tradición, con nuestra realidad, ¿te enteras?”, respondió molesto Icquatchú mirando fijamente a su nieta, pero era un aviso para todos los chicos de la aldea, si por casualidad soñaban con escuchar historias que no hablaran de cóndores, volcanes, lagos, espíritus de los antepasados o la madre tierra o el padre sol”.
Aquellas palabras tuvieron un efecto inmediato en el alma de Belver.
Cuando, al día siguiente, su madre fue a buscarla, ella no estaba acostada en su estera. Y ya no la vieron más. Había desaparecido de la vista de todos.
Mientras, Belver había abandonado la aldea. Había puesto rumbo a la selva, para conocer otros pueblos que conocieran otras historias. Y así viajó durante meses, hasta alcanzar las villas y ciudades, donde pudo escuchar no solo a los abuelos y abuelas contar cuentos, sino también a aquellos que, en medio de las calles llenas de polvo, entre coches, contaban historias por unas monedas.
Belver, además de escuchar y recordar historias de todo tipo, comenzó a hacer amistad con los escandalosos guacamayos. Todo había empezado cuando salvó a una de ellos de ser vendido en el mercado. Le habían cortado las alas para no poder volar, pero Belver, aprovechando un descuido del vendedor, se escapó con el guacamayo posado en su hombro, mientras se organizaba un escándalo terrible por toda la calleja, perseguida primero por el vendedor del ave, que gritaba cosas muy feas a la ladrona, y después el resto de comerciantes que también la perseguían, aunque no supieran por qué.
Sin embargo, el guacamayo conocía muy bien la ciudad. Se puso a indicar a la chica por dónde ir: “Ahora a la izquierda... sube esas escaleras... ve por ese pasillo... ¡salta! Ahora a la derecha, aún a la derecha...”
Fue una carrera loca, pero después de diez minutos, Belver se sentaba en la arena de la playa con el guacamayo en su hombro. Y allá se extendía aquella masa de agua infinita, más grande que cualquier lago que hubiera visto nunca, con suaves olas.
“¿Qué es eso?”, preguntó Belver
“El mar”, respondió el guacamayo.
La niña acarició el pecho del ave con un dedo y le preguntó:
“¿Cómo te llamas?”
“No tengo nombre”.
La chiquilla se quedó un instante pensativa. Después dijo:
“Puedo llamarte Mar?”
“¿Por qué?”
“Porque tú me mostraste el mar por primera vez”.
Y así fue.
Tras varios meses conociendo otras partes del continente, Belver empezó a echar de menos su casa. Decidió volver, pero no lo hizo sola. Regresó con Mar y todos los papagayos que se iban encontrando por el camino, pues todos estaban curiosos por conocer cómo eran aquella inmensas montañas donde vivía la niña con su familia.
Durante las largas caminatas, la niña aprovechaba para contar a los papagayos todas las historias que había oído. No quería olvidarlas y, a su vez, quería practicar el arte de contar cuentos, pues ese sería su empeño en la aldea cuando su abuelo faltara.
Belver llegó a la aldea cuando Icquatchú tenía a toda la chavalada reunida alrededor de la hoguera, mientras les contaba la historia de amor de un colibrí y un rayo de luna. A los chicos les gustó la historia, mucho, se veía en sus rostros.
Y cuando el contador terminó su narración, Belver dijo:
“Yo puedo contaros la historia de una vendedora de abrazos en el mercado de la ciudad, o si preferís, la historia de un dragón que quiso ser astronauta”.
Los chicos ni sabían de qué estaba hablando Belver, pero sonaba interesante. Sin embargo, al gran Icquatchú todo aquello le sonó como una grave ofensa. Batió palmas y ordenó a los niños irse a casa.
“¿Como te atreves?”, preguntó el abuelo a la nieta cuando estuvieron solos.
“Abuelo, el mundo es mucho más grande que este valle nuestro. Hay montones de cosas allá fuera y hay historias maravillosas que yo he oído”.
“Aquí solo se cuentan las historias que nos inspiran los espíritus y que hablan de nuestra tradición, de nuestra tierra, ¡ya te lo he dicho mil veces!”
Las protestas de Belver no sirvieron de nada. El abuelo convenció el cacique para prohibir que la nieta pudiera contar cualquier historia hasta que no comprendiera cuál era el valor auténtico de la tradición. Se tuvo que quedar en casa, encerrada, solo con la compañía de su amigo Mar.
“No te pongas triste”, la consoló el guacamayo. “Lo que tenga que ser, será”
“¿Qué quieres decir?”, preguntó Belver.
Pero el guacamayo no dijo más nada. Solo dio un brinco y saltó por la ventana hacia fuera.
Así, cuando a la noche siguiente, el gran Icquatchú quiso contar su historia, se topó que ningún chico o chica de la aldea estaba alrededor de la hoguera esperando su cuento.
“¿Dónde diablos se fueron todos?”, se preguntó.
Apenas tuvo que desplazarse hacia fuera de la aldea cuando vio que la chavalada estaba sentada al pie del bosque. Sobre una roca inmensa, estaba posado Mar, que en ese momento contaba cuentos de cosas desconocidas para la chavalada, cosas como un submarino que surcaba el mar por debajo la superficie y a veces tenía ganas de estornudar. O de una ballena que quería ser bailarina.
El gran Icquatchú pidió a los guerreros que acabasen con aquel maldito guacamayo, que se salvó por uno pelo y se refugió en el cuarto de Belver.
Pero, cuando el día siguiente convocó a los chicos alrededor del fuego, tampoco apareció ninguno. Y no estaban al pie de la roca.
El viejo contador de cuentos se desesperaba, no entendía cómo era posible. ¿Se trataba acaso de algún hechizo?
Pero no, cada chico estaba en su casa.
Y cada uno de ellos, oía una historia de lugares lejanos o no tan lejanos, que un papagayo le contaba.
Frantz Ferentz, 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario