sábado, 12 de marzo de 2011

LOS PIOJOS-DRAGÓN





     — Mamá, dice la mestra que Jorge y yo tenemos piojos.
      La madre soltó un suspiro. ¡Lo que faltaba!
      En efecto, una nota de la escuela decía que los dos hermanos, Jorge y Valeria tenían piojos. Por tanto, ambos debían quedarse en casa para no contagiar a los compañeros de clase y ser sometidos a tratamiento.
      La madre de Valeria y Jorge se llevó en aquella misma tarde a sus hijos al médico. Se trataba del doctor López Pérez de la Buenaventura, prestigioso pediatra que era capaz de curar un resfriado asustando a los micróbios que lo causaban.
      Pero el doctor López Pérez de la Buenaventura se encontró que en la cabeza de los dos chicos no solo había unos piojos poco comunes, sino que eran incluso desconocidos. Consiguió coger a uno de ellos con las pinzas y se lo llevó al microscópio.
      Cuando lo tuvo a la vista, tuvo que retirarse del visor porque… ¡el piojo lanzaba llamas de fuego! Era una especie de piojo dragón. Y mientras estaba haciendo sus observaciones por el telescopio, le llegó un olor como a piel pollo quemado.
      — ¡Ay, mamá, se me quema la cabeza! —gritó Jorge.
      A penas transcurrieron cinco segundos cuando Valeria también gritó:
      — ¡A mí también, mamá!
La mamá, que era mamá las veinticuatro horas del día, cogió a los hijos y se los llevó al baño. Abrió el grifo y metió las cabezas de los hijos debajo del chorro de agua. Después solo quedó un humillo muy ligero que salía de las cabezas de los chavales.
      Cuando el doctor explicó que se enfrentaban a una nueva raza de piojos, los piojos-dragón, la madre pensó que, tal vez, el médico había llegado bebido a la consulta.
      Sin embargo, el doctor ni estaba bebido ni se estaba inventando nada. Los piojos-dragón eran una nueva amenaza para la vida escolar.
      Por eso, el doctor López Pérez de la Buenaventura abrió un protocolo, que es una cosa muy seria que se hace cuando ocurre algo grave. En el protocolo, el doctor señalaba que era prioritario descubrir cuál era la procedencia de los piojos-dragón creía que aún tendría que buscar un nombre científico para ellos, pero eso no era tan urgente; de momento, podía llamarlos peduculus flammigerus).
      Gracias a su profesionalidad, el doctor López Pérez de la Buenaventura averiguó que los piojos les llegaron a los chicos en una tienda china de su barrio, el Bazar «El viento ceniciento del Mar Amarillo».
      El doctor hizo venir al propietario de la tienda, el señor Xung Qao. Parecía sacado de una de esas historias de terror, porque no parecía un chino normal, sino uno de esos antiguos mandarines con trenza, gorrito redondo y bigotes finos y alargados cayéndole por los bordes.
      El señor Xung Qao comprendió enseguida lo que había ocurrido. Y explicó:
      — Piojos chinos venir a veces en cajas de perfume. Chicos abrir todo. No respetar carteles: no tocar. Ellos tocan. Por tanto, abrir caja de perfume oriental. Piojos dragón salir y saltar cabeza chicos.
      — Ya entiendo —dijo el doctor—, ¿pero como hacen en China para acabar con los piojos-dragón? Estoy viendo que son muy resistentes.
El viejo mandarim se sacó una cajita redonda de la manga. En el interior había unos puntitos negros saltando.
      — En China usar pulga-caballero.
      — Pulga-caballero? ¿Qué es eso? —preguntaron la madre de los chicos y el doctor a la vez.
      El chino mostró la cajita y dijo:
      — Para matar dragones, es preciso usar caballeros. Por eso, en China, matar piojo-dragón con pulga-caballero.
      Y antes de que nadie pudiera reaccionar, el chino abrió la dajita y varias pulgas saltaron hasta las cabezas de los chicos. Nadie podía saber lo que estaba sucediendo en aquellas selvas de pelos, pero podía imaginarse que estaba teniendo lugar una batalla feroz entre las pulgas y los piojos. Y como pasa siempre en la más legendaria tradición china, las pulgas-caballero derrotaron los piojos-dragón. Poco a poco, fueron cesando las explosiones en las cabezas de los chicos.
      La mamá y el doctor no podían cerrar la boca. No podían creerse que todo aquello fuera normal, porque para los adultos es muy difícil creer en lo que no se ve. Pero tras cinco minutos, el mandarín dijo:
      — Todos los piojos-dragón derrotados. Victoria de pulgas-caballero.
      Y sonrió, mostrando unos dientes muy mal conservados, lo cual era una vergüenza porque por supuesto él también vendía crema y cepillos de dientes. Así no iba a dar ejemplo a sus nietos.
      Pero, de repente, Jorge y Valeria empezaron a rascarse por todo el cuerpo. Sentían unos picores terribles.
      — Eso son las pulgas —explicó el doctor, que seguía sin saber qué hacer.
Pero la madre preguntó al mandarín:
      — ¿Y como se vence a las pulgas-caballero en su país?
Ahí el mandarín se limitó a sonreir. Con su expresión quería decir que en China usan las pulgas-caballero para luchar contra los piojos-dragón, pero nadie aún había averiguado cómo acabar con las pulgas-caballero.

© Xavier Frías Conde, 2011

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