jueves, 19 de diciembre de 2024

EL VIEJO PILOTO


El avión salió de Casablanca muy temprano de madrugada. Todavía faltaban más de dos horas hasta el amanecer.

Recuerdo que mi asiento era el 14A, pero no tenía a nadie a mi lado. Por eso, tenía toda la ventana para mí solo. Además, los aviones de Air Maroc son tan supersticiosos como los de otras compañías. De la fila 12 saltan a la 14. La 13 es sinónimo de mala suerte. No entiendo esta tontería, porque realmente hay una decimotercera fila, aunque no esté marcada.

Mi vuelo se dirigía a Yaundé, capital de Camerún. Eso significaba que íbamos a cruzar el Sáhara de norte a sur.

Ese desierto era una especie de no-lugar para mí. Existía, por supuesto, pero era el lugar donde, según mi subconsciente, nacían todos los terrores. Era un no-lugar donde nunca querría terminar, pero al mismo tiempo me sentía absolutamente atraído por el Sáhara. Entiendo que esto es una completa paradoja, pero esa era mi realidad.

Así pues, iba a sobrevolar el Sáhara. No es lo mismo cruzarlo en vehículo por tierra. Me atreví a mirar por la ventana. Sí, la posibilidad de caer o hacer un aterrizaje de emergencia en el Sáhara era muy poco probable.

No se podía distinguir el suelo. Pero cuando mis ojos comenzaron a adaptarse a la oscuridad, pude observar pequeños puntos de luz. No muy a menudo, pero los veía. Había ciudades y pueblos especiados por el desierto.

Y luego, divisé algo aún más sorprendente. Estaba viendo caravanas. Sí, con dificultad pude comprobar que pequeñas series de puntos iban en movimiento. Nunca hubiera pensado que los beduinos viajaban de noche usando lámparas eléctricas, pero supuse que esa sería su forma de evitar el calor del día.

Yo estaba fascinado. Tomé fotos, pero a esa distancia los puntos de luz eran solo puntos borrosos.

De repente, una voz a mi lado dijo:

— Esas no son caravanas. Son convoyes de emigrantes ilegales que quieren llegar a Europa. Viajan en camiones durante la noche para no ser detenidos por los militares”.

Me volví hacia la voz que me había hablado y adivinado mis pensamientos. Era un anciano. Sí, era muy viejo, de pelo cano y una mirada que traspasaba las paredes. También tenía una sonrisa generosa.

—Disculpe —me dijo—, pero yo también quería mirar el desierto. Mi fila no tiene ventana. ¿Le molesta?

— No, en absoluto —dije.

— Gracias. ¿Sabe? La experiencia más intensa de mi vida la viví en el desierto. Era piloto y volaba a menudo sobre el Sáhara. ¿Cómo se llama?

— Xavier.

— Encantado. Soy Antoine.

Apenas llegados a este punto de la conversación, no pude evitar pensar en otro Antoine a quien admiraba: Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito y cuya historia comienza precisamente en el Sáhara.

Me dijo que el Sáhara era su vida, que lo había recorrido todo y que su experiencia más inolvidable había sucedido después de que su avión se averiara en medio del desierto.

Sonaba como Saint-Exupéry, pero debía ser un pobre loco, un anciano que había perdido la cabeza con la edad. Además, si Saint-Exupéry hubiera sobrevivido al accidente que lo mató, tendría más de 140 años.

Decidí actuar como si estuviera de acuerdo con todo lo que decía. Sin embargo, sentí curiosidad. No entendía cómo un anciano como él viajaba solo a Camerún. Le pregunté:

— ¿Qué va a hacer en Camerún? ¿Tiene algún familiar allí?

Su respuesta fue absolutamente enigmática:

— Oh no. Solo voy allí para enfrentarme a la nostalgia.

No entendí nada. Luego agregó:

— Espero no haberlo molestado. Vamos a aterrizar de inmediato. Tengo que volver a mi asiento”.

— ¿Dónde está sentado? —le pregunté.

— En la fila 13, justo delante de usted.

Me quedé sin palabras. Lo vi ponerse de pie y, cuando estaba en el pasillo, lo perdí de vista. Inmediatamente, me puse yo de pie. Miré delante de mí. No había fila 13. Los pasajeros de la fila 12 me miraban como si yo fuese un loco peligroso. Fui a la cabecera del avión. Me topé con una azafata que iba a empezar a dar las instrucciones a los pasajeros para aterrizar. De repente le pregunté:

— ¿Usted lo ha visto?

— ¿A quién?

— Al viejo piloto.

— Señor, siéntese, por favor —me dijo.

En ese momento me di cuenta de que había gritado, que estaba fuera de mí. Regresé a mi asiento y me abroché el cinturón de seguridad. Solo pensaba en los minutos que había pasado con el anciano, pero todo había sido producto de mi imaginación. No tenía explicación para la alucinación que acababa de experimentar. ¿Una indigestión? ¿Una insolación? ¿¿Qué??

Estaba decidido a olvidarme de ese episodio tan incalificable de mi vida, cuando, después de desembarcar, me dirigí al control de pasaportes. La fila era larga y se movía lentamente. Finalmente, pasé el control y luego recogí mi equipaje. Fui directo a la salida. Del otro lado, un enjambre de gente esperaba a los pasajeros de mi vuelo. Ocupaban todo el espacio disponible. Tuve bastantes dificultades para alcanzar la salida.

De repente escuché la voz de un niño que ya fuera gritaba:

— ¡Antoine, aquí!

Con dificultad logré llegar al umbral de la puerta y vi, ya a cierta distancia, al viejo piloto. Andaba muy ligero, sin equipaje, acompañado de un niño africano muy pequeño que lo tomaba de la mano y que llevaba una bufanda roja muy larga, que ondeaba con la brisa, seguidos de un perro que parecía más bien un zorro y que saltaba alrededor de ambos humanos.

Todavía pude escuchar cómo el niño le decía:

— Te llevo esperando tanto tiempo…

Por un momento pensé que era el Principito, porque en ninguna parte dice que fuera blanco. ¿Acaso no podía ser negro? ¿Y si fuera realmente africano?

Entonces, ya los perdí de vista entre la multitud, en dirección a Yaundé.



Inspirado en el Sáhara, 20 de marzo de 2023

Escrito en Praga, 29 de marzo de 2023

© Frantz Ferentz, 2024

 

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