sábado, 16 de abril de 2011

EL CAMELLO DE LAS TRES JOROBAS




[1]


     El jeque Ahmed Al-Bahri estaba orgulloso de su colección de camellos. 
     Tenía más de quinientos. 
     Sin embargo su favorito era Lengua de Trapo. 
     Lengua de Trapo era un camello muy especial, que sabía cómo pasar su lengua por la cabeza de su amo y hacerle cosquillas. 
     Y como os podéis imaginar, lo llamaban Lengua de Trapo porque tenía una lengua que parecía un trapo, lo cual al jeque Ahmed Al-Bahri le encantaba. 
     Un cierto viernes, cuando el jeque quiso ir a montar su camello preferido por las dunas del desierto, descubrió algo terrible. 
     Su camello tenía tres jorobas. 
     A lo mejor se había equivocado al contar. 
     — Una, dos, tres… —volvió a contar. 
     El jeque estaba muy confuso. 
     Llamó a uno de sus mozos: 
     — Cuenta las jorobas de mi camello. 
     El mozo se dio cuenta que, en efecto, el camello tenía tres jorobas. 
     Pero no iba a decir nada, porque no tenía la intención de replicar al jeque. 
     — ¿Cuántas le cuentas? —insistió el jeque. 
     El mozo balbució: 
     — Tres… 
     — Si tenía yo razón —soltó el jeque. 
     Y salió corriendo de los establos para ir a buscar el veterinario. 



[2]



     Media hora después ya había vuelto con el veterinario, quien aún llevaba puesto su pijama de hipopótamos bailarines. 
     Al pobrecillo lo habían sacado de la cama. 
     — Entonces, doctor, ¿cómo es posible que mi Lengua de Trapo tenga tres jorobas en vez de dos? 
     En efecto, Lengua de Trapo, según confirmó el doctor, tenía tres jorobas. 
     Aquel era un caso único, porque nunca se había detectado un camello con tres jorobas. 
     Sería fantástico poder llevárselo a un congreso de veterinarios del desierto y mostrarlo allí como una criatura única. 
     Sin embargo, el doctor Nabil Abu-Karim no quería enemistarse con el jeque. 
     Podría costarle la cabeza. 
     Pero sí se hacía una idea de lo que le podía pasar al camello. 
     Por eso, pidió al jeque que le contara cómo era la vida normal de Lengua de Trapo. 
     El jeque, todo orgulloso, explicó: 
     — Yo adoro a este animal. Lo trato como si fuera mi propio hijo. 
     Aquello explicaba muchas cosas. 
     Se enteró entonces el albéitar de que el camello era alimentado con cosas extrañísimas como caviar, ostras y maracuyá. 



[3]



     — Tengo que hacerle un análisis de sangre —pidió con temor el veterinario. 
     El jeque se puso todo serio: 
     — Hágaselo, pero si el camello sufre por eso, echaré su cabeza a los cocodrilos… 
     El veterinario pensó que los cocodrilos, a lo peor, jugarían al fútbol con su cabeza. 
     Pero, aún así, hizo el análisis de sangre al camello. 
     Y los resultados salieron la mar de raros. 
     Además de colesterol, el camello presentaba dolencias propias de los humanos en su sangre. 
     Sin embargo, el doctor Nabil Abu-Karim ya sabía lo que sucedía con Lengua de Trapo, por lo que quiso aún confirmar algún detalle: 
     — Oh, comendador de los creyentes, ¿y cuando os lleváis Lengua de Trapo a pasear con vos, él va en coche? 
     — Pues claro que va en coche. ¿No te he dicho que trato a Lengua de Trapo como si fuera mi propio hijo? 
     — He ahí el problema… 
     — ¿Cómo te atreves? Vas a acabar en el fondo del mar de comida para tiburones y pirañas. 
     El veterinario no iba a explicar al jeque que en el mar no hay pirañas. 
     — Comendador de los creyentes, quiero decir que vuestro camello tiene una vida poco sana, hace muy poco ejercicio, ni siquiera camina. Fijaos. Lo que le ha pasado —es solo una hipótesis—, es que como no ha engordado, ha desarrollado una tercera joroba. Ese es su modo de manifestar que está gordo, oh padre de los creyentes. 
     El jeque hizo caso de aquellas palabras. 
     Sí, tal vez había estado tratando a aquel camello demasiado bien. 
     Ya era hora de ponerlo a hacer ejercicio. 



[4]




