miércoles, 8 de abril de 2015

JIMENO EL 'EXTRAÑOCO'

Jimeno no tenía muchos amigos en el colegio. De hecho, no tenía ninguno. Por eso, solía alejarse a un rincón y quedarse allí solo, mirando a todo, sin decir una palabra. Siempre que había un momento de pausa, él se alejaba y contemplaba a sus compañeros correr, hablar o pelearse, pero nunca participaba de sus actividades, nunca. 

Y los compañeros, como era de esperar, se referían a él como el extrañoco, haciendo una mezcla de palabras, porque daban por hecho que, si era extraño, también era loco. Pero nadie hablaba con él, lo dejaban tranquilo, solo, en un rincón, acompañado por sus pensamientos… y sus libros. 

Jimeno siempre tenía algún libro entre las manos. Los llevaba siempre consigo, en su mochila. Había libros de todo tipo, grandes, pequeños, arrugados, lisos, coloridos, en blanco y negro, nuevos, viejos y… hasta comestibles, sí, porque alguno de los libros debía ser comestible, a la vista de los mordiscos que tenía por las esquinas, pero tal vez fuese cosa de los ratones, quién sabe. 

Desde sus primeros tiempos en el colegio, a Jimeno lo habían considerado un bicho raro, ya desde que solo tenía seis años. Pero los compañeros empezaron, además, a tomarlo por loco, cuando con diez años la profesora le preguntó: 

— A ver, Jimeno. ¿Qué quieres hacer de mayor? Y él, sin dudar, dijo: 

— Quiero tocar una nube. 

Aquellas palabras no hicieron más que causar las carcajadas de sus compañeros de clase, porque nadie, a aquellas edades, podía entender lo que Jimeno quería. Por eso, alguno de los compañeros gritó entonces: 

— ¡Jimeno está loco! 

— ¡No solo es extraño, encima está loco! —añadió otro. 

Y de ahí pasaron al extrañoco con el que era conocido entre sus compañeros de clase. 

Jimeno, por su parte, parecía aceptar aquella situación con resignación. Estaba acostumbrado a no tener relaciones con nadie y se pasaba el tiempo solo, en casa y en el colegio. 

Hasta aquel día… 


&   &   & 


Aquel día sucedió algo inesperado. Aquel día empezó a llover como nunca había llovido por allí. Aquella era una tierra más bien seca, por lo que tanta lluvia no iba sino a causar serios problemas. Enseguida, el agua empezó a inundar todo, las calles eran ríos. Solo Jimeno fue al colegio, que seguía abierto por algún motivo inexplicable, ya que la gente, o se había quedado en casa o se había marchado de allí. 

Pero lo cierto es que no fue el único que apareció por el colegio aquel día. 

También apareció por allí Susana. Llegó toda empapada, porque con aquel triste paraguas no podía protegerse apenas de la lluvia. Por eso, cuando vio que en el colegio estaba Jimeno —además del conserje, que había abierto el centro, como cada día, aunque cayese un rayo—, se quedó de piedra, pero sus padres eran gente seria que creían que solo se podía faltar a clase cuando se está enfermo o el colegio se ha derrumbado; si no, no hay excusa que valga para no ir. 

— Hola —saludó ella. 

— Hola —respondió él. 

— Está cayendo un diluvio, ¿verdad? 

— Pues sí. 

Aquellas eran las primeras palabras que la chavala le dirigía al chaval en seis años que hacía que estudiaban juntos en el colegio. Luego, se quedaron juntos contemplando cómo el agua caía y caía sin pausa, en gotas menudas, haciendo que el suelo dejase de estar visible. 


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— ¿Y cómo saldremos de aquí? —preguntó Susana cuando llegó la hora de la salida—. Mis padres no pueden coger el coche y venir a recogerme. 

A Jimeno eso le daba igual, porque a él nunca venían a recogerlo en coche y siempre se volvía a casa a pie. 

El colegio estaba fuera del pueblo, en una colina donde, además, había un pequeño aeródromo por detrás. Lo más probable es que la carretera que llegaba hasta el colegio estuviese cortada a causa de la lluvia. 

— ¡Yo no me quiero morir aquí de hambre! — exclamó Susana, cuyos ojos se llenaron de lágrimas. 

Jimeno no sabía cómo consolarla. Los libros que leía a veces trataban de eso, pero no tenía muchas habilidades sociales, más bien, no tenía ninguna. 

Por otro lado, no había ni rastro del conserje. Aquel sí que era un tipo extraño, que acudía a su puesto de trabajo en una vieja moto con sidecar, pero, cuando los chavales quisieron darse cuenta, su moto, que solía dejarla aparcada por detrás, ya no estaba. Dependían de sí mismos. 

— ¿Me das un abrazo? —pidió de repente Susana. 

¿Un abrazo? ¿Y cómo se hace eso? Cáspita, por qué no había leído salgo sobre abrazos en sus libros, se preguntaba entonces Jimeno. Pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, ella lo abrazó a él, espontáneamente. Entonces se le ocurrió rodearla con sus brazos, como ella hacía con él. Era una sensación fantástica, nunca lo habían abrazado ni él había abrazado a nadie. En su casa solo abrazaban al gato, porque a los padres los padres no les parecía importante enseñar a su hijo lo que era un abrazo, pero entonces estaba sintiendo cosas extraordinarias, inimaginables. 

