jueves, 1 de mayo de 2025

EL HOMBRE QUE CALZABA UN 77

 

Calamir calzaba un 77 de pie. Eso era algo inédito, nadie calzaba un número tan grande.

A los 35 años, sus pies dejaron de crecer, finalmente, por lo que pudo encargar todos sus zapatos para que fueran del número 77. Eran zapatos hechos a medida, claro está, porque no se vendían en ninguna zapatería. 

Por supuesto, como eran únicos, le costaba mucho dinero comprar un par de zapatos. No tenía más de tres pares en casa y tenía que guardarlos en el desván, porque, si no, no había dónde dejarlos. Además, a su gato le encantaban aquellos zapatones, y se pasaba el tiempo durmiendo la siesta en ellos. El problema es que dejaba los zapatos llenos de pelos. Y no solo el gato de Calamir, también otros gatos del barrio, amigos del de Calamir, pasaban la noche en esos zapatos.

Y, por supuesto, toda la gente pensaba que Calamir usaba zapatos de payaso todo el tiempo, así que no se lo tomaban en serio. No obstante, donde más sufría el pobre Calamir era en el tranvía. Si había poca gente, la cosa iba bien, pero si lo tomaba en horas punta, ya era otra cosa. La gente no hacía más que pisarle los pies. No lo hacían a propósito, pero es que no lo veían al pobrecillo. Se quejaba y hasta lloraba, pero la gente pensaba que estaba muy triste y que tenía que desahogarse. ¿Cómo iban a imaginarse tal desgracia?

También es fácil imaginar cómo habían sido la juventud y la infancia de Calamir. Todos se reían de él por esos pies, pero él salvó la situación jugando de portero en el equipo de fútbol de la escuela. Gracias a sus pies gigantes, ningún balón entraba en la portería.

Y también era la envidia de sus compañeros cuando podía deslizarse por la nieve como si tuviera esquís, pero simplemente usaba sus zapatos. 

Probablemente te estés preguntando cómo se ganaba la vida con esos zapatos. Eso sí, algunos de vosotros ya os imaginabais que Calamir trabajaba de payaso en un circo, sin necesidad de ponerse zapatos gigantes. Y la verdad, intentó trabajar así, pero tenía muy poca gracia, el pobre. Tuvo que dejarlo.

Sin embargo, encontró un trabajo que le venía al pelo. Lo contrató una bodega que necesitaba personal para pisar la uva para extraer mosto. Calamir, él solo, hacía el trabajo de siete personas, de modo que en la bodega estaban encantados con él. Y no solo pisaba uvas, sino también moras, maracuyá y hasta chirimoyas. De esa manera, descubrió que su habilidad para pisar frutas era su mejor oportunidad para conseguir un trabajo.

Montó su propio negocio de zumos que él mismo pisaba. Y empezó a experimentar con las mezclas: fresa con espárragos, remolacha con pimientos y hasta naranja con tinta de calamar.

Pero ya no viaja en tranvía, no podría soportar el dolor que le provoca que lo pisen todo el tiempo. Por eso se puso ruedines en los zapatos y patina con ellos por la ciudad. De hecho, inventó los zapatinetes, que son muy útiles para circular por la ciudad.

Ojalá algún día pueda ponerles un freno a los zapatinetes, porque así evitará tener que parar chocando contra las farolas.

© Frantz Ferentz, 2025


miércoles, 30 de abril de 2025

LA RAREZA DE LA NATURALEZA

 


Se llamaba Quintín, pero eso nadie lo sabía. Había sido capturado como esclavo años atrás, cuando las tropas de Calamistán del rey Capariño III ocuparon el territorio de Pacokistán.

Los soldados de Capariño III habían hecho una horrible limpieza de personas, pero Quintín se salvó por una razón muy extraña de explicar, pero que voy a contar.

Por entonces, Quintín era un adolescente con la piel marcada por el acné. Era algo horrible. Pero eso, precisamente, fue lo que le salvó la vida. Lo llevaron a la corte como un monstruo acneico, tal vez con la idea de mostrarlo en un circo como una rareza de la naturaleza.

Casualmente, Quintín fue visto por la reina Taringa en el patio del palacio real en el mercado de esclavos. Estaba en una importante subasta. La propia reina participó en la venta de esclavos y compró aquella rareza de la naturaleza.

Y probablemente te estarás preguntando por qué. Pues era porque a Quintín, al tener la piel llena de acné, permitía a la reina tener siempre a alguien a su disposición para extraer granos, puntos negros y otras imperfecciones de acné que se acumulan en la piel de las personas.