     El propio jeque también estaba muy gordo. 
     No le gustaba hacer ejercicio e iba a todas partes en coche. 
     Y es que aquel coche suyo era inmenso, tanto que podía viajar en él también su camello Lengua de Trapo. 
     El jeque había leído en internet que la bicicleta era un medio espléndido para rebajar grasas. 
     Por eso se compró un tándem. 
     Era muy divertido ver al jeque mover los pedales adelante y a Lengua de Trapo detrás. 
     Pero, pobre camello, para él resultaba muy complicado mover los pies en aquella extraña bicicleta. 
     Tampoco era sencillo para el jeque, que no estaba acostumbrado a hacer deporte. 
     De hecho, él no daba más de diez pasos seguidos, que para eso tenía una alfombra mágica que lo llevaba a todas partes, pero infelizmente el camello era muy pesado para ella. 
     Por eso, tanto el jeque cuanto el camello enseguida estuvieron cubiertos de sudor. 
     ¡Sudor! ¡Qué asco! 
     ¿Cuándo había sudado el jeque la última vez en su vida? 
     Ni se acordaba, tal vez de niño. 
     Pues iba a dejar de hacer ejercicio. 
     Qué rollo de colesterol. 
     Sin embargo, la madre del jeque, la jequesa Fátima al-Bahri, la única persona a la que realmente temía en esta tierra el jeque, supo de las intenciones de su hijo de abandonar el deporte. 
      — Si dejas de hacer ejercicio —amenazó ella—, vas a barrer todo el palacio con la escoba.  Y piénsatelo bien, porque son cincuenta mil metros cuadrados... 
      Aquella amenaza pesó mucho, pues el jeque sabía que su madre era capaz de cumplir aquella amenaza. 
     ¿Qué pensarían de él después sus súbditos? 
     Nadie se lo tomaría en serio. 
     Pero lo peor no era la amenaza. 
     Lo peor fue que, a partir del día siguiente, la jequesa, cómodamente acostada en la alfombra mágica, controlaba que el hijo y su camello favorito hiciesen ejercicio durante dos horas y media cada día y que después fuesen a la ducha (también el camello). 
     Y los resultados fueron óptimos. 
     Tras dos semanas, las moscas dejaron de quedar atrapadas en la órbita de la barriga del jeque y el camello ya había perdido una joroba: ¡solo tenía dos! 




[5]



     El doctor Abu-Karim analizó las muestras de los análisis de la sangre de Lengua de Trapo, pero también del jeque, porque realmente no eran muy diferentes. 
     — Efectivamente —afirmó entonces, vestido ya con su bata blanca de doctor—, vuestro nivel de colesterol es ahora muy inferior. 
     — ¡Genial, genial, genial! —gritaba el jeque todo contento—. Eso significa que ya podemos dejar de hacer ejercicio, ¿no? 
     El doctor, antes de responder, se aseguró de que la jequesa estaba allí presente para no sufrir la cólera del jeque: 
     — Oh comendador de los creyentes, me temo que no…   
     — ¿Y eso? ¡Voy a tirarte a un volcán en erupción esta misma noche! 
     Por suerte, el veterinario sabía que en el país había muchas dunas pero ningún volcán. 
     — Oh jeque —explicó—, la cosa no es tan simple. Vos estáis aún muy gordo. ¿Cómo explicároslo? Es como si antes tuvierais dos neumáticos de camión alrededor de la barriga. Ahora solo tenéis uno, pero aún así es demasiado. Y en cuanto a vuestro camello, bueno, creo que no os he dicho que en realidad no es un camello, es un dromedario. Los dromedarios tienen solo una joroba. Por tanto, aún no es normal que tenga dos, lo cual quiere decir que todavía le sobran colesterol y grasa... Tienen que continuar con el ejercicio. 
     El jeque iba a decir algo feo, pero entonces la jequesa intervino: 
     — Hijo, obedece al veterinario con cara de sapo o voy a quitarme la zapatilla y darte con ella en el culo como cuando eras niño. 
     Aquella amenaza era mucho peor que hacerlo barrer todo el palacio. 
     Por eso, el jeque se limitó a preguntar: 
    — ¿Y qué haremos? ¿Seguimos montando en el tándem? 
    — ¡Oh jeque —dijo el veterinario—, conviene que hagáis un deporte más completo: haced natación. 
    — Buena idea —asintió la jequesa—. Y ya sé como la vais a practicar. 
    El jeque empezó a sudar, pero no era por el ejercicio, sino por el miedo que le causaban aquellas palabras de su madre... 




[6]




     Cuando la jequesa tenía ideas, era para echarse a temblar. 
     En aquella ocasión, iba a obligar su hijo y Lengua de Trapo a atravesar nadando una distancia de doscientos kilómetros. 
     Ella iría a su lado, como siempre, montada en la alfombra mágica. 
     De nada sirvieron los gruñidos del jeque y del camello cuando fueron lanzados al mar desde un barco real. 
     Tuvieron que ponerse a nadar. 
     De vez en cuando, veían aletas de tiburones, pero no podían saber si se trataba de auténticos escualos o si era algún truco de la jequesa para obligarlos a nadar. 
     Y nadaron, vaya si nadaron.
     Nadaron los doscientos kilómetros y no llegaron más para allá porque encontraron tierra. 
     La jequesa descendió de la alfombra mágica y le dio un beso a su hijo. 
     — Estoy muy orgullosa de ti. 
     Cuando vino el veterinario, ni reconocía al jeque. 
     El camello era, finalmente, un dromedario, con una sólo joroba y un aspecto muy saludable. 
     En realidad, después de tanto tiempo en el mar, acabó desarrollando aletas. 
     Tanto fue así que ya Lengua de Trapo no quiso quedarse en tierra. 
     Se volvió al mar. 
     Y allí se ha quedado. 
     El doctor Abu-Karim pudo verificar que la naturaleza había actuado en los genes del  dromedario de una forma muy particular, hasta adaptarlo al medio marino. 
     El dromedario vive ahora muy feliz en el agua. 
    Ya no lo llaman Lengua de Trapo, sino Lengua de Sireno y corre por el mar acompañado de algunos cetáceos. 
     El veterinario ha llegado a pensar que, quizá, llegará a convertirse en una nueva especie: el dromedario marino. 
      Pero esa, amigos míos, es ya otra historia.

© Xavier Frías Conde, 2011

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