En la ciudad de Kladno, en Chequia, hay muchos edificios prefabricados de la época comunista. Uno de ellos está en la plaza de Sitna y es muy largo por los lados. Una de las cosas por las que es conocido era la longitud de sus pasillos. En ellos se podrían celebrar carreras de motos entre la ida y la vuelta y recorrer fácilmente veinte kilómetros.
Centrémonos en el pasillo del cuarto piso. Cuando alguien tenía que recorrer ese largo y oscuro pasaje, temblaba. Incluso a los más valientes se les pondría la piel de gallina. Parecía no tener fin, como si llegara a otro punto del universo, tal vez como un agujero de gusano que permitiera atravesar la galaxia.
En realidad, había dos pasillos: uno a la derecha y otro a la izquierda. Ambos igualmente sombríos. Estaban conectados en el centro por una zona donde estaban el ascensor y las escaleras. Una vez allí, el único punto con luz, el caminante tenía que elegir entre viajar a la galaxia de la izquierda o a la galaxia de la derecha, ambas a millones de años luz de distancia.
Bueno, estoy exagerando un poco. La verdad es que ese edificio daba miedo, sí, pero no creo que se pudiera viajar a galaxias remotas. En cualquier caso, las personas que vivían allí tenían que recorrer grandes distancias si su apartamento estaba en un extremo para llegar al centro del edificio y tomar el ascensor.
De todos modos, se podían ver cosas extrañas en esos pasillos. Una de ellas eran las botas de goma que usaba el residente del apartamento número 47 fuera de la puerta para que no ensuciasen el interior. Es normal que la gente se quite los zapatos al entrar en casa, pero este vecino tenía la costumbre de dejar los zapatos en el pasillo de fuera.
A veces solo había un par de botas, pero había ocasiones en las que allí se reunía la colección de calzado de toda una familia, de modo que había hasta cinco pares de zapatos, botas y zuecos pegados a la pared al pie de la puerta de calle, en el pasillo, para que no impidieran el paso de la gente, aunque se había convertido en un lugar de parada para los perros de esa planta, porque el olor que salía de allí les resultaba muy interesante. Sin embargo, nadie robaba aquellos zapatos. ¿Para qué?
Así pues, esa era la realidad, la rutina, el día a día, de un fenómeno más de aquel misterioso pasillo. Pero un día sucedió algo que de repente cambiaría todo. Y fue cuando, en lugar de dos botas de goma normales al pie de la puerta, aparecieron dos botas de goma diferentes. ¿Por qué diferentes? Porque en cada uno de ellos cabría una persona que midiera al menos 1’70 metros de altura y solo se le vería la parte superior de su cabeza.
Y eso, amigos míos, se convirtió en un misterio y una fuente de conversación entre los residentes del edificio, normalmente silenciosos, cada vez que tomaban el ascensor.
La primera vecina que notó la presencia de aquellas botas gigantes fue la del apartamento 44, que está al otro lado del pasillo, pero que siempre sacaba a su perro a orinar a primera hora de la mañana, tanto si nevaba como si caía un sol sahariano. El perro de la vecina del 44 no pudo evitar detenerse delante de aquellas botonas. Su olor era peculiar. La mujer, al principio, no notó la presencia de esas dos masas de goma, porque estaba más dormida que despierta, pero cuando el perro se detuvo, notó esas dos figuras gigantes que parecían columnas a ambos lados de la puerta de casa. 47.
— No puede ser —murmuró, pero no se detuvo porque el perro podría orinarse allí mismo y eso sería un problema para ella, pues llenaría el suelo de pipí.
Gracias a ella se corrió la voz sobre las botas gigantes. Muchos vecinos se reunieron en el pasillo para observar aquel fenómeno inusual en el edificio. El comentario más común, aparte de quién podría usar tales botas, fue cómo habían logrado introducirlas en el edificio. No cabían en el ascensor y subir las escaleras con ellas era muy complicado, casi imposible.
Cada vecino tenía su propia explicación del fenómeno. Todos ofrecieron sus opiniones sobre la naturaleza de aquellas dos botas gigantes.