Resulta que la reina tenía hartos a todos porque no hacía más que reventarles el acné a los cortesanos. Era su pasión, le encantaba reventar espinillas. Y por supuesto, como era la reina, nadie se atrevía a protestar. Por ello, los cortesanos comenzaron a esconderse del Taringa cada vez que escuchaban sus pasos acercarse. Incluso el rey Capariño la evitaba, hasta se escondía detrás de las cortinas.

La presencia de Quintín en la corte fue un alivio para todos, pues su acné era tan terrible que la reina no conseguía limpiar toda su piel. Se pasaba horas y horas sacando todos los puntos negros del cuerpo del esclavo y no llegaba a eliminarle ni el 40 por ciento.

Además, Quintín nunca se quejaba. De hecho, el pobre muchacho no hablaba. Parecía ser muy cortito de mente. Solo comía cuando le ponían comida delante, pero se lo comía todo, hasta el plato si no se lo quitaban antes.

Fue una época de gran calma en el reino de Calamistán, con la reina siempre ocupada extrayendo espinillas de la piel de Quintín.

Hasta ese día. Fue entonces cuando la reina Taringa descubrió que detrás de la oreja izquierda de Quintín había un llamativo punto negro, de color brillante, que seguramente contenía un chorro de materia maloliente, de esas que salen todas de una vez y alcanzan para llenar cinco dedales. Es una grasa muy asquerosa que sale por el agujero abierto. Y ese, precisamente, era uno de los momentos antiacné favoritos de la reina. En el caso de Quintín, una vez logró extraer ocho dedales de grasa. Aquel agujero era muy prometedor. Quizá entonces llegarían a los diez dedales.

— No te muevas —ordenó la reina en vano, porque Quintín siempre se dejaba hacer.

Extrajo grasa durante horas. Era un chorro interminable que seguía y seguía. La reina finalmente colocó un enorme caldero, porque diez dedales no eran suficientes para contener tanta porquería que salía de aquel agujero.

De repente, Quentín se desplomó. Cayó al suelo haciendo un ruido tremendo. La reina se quedó completamente asustada y empezó a gritar fuera de sí.

— Mi rareza de la naturaleza se ha desplomado, así, sin previo aviso —explicaba Taringa a quienes acudían a sus aposentos, entre los que se encontraba el médico de la corte, un hombre muy sabio que había aprendido su oficio primero con las gallinas y luego con los cerdos.

El médico tomó el pulso a Quintin y dijo:

— Está a punto de morirse. Casi no tiene pulso. ¿Qué ha pasado? —preguntó el médico.

La reina se lo contó todo, incluso chismes del matrimonio de su cuñada y detalles de cómo algunas nobles cortesanas visten muy mal, hasta que señaló el caldero de grasa que había extraído de la cabeza de Quintín.

— Eso no es grasa del acné —dijo el médico—. Eso es otra cosa muy diferente. ¡Le habéis sacado casi toda esa sustancia a este desgraciado! ¡Y ahora se va a morir!

Entonces la reina nuevamente se desmayó.

Cuando se recuperó, vio algo que no entendía. El médico estaba reintroduciendo aquella sustancia en la cabeza de Quentin con ayuda de un embudo. La reina se asustó:

—Doctor, ¿qué está haciendo?

— Devolverle la vida.

— ¿Qué?

— ¡¡Porque esa grasa aparente que le extrajisteis de la cabeza no era tal, era su cerebro!!

La reina no podía creerlo. ¿Cómo iba ella a extirpar casi todo el cerebro de Quintin? Pero realmente era así. Cuando el cerebro fue reintroducido en la cabeza de Quintín, el esclavo recuperó la conciencia. Incluso hizo algunos sonidos extraños, pero sin llegar a hablar.

Cuando terminó la operación de relleno de cerebro, el doctor repitió algo que había aprendido a hacer con huevos de gallina fertilizados en la granja. Cuando estaban en una etapa intermedia, los agitaba con mucha energía. Probó la misma práctica con la cabeza de Quentín. La sacudió muy fuerte durante varios minutos. Fue horrible, pero el médico sabía lo que hacía.

— Mi nombre es Quintín y no es rareza de la naturaleza —dijo el esclavo.

La reina volvió a desmayarse, mientras el médico sonreía satisfecho y se daba palmaditas en la espalda, porque nadie se las iba a dar.

¿Qué había logrado realmente el galeno? Había conseguido colocar bien los sesos de Quintín, que hasta ese momento estaban fuera de lugar. Y sucedió que entonces se convirtió en el individuo más inteligente del reino, y también conservaba todos los recuerdos de antes. Qué mal lo había tratado la reina.

— Yo me voy —anunció repentinamente Quintín a la reina.

— No puedes —le dijo a Taringa—. Un esclavo solo puede ser libre si compra su libertad o si el rey se la concede.

Quintín decidió ir a hablar con el rey, porque no tenía dinero.

— Su Majestad, vengo a pediros que me concedáis la libertad. He prestado un gran servicio al reino como proveedor de espinillas y puntos negros para mantener ocupada a vuestra esposa.

— Pero si te concedo la libertad, mi esposa volverá a atormentar a toda la corte, incluido yo mismo, para destrozarnos la piel.

— Entonces, te propongo un trato: si consigo que ella te deje en paz, tú me concedes la libertad.

—Si lo logras —dijo el rey—, serás libre.

El esclavo, gracias a su excepcional inteligencia, supo fabricar una máquina del tiempo y llegó al siglo XXI.

Así, Quintín compareció al día siguiente con unas gafas de realidad virtual de nuevo a la corte. Las activó y rápidamente empezó a ver a decenas de personas con problemas de acné. Aquello era el paraíso, la reina se pasó todo el día reventando puntos negros.

Pero las pilas, al cabo de un tiempo, se acabaron y Quintín tuvo que viajar al futuro para comprar otras nuevas. Fue en uno de aquellos desplazamientos donde la reina descubrió la máquina del tiempo de su exesclavo y también viajó ella escondida.

Y ahí sigue. Descubrió que en este siglo, en internet, la gente publica vídeos sobre cómo limpiar el acné. Ahora es ella quien limpia la piel de personas de todo el planeta mientras la filman. Tiene su propia productora de videos y se gana la vida haciendo lo que más ama en la vida. Además, nadie la echa de menos en la corte, ni siquiera el propio rey.

Mientras tanto, Quintín vive feliz en Calamistán sin que nadie le saque espinillas, y viaja despreocupado por el tiempo en su máquina. Dizque incluso se ha casado con una mujer de las cavernas y que ella no le revienta las espinas porque prefiere buscarle piojos, garrapatas y pulgas.


© Frantz Ferentz, 2025


EL NIÑO Y EL DRAGÓN: EL ORIGEN DE UNA LEYENDA


Personajes

  • NIÑO es muy impertinente e insistente, sale a buscar amigos.
  • DRAGON, que aún es un bebé de su especie, camina sobre dos patas.
  • CUBEDO, pedagogo vestido a la antigua usanza, con birrete y mallas.
  • REY, aficionado a los crucigramas
  • CRONISTA, que escribe con pluma de ganso.



ACTO UNO


Escena 1


En medio del campo. Se ve alguna roca y algún árbol. Es posible que se vea un círculo amarillo colgante que representa al sol.

El DRAGÓN está caminando por el escenario. Solo mueve los pies, no se desplaza: lo hace lentamente, como con desgana. Mientras camina sobre dos patas, tiene las manos cogidas por detrás de la espalda, como si estuviera pensando mientras está caminando.

Pasan unos segundos con el DRAGÓN caminando, hasta que de repente se escucha una voz desde fuera de escena.

NIÑO: ¡HOLAAAAAAAA!

Entra el NIÑO. Camina a paso ligero, como si estuviera en el patio del colegio. Se acerca al DRAGÓN, quien se detiene al ver al niño. Cuando llega a la altura del DRAGÓN, el NIÑO también se detiene. Están frente a frente.

NIÑO:
 [En tono simpático]. Hola.

DRAGÓN:
 [Antipático]. Hola.

NIÑO
Nunca había visto un animal como tú. ¿Qué eres? ¿Una lagartija que toma esteroides? ¿Una salamandra anémica? ¿Un godzila en miniatura?

DRAGÓN:
 [En tono mosqueado]. ¿De qué estás hablando? ¡Soy un dragón!

NIÑO: ¿Un dragón de Komodo, como los que salen en la televisión en los documentales de animales?

DRAGÓN:
 [Airado]. Noooooo, un dragón de aquí, de los de siempre, de los que escupen fuego por la boca.

NIÑO
: [Dando palmas de emoción]. ¡Escupes fuego! ¡Escupes fuego! [Apunta hacia adelante, a algún lugar indeterminado]. A ver, a ver, ¿puedes disparar una llama y quemar esos matorrales de ahí?

DRAGÓN
: [Se pone las manos en las caderas]. No puedo, todavía soy muy joven para eso, soy un niño dragón y no puedo aún lanzar fuego.

El DRAGÓN pretende seguir su camino, pero el NIÑO le pone la mano en el brazo con intención de frenarlo.