Aún tuvieron que pasar la noche echados en los sofás de la sala de profesores. 

¿Quién iba a decirles nada en aquellas circunstancias? Ninguno de ellos pudo apenas dormir, tenían miedo. Cuando amaneció, se asomaron a las ventanas más altas del colegio y comprobaron con horror que del pueblo solo se veían los tejados. El agua seguía ascendiendo y ya era solo cuestión de horas que llegase a las puertas del colegio. 

— Tenemos que huir de aquí —dijo o Ximeno. 

— ¿Y cómo? 

— En una de las avionetas del aeródromo que hay ahí detrás. 

— Pues yo no sé pilotar. ¿Y tú? 

Lo cierto es que Jimeno le tenía terror hasta a las motos, pero la situación ya resultaba inquietante. 

— Tampoco, pero o salimos de aquí por los aires, o tal vez acabemos ahogados. Eso era cierto. 

— En uno de mis libros —dijo Jimeno—, se explica cómo se manejan los biplanos. 

— ¿Los qué? 

— Los biplanos, que son esos aviones viejos con alas por encima y por debajo, los que usaban en la Primera Guerra Mundial, con hélice. 

A Susana todo eso le sonaba a chino. 

— E hay de esos ahí detrás? —preguntó ella. 

— Sí. Y aquí tengo un libro sobre biplanos. 


&   &   & 


Media hora después, empapados como nunca, los dos chavales entraban en el viejo hangar del aeródromo. 

— Tú pilotarás y yo iré detrás leyendo el manual sobre cómo pilotar este aparato — dijo Jimeno en cuanto estuvieron en la avioneta. 

— ¿Quieres que pilote yo? 

— Pues sí. Sé que lo harás bien. Tenemos que trabajar en equipo. 

Susana se quedó sorprendida. Sabía muy bien que con la mayoría de sus compañeros de clase, en el caso de que hubiese coincidido con alguno de ellos en aquella situación, querrían pilotar ellos y que le dirían algo así como: “las chicas, mejor de copilotos”. Pero con Jimeno era diferente, él era diferente. 

— Vale —aceptó ella. 

Siguiendo las instrucciones de aquel manual de aviones biplanos, no fue difícil arrancar el motor. No era un motor de hacía ochenta años, sino un modelo moderno que imitaba a los antiguos, por eso bastó con tirar de una palanca y enseguida el motor se puso a rugir. Y menos mal que tenía combustible. 

Diez minutos más tarde, con Susana de piloto y Jimeno dando instrucciones detrás, el avión alzaba el vuelo haciendo rugir el motor. 


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La avioneta despegó. Susana demostró que llevaba en la sangre el espíritu aventurero de su abuela Matilda, que había sido capa de pilotar un avión muchos años atrás, por los aires de África haciendo de cartera. Todos en la familia estaban hartos de aquella historia, pero su nieta estaba repitiendo la hazaña. ¡Ay, si su abuela la viese entonces! 

Y así fue como, ascendiendo, consiguieron alcanzar la zona que quedaba por encima de las nubes. 

El sol lucía espléndido.

— Susana, quiero hacer algo.

— ¿El qué?

— Quiero recoger un poco de nube ahora.

— ¿Pero tú estás loco?

— Sí, ¿o no es eso lo que decís todo en el colegio, que soy el extrañoco?

Susana no sabía qué decir, pero, mientras tanto, Jimeno se había colocado un arnés que estaba a sus pies y se lo había atado con cuerdas. Después sacó el frasquito de la mochila. Siempre llevaba aquel frasquito por si alguna vez tenía que usarlo por si acaso llegaba el momento de hacer su sueño realidad: meter un harapo de nube dentro.

Susana le gritaba que volviera al sitio, pero él no le hacía caso. Avanzaba por el ala izquierda a cuatro patas, como un bebé. Susana intentó no agitar la avioneta, mantenerla firme y con las alas totalmente horizontales para que Jimeno no se precipitase al vacío.

Cuando el chaval llegó al final del ala, se dio cuenta de que aún no alcanzaba las nubes de debajo.

— ¡Me fío de ti! — le gritó a Susana y se dejó caer, solo sujeto con las cuerdas,

Y así sí, así rozó las nubes. Pasó el frasco por encima con la mano derecha y con la izquierda colocó la tapa al frasco. Luego se lo metió por debajo del arnés. Y sin más, trepó por las cuerdas, volvió al ala y regresó, de nuevo como un bebé a cuatro patas, hasta su puesto en la avioneta.

Y en cuanto estuvo sentado, las nubes empezaron a despejarse. El diluvio había acabado.

El sol ya volvía a besar la tierra.

Jimeno, desde atrás, abrazó a Susana y le murmuró al oído:

— Gracias.

Y entonces sí, entonces ya Susana dejó que el biplano girase y descendiese a tierra.


© Texto: Xavier Frías Conde
© Ilustración: Elisabete Ferreira

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