Luego pasó lo que tenía que pasar, que tanta gente en el pasillo, fuera del apartamento 47, llamó la atención del dueño de la casa. Abrió la puerta y encontró a la mitad de sus vecinos del edificio discutiendo sobre aquellas botas que el buen hombre guardaba en su puerta.
La primera pregunta que le hicieron fue:
— ¿Y cómo los va a bajar a la calle?
— Las tiraré por la ventana —respondió el vecino.
— ¿Y no se romperán?
— No, son de goma.
— ¿Y si se les caen encima a alguien?
— Le gritaré que se aleje...
Y entonces llegó la gran pregunta, a la que todos esperaban saber la respuesta:
— ¿Y qué son realmente estas dos botas?
No sé si creen en las coincidencias, pero en ese preciso momento sonó un taladro horrible que el vecino del piso de debajo usaba con insistencia varias veces al día. Su apartamento debía tener las paredes como el queso con agujeros.
Precisamente, mientras sonaba el taladro, el dueño del apartamento 47 explicó de qué se trataba, acompañando todo con muchos gestos con las manos. De hecho, gesticulaba mucho, como si quisiera acompañar las explicaciones con información adicional. Sin embargo, mientras hablaba, el taladro sonaba y sonaba, de modo que ninguno de los vecinos escuchó la explicación de qué eran esas dos botas gigantes.
Justo cuando el taladro cesó, el dueño del departamento sonrió, se despidió y cerró la puerta.
Todos los vecinos se quedaron con la boca abierta y se fueron juntos a tomar una cerveza, que es la bebida nacional del país, para seguir la discusión en otro lado, pero al menos tomando algo. Y cada uno expresó lo que creía haber oído decir al dueño de las botas. Aquí están las cosas que dijeron:
- Se trataba de las botas del gigante del cuento de Pulgarcito, las botas de las siete leguas les dijeron, porque tal vez el gigante era pariente del vecino de 47.
- Y hablando de personajes de cuentos, alguien dijo que esas botas eran las del El gato con botas, que en realidad también era un gigante, pero no se nota que se les olvidó comentar ese fenómeno.
- Como mencioné anteriormente, el pasillo daba la impresión de ser un agujero de gusano, por lo que las botas eran un prototipo de nave para viajar; simplemente había que ponerse las botas y caminar con ellas por el agujero, como una versión andante de las naves de Star Trek.
- Eran una especie de columnas a ambos lados de la puerta, las cuales estarían acompañadas de las piernas de un gigante, a modo de decoración, porque ese pasillo necesitaba más vida y al menos así alegraría la vista de los vecinos al pasar.
- Eran las botas de Papá Noel que usó para meter regalos después de Navidad porque no le entraban en el trineo.
- Formaban parte de la decoración de los gigantes que desfilaban por las calles durante las fiestas de la ciudad y que tenían forma de marionetas gigantes.
- Servían a la policía para esconderse dentro cuando hacían redadas por los barrios peligrosos, porque nadie sospecharía de un par de botas de goma.
... (aquí, ustedes, lectores, pueden colocar lo que crean que eran esas botas).
Sin embargo, no averiguaron nada sobre las botas, excepto que podían salir volando por la ventana.
Al día siguiente, cuando la vecina del apartamento 44 salió con su perro a que el animal hiciera pipí, vio que las dos botas grandes ya no estaban a ambos lados de la puerta del apartamento 47. Solo había un par de botas normales, las habituales.
Pero cuando salió a la calle, sí se llevó una sorpresa. Y qué sorpresa. Ambas botas gigantes estaban depositadas en un contenedor de basura, pero sobresalían mucho. El vecino del 47 las había arrojado allí por algún motivo desconocido, pero al parecer ya no las quería.
Sin embargo, los servicios de limpieza no llegaron a recogerlas. Alguien, antes, las sacó del contenedor y las llevó al jardín frente a su casa. Con ellas hizo un hogar para los gatos callejeros, que había muchos en aquel barrio, donde podían pasar el invierno calentitos y sin sobresaltos.
© Frantz Ferentz, 2024
© Imagen: Laura Frías Viana
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