NIÑO: ¡Espera! No te vayas.

El DRAGÓN hace todo lo posible para liberarse del agarre del NIÑO, pero el NIÑO no se lo permite. Al final, el NIÑO rompe a llorar. El MONSTRUO ceja en su intención de irse. Se detiene.

DRAGÓN: Vale, ¿qué diablos quieres?

NIÑO: Sé mi amigo, por favor, por favor, por favor...

DRAGÓN: Cómprate un peluche que te haga compañía.

NIÑO: No, no, quiero un amigo de verdad, como tú.

DRAGÓN: No iba a funcionar, chico. Solo estoy buscando una cueva oscura y fría donde pueda habitar, donde desarrolle mis habilidades de dragón, como escupir fuego. Y ahí me quedaré hasta que sea mayor para luego dedicarme a arrasar todo lo que se cruce en mi camino.

NIÑO: ¿Sabes qué? Mi tío es dueño de un restaurante. Podrías trabajar allí asando pollos.

DRAGÓN: ¡Que no! Tienes que tener amigos como tú, de tu edad y… ¡humanos!

NIÑO
: [En tono de tristeza]. Es que no me quieren. Se ríen de mí, porque soy un melindre.

DRAGÓN: Siento mucho todo eso, pero soy un dragón feroz que ha nacido para destruir. Estudia para ser caballero y, cuando seas mayor, tal vez podamos luchar. Y ahora, me voy a buscar una gruta oscura y lúgubre...

El NIÑO hace un gesto para agarrar nuevamente al DRAGÓN, pero este huye. El NIÑO lo persigue, corren en círculo, mientras el NIÑO sigue diciendo: "¡Para, para!"


Escena 2


Entra CUBEDO. Mira lo que sucede en el escenario, con el NIÑO persiguiendo al DRAGÓN.

NIÑO
: [Para sí]. Señor, qué valiente es este chico. Persigue al dragón incluso a riesgo de poner en peligro su propia vida... Pero tengo que actuar, porque de lo contrario su padre no me perdonaría si le pasara algo.

CUBEDO se interpone entre el NIÑO y el DRAGÓN.

Como era de esperar, el NIÑO se golpea con CUBEDO. Ambos caen al suelo. El DRAGÓN aprovecha para continuar su huida y sale del escenario.

NIÑO: Pero bueno, ¿tú qué haces?

CUBEDO
: Salvarte.

El NIÑO rompe a llorar.

CUBEDO: ¿Por qué lloras?

NIÑO: No lo entenderías...

CUBEDO señala a un lado. El NIÑO comienza a caminar, seguido por CUBEDO. Ambos abandonan el escenario.

Oscuro.

TELÓN


ACTO DOS



Salón del trono en el palacio real. El REY está sentado en el trono con un periódico sobre las piernas. Está haciendo un crucigrama y tiene un bolígrafo en la mano.

A su lado, está sentada el CRONISTA, en una triste mesa y sentado en un taburete. Utiliza una pluma de ganso para tomar notas en papel higiénico. También al lado hay un tintero donde se moja la punta de la pluma para escribir. De vez en cuando, dice en voz alta lo que está escribiendo.

REY
: [Concentrado en el crucigrama, chupando la punta del bolígrafo]. Cinco vertical, puesto de gobierno del monarca, tres letras.

CRONISTA: Rey...

REY: ¿Qué deseas?

CRONISTA: Que es rey.

REY: Ya sé que soy rey.

CRONISTA: Digo que la palabra del crucigrama es ‘rey’, cinco vertical, tres letras.

REY: Ah, tienes razón. Gracias.

CRONISTA: De nada...

Entra CUBEDO acompañado del NIÑO. Se acercan al trono.

CUBEDO: Majestad, majestad, ¡qué bien que estáis aquí!

CRONISTA: El pedagogo entra arrastrando al príncipe al salón del trono. ¿Estamos a punto de presenciar un día histórico?

REY
: [Sin levantar la vista del periódico]. Horizontal cuatro, animal que escupe fuego por la nariz, seis letras... eh, pues fumador.

CRONISTA: Eso tiene siete letras.

CUBEDO: Dragón, majestad.

REY: Tienes razón. Y sí, es dragón. [Escribe]

CUBEDO: No, majestad, que hay un dragón en el reino.

El REY lanza el periódico y presta toda su atención a CUBEDO.

REY: ¿Cómo, dónde, cuándo?

CUBEDO: No os preocupéis, vuestro hijo ya se ha ocupado de él.

REY: ¿De quién?

CUBEDO
: Del dragón.

REY
: [Al NIÑO]. ¿Es eso cierto?

NIÑO: Yo... solo estaba buscando un amigo.

CRONISTA: El joven príncipe heredero fue él solo en busca de un enemigo contra el que luchar…

CUBEDO: Vuestro hijo persiguió al dragón por medio país, tan solo empuñando un palo. La bestia huyó y huyó, sin atreverse a enfrentarse al príncipe. Lo vi con mis propios ojos.

NIÑO
: [En tono de sorpresa]. ¡Yo no tenía ningún palo!

CRONISTA: El príncipe, sin temer por su vida, expulsó al dragón allende nuestras fronteras. Apenas empuñaba una espada y solo llevaba su valor como escudo. A lomos de un caballo de las cuadras reales, el príncipe persiguió a la bestia hasta que cruzó nuestras fronteras para no regresar jamás.

NIÑO: Las cosas no fueron así...

REY
: [Aplaudiendo] ¡Bravo, bravo, mi hijo es mi digno sucesor!

El REY se levanta del trono, acaricia la cabeza del NIÑO y recoge el periódico donde cubría los crucigramas. Luego, regresa al trono y continúa con sus crucigramas, chupando nuevamente la punta del bolígrafo.

CRONISTA: El rey abrazó al hijo. Ambos lloraron de emoción, porque la aventura pudo haber terminado en tragedia, pues ese dragón sanguinario…

NIÑO
: [Interrumpe. Habla con el CRONISTA]. ¿No puedes escribir que era legendario en vez de sanguinario?

CRONISTA: Yo soy el cronista y esta historia me está quedando de fábula. No cambiaré ni una sola coma. Así que solo me falta terminar esta crónica, que será conocida por los siglos de los siglos. Príncipe, serás recordado para siempre, a lomos de un brioso caballo, luchando contra un dragón. Se llamará La leyenda de San Jorge y el dragón.

CUBEDO
: [Aplaudiendo]. ¡Qué maravilla! Príncipe, verás cómo ahora que eres un héroe y tendrás amigos.

NIÑO: Pero no soy ningún santo, solo soy Jorge.

REY
: [Interrumpe a los presentes y levanta la vista del periódico]. Callaos, que no puedo concentrarme.

CUBEDO, el NIÑO y el CRONISTA salen de puntillas de la escena para no distraer al REY, que vuelve a concentrarse en su crucigrama.

REY: A ver, dos horizontal, tres letras. Conclusión, cierre, terminación. [Piensa por un momento]. Ah, ya lo sé: fin.

Oscuro.

TELÓN
© Texto: Xavier Frías Conde, 2025
© Ilustración: Enrique Carballeira Melendi.

lunes, 21 de abril de 2025

EL REY DICOTOMÍO Y EL ORDENADOR QUE SE REÍA EN SU CARA

 

El rey Dicotomío II recibió de manos de un embajador extranjero un ordenador para que pudiera escribir en él todas sus órdenes. 

El monarca gobernaba en un reino que parecía anclado en el siglo XVIII, por lo que tener un ordenador era algo increíble. Ninguno de sus súbditos sabía qué era aquella cosa con una especie de cabeza y un gran ojo, un cuerpo metálico, debajo de la mesa, sujeto a la cabeza mediante cables. El conjunto finalizaba con unos botones que se colocaban al pie de la cabeza y donde, al tocar cada uno de ellos, aparentemente se comunicaba con el dispositivo. 

El rey permitió las visitas a su aparato. Entre la población causó un gran revuelo que aquella máquina hiciera tantas cosas. Se veían imágenes, tocaba canciones, hablaba en otros idiomas. Era increíble. Tanto era así que el rey Dicotomío bautizó al aparato como Sofío, porque sofía en griego significa sabiduría, como le explicó alguien de la corte real. De esta manera, indicó a todos que la computadora era la más sabia del reino, bueno, la segunda más sabia, porque el primero lógicamente era él, el rey, o eso decía.

Al principio, todo iba muy bien. Dicotomío realizaba videollamadas para hablar con otros reyes y presidentes del mundo. Y el ordenador colocaba subtítulos en el idioma del rey Dicotomío, pero él era demasiado lento para leer, de modo que siempre había a su lado un sirviente con estudios que le susurraba al oído lo que decían los demás.

Pero el problema llegó cuando tuvo que escribir. Ahí la cosa se torció. Y es que el rey, además de pasarse media hora buscando cada letra en el teclado, cuando la escribía, muy a menudo la palabra aparecía de forma diferente en la pantalla. Parecía que, al escribir, Sofío hacía lo que quería.

— La culpa es del corrector —se atrevió a explicar el criado con estudios—. La computadora piensa que lo que Su Majestad escribe está mal y lo cambia.

— ¿Cómo es posible que esta máquina juzgue mi forma de escribir? —el rey se sintió enojado. Si no fuera una máquina, habría ordenado ahorcar a Sofío, que lo colgasen del pescuezo, pero por suerte para él no tenía cuello.

El rey se quedó pensativo. Aquel dispositivo le resultaba muy útil, pero no le iba a permitir decidir cuándo cambiar la escritura o no. Además, cuando cambiaba una palabra, la que colocaba en la pantalla le resultaba incomprensible, incluso impronunciable. Parecía que hasta se inventaba palabras por su cuenta.

— ¿Quién rayos es el corrector? —preguntó Dicotomío al criado con estudios.

— Es un programa informático que detecta errores en la escritura y los reemplaza con formularios que se incorporan a su base de datos, una especie de lexicón que sigue aumentando, porque Sofío también aprende.

El rey no entendió ni una palabra de aquella palabrería y pensó que era algo mágico. Imagínense, en pleno siglo XXI todavía creía, como la mayoría de su pueblo, que una computadora era cosa de brujería y, por tanto, Sofío era un brujo.

Mandó llamar a su médico personal a la habitación donde estaba Sofío.

— Abre el vientre de esta cosa y encuentra a un enano que vive ahí dentro, y que es quien cambia lo que escribo.

El rey había llegado a la conclusión de que dentro de la torre del ordenador vivía un ser diminuto y era él quien modificaba sus escritos a su antojo.

—¿Qué barriga? —preguntó el cirujano asombrado al no ver barriga en la caja.

— ¡Esa! —el monarca señaló a la torre.

Por más que lo intentó, el cirujano no pudo clavar el bisturí en el metal. Para ello era necesario utilizar simplemente un destornillador, pero el doctor no lo tenía.

— Lo siento mucho, Su Majestad, pero no tengo las herramientas para operar máquinas —se disculpó el cirujano real.

Dicotomío II pensó en privar de alimento a Sofío. Lo desconectó de la corriente, que, todo hay que decirlo, venía del reino vecino mediante un cable, porque el rey nunca se molestó en instalar energía eléctrica en su propio reino.

Y así fue que, como no había electricidad, la computadora no funcionaba.

El rey intentó otro método. Llamó al obispo, porque tal vez se trataba de una posesión diabólica. Hicieron toda una serie de rituales alrededor del ordenador, para que expulsara los demonios que tenía dentro, pero ni así.

El rey iba a darse por vencido y olvidarse de la computadora, tal vez dársela a otro rey o venderla como chatarra, cuando la princesa Chindasvintas regresó de sus estudios.

Dicotomío estaba muy feliz de tener de regreso a su hija, aunque fuera solo de vacaciones. La joven, al ver el aparato, dijo emocionada:

— ¡Una computadora! ¿Finalmente vas a modernizar nuestro reino, padre?

— No funciona bien, hija. Mira lo que pasa cuando escribo.

De hecho, tan pronto como escribía algunas palabras, el corrector inmediatamente cambiaba de forma.

— ¿Lo estás viendo? 

— Por supuesto, padre. Esto sucede porque no has configurado el idioma de entrada.

La princesa trasteó brevemente los controles de la computadora y, después de unos momentos, anunció:

— La computadora fue configurada con el inglés como idioma de escritura. Lo cambié a nuestro idioma. Ahora intenta escribir.

Y entonces sí, entonces el ordenador dejó de modificar todo el texto, y se limitó a subrayar algunas palabras en rojo.

— No entiendo, ¿por qué subraya ciertas palabras? —preguntó el rey.

— Porque en nuestro idioma cometes muchas faltas de ortografía, padre, pero la máquina te las puede corregir.

Y Dicotomío guardó silencio. No quería demostrar lo ignorante que era, por muy rey ​​que fuera, delante de su hija.

© Frantz Ferentz, 2025


sábado, 5 de abril de 2025

LA OVEJA QUE QUERÍA SER ABEJA

 


Había una vez una oveja que vivía en un rebaño, con muchas otras ovejas. Como toda oveja, no tenía nombre, pero vamos a ponerle uno para que se la pueda reconocer más fácilmente. Llamémosla Ari.

Ari había crecido en un rebaño en las montañas. Era una oveja feliz, a la que le gustaba correr con todas las demás ovejas. Pero era una oveja extraña y ella lo sabía. No le gustaba mucho la hierba, tanto que el pastor, Sintagmático, le daba un sabroso pienso que solo ella comía.

El sentimiento de no ser una oveja como las demás crecía y crecía en Ari. Tanto es así que aquella primavera no hizo más que prestar atención a las abejas. Le encantaban esas pequeñas criaturas que iban de flor en flor y producían miel.

Cierto día, una abeja se posó en su hocico. Ari no pudo evitar entablar un diálogo con ella:

— Beeee, beeeee, beeee.

A lo cual, la abejita respondió rápidamente:

— Bzzzz, bzzzz, bzzzz.

Le hizo gracia ese comentario a Ari, quien rápidamente respondió:

— Beeeeee, beeeee, beeeee.

— Bzzzz, bzzzz, bzzzz, bzzzz.

— ¿Beeeee? ¡Beeeeee! Beeee, beeeee.

— ¡Bzzzz, bzzzz, bzzzz! Bzzzz

En ese momento, Ari decidió que quería ser abeja. Tendría acceso a toda la miel que quisiera. Solo necesitaba aprender a hablar como una abeja.

— ¿Beeee? Beeee.

— Bzzzz.

Y la abeja se metió por el oído de Ari. Tendría que acercarse a su cerebro. Era un conducto oscuro, pero había cera, y eso es genial para las abejas, que lo usan para construir.

Cuando llegó a su cerebro, la abeja preguntó:

— ¿Bzzzzz?

Al final, Ari logró responder:

— ¡Bzzzz!

Con la abeja dentro de su cabeza, podía hablar como ellas, las abejas.

Y se dirigió a las colmenas más cercanas. Quería anunciar a las abejas que allí vivían que ella también era una abeja.

Pero no llegó. Sintagmático, el pastor, se interpuso en su camino, la agarró por el cuello y la llevó a un cercado dentro de la finca. Allí se vio rodeada por varios perros. El pastor le dijo:

— Aquí te quedarás hasta que dejes de creer que eres una oveja y te des cuenta de que eres una perrita que se quedó huérfana y creció con las ovejas. ¡Y no saldrás hasta que aprendas a ladrar!

© Frantz Ferentz, 2025


viernes, 4 de abril de 2025

LA ALERGIA DE HELENA

 

A las seis de la mañana sonó el despertador.

NGUI, NGUI, NGUI, NGUI...

Sonaba realmente extraño, pero era la única manera que tenía Helena de despertarse, porque tenía un sueño muy profundo que solo ese sonido podía interrumpir.

— Hija, ¿estás despierta?

Era la voz de Alcione, la madre, la que sonaba desde el otro extremo de la casa. Helena contempló a Juan, su hermano, que dormía plácidamente. Ni siquiera el sonido de aquel infernal despertador pudo sacarlo de su sueño. Él tenía la suerte de tener clases por la tarde, mientras que Helena las tenía por la mañana, por lo que fue ella quien sufría la desgracia de despertarse tan temprano cinco días a la semana.

La niña fue a desayunar y luego se aseó.

— Lávate bien, ¿eh? —le recordó la madre—. Hay que oler bien antes de entrar a clase.

— Muchos de mis compañeros apestan, mami. EL Carambolo cada día huele peor.

— ¿Y eso?

— No sé cómo lo hace. Un día huele a gato muerto, otro a sardinas en lata, otro a basurero, otro a...

— Basta — interrumpió la madre—.  No me importa cuál sea el olor del Caramelo...

Carambolo— corrigió la niña.

— Lo que sea. Ve al baño y prepárate.

Después de peinarse bien, Helena quiso mirarse en el espejo. Fue genial. Miró su reflejo durante muchos minutos, le gustaba verse a sí misma.

— ¿Vienes ya? — sonó la madre desde lejos.

La niña detuvo su actividad y corrió hacia la puerta de la casa. Su madre la iba a llevar a la escuela.

Hasta seis horas más tarde, cuando Helena regresó del colegio, no parecía la misma niña que había salido de casa por la mañana. Se rascaba los brazos con total desesperación y, encima, tenía mocos que parecían cascadas.

—¡Hija! ¿qué te ha pasado?

Pero Helena ni siquiera tuvo tiempo de responder, corrió al baño y regresó con un rollo de papel higiénico para limpiarse los mocos, que le seguían cayendo. Ambos brazos, de hecho, estaban completamente rojos debido a que las uñas de la niña se rascaban sin cesar.

— Sospecho que esto es una alergia — le dijo a Alcione, quien, sin dudarlo, llevó a la niña al médico.

Fueron directos al hospital, incluso pasaron por urgencias. Afortunadamente, había un alergólogo disponible.

Tan pronto como la doctora vio a la niña, le dijo a la madre:

— Colóquela en la camilla.

Al principio, la médica ni siquiera hizo preguntas. Observó los síntomas, que eran las cascadas que salían de la nariz de Helena y la picazón desesperada de la niña en sus propios brazos.

Luego, la médica tomó su bloc de notas y comenzó el interrogatorio, que ella sabía hacer tan bien como un policía a un sospechoso.

— ¿Tienes una mascota en casa? 

— Sí.

— ¿Un gato, un perro, una cobaya o cuy, un conejo, algo con pelo?

— No, es una iguana — dijo la madre.

— Se llama Margarita — añadió Helena sin parar de moquear en cascada.

— Entendido, ¿y qué plantas hay en la casa?

Enumeraron las variantes que conocían, que no eran todas, mientras la médica tomaba notas.

— ¿La niña tiene problemas con algún alimento, por ejemplo, leche o pan?

— No.

— Entonces, practiquémosle las pruebas de alergia. Vengan a la cita aquí en el hospital en una semana.

La médica dibujó una especie de tabla en el brazo de Helena, y ella preguntó sorprendida:

— ¿Por casualidad vamos a jugar al ajedrez en mi brazo? ¿O a las tres en raya?

— No, hacemos esto para marcar diferentes productos que pueden causar alergias... —explicó la médica.

— ¿Y no será que tienes alergias de mamá, de papá o de Juan?

— Espero que no...

Helena abrazó a su madre, no quería que ella fuera la causa de su alergia, sería una lástima, pero entonces tuvo una idea:

— Ah, doctora, ¿y puede ser que sea alérgico al colegio? Hoy, cuando vine de allí, me sentí tan mal...

— Hay gente que es alérgica a la tiza...

— Pero en mi colegio usamos marcadores para la pizarra —reconoció la niña decepcionada.

La médica le recetó algún medicamento para aliviar los síntomas. En la nariz fue como si le hubieran puesto un dique, porque las cataratas cesaron. Alcione, por precaución, también le cortó las uñas a la niña para evitar que llegaran al hueso cuando se rascaba.

Finalmente, tras una semana de espera, Helena y su madre acudieron al hospital para recibir los resultados de las pruebas de alergia.

— Nunca había visto esto antes —dijo la médica—. Es alérgica... a sí misma. 

— No puede ser... —se extrañó Alcione.

La médica siguió caminando por la sala de consulta. Ni ella ni ninguno de sus compañeros habían visto nada parecido. Solo pudieron explicarle que era alérgica a alguna secreción de su propio cuerpo.

— ¿Y hay cura? —preguntó la madre.

La médica y Alcione empezaron a hablar de lo que la médica había investigado. De momento, Helena fue a mirarse en un espejo de cuerpo entero que había disponible en la consulta. Podía ver bien, a pesar del picor en los brazos. 

— Mami —dijo la niña—, ¿crees que puedo tener un vestido azul para mi cumpleaños, con bordes dorados?

En cuanto la madre apartó la mirada de la niña, empezó a rascarse el cuerpo desesperadamente y de nuevo una cascada de mocos se precipitó hasta su nariz, como si se hubiera roto el dique.

— ¡Mami!

Alcione y la médica interrumpieron la conversación. La doctora retiró el espejo. Lo colocó de espaldas a la niña. De repente comprendió cuál era la verdadera causa de la alergia:

— Helena no es alérgica a sí misma —anunció nerviosamente—. Tiene una alergia aún más rara y extraña.

— ¿Cómo es posible? —preguntó Alcione.

— ¡¡¡Es alérgica a su reflejo!!!!

La médica quería hacer más pruebas. Sacó su celular y le tomó una foto a la niña.

— Mira la foto — preguntó la médica.

— No quiero — dijo Helena tapándose los ojos con las manos.

— Mira, por favor, es muy importante.

— Escucha a la doctora, hija —le pidió a Alcione.

Lentamente, la niña se quitó las manos de los ojos y vio la foto.

— ¿Estás peor? 

— No...

— Entonces, ya entiendo lo que está pasando. Helena es alérgica a su reflejo en un espejo, es decir, su lado derecho es el lado izquierdo en el espejo y al contrario. Pero, en las fotos tomadas con el móvil, este efecto se puede evitar.

— Entonces, ¿cuál es la solución, doctora?

— Tendremos que investigar un poco, pero por ahora solo pueden hacer una cosa: si se mira al espejo, tiene que ser a través de otro espejo, para que sus lados siempre queden del lado correcto...

© Frantz Ferentz, 